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Karl E. Meyer y Shareen Blair Brysac: Torneo de Sombras. El Gran Juego y la pugna por la hegemonía en Asia Central (RBA Libros, 2008)

Karl E. Meyer y Shareen Blair Brysac: Torneo de Sombras. El Gran Juego y la pugna por la hegemonía en Asia Central (RBA Libros, 2008)

    NOMBRE
Karl E. Meyer

    LUGAR DE NACIMIENTO
Wisconsin

    BREVE CURRICULUM
Periodista y profesor universitario. Como especialista en relaciones internacionales, fue editorialista de The Whashington Post y de The New York Times. De 2000 a 2008 desempeñó el cargo de editor de World Policy Journal, revista del World Policy Institute. Libros: The Plundered Past (1973), The Art Museum: Power, Money, Ethics: A Twentieth Century Fund Report (1979) y Pundits, Poets, and Wits: An Omnibus of American Newspaper Columns (1990)

    AUTOR
Shareen Blair Brysac

    CURRICULUM
Es autora de Resisting Hitler: Mildred Harnack and the Red Orchestra (Oxford, 2000) que fue finalista de Los Angeles Times Book Prize. Fue productora de CBS News, trabajo en el que recibió varios Emmys y el premio Peabody. Los artículos que ha escrito han aparecido en The New York Times, The Washington Post, The Nation, The Nation, Lear’s Archaology Magazine y Military History Quarterly



Karl E. Meyer y Shareen Blair Brysac

Karl E. Meyer y Shareen Blair Brysac


Tribuna/Tribuna libre
Torneo de Sombras. El Gran Juego y la pugna por la hegemonía en Asia Central
Por Karl E. Meyer y Shareen Blair Brysac, martes, 1 de julio de 2008
A lo largo del siglo XIX y la primera parte del XX se produjo, en la vasta extensión de tierra vagamente denominada Asia Central, entre Kazajstán y la China occidental, lo que ha dado en llamarse el “Gran Juego”. Con este término, acuñado por Kipling (el portavoz literario del expansionismo británico) y adoptado por los historiadores, se designa la pugna que mantuvieron los imperios británico y ruso por imponer su hegemonía en esa parte del mundo. Las dos potencias vecinas, la rusa por proximidad y la inglesa por su ocupación del subcontinente indio, ansiaron con creciente ahínco dominar la zona, y llegaron a creer que aquel ámbito geoestratégico decidiría la suerte de los imperios, no sólo por las riquezas que pudiera contener, sino por una suerte de misticismo inefable del que los dirigentes estuvieron cada vez más embebidos. Con el paso de los años y de las décadas, otros imperios añadieron sus ambiciones a las iniciales de ingleses y rusos y se sumaron al Gran Juego: los alemanes nacionalsocialistas, estadounidenses y chinos hicieron también sus apuestas. Como dice un estudiosos en el libro: “A la luz de la historia, creo que el Juego fue en efecto un juego, con tantos pero sin victorias sustanciales”. Al decir de otro: “El Juego fue un prólogo victoriano a la Guerra Fría”.

La vista desde el monte Jyber

Este libro se originó una soleada mañana de diciembre de 1990, cuando mi esposa Shareen y yo nos encontrábamos en la parte más lejana del Paso de Jyber, contemplando Afganistán desde lo alto. Nos acompañaban un soldado patán lleno de arrugas, armado con lo que parecía un mosquete del siglo XIX, y un escolta oficial un tanto aburrido que nos había asignado el Ministerio de Exteriores de Pakistán. Estábamos entretenidos. El coche se había abierto paso a través de un gran museo al aire libre de imperio y conquista. Sellados en acantilados contiguos estaban los emblemas y monumentos de regimientos británicos partidos mucho tiempo atrás, muchos de ellos. Llegamos a un cuartel de cemento con hendiduras verticales situado a sólo unos metros de una placa que declaraba que nos hallábamos a la entrada del subcontinente indio. De vez en cuando vislumbrábamos el Ferrocarril de Jyber, con sus noventa y dos puentes y treinta y cuatro túneles a lo largo de una ruta de cuarenta kilómetros. Esta maravilla de la ingeniería, que los británicos completaron en la década de los veinte del siglo pasado, surgió a raíz de los temores concernientes a la seguridad que habían suscitado los incesantes levantamientos en la frontera del noroeste de la India. Los raíles flanqueaban una carretera mucho más antigua que atravesaba el Jyber, obra de ingenieros mongoles en el siglo XVI, y posteriormente enlace de la Gran Línea Principal entre Kabul y Delhi. Los trabajadores mongoles encontraron sin duda monedas que databan de las conquistas de Alejandro, de las que aún se pueden hallar muestras en los bazares de Landi Kotal, la última población del lado pakistaní de la frontera, que sigue guarnecida por los Fusiles de Jyber, como lo estaba hace un siglo.

Desde un promontorio cercano a Landi Kotal, Shareen y yo pudimos distinguir camiones y coches que avanzaban laboriosamente hacia Jalalabad, la ciudad grande más próxima en Afganistán. No contemplábamos una exposición de museo, sino un país cuyas penas ocultaba la pacífica niebla matutina que había debajo de nosotros. En 1990, el último soldado soviético ya había regresado a su país y había concluido una invasión y ocupación de nueve años que se había cobrado un millón de vidas y había desplazado a una tercera parte de la población. Pero la retirada soviética no puso fin a la devastación. Bien al contrario, el conflicto se agudizó cuando una docena de facciones, todas respaldadas y armadas por patrones extranjeros, se desgarraban entre sí y desgarraban el país. Algunos de los combatientes más antinorteamericanos habían recibido, aunque parezca absurdo, apoyo de Washington, al parecer convencido de que los militantes musulmanes eran los anticomunistas más dignos de confianza. Esta opinión contó con el respaldo del espionaje militar pakistaní, que tenía sus propios planes para Afganistán y sus vecinos islámicos, que pronto volverían a ser independientes, al otro lado del Oxus, en la antigua Asia Central soviética.

En suma, un conflicto permanente llamado el Gran Juego, o Torneo de Sombras, según la gráfica expresión del conde Nesselrode, está a punto de adentrarse en un nuevo milenio. Por qué y cómo se ha producido constituye el tema de este libro, que decidimos escribir aquella mañana de diciembre en el Paso de Jyber.

***

Desde que tuve la primera noticia de él hace ya décadas, he sentido fascinación por el Gran Juego original, la pugna clandestina entre Rusia y Gran Bretaña por el dominio de Asia Central. No es sólo que sus episodios estén repletos de dramas inverosímiles, sino que el Juego en sí fue un prólogo victoriano a la Guerra Fría. Se libró en la prensa tanto como en los pasos del Himalaya, enfrentó a halcones agresivos y palomas cautelosas, presenció el auge de los servicios de espionaje y las guerras delegadas e inspiró la teoría grandiosa de que el control del «Interior» de Eurasia reportaría el dominio sobre el mundo.

No fue así. La expansión aparentemente inexorable de Rusia dentro de Asia Central no salvó al zar ni a sus herederos comunistas, ni tampoco socavó el dominio británico en la India. A pesar de las graves advertencias de soldados y propagandistas, los dos imperios jamás entraron en conflicto directo en Asia Central. Lo que sucedió, sin embargo, fue suficientemente dramático. Las persistentes sospechas británicas acerca de los objetivos rusos dieron pie a dos guerras afganas, la invasión del Tíbet y una movilización completa durante una disputa por la frontera en 1885. Estos temores también condujeron a la subyugación de Egipto y la partición de Persia en esferas de influencia (que se produjeron, huelga decirlo, sin consultar a los egipcios ni a los persas).

¿Qué pudo impulsar un movimiento tan extendido? El estudioso victoriano J. R. Seeley propuso una explicación conocida en The Expansion of England [La expansión de Inglaterra], que vendió la astronómica cifra de 80.000 ejemplares al poco de publicarse en 1883. Gran Bretaña era a la sazón la primera potencia mundial: dominaba los mares y disponía del mayor imperio exterior que se haya conocido en la historia. Sin embargo, tal como observaba Seeley, los británicos tenían los ojos puestos en los rincones más remotos del retrasado Este: «Estamos obligados a observar con atención todo movimiento en Turquía, cada nuevo síntoma en Egipto, cualquier agitación en Persia o Transoxiana o Birmania o Afganistán. Ello se debe a que poseemos la India, y un interés especial por los asuntos de todos los países que se encuentran en a ruta hacia ella. Esto y sólo esto nos lleva a una permanente rivalidad con Rusia, que es para la Inglaterra del siglo xix lo que fue para ella la competencia con Francia por el Nuevo Mundo en el siglo XVIII».

Seeley hablaba en nombre de su época. Compartía con la mayoría de británicos decimonónicos la idea de que Gran Bretaña tenía el derecho, y en rigor el deber, de gobernar un imperio y de intervenir en cualquier parte para defenderlo. Benjamin Disraeli, al mismo tiempo astuto realista y romántico imperialista, deleitó a su reina y a gran parte del país en 1876 al proclamar emperatriz a Victoria. El primer ministro se encargó de añadir que el nuevo título ponía de relieve que «el Parlamento de Inglaterra ha resuelto mantener el imperio de la India».

El mensaje iba dirigido a Rusia, cuya continua progresión hacia el sur, al interior de Asia Central, preocupaba especialmente a los británicos. En 1800, las bases fronterizas de los dos imperios estaban separadas por algo más de 3.500 kilómetros; en 1876, la distancia se había reducido a la mitad, y a final de siglo el espacio entre el dominio del zar y la India británica era de sólo unos escasos centenares de kilómetros: de hecho, únicamente 35 kilómetros separaban los puestos de avanzada en la altiplanicie de Pamir. La expansión rusa parecía ilimitada y amenazadora. En 1914, el explorador Fridtjof Nansen calculó que, en cuatro siglos, el reino del zar se había expandido a una asombrosa velocidad de 142 kilómetros cuadrados diarios, es decir, unos 50.000 kilómetros cuadrados anuales. Los alarmistas creían probable que los rusos estuvieran aplicando un plan general con el objetivo final de una invasión directa de la India, o de subvertirla a fuerza de incitar a los musulmanes indios contra el imperio. De nada servía que los ministros de Exteriores rusos negaran en redondo estas suposiciones, puesto que las garantías de que no habría más conquistas iban siempre seguidas de nuevas anexiones.

No obstante, tal y como replicaban acaloradamente los rusos, su emperador sólo hacía en Asia lo que los británicos afirmaban que era su misión en la India: conceder los beneficios de una civilización cristiana y del progreso económico a pueblos menos afortunados. Por añadidura, los rusos podían esgrimir con justicia sus preocupaciones sobre la seguridad en Asia Central, cuyas praderas habían sido históricamente vías de conquista para los invasores mongoles. Todo ello se sostuvo en innumerables discursos, memorándums, panfletos, artículos y libros, estos últimos a menudo reforzados con mapas y apéndices eruditos. Conforme se desarrollaba el debate, ambos imperios desplegaron una clandestina legión de agentes para cartografiar e inmiscuirse, intimidar y sobornar, en un arco inmenso que se extendía desde Irán hasta los desiertos de Mongolia. En apoyo de estas operaciones encubiertas hubo en Asia una serie casi continua de guerras fronterizas y expediciones punitivas, desde la década de los años treinta del siglo xix hasta que los británicos entraron por la fuerza en el Tíbet en 1904.

Así reza la versión oficial del Gran Juego, cuyos principales incidentes se han descrito en varios libros admirables, el más reciente el del escritor británico Peter Hopkirk. Pero a medida que progresábamos en nuestras investigaciones por archivos y memorias, y en nuestros viajes por Asia Central, nos percatamos de un nuevo trasfondo: un tema paralelo que no será ajeno a los norteamericanos de este siglo. No dejaban de impresionarnos el coraje y la gallardía de los jóvenes protagonistas del Juego, tanto británicos como rusos, y la vana irresponsabilidad de sus superiores mayores, civiles y militares, cuyos errores de juicio quedaron impunes en la mayoría de casos.

Los verdaderos héroes de este libro son los soldados y exploradores, rusos y británicos, que al servir a dos imperios también sirvieron al conocimiento. Su legado se halla en diarios, cartas de navegación, mapas, anotaciones, cartas, dibujos y fotografías: las auténticas joyas de la corona imperial. En su historia de la Royal Geographical Society, Ian Cameron nos recuerda que, durante décadas desde su fundación en 1830, todos los números del Journal [revista] de la Society contenían un tesoro escondido «en el que se destaca y se examina por primera vez a la luz de la valoración científica un rincón remoto del mundo». No tenemos en cuenta lo poco que se sabía a mediados del siglo XIX acerca de Asia y África, acerca del Himalaya y del Nilo. Esto se aplica especialmente a Asia Central, que carece de costa y de puertos famosos, y cuya geografía pocas veces se estudia en las escuelas.

Imagínese un inmenso plato de tierra, que abarca más de cuatro millones de kilómetros cuadrados, o la mitad del área de los Estados Unidos continentales. Imagínese una enorme estepa herbosa y pantanos salados, barridos por vientos inclementes. Añádanse docenas de ciudades-oasis, unidas por la fe islámica, y antiguas sendas de caravanas, habitadas por pueblos que pueden ser feroces o amistosos, hospitalarios o traicioneros. Por último, defínase el enorme núcleo interior con un círculo externo de las montañas más altas, los desiertos más atroces del mundo y ríos estruendosos cuyos cambiantes cursos logran confundir a los cartógrafos y a los encargados de redactar tratados. Al oeste de dicho núcleo se encuentran Persia y el Cáucaso, al norte Rusia, al este China, y justo al sureste Nepal y el Tíbet, y por debajo de Afganistán, al sur, se hallan los actuales Pakistán, Cachemira y el subcontinente indio. Tal era la zona donde los imperios británico, ruso y chino se encontraron, o más bien chocaron, puesto que las fronteras no eran precisas y gran parte del mapa estaba en blanco.

Llenar estos espacios vacíos requirió hazañas de resistencia de una procesión de grandes exploradores, que en el curso de un siglo resolvieron todos los grandes enigmas de la geografía física y cultural de Asia. Hallaron las fuentes de los grandes ríos de la India, dieron a conocer al mundo los montes y lagos más sagrados, midieron con una precisión asombrosa las alturas de los pasos y las cimas más elevadas del Himalaya, incluyendo el Everest, con la ayuda indispensable de espías musulmanes e hindúes disfrazados de peregrinos que se servían de ruedas de oración para anotar sus cálculos. Determinaron la existencia de lagos que deambulaban misteriosamente por el desierto de Taklamakán y comprobaron la trayectoria cambiante del río Oxus. Redescubrieron la Ruta de la Seda, sus ciudades perdidas, sus cuevas sagradas y bibliotecas.

Y sin embargo, muchos de quienes ejecutaron tales hazañas han caído hoy en el olvido. Da fe de ello el más grande de los exploradores rusos, Nikolai Przhevalski, que soñaba con ir a Lhasa y explorar el Tíbet. Se enfrentó a desiertos agostados, tormentas de polvo cegadoras, plagas de insectos y desórdenes intestinales crónicos que precipitaron su muerte a los cuarenta y nueve años. Enterrado en una tumba fría y lejana coronada con un águila de bronce que contempla el lago Issyk-Kul, bajo la cordillera de Tian Shan o Montes Celestiales, Przhevalski dejó su nombre ligado a gran cantidad de flora y fauna, incluyendo el antepasado del caballo actual. Otros aventureros siguieron sus pasos, la mayoría extranjeros: el sueco Sven Hedin, fascinado por los nazis, el explorador británico de origen húngaro sir Aurel Stein y el pintor místico ruso Nicholas Roerich, que se convirtió en una curiosa nota a pie de página en la historia del New Deal de Roosevelt. Pero si la mayoría de estos personajes se encuentra en el limbo, el gran y esencial elenco secundario de escoltas cosacos, peregrinos hindúes y munshis (o secretarios) musulmanes, lamas buriat, intérpretes persas y guías afganos se ha desvanecido del recuerdo, con pocas excepciones.

Estas expediciones eran también culturales. En ellas hubo encuentros memorables con civilizaciones asiáticas antiguas. «El carácter sagrado de la India me ronda como una pasión», declaró el mayor propagandista inglés del imperio y patrón de la arqueología india, George Nathaniel Curzon. «Para mí el mensaje está grabado en granito, labrado en la roca del destino: que nuestro trabajo es recto y que permanecerá». Si Curzon era ciego a la paradoja implícita de ensalzar la gloria del pasado indio al tiempo que se negaba el autogobierno a los indios de su tiempo, no era ni por asomo el único en la era imperial. Pero los hechos que se describen en este libro no podrían haber sido obra de personas inseguras y ambiguas proclives a la ironía y a los análisis intrincados. Los participantes en el Gran Juego eran hombres de acción, no de reflexión.

A los jóvenes les impulsaban la ambición y la creencia en la justicia de su causa; los mayores estaban a menudo imbuidos de ideas poco rigurosas y la determinación de no mostrarse débiles: una combinación fatídica que contribuyó a la derrota de Estados Unidos en Vietnam y de la Unión Soviética en Afganistán.

Un error político habitual consiste en subestimar el poder de los movimientos de opinión pública. Lord Palmerston, enérgico activista en asuntos internacionales, fue de los primeros en valorar con acierto los cambios producidos por las Revoluciones Francesa y Norteamericana, el auge de la democracia y la prensa popular. «Las opiniones», sostuvo, «son más poderosas que los ejércitos. Las opiniones, si se fundan en la verdad y la justicia, terminarán por imponerse a las bayonetas de la infantería, el fuego de artillería y las cargas de caballería». Pero hay un corolario esencial: incluso cuando no se funda en la verdad y la justicia, una opinión revestida de un eslogan atractivo puede crear alarma de guerra de la noche a la mañana, impulsar ejércitos y armadas por todo el globo, sembrar enemistad entre las naciones y construir o demoler imperios.

En los tiempos de Palmerston, muchos británicos pensaban lo peor de las ambiciones rusas, y consideraban esencial oponerse a los avances rusos en todas partes. Sus temores resultaron persuasivos para un joven oficial británico, el capitán Arthur Connolly. Mientras servía en Afganistán, Connolly acabó creyendo que su misión personal era frustrar los planes de conquista rusos en Asia Central y convencer a los gobernantes musulmanes independientes de que se unieran y buscaran la protección británica. Su determinación se consolidó en 1841, al enterarse del encarcelamiento y la tortura de otro oficial, el coronel Charles Stoddart, a manos del emir de Bujara. Connolly solicitó con éxito que le dieran la oportunidad de salvar a Stoddart, trabar amistad con el emir y reformarlo y frustrar así a los rusos. En suma, quería desempeñar un papel destacado en «un gran juego, un juego noble» en Asia Central, según escribió a un amigo.

Las cartas de Connolly pasaron posteriormente al historiador militar sir John Kaye, que al citarlas introdujo el término «Gran Juego». La expresión se retomó y obtuvo carta universal en Kim (1901), la novela de Rudyard Kipling sobre Kimball O’Hara, hijo huérfano de un soldado irlandés, que desbarata una trama rusa en la India británica. En la vida real, sin embargo, el Juego deparó pocos vencedores. La mayoría de los jóvenes rusos y oficiales británicos que se enfrentaron a forajidos y emires caprichosos, que desafiaron los terrenos más salvajes y los peligros de las enfermedades y los accidentes, tuvieron muertes violentas a cambio de ganancias pírricas. Su destino anticipó a pequeña escala el sacrificio de sangre de la Primera Guerra Mundial, una hemorragia de la que Gran Bretaña jamás se recobró plenamente y que propició la revolución bolchevique en Rusia.

Ahora amenaza con repetirse. En los pocos meses que mediaron entre agosto y diciembre de 1991, concluyeron siglos de dominio ruso en Asia. Seis nuevas repúblicas, predominantemente islámicas pero muy distintas, se agrupan en torno al mar Caspio. Son los actuales amos de las reservas de petróleo y gas natural sin explotar que rivalizan con las del Golfo Pérsico. Oleoductos y gasoductos, rutas para buques cisterna, consorcios petroleros y contratos son los premios del nuevo Gran Juego. La India y China, ambas con necesidades energéticas que crecen a ritmo acelerado, pugnan por acceder a ellos, junto con rusos, europeos y norteamericanos.

Turquía, Irán y Pakistán tienen intereses políticos, económicos y culturales propios en las antiguas repúblicas soviéticas, donde rivalidades adormecidas han despertado abruptamente entre azerbayanos, armenios, tayicos, uzbecos, turcomanos y otros pueblos sometidos durante mucho tiempo. Como antes, Afganistán es el núcleo conflictivo de una región problemática, y sus carreteras, siguiendo la senda de antiguas rutas de caravanas, son arterias comerciales disputadas y vitales. Un terrible embrollo, empeorado como antes por los foráneos.

Los norteamericanos participaron en todo esto al principio en papeles secundarios y más tarde como sucesores de los británicos, del mismo modo que la Unión Soviética prosiguió con las políticas imperiales del zar. Lo que cabría llamar el traspaso de la Guerra Fría de Gran Bretaña a Estados Unidos rebasó la diplomacia convencional. Aunque algunos estadounidenses toleraban el imperio británico o incluso lamentaron su desaparición, muchos creían no obstante que Washington tenía la misión especial de promover la libertad en todas partes y de extender los beneficios de los mercados libres y la tecnología, y el derecho a intervenir para defender intereses vitales. Pero la transmisión también incluyó los servicios de espionaje. Durante la Segunda Guerra Mundial, los estadounidenses se revelaron discípulos embelesados de los servicios secretos británicos, cuyos licenciados de Oxbridge eran muy duchos en engañar y descifrar. Malcolm Muggeridge, profesional del espionaje durante la guerra, recuerda los primeros pasos de los neófitos: «Desde aquellos días elíseos recuerdo muy bien en Londres cuando nos llegaron los primeros norteamericanos directamente de sus inocentes nidos de Princeton o Yale, o Harvard, en Wall Street o Madison Avenue o Washington. ¡Qué poco duraba la luna de miel! ¡Qué deprisa superaron a nuestra organización británica en personal, celo y escala de las operaciones, sobre todo en dinero disponible!».

Entre quienes habían llegado estaba Allan Dulles, que pronto serviría como residente de la Oficina de Servicios Estratégicos en Suiza, y más tarde sería director de Inteligencia Central en las Administraciones de Eisenhower y Kennedy. En 1914, en calidad de flamante licenciado de Princeton, Dulles zarpó hacia la India para enseñar durante un año en una universidad misionera. Durante el viaje en barco, Dulles leyó por vez primera Kim de Kipling. La impronta fue tan indeleble, al decir de su biógrafo, Peter Grose, que Dulles tenía la novela en la mesita de noche al morir en 1969. Cuando reclutaba agentes de las mejores facultades, Dulles trataba de inculcarles el mismo ímpetu.

Dulles aprendería que esta fe británica en el espíritu erudito tenía sus deficiencias cuando su amigo H. A. R. Philby, enlace del espionaje británico en Washington, resultó ser un topo del KGB. A Philby todo el mundo secreto le llamaba Kim, por su afinidad con respecto al niño espía de Kipling. De hecho, Philby nació en 1912 en la India, y fue su padre, St. John Philby, entonces funcionario del imperio y después un célebre arabista y converso al islam que se casó con una niña esclava saudí, quien le puso el sobrenombre a los seis años. Es curioso, o quizás no tanto, que los soviéticos creyeran erróneamente que St. John Philby era en realidad un agente del servicio secreto británico: de ahí su deseo de reclutar al hijo. Así pues, el Gran Juego adquirió en todos los sentidos una segunda vida durante la Guerra Fría.

Sólo queda por decir que este libro es un homenaje a todos los aventureros, europeos o asiáticos, cuya valentía merece un propósito menos ambiguo.

Karl E. Meyer



Nota de la Redacción: Este texto corresponde a la introducción del libro Karl E. Meyer y Shareen Blair Brysac: Torneo de Sombras. El Gran Juego y la pugna por la hegemonía en Asia Central (RBA Libros, 2008). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a RBA Libros por su gentileza al facilitar la publicación en Ojos de Papel.


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