Este libro se originó una soleada mañana de diciembre de 1990, cuando mi
esposa Shareen y yo nos encontrábamos en la parte más lejana del Paso de Jyber,
contemplando Afganistán desde lo alto. Nos acompañaban un soldado patán lleno de
arrugas, armado con lo que parecía un mosquete del siglo XIX, y un escolta
oficial un tanto aburrido que nos había asignado el Ministerio de Exteriores de
Pakistán. Estábamos entretenidos. El coche se había abierto paso a través de un
gran museo al aire libre de imperio y conquista. Sellados en acantilados
contiguos estaban los emblemas y monumentos de regimientos británicos partidos
mucho tiempo atrás, muchos de ellos. Llegamos a un cuartel de cemento con
hendiduras verticales situado a sólo unos metros de una placa que declaraba que
nos hallábamos a la entrada del subcontinente indio. De vez en cuando
vislumbrábamos el Ferrocarril de Jyber, con sus noventa y dos puentes y treinta
y cuatro túneles a lo largo de una ruta de cuarenta kilómetros. Esta maravilla
de la ingeniería, que los británicos completaron en la década de los veinte del
siglo pasado, surgió a raíz de los temores concernientes a la seguridad que
habían suscitado los incesantes levantamientos en la frontera del noroeste de la
India. Los raíles flanqueaban una carretera mucho más antigua que atravesaba el
Jyber, obra de ingenieros mongoles en el siglo XVI, y posteriormente enlace de
la Gran Línea Principal entre Kabul y Delhi. Los trabajadores mongoles
encontraron sin duda monedas que databan de las conquistas de Alejandro, de las
que aún se pueden hallar muestras en los bazares de Landi Kotal, la última
población del lado pakistaní de la frontera, que sigue guarnecida por los
Fusiles de Jyber, como lo estaba hace un siglo.
Desde un promontorio
cercano a Landi Kotal, Shareen y yo pudimos distinguir camiones y coches que
avanzaban laboriosamente hacia Jalalabad, la ciudad grande más próxima en
Afganistán. No contemplábamos una exposición de museo, sino un país cuyas penas
ocultaba la pacífica niebla matutina que había debajo de nosotros. En 1990, el
último soldado soviético ya había regresado a su país y había concluido una
invasión y ocupación de nueve años que se había cobrado un millón de vidas y
había desplazado a una tercera parte de la población. Pero la retirada soviética
no puso fin a la devastación. Bien al contrario, el conflicto se agudizó cuando
una docena de facciones, todas respaldadas y armadas por patrones extranjeros,
se desgarraban entre sí y desgarraban el país. Algunos de los combatientes más
antinorteamericanos habían recibido, aunque parezca absurdo, apoyo de
Washington, al parecer convencido de que los militantes musulmanes eran los
anticomunistas más dignos de confianza. Esta opinión contó con el respaldo del
espionaje militar pakistaní, que tenía sus propios planes para Afganistán y sus
vecinos islámicos, que pronto volverían a ser independientes, al otro lado del
Oxus, en la antigua Asia Central soviética.
En suma, un conflicto
permanente llamado el Gran Juego, o Torneo de Sombras, según la gráfica
expresión del conde Nesselrode, está a punto de adentrarse en un nuevo milenio.
Por qué y cómo se ha producido constituye el tema de este libro, que decidimos
escribir aquella mañana de diciembre en el Paso de Jyber.
Desde que tuve la primera noticia de él hace ya décadas, he sentido
fascinación por el Gran Juego original, la pugna clandestina entre Rusia y Gran
Bretaña por el dominio de Asia Central. No es sólo que sus episodios estén
repletos de dramas inverosímiles, sino que el Juego en sí fue un prólogo
victoriano a la Guerra Fría. Se libró en la prensa tanto como en los pasos del
Himalaya, enfrentó a halcones agresivos y palomas cautelosas, presenció el auge
de los servicios de espionaje y las guerras delegadas e inspiró la teoría
grandiosa de que el control del «Interior» de Eurasia reportaría el dominio
sobre el mundo.
No fue así. La expansión aparentemente inexorable de
Rusia dentro de Asia Central no salvó al zar ni a sus herederos comunistas, ni
tampoco socavó el dominio británico en la India. A pesar de las graves
advertencias de soldados y propagandistas, los dos imperios jamás entraron en
conflicto directo en Asia Central. Lo que sucedió, sin embargo, fue
suficientemente dramático. Las persistentes sospechas británicas acerca de los
objetivos rusos dieron pie a dos guerras afganas, la invasión del Tíbet y una
movilización completa durante una disputa por la frontera en 1885. Estos temores
también condujeron a la subyugación de Egipto y la partición de Persia en
esferas de influencia (que se produjeron, huelga decirlo, sin consultar a los
egipcios ni a los persas).
¿Qué pudo impulsar un movimiento tan
extendido? El estudioso victoriano J. R. Seeley propuso una explicación conocida
en
The Expansion of England [La expansión de Inglaterra], que vendió la
astronómica cifra de 80.000 ejemplares al poco de publicarse en 1883. Gran
Bretaña era a la sazón la primera potencia mundial: dominaba los mares y
disponía del mayor imperio exterior que se haya conocido en la historia. Sin
embargo, tal como observaba Seeley, los británicos tenían los ojos puestos en
los rincones más remotos del retrasado Este: «Estamos obligados a observar con
atención todo movimiento en Turquía, cada nuevo síntoma en Egipto, cualquier
agitación en Persia o Transoxiana o Birmania o Afganistán. Ello se debe a que
poseemos la India, y un interés especial por los asuntos de todos los países que
se encuentran en a ruta hacia ella. Esto y sólo esto nos lleva a una permanente
rivalidad con Rusia, que es para la Inglaterra del siglo xix lo que fue para
ella la competencia con Francia por el Nuevo Mundo en el siglo XVIII».
Seeley hablaba en nombre de su época. Compartía con la mayoría de
británicos decimonónicos la idea de que Gran Bretaña tenía el derecho, y en
rigor el deber, de gobernar un imperio y de intervenir en cualquier parte para
defenderlo. Benjamin Disraeli, al mismo tiempo astuto realista y romántico
imperialista, deleitó a su reina y a gran parte del país en 1876 al proclamar
emperatriz a Victoria. El primer ministro se encargó de añadir que el nuevo
título ponía de relieve que «el Parlamento de Inglaterra ha resuelto mantener el
imperio de la India».
El mensaje iba dirigido a Rusia, cuya continua
progresión hacia el sur, al interior de Asia Central, preocupaba especialmente a
los británicos. En 1800, las bases fronterizas de los dos imperios estaban
separadas por algo más de 3.500 kilómetros; en 1876, la distancia se había
reducido a la mitad, y a final de siglo el espacio entre el dominio del zar y la
India británica era de sólo unos escasos centenares de kilómetros: de hecho,
únicamente 35 kilómetros separaban los puestos de avanzada en la altiplanicie de
Pamir. La expansión rusa parecía ilimitada y amenazadora. En 1914, el explorador
Fridtjof Nansen calculó que, en cuatro siglos, el reino del zar se había
expandido a una asombrosa velocidad de 142 kilómetros cuadrados diarios, es
decir, unos 50.000 kilómetros cuadrados anuales. Los alarmistas creían probable
que los rusos estuvieran aplicando un plan general con el objetivo final de una
invasión directa de la India, o de subvertirla a fuerza de incitar a los
musulmanes indios contra el imperio. De nada servía que los ministros de
Exteriores rusos negaran en redondo estas suposiciones, puesto que las garantías
de que no habría más conquistas iban siempre seguidas de nuevas anexiones.
No obstante, tal y como replicaban acaloradamente los rusos, su
emperador sólo hacía en Asia lo que los británicos afirmaban que era su misión
en la India: conceder los beneficios de una civilización cristiana y del
progreso económico a pueblos menos afortunados. Por añadidura, los rusos podían
esgrimir con justicia sus preocupaciones sobre la seguridad en Asia Central,
cuyas praderas habían sido históricamente vías de conquista para los invasores
mongoles. Todo ello se sostuvo en innumerables discursos, memorándums,
panfletos, artículos y libros, estos últimos a menudo reforzados con mapas y
apéndices eruditos. Conforme se desarrollaba el debate, ambos imperios
desplegaron una clandestina legión de agentes para cartografiar e inmiscuirse,
intimidar y sobornar, en un arco inmenso que se extendía desde Irán hasta los
desiertos de Mongolia. En apoyo de estas operaciones encubiertas hubo en Asia
una serie casi continua de guerras fronterizas y expediciones punitivas, desde
la década de los años treinta del siglo xix hasta que los británicos entraron
por la fuerza en el Tíbet en 1904.
Así reza la versión oficial del Gran
Juego, cuyos principales incidentes se han descrito en varios libros admirables,
el más reciente el del escritor británico Peter Hopkirk. Pero a medida que
progresábamos en nuestras investigaciones por archivos y memorias, y en nuestros
viajes por Asia Central, nos percatamos de un nuevo trasfondo: un tema paralelo
que no será ajeno a los norteamericanos de este siglo. No dejaban de
impresionarnos el coraje y la gallardía de los jóvenes protagonistas del Juego,
tanto británicos como rusos, y la vana irresponsabilidad de sus superiores
mayores, civiles y militares, cuyos errores de juicio quedaron impunes en la
mayoría de casos.
Los verdaderos héroes de este libro son los soldados y
exploradores, rusos y británicos, que al servir a dos imperios también sirvieron
al conocimiento. Su legado se halla en diarios, cartas de navegación, mapas,
anotaciones, cartas, dibujos y fotografías: las auténticas joyas de la corona
imperial. En su historia de la Royal Geographical Society, Ian Cameron nos
recuerda que, durante décadas desde su fundación en 1830, todos los números del
Journal [revista] de la Society contenían un tesoro escondido «en el que
se destaca y se examina por primera vez a la luz de la valoración científica un
rincón remoto del mundo». No tenemos en cuenta lo poco que se sabía a mediados
del siglo XIX acerca de Asia y África, acerca del Himalaya y del Nilo. Esto se
aplica especialmente a Asia Central, que carece de costa y de puertos famosos, y
cuya geografía pocas veces se estudia en las escuelas.
Imagínese un
inmenso plato de tierra, que abarca más de cuatro millones de kilómetros
cuadrados, o la mitad del área de los Estados Unidos continentales. Imagínese
una enorme estepa herbosa y pantanos salados, barridos por vientos inclementes.
Añádanse docenas de ciudades-oasis, unidas por la fe islámica, y antiguas sendas
de caravanas, habitadas por pueblos que pueden ser feroces o amistosos,
hospitalarios o traicioneros. Por último, defínase el enorme núcleo interior con
un círculo externo de las montañas más altas, los desiertos más atroces del
mundo y ríos estruendosos cuyos cambiantes cursos logran confundir a los
cartógrafos y a los encargados de redactar tratados. Al oeste de dicho núcleo se
encuentran Persia y el Cáucaso, al norte Rusia, al este China, y justo al
sureste Nepal y el Tíbet, y por debajo de Afganistán, al sur, se hallan los
actuales Pakistán, Cachemira y el subcontinente indio. Tal era la zona donde los
imperios británico, ruso y chino se encontraron, o más bien chocaron, puesto que
las fronteras no eran precisas y gran parte del mapa estaba en blanco.
Llenar estos espacios vacíos requirió hazañas de resistencia de una
procesión de grandes exploradores, que en el curso de un siglo resolvieron todos
los grandes enigmas de la geografía física y cultural de Asia. Hallaron las
fuentes de los grandes ríos de la India, dieron a conocer al mundo los montes y
lagos más sagrados, midieron con una precisión asombrosa las alturas de los
pasos y las cimas más elevadas del Himalaya, incluyendo el Everest, con la ayuda
indispensable de espías musulmanes e hindúes disfrazados de peregrinos que se
servían de ruedas de oración para anotar sus cálculos. Determinaron la
existencia de lagos que deambulaban misteriosamente por el desierto de
Taklamakán y comprobaron la trayectoria cambiante del río Oxus. Redescubrieron
la Ruta de la Seda, sus ciudades perdidas, sus cuevas sagradas y bibliotecas.
Y sin embargo, muchos de quienes ejecutaron tales hazañas han caído hoy
en el olvido. Da fe de ello el más grande de los exploradores rusos, Nikolai
Przhevalski, que soñaba con ir a Lhasa y explorar el Tíbet. Se enfrentó a
desiertos agostados, tormentas de polvo cegadoras, plagas de insectos y
desórdenes intestinales crónicos que precipitaron su muerte a los cuarenta y
nueve años. Enterrado en una tumba fría y lejana coronada con un águila de
bronce que contempla el lago Issyk-Kul, bajo la cordillera de Tian Shan o Montes
Celestiales, Przhevalski dejó su nombre ligado a gran cantidad de flora y fauna,
incluyendo el antepasado del caballo actual. Otros aventureros siguieron sus
pasos, la mayoría extranjeros: el sueco Sven Hedin, fascinado por los nazis, el
explorador británico de origen húngaro sir Aurel Stein y el pintor místico ruso
Nicholas Roerich, que se convirtió en una curiosa nota a pie de página en la
historia del New Deal de Roosevelt. Pero si la mayoría de estos personajes se
encuentra en el limbo, el gran y esencial elenco secundario de escoltas cosacos,
peregrinos hindúes y
munshis (o secretarios) musulmanes, lamas buriat,
intérpretes persas y guías afganos se ha desvanecido del recuerdo, con pocas
excepciones.
Estas expediciones eran también culturales. En ellas hubo
encuentros memorables con civilizaciones asiáticas antiguas. «El carácter
sagrado de la India me ronda como una pasión», declaró el mayor propagandista
inglés del imperio y patrón de la arqueología india, George Nathaniel Curzon.
«Para mí el mensaje está grabado en granito, labrado en la roca del destino: que
nuestro trabajo es recto y que permanecerá». Si Curzon era ciego a la paradoja
implícita de ensalzar la gloria del pasado indio al tiempo que se negaba el
autogobierno a los indios de su tiempo, no era ni por asomo el único en la era
imperial. Pero los hechos que se describen en este libro no podrían haber sido
obra de personas inseguras y ambiguas proclives a la ironía y a los análisis
intrincados. Los participantes en el Gran Juego eran hombres de acción, no de
reflexión.
A los jóvenes les impulsaban la ambición y la creencia en la
justicia de su causa; los mayores estaban a menudo imbuidos de ideas poco
rigurosas y la determinación de no mostrarse débiles: una combinación fatídica
que contribuyó a la derrota de Estados Unidos en Vietnam y de la Unión Soviética
en Afganistán.
Un error político habitual consiste en subestimar el
poder de los movimientos de opinión pública. Lord Palmerston, enérgico activista
en asuntos internacionales, fue de los primeros en valorar con acierto los
cambios producidos por las Revoluciones Francesa y Norteamericana, el auge de la
democracia y la prensa popular. «Las opiniones», sostuvo, «son más poderosas que
los ejércitos. Las opiniones, si se fundan en la verdad y la justicia,
terminarán por imponerse a las bayonetas de la infantería, el fuego de
artillería y las cargas de caballería». Pero hay un corolario esencial: incluso
cuando no se funda en la verdad y la justicia, una opinión revestida de un
eslogan atractivo puede crear alarma de guerra de la noche a la mañana, impulsar
ejércitos y armadas por todo el globo, sembrar enemistad entre las naciones y
construir o demoler imperios.
En los tiempos de Palmerston, muchos
británicos pensaban lo peor de las ambiciones rusas, y consideraban esencial
oponerse a los avances rusos en todas partes. Sus temores resultaron persuasivos
para un joven oficial británico, el capitán Arthur Connolly. Mientras servía en
Afganistán, Connolly acabó creyendo que su misión personal era frustrar los
planes de conquista rusos en Asia Central y convencer a los gobernantes
musulmanes independientes de que se unieran y buscaran la protección británica.
Su determinación se consolidó en 1841, al enterarse del encarcelamiento y la
tortura de otro oficial, el coronel Charles Stoddart, a manos del emir de
Bujara. Connolly solicitó con éxito que le dieran la oportunidad de salvar a
Stoddart, trabar amistad con el emir y reformarlo y frustrar así a los rusos. En
suma, quería desempeñar un papel destacado en «un gran juego, un juego
noble» en Asia Central, según escribió a un amigo.
Las cartas de
Connolly pasaron posteriormente al historiador militar sir John Kaye, que al
citarlas introdujo el término «Gran Juego». La expresión se retomó y obtuvo
carta universal en
Kim (1901), la novela de Rudyard Kipling sobre Kimball
O’Hara, hijo huérfano de un soldado irlandés, que desbarata una trama rusa en la
India británica. En la vida real, sin embargo, el Juego deparó pocos vencedores.
La mayoría de los jóvenes rusos y oficiales británicos que se enfrentaron a
forajidos y emires caprichosos, que desafiaron los terrenos más salvajes y los
peligros de las enfermedades y los accidentes, tuvieron muertes violentas a
cambio de ganancias pírricas. Su destino anticipó a pequeña escala el sacrificio
de sangre de la Primera Guerra Mundial, una hemorragia de la que Gran Bretaña
jamás se recobró plenamente y que propició la revolución bolchevique en Rusia.
Ahora amenaza con repetirse. En los pocos meses que mediaron entre
agosto y diciembre de 1991, concluyeron siglos de dominio ruso en Asia. Seis
nuevas repúblicas, predominantemente islámicas pero muy distintas, se agrupan en
torno al mar Caspio. Son los actuales amos de las reservas de petróleo y gas
natural sin explotar que rivalizan con las del Golfo Pérsico. Oleoductos y
gasoductos, rutas para buques cisterna, consorcios petroleros y contratos son
los premios del nuevo Gran Juego. La India y China, ambas con necesidades
energéticas que crecen a ritmo acelerado, pugnan por acceder a ellos, junto con
rusos, europeos y norteamericanos.
Turquía, Irán y Pakistán tienen
intereses políticos, económicos y culturales propios en las antiguas repúblicas
soviéticas, donde rivalidades adormecidas han despertado abruptamente entre
azerbayanos, armenios, tayicos, uzbecos, turcomanos y otros pueblos sometidos
durante mucho tiempo. Como antes, Afganistán es el núcleo conflictivo de una
región problemática, y sus carreteras, siguiendo la senda de antiguas rutas de
caravanas, son arterias comerciales disputadas y vitales. Un terrible embrollo,
empeorado como antes por los foráneos.
Los norteamericanos participaron
en todo esto al principio en papeles secundarios y más tarde como sucesores de
los británicos, del mismo modo que la Unión Soviética prosiguió con las
políticas imperiales del zar. Lo que cabría llamar el traspaso de la Guerra Fría
de Gran Bretaña a Estados Unidos rebasó la diplomacia convencional. Aunque
algunos estadounidenses toleraban el imperio británico o incluso lamentaron su
desaparición, muchos creían no obstante que Washington tenía la misión especial
de promover la libertad en todas partes y de extender los beneficios de los
mercados libres y la tecnología, y el derecho a intervenir para defender
intereses vitales. Pero la transmisión también incluyó los servicios de
espionaje. Durante la Segunda Guerra Mundial, los estadounidenses se revelaron
discípulos embelesados de los servicios secretos británicos, cuyos licenciados
de Oxbridge eran muy duchos en engañar y descifrar. Malcolm Muggeridge,
profesional del espionaje durante la guerra, recuerda los primeros pasos de los
neófitos: «Desde aquellos días elíseos recuerdo muy bien en Londres cuando nos
llegaron los primeros norteamericanos directamente de sus inocentes nidos de
Princeton o Yale, o Harvard, en Wall Street o Madison Avenue o Washington. ¡Qué
poco duraba la luna de miel! ¡Qué deprisa superaron a nuestra organización
británica en personal, celo y escala de las operaciones, sobre todo en dinero
disponible!».
Entre quienes habían llegado estaba Allan Dulles, que
pronto serviría como residente de la Oficina de Servicios Estratégicos en Suiza,
y más tarde sería director de Inteligencia Central en las Administraciones de
Eisenhower y Kennedy. En 1914, en calidad de flamante licenciado de Princeton,
Dulles zarpó hacia la India para enseñar durante un año en una universidad
misionera. Durante el viaje en barco, Dulles leyó por vez primera
Kim de
Kipling. La impronta fue tan indeleble, al decir de su biógrafo, Peter Grose,
que Dulles tenía la novela en la mesita de noche al morir en 1969. Cuando
reclutaba agentes de las mejores facultades, Dulles trataba de inculcarles el
mismo ímpetu.
Dulles aprendería que esta fe británica en el espíritu
erudito tenía sus deficiencias cuando su amigo H. A. R. Philby, enlace del
espionaje británico en Washington, resultó ser un topo del KGB. A Philby todo el
mundo secreto le llamaba Kim, por su afinidad con respecto al niño espía de
Kipling. De hecho, Philby nació en 1912 en la India, y fue su padre, St. John
Philby, entonces funcionario del imperio y después un célebre arabista y
converso al islam que se casó con una niña esclava saudí, quien le puso el
sobrenombre a los seis años. Es curioso, o quizás no tanto, que los soviéticos
creyeran erróneamente que St. John Philby era en realidad un agente del servicio
secreto británico: de ahí su deseo de reclutar al hijo. Así pues, el Gran Juego
adquirió en todos los sentidos una segunda vida durante la Guerra Fría.
Sólo queda por decir que este libro es un homenaje a todos los
aventureros, europeos o asiáticos, cuya valentía merece un propósito menos
ambiguo.
Karl E. Meyer
Nota de la Redacción: Este texto corresponde a la introducción del
libro
Karl E. Meyer y
Shareen Blair Brysac:
Torneo de Sombras. El Gran Juego y la pugna por la hegemonía en Asia
Central (RBA Libros, 2008). Queremos hacer constar nuestro
agradecimiento a
RBA
Libros por su gentileza al
facilitar la publicación en
Ojos de
Papel.