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Fernando Sorrentino: Sanitarios centenarios (Ediciones Carena, 2008)

Fernando Sorrentino: Sanitarios centenarios (Ediciones Carena, 2008)

    NOMBRE
Fernando Sorrentino

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Buenos Aires, 8 de noviembre de 1942

    CURRICULUM
Ha publicado libros de cuentos, novelas satíricas y obras de literatura infantil. Autor de los ya clásicos libros de entrevistas Siete converaciones con Jorge Luis Borges (1974) y Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares (1992). Ha colaborado en los suplementos culturales de La Nación y La Prensa de Buenos Aires y en revistas literarias de diversos países. En Ediciones Carena publicó Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza (2005)



Fernando Sorrentino

Fernando Sorrentino


Creación/Creación
Sanitarios centenarios
Por Fernando Sorrentino, lunes, 2 de junio de 2008
La empresa Sanitarios Spettanza cumple cien años y tres de sus seis propietarios, Pedro, Juan y Lucas se dirigen a la agencia publicitaria Convicción Suasoria para poner en marcha una campaña publicitaria que sea capaz de multiplicar las ventas difundiendo las cualidades de las cuatro líneas de sus productos (Northampton, para exquisitos; Royal, para exclusivos; Majestic, para exigentes y Buckingham, para expertos) a cada sector social correspondiente, según sus gustos y posibilidades económicas. A partir de este hecho, Hernando, el escéptico creativo de la empresa, siempre predispuesto al contacto con las jóvenes que se atraviesan por su camino, se ve implicado en una farsa descomunal en la que los tópicos de la publicidad, mezclados con las absurdas pretensiones literarias y morales de Lucas y la indolencia mental de Patricia, su hermosa hija, se precipitan en una serie de situaciones cada vez más absurdas.
 
Advenimiento de los hermanos Spettanza

De la culminación de la historia que comienza ahora no hace veinte años: yo quisiera asignarles a estos hechos el tenue tiempo apócrifo de las ficciones. Nadie ignora, pues, que, hacia esa fecha imaginaria, la empresa Sanitarios Spettanza cumplió cien años de vida. Con una antelación de doce o quince meses, sus propietarios se aprestaron a celebrar dignamente tal acontecimiento. Entonces consideraron que lo más apropiado era dirigirse a la calle Carlos Pellegrini, atravesar una precisa puerta, viajar en ascensor hasta el segundo piso y recurrir a los ya bastante afamados servicios de la agencia publicitaria Convicción Suasoria, donde a la sazón yo —en uno de mis tantos avatares— ejercía funciones de redactor.
Se abrió la puerta de nuestra oficina, entró una empleada que era Irene, me dijo:
—Hernando, dice McCormick si podés ir a la oficina de él.
—Oíme, Irene, ¿no te querés casar conmigo?
—¿No te cansás de decir siempre la misma pavada?
Adoctrinado por la experiencia, tomé una hoja de papel y un lápiz, y entré en el despacho de McCormick. Se hallaba de pie, tras el desmesurado escritorio, dominando con su elevada estatura a un grupo de tres espaldas grises coronadas por tres cabezas parcialmente canosas.
“Clientes nuevos”, pensé, con fastidio, “y, por ende, nuevos trabajos”.
Adopté ese rostro lánguido y abstracto que precede a las presentaciones.
—Hernando Genovese —exclamó enfáticamente McCormick, como si dijera “Su Majestad, Jorge V”.
McCormick es un individuo de rápida inteligencia y es también un gran actor, idóneo en el arte de impresionar al más despierto con palabras o actitudes: a su conjuro, los tres hombres, con aparatoso y entreverado correr de sillas, se pusieron de pie, con la misma celeridad que hubiera correspondido a la efectiva entrada del rey Jorge y su séquito de nobles.
Pero McCormick no soñaba siquiera con limitarse a enunciar mi nombre: necesitaba emitir un juicio de valor:
—Hernando —agregó— es uno de nuestros tres genios creativos.
Yo sonreí blandamente, como diciendo que, en efecto, McCormick tenía toda la razón del mundo pero que, sin embargo, mi modestia hubiese preferido que la condición de genio quedara en el secreto.
Los visitantes me examinaron atentamente, tratando de descubrir señales exteriores de mi genialidad. Entonces McCormick les asestó un nuevo golpe:
—Gracias a la genialidad creativa de los textos de Hernando, nuestros clientes se han cansado de contar billetes.
Vi el asombro en el rostro de los tres hombres. ¡Qué mágicos textos serían los míos!
Pero ya McCormick continuaba:
—El señor Pedro Spettanza.
Yo sonreí, le estreché la mano y declaré que experimentaba muchísimo gusto en conocer al señor Pedro Spettanza.
—El señor Juan Spettanza.
Yo sonreí, le estreché la mano y declaré que experimentaba muchísimo gusto en conocer al señor Juan Spettanza.
—Y el señor Lucas Spettanza.
Yo sonreí, le estreché la mano y declaré que experimentaba muchísimo gusto en conocer al señor Lucas Spettanza.
—Tres de los seis propietarios —resumió McCormick— de Sanitarios Spettanza.
—Artefactos de Confianza —subrayé.
Frase que produjo un previsible efecto beatífico en los tres Spettanza. El rostro de McCormick se iluminó de alegría.
—Ah... Veo que ya conoce nuestra firma —dijo, complacido, Juan Spettanza.
—Siéntense, por favor —dijo McCormick, como temeroso de que se diluyera aquel promisorio comienzo.
Ofreció cigarrillos, con el fin de crear un adecuado prólogo de silencio
a sus siguientes palabras:
—No es por jactarme del funcionamiento de la agencia...
Su voz había cobrado cierto ligero tono de amistosa amenaza. Los tres Spettanza se apresuraron a protestar:
—No, no, claro...
—No es por jactarme del funcionamiento de la agencia —repitió con energía McCormick, inutilizando las palabras de los Spettanza—, pero les puedo asegurar que, en Convicción Suasoria, todos, absolutamente todos...
Los Spettanza parecían tensos, intimidados.
—...absolutamente todos, desde Arrambide y Violini, mis socios (actualmente en gira por Europa), y desde mí hasta el último cadete, todos, absolutamente todos, estamos bien empapados en la cosa.
Subrayó la enigmática palabra cosa con un golpe de nudillos sobre el cristal del escritorio. Pedro Spettanza pestañeó un poco y yo intuí que estaba a punto de preguntar cuál era la cosa. Para no dejarlo hablar, dije:
—Y no sólo eso. Es que también yo, en mi casa, tengo instalados los sanitarios Spettanza.
—No será el único —contestó Pedro Spettanza, olvidando su primer propósito—. Imagínese de que prácticamente el ochenta por ciento de todos los sanitarios instalados en el país son marca Spettanza.
—Por algo son “Artefactos de Confianza” —concluí, sonriendo.
¡Qué contentos estaban los Spettanza! ¡Con cuánta arte fingíamos McCormick y yo compartir su regocijo! No se veían más que sonrisas de oreja a oreja.
—Es que hay motivos, sobrados motivos —agregó Lucas Spettanza, arreglándose con fatuidad la corbata—, para que Sanitarios Spettanza sea empresa líder absoluta en nuestro área.
—La mejor agencia para la mejor empresa —sentenció McCormick.
El hielo estaba roto. Y más que roto: hecho menudos añicos. A causa del efusivo entusiasmo sobrevino en seguida una escena ligeramente caótica. Ya nadie aguardó su turno para hablar. Se organizaron diálogos cruzados y simultáneos entre los cinco interlocutores. Por algún infortunio, cada cual se encontró conversando con el interlocutor más lejano. Llevado por los vaivenes de su charla con McCormick y Juan Spettanza, Lucas Spettanza ubicaba a intervalos irregulares su perfil entre Pedro Spettanza y yo. Pedro se asomaba cada tanto tras la nariz de su hermano y me presentaba ora el ojo izquierdo y la mitad de la boca, ora los dos ojos y toda la boca. Ésta era una boquita chiquita y fruncida como un acordeón, ratificada por una nariz ancha, como de boxeador, con las fosas casi verticales, que se fugaba hacia lo alto y que todo el tiempo parecía estar percibiendo un olor insoportable. Cuando sonreía, los pliegues de la boquita se distendían un poco, como si Pedro Spettanza reflexionase con tristeza: “Sí. Es cierto que estoy sintiendo un pésimo olor, pero qué se le va a hacer: es parte de mi destino y ya estoy resignado a él”. Justamente, Pedro Spettanza se hallaba atravesando uno de esos momentos de serena resignación, porque su boquita sonreía, mientras él, estirando el cuello tras Lucas Spettanza y marcando las palabras con un grueso índice, emitía frases austeras y aleccionadoras, de las que sólo me llegaban, confundidas en el fragor general, expresiones como fe en el futuro, nunca hemos bajado la guardia (ésta me gustó en especial porque se correspondía con su cara de pugilista), pujanza y tesón, visión empresarial, agobiante carga impositiva, iniciativa privada...
La llegada de una bandeja con cinco cafés en manos de Irene nos llamó a todos a sosiego. Durante algunos segundos la distribución de pocillos y de cubitos de azúcar silenció nuestras voces. Yo aproveché para preguntarle a Irene, en voz bajísima, si quería casarse conmigo, al tiempo que entrábamos ya en un breve intervalo de tintinear de cucharitas, y, en seguida y antes de que la charla volviera a diversificarse por cauces imprevisibles —poco remunerativos—, McCormick dijo:
—Te cuento, Hernando, de qué se trata.
Y me contó. Yo asumí ese rostro aplicado que no excluía la inteligente perspicacia, ese rostro que tanto agradaba a McCormick cuando yo lo adoptaba frente a los clientes. Se puso a explicar qué pretendían de nuestra ciencia los señores Spettanza. Me miraba a mí, pero con el rabillo del ojo derecho observaba atentamente los gestos, aun los más imperceptibles, de los Spettanza y, guiado por ellos, enmendaba aquí y allá el sentido de sus frases, adecuándolas con ductilidad a gusto y sabor de éstos y diciendo con total exactitud las palabras que ellos esperaban oír.
A mi vez, yo no me quedaba atrás: ¡qué admirable hipócrita soy cuando me hallo de buen humor! Cada tanto lo interrumpía con alguna pregunta falsamente sagaz —cuya respuesta McCormick y yo sabíamos de antemano—, y esta pregunta tenía como finalidad convencer a los Spettanza de que yo me preocupaba hondamente por aprehender hasta en los últimos detalles sus deseos y aspiraciones.
—Ustedes dirán si los he interpretado cabalmente o no —finalizó McCormick, paseando, de uno a otro Spettanza, una humilde mirada de discípulo. —Sí, por supuesto, pensamos de que...
En resumen, McCormick los había interpretado a la perfección, pero los Spettanza se salían de la vaina por hablar y nosotros debíamos dejar que se desahogasen: a la gente le gusta hacerse oír, y también esta circunstancia estaba prevista. Repitieron, pues, la exposición de McCormick: sólo que con más palabras y menos precisión. Lo que quedó en claro fue que la razón social Sanitarios Spettanza cumplía, como es fama, cien años de trabajo silencioso y fecundo en el rubro, ferozmente competitivo, de los lavatorios y las bañaderas, de los bidets, los mingitorios y los inodoros, y así había llegado, de un modo por cierto enaltecedor y merced a una límpida y pujante trayectoria comercial, a constituirse, siempre con la frente bien alta, en la empresa líder en el aludido área. Los Spettanza entendían de que dicho acontecimiento debía festejarse de manera rimbombante y quizás apoteótica, tirando la casa por la ventana y arrojando manteca al techo, sin fijarse en el factor económico ni en pesito más o menos, por cuanto no todos los días se cumplen cien años, sino que sólo se cumplen cien años al cabo de cien años, si se nos permite la broma. Sin embargo, el programa de festejos debía, pese a su carga de nostalgia que podría emocionar a más de un entendido en sanitarios, atender simultáneamente y acaso de un modo preponderante y sensitivo a otro aspecto muy importante: el factor promocional y comercial...
De él vivimos, al fin y al cabo —acotó Lucas Spettanza.
...de manera que se esperaba, como lógica consecuencia de los festejos del centenario, un agresivo incremento en la demanda de aquellos artefactos de confianza. ¿Qué esperaban, en suma, de Convicción Suasoria los Sanitarios Spettanza? Anhelaban una amplia campaña publicitaria, desarrollada en todos los medios de comunicación: diarios,
revistas, radio, televisión...
—¿Cine no?
Sí, por supuesto, podría ser cine también. Lo esencial era que —antes, durante y después de los festejos del centenario— el pueblo argentino se sintiera impulsado a renovar todos los cuartos de baño del país: desde La Quiaca hasta la Antártida y desde el Atlántico hasta los Andes, no debía sobrevivir ni uno solo de los antiguos, ominosos y despreciables artefactos sanitarios de modelo perimido, que constituían una rémora vergonzosa y nefasta de épocas felizmente superadas. Por todo ello, unos meses antes de los magnos fastos seculares, Sanitarios Spettanza lanzaría al mercado unos modernísimos implementos sanitarios, cuyo diseño —exclusivo— se debía al talento mancomunado de tres arquitectos de fama mundial.
—¿Por qué no le explica a Hernando el asunto de las cuatro líneas?
—Bueno —dijo Pedro Spettanza—. Los artefactos se dividen en cuatro líneas. Inclusive esto no es nuevo, pero pensamos de que convenía identificar cada línea con un lema, que más o menos sigue una tradición de hondo arraigo en la empresa.
—Las líneas —aclaró Lucas Spettanza— son: Northampton: Para Exquisitos; Royal: Para Exclusivos; Majestic: Para Exigentes, y Buckingham:Para Conocedores.
Aquí creí meritorio formular una sugerencia. ¿No sería más impactante reemplazar el lema Para Conocedores por otro que, como sus tres colegas, empezase también con ex? Con ello se lograría darles a las cuatro líneas una más sólida imagen de uniformidad y de coherencia.
¿Usted cree?
—Sin duda alguna. Justamente ahora me viene a la memoria la famosa campaña que realizamos para los bragueros Hércules... ¿Ustedes no la tienen presente...? ¿No...? Es una pena, porque...
Y allí, sentado en mi silla, elaboré un docto resumen que estudiaba la lucha entablada entre hernias y bragueros desde la Edad Media hasta la Era Atómica, rastreando inclusive sus antecedentes en épocas prehistóricas y haciendo un breve excurso sobre el empleo de la policromía en la pintura de bragueros en las cuevas de Altamira, hecho al cual le había dedicado una detallada monografía el doctor Ludwig Boitus, profesor emérito de la Universidad de Gotinga. Luego pasé en profundidad al análisis de los bragueros Hércules y relacioné su nombre con diversos aspectos de la mitología grecorromana, y ya había empezado a recitar en latín algunos hexámetros de Virgilio, cuando McCormick se alarmó:
—La experiencia, nuestra experiencia, demuestra —dijo eruditamente, haciéndome una ligera señal de que me callara— que Hernando tiene toda la razón del mundo. Porque, en efecto, los tantos estudios de motivación de mercado tienden a establecer, de un modo fehaciente...
—¿Fehaciente? —preguntó Juan Spettanza, por decir algo.
—Absolutamente fehaciente —contestó McCormick con severidad, y quedó en silencio, como si se hubiera ofendido.
Los tres Spettanza se miraron, desconcertados. Lucas salvó la situación:
—Decía usted, doctor, que los estudios de motivación...
—Sí —continuó con displicencia McCormick, demostrando que había perdido todo interés en el tema—. Decía que los estudios de motivación de mercado establecieron, de un modo absolutamente fehaciente —miró a Juan Spettanza—, que el público, el público consumidor, propende a identificar los productos de una misma línea por los elementos comunes a todos ellos, de modo que...
—Ah, bueno —lo atajó Juan, ansioso de una rehabilitación—, en ese caso, ni una palabra más. ¿Y qué lema sugeriría el señor?
El señor venía a ser yo. Propuse Buckingham: Para Excrementosos. Apesadumbrados, con desazón, con contrariedad, los hermanos Spettanza adujeron que tal nombre podría prestarse a interpretaciones contraproducentes. Discutimos entonces un buen rato (ahora me divertía la contenida impaciencia de McCormick, que echaba oblicuas miradas al reloj) acerca de cuál sería le mot juste y, después de sopesar la mayor o menor belleza de los vocablos expensivos, extemporáneos, eximios, excluyentes, excesivos, excomulgados, nos decidimos por el lema Buckingham: Para Expertos.
¿Es mejor que Para Conocedores? —ese Juan Spettanza nos estaba resultando un rebelde: había que darle una lección.
—Toda la vida —repliqué—. Fíjese en que, al decir Para Expertos, usted está connotando, a nivel de semiología subconsciente, que los inodoros Buckingham sólo admiten recibir en su seno los desechos de determinada clase de individuos: los expertos.
Juan Spettanza quedó impresionado. Yo tenía ganas de agregar algo más, pero McCormick me dirigió una guiñada imperceptible, a modo de tic nervioso: era conveniente no perder más tiempo con los Spettanza, pues, según toda evidencia, pertenecían ya al número de admiradores de la agencia Convicción Suasoria.
—El señor Lucas, que es el poeta de los sanitarios... —dijo McCormick.
Fingí un acceso de tos. El rostro de McCormick era una piedra.
—...ha preparado un informe por escrito —me tendió unas hojas mecanografiadas— para que vos lo leas y te vayas empapando de la trayectoria de Sanitarios Spettanza.
—Ajá —asumí una expresión grave.
—Ahí hago una pequeña historia —aclaró Lucas, con orgullo pero también con timidez— de la vida de Sanitarios Spettanza. Lo que más nos interesaría destacar es cómo nuestros artefactos están indisolublemente vinculados a la historia mundial.
—Ajá —repetí, frunciendo aún más el ceño y clavando la mirada en el papel: acababa de descubrir que Lucas ostentaba un derrame en el ojo izquierdo y quería rehuir esa visión sanguinolenta.
—Imagínese de que, desde mil ochocientos setenta y pico hasta la fecha, nuestra firma ha cumplimentado una trayectoria pujante, de constante superación, siempre hacia arriba, siempre hacia adelante, sin bajar la guardia, en continua expansión de bienes muebles y inmuebles...
—Al principio —recordó Pedro Spettanza— la cosa estaba muy brava... ¿Quién se iba a atrever a luchar en el mercado contra un Pescadas, contra un Flussometer, dígame un poco? Eran los mejores inodoros de entonces. ¡Señores inodoros eran!
—Hasta el día de hoy —agregó Lucas—, yo veo un Pescadas y me saco el sombrero.
—En aquella época —suspiró Juan Spettanza— las reparticiones estatales no le aceptaban un inodoro que no fuera Pescadas...
—Pero la Municipalidad —aclaró Pedro— prefería, vaya a saber por qué, los Flussometer.
—Habrán coimeado al intendente —opiné.
—¡No, señor! —replicó Lucas, con exceso de energía—. Los fabricantes de sanitarios no coimean a nadie: fabricar sanitarios es un apostolado, un sacerdocio... Lo que pasa es de que había pica entre el intendente y el ministro de Obras Públicas. Me acuerdo que una vez la Intendencia publicó una solicitada de una página entera en La Prensa y en La Nación defendiendo a los cuatro vientos el triunfo de los Flussometer en una licitación que había habido. Ahí le cantó las cuarenta al ministro. Fue algo tremendo, estremecedor... Quién puede saber lo que pasó entre bambalinas, en las altas esferas... La cosa fue de que una semana después el intendente tuvo que renunciar y huir de noche a Montevideo, en un bote a remos. Ya con el campo libre, el ministro de Obras Públicas hizo las mil y una: quince días más tarde, no había hospital municipal ni quema de basura sin sus regios Pescadas. Lo más triste fue de que grupos de esbirros pagados por el ministro tomaron una noche por asalto el palacio municipal y destruyeron a golpes de pico todos los Flussometer. Fue una masacre espantosa, realmente.
—Pero entonces —lo acusé— ¿usted era partidario de los Flussometer?
—No, no —contestó, mostrando las palmas—, nada de eso. Yo no estaba ni con los Pescadas ni con los Flussometer. Simplemente observaba esa lucha entre dos colosos...
—¿Y el intendente? —se me ocurrió preguntar.
—Se suicidó en un hotel de Montevideo. Asfixia por inmersión. No pudo sobreponerse al golpe y se arrojó de cabeza en un Flussometer. Fue una persona fiel a sus convicciones hasta el final. Ya no quedan hombres así.
Todos guardamos un instante de silencio.
—La primer licitación que ganamos nosotros —dijo Juan Spettanza, en busca de temas menos tétricos— fue la del Ferrocarril Central Argentino.
—Cinco mingitorios locos —el aire de Pedro Spettanza era nostálgico, lacrimoso.
—Y no en toda la línea: sólo en la estación Acassuso —concluyó Juan.
—Yo era chico entonces —evocó Lucas—. Y, si les cuento algo, se van a reír. Resulta de que yo estaba tan orgulloso de ese primer triunfo público de nuestra empresa que, por lo menos una vez por semana, me tomaba el tren en Belgrano C y me iba hasta Acassuso especialmente a orinar en el mingitorio Spettanza.
Lucas había dicho que nos íbamos a reír: en consecuencia, yo esbocé una sonrisita, pero McCormick —que odia hacer las cosas a medias— lanzó una carcajada tan cordial que hasta parecía sincera. Y bien: resultó que los Spettanza no estaban para risas. Se habían vuelto súbitamente melancólicos y la carcajada de McCormick quedó trunca, flotando como una irreverencia.
—Eran otros tiempos —suspiró Pedro Spettanza.
—Nosotros éramos más jóvenes —añadió Juan.
—Con más años por delante —finalizó Lucas.
A McCormick, ahora resentido por ese cambio de humor, se le había acabado la paciencia y no tenía ánimos para asistir a esas compunciones. Furtivamente oprimió tres veces un botón que ocultaba bajo el escritorio. En seguida entró Irene.
—Doctor McCormick —dijo—, discúlpeme que lo moleste, pero...
—Sí, ¿qué pasa?
—Como pasar, no pasa nada. Pero lo está esperando el ingeniero Mandelbaum.
McCormick me miró atónito, como preguntándome: “¿Qué diablos querrá ese tipo, que no me deja disfrutar de la compañía de estos príncipes?”.
—¿Tenía cita? —agregó con displicencia.
—A las cinco —aclaró Irene—. Y ya son las cinco y media.
Tantas veces había presenciado esa comedia del ingeniero Mandelbaum, que a mí ya me aburría. Rápidamente escribí en un papelito: Irene: ¿no querés casarte conmigo?, y se lo entregué.
—Ya que está el ingeniero Mandelbaum —dije—, entregále este mensaje de parte mía.
—¡Caramba! —McCormick miró el reloj, agitó unos papeles, fingió contrariedad—. Dígale por favor, Irene, que tenga la bondad de disculparme un minutito más. Termino con estos señores y ya lo atiendo.
Contritos, los Spettanza se pusieron instantáneamente de pie. Hubo nuevos y rápidos apretones de manos, sonrisas, corridas de sillas, y salieron, por fin, con precipitación y alegría.
—Irene —ordenó McCormick—, ¿por favor puede acompañar a los señores hasta el ascensor y decirle al ingeniero Mandelbaum que pase?
—Y decíle también si tiene una respuesta positiva para mi mensaje.
Irene me dirigió una sonrisita reprobatoria y yo pensé: “¡Qué rica!”. Ya McCormick sacaba de un cajón un cepillo y lo pasaba enérgicamente por sus zapatos.
—Ahora me tengo que ir —dijo, poniéndose el saco—. Estos tipos están dispuestos a gastar en forma. Vos andá leyendo el papelito ese y tratá de organizarles una celebración con tutti.
Tomó el cartapacio, guardó unos papeles y se dirigió hacia la puerta. Yo le pregunté:
—¿Con fiesta triunfal, con baile, con cena, con la elección de la reina y las princesas de alguna cosa? ¿La hacemos en Guau-Guau...?
Ya desde la puerta, ratificó:
Con tutti.

Nota de la Redacción: Este texto corresponde a un avance editorial de la novela de Fernando Sorrentino, Sanitarios centenarios (Carena, 2008). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento tanto al autor como al director de Ediciones Carena, José Membrive, por su gentileza al facilitar la publicación en Ojos de Papel.
 
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