Entré en mi librería favorita y solicité el libro en voz baja, intentando pasar desapercibido entre las gentes que por allí deambulaban. La librera no se percató de mi intención y de mi apuro mayúsculo, y voceó el título de mi encargo mientras atrapaba un volumen de las pilas que cerca se elevaban con el orgullo del marketing bien planificado hasta casi la altísima techumbre del comercio. Un cliente con aspecto de intelectual al uso, me dirigió una mirada de no disimulado desprecio mientras hojeaba un ejemplar inmaculado de las obras completas de Walter Benjamín.
Ya en la calle escondí mi grueso ejemplar zafoniano lo mejor que pude entre periódicos y otros libros, logrando el objetivo de que nadie me viese con él en la mano y que mi creciente prestigio de gran lector no se viniese abajo por la fatal mancha como un altísimo castillo de naipes mal equilibrado.
Durante los tres o cuatro días que he tardado en consumir los centenares de páginas de El juego del Ángel, he tenido la fortuna de mi parte, y tan sólo los más allegados han sabido que estaba en tratos con mi ejemplar. A ellos sí les pude convencer a tiempo de que leía lo último de Zafón como una imposición atroz, como la parte más ingrata de mi ingrato trabajo de crítico de libros. Con todo, algunos amigos, cuando nos vemos, me obsequian con miradas de desconfianza y recelo, indicándome en secreto que ya no soy uno de los suyos tras ser pillado in fraganti en pecado tan horripilante.
No me parece justo echarle la culpa a Ruiz Zafón-Planeta de la realidad, tan sólo, tal vez, de saberle sacar réditos en su propio beneficio a través de métodos comerciales semejantes a los que se utilizan para producir y vender productos tan dispares como libros, cremas de adelgazamiento, chorizos, coches, o bebidas con gas: saber crear una demanda, una necesidad, en el caso de los libros de Ruiz Zafón-Planeta, difícil de justificar si se apela a la calidad
Hoy, por fin, he puesto punto final a la lectura, y puedo desahogarme escribiendo estos párrafos, crónica de mi contacto, para muchos nauseabundo, con el último y promocionadísimo best seller de ese monstruo de laboratorio y probeta (mitad hombre mitad máquina editorial), capaz de convertir los párrafos en dinero y que responde cuando lo llaman por Carlos Ruiz Zafón, de apellido Planeta.
Bien, vamos allá. Empezaré diciendo que el monstruo no engaña a nadie, no aparece disfrazado a nuestros ojos y entendimiento, y que en ese sentido, al menos es menos monstruo terrible de lo que nos dicen desde sus tribunas algunos de los mejores bienpensantes. No creo que a estas alturas de la película, el androide Ruiz Zafón-Planeta consiga hacer creer a nadie que sus trabajos son obras maestras de la novelística contemporánea, y que quien llegue a una librería solicitando las páginas de El juego del Ángel, lo haga pensando que va a tomar contacto con literatura duradera y de auténtico calado.
Me parece que los lectores de Ruiz Zafón-Planeta no son lectores de los llamados habituales. Me parece que tampoco son lectores hechos a sí mismos a través del contacto permanente con las llamadas obras maestras; lectores exigentes, acostumbrados a los esfuerzos con las letras y a respirar el aire de las alturas. Más bien creo que los lectores habituales de Ruiz Zafón-Planeta y de otras industrias semejantes, son de los que no tienen un trato habitual y trascendido con los libros, son los que compran el ejemplar anual en las ferias del libro de turno que cada 23 de abril, y como siempre sin tarjeta, se organizan en pueblos y ciudades de toda la amplia piel de toro. Me parece que el prototipo de lector de Zafón-Planeta es el que marcha a disfrutar sus vacaciones de verano entre chiringuitos playeros, tumbonas y sombrillas, y que de acompañamiento a tales destinos no lleva precisamente la Crítica de la razón pura, sino libros gordos-gordos cargados de facilidades y tramas un tanto rocambolescas, a poder ser con algo de sexo y algún que otro asesinato turbio entre sus ingredientes. Creo que quien lee los productos de Ruiz Zafón-Planeta no sabe muy bien qué es la literatura, y además no quiere saberlo, quiere, tan solo, pasar un rato más o menos entretenido sin que el hacerlo le demande trabajos y combates.
¿Y qué encontrará ese lector en El juego del Ángel? Pues algo más viejo que el catarro, una fórmula que encontró su punto álgido en la escritura periódica de la Europa del XIX y que incluso dio algún que otro maestro inolvidable. Me refiero al folletín, cuyas claves y trucos todos podríamos enumerar dormidos
Pero es que este tipo de “consumidor de cultura” es el más habitual en nuestro mundo, en nuestras sociedades, guste o no guste, se quiera aceptar esta realidad o no se quiera, le pese a quien le pese. Y además es extrapolable a prácticamente todos los ámbitos de las artes y las letras. Pondré algunos ejemplos. Si en un salón se colgasen en la pared dos lienzos, uno de un maestro internacional de la abstracción, y otro un paisaje reconocible de un realismo mediocre, ¿cuál sería el más escogido por el público en general para llevárselo a casa? ¿Por qué en las secciones de música de los grandes almacenes la gente prefiere pagar incluso más dinero por un cd de Bisbal, los Rolling, Rufus Wainright, Rihanna, o U2 que por la Novena de Beethoven o una sonata de Schubert? Si en la sala de un cine se proyectase una obra maestra de, por ejemplo, Kurosawa, y en la sala de justo al lado se proyectase La jungla de cristal 4, ¿cuál de las dos películas recaudaría más a lo largo de un año de pases?
La realidad hay que aceptarla. Otra cosa es reflexionar sobre por qué la realidad es la que es, por qué el sueño dorado de la Ilustración es hoy una broma pesada, por qué las masas siguen en plena rebelión inasequibles a las obras de la alta cultura, hoy en día en principio tan asequibles, tan a mano como cualquier otro producto de consumo.
No me parece justo echarle la culpa a Ruiz Zafón-Planeta de la realidad, tan sólo, tal vez, de saberle sacar réditos en su propio beneficio a través de métodos comerciales semejantes a los que se utilizan para producir y vender productos tan dispares como libros, cremas de adelgazamiento, chorizos, coches, o bebidas con gas: saber crear una demanda, una necesidad, en el caso de los libros de Ruiz Zafón-Planeta, difícil de justificar si se apela a la calidad. ¿Por qué quien no lee habitualmente paga veintitantos euros por llevarse a casa “algo” Ruiz Zafón y no paga diez o doce por llevarse los sonetos de Shakespeare? No me lo pregunten, no lo sé. Lo que sí sé con seguridad es que este verano, las playas de las costas españolas se llenarán de bañistas que entre chapuzón y chapuzón quizá lean un libro, y que ese libro, mayoritariamente, será el último de Zafón-Planeta.
¿Y qué encontrará ese lector en El juego del Ángel? Pues algo más viejo que el catarro, una fórmula que encontró su punto álgido en la escritura periódica de la Europa del XIX y que incluso dio algún que otro maestro inolvidable. Me refiero al folletín, cuyas claves y trucos todos podríamos enumerar dormidos: trama sencillamente compleja, plagada de personajes y elementos secundarios; un héroe o heroína con la que identificarse; algo de amoríos limpios y hermosos pero imposibles, y algo de amoríos putanescos y con una pizca de escabrosos y villanos; virtud y pecado a partes iguales; ricos y pobres; hechos del pasado que marcan dramáticamente el presente, etc, etc… Un melodrama en toda regla en el que siempre tiene que haber uno o varios crímenes, cuya resolución y puesta en claro es el principalmente hilo conductor de la historia, la locomotora que tira de todos los vagones del tren.
¿Es El juego del Ángel literatura, buena o mala? No. ¿Es una novela? No. ¿Entonces, qué es? Pues un producto fabricado para su consumo masivo, un producto hecho de papel y tinta negra, un producto en forma de historia, de cuento para devorarlo con gusto y apetito y luego olvidarlo
Los personajes son de una sola pieza, es decir, simples, sin evolución psicológica, son buenos o malos, y lo son a lo largo de toda la historia: héroes y villanos. A todos estos ingredientes distribuidos en esquema o esqueleto narrativo, Zafón, como autor contemporáneo y a la última, le añade otro ingrediente de éxito seguro hoy en día: lo esotérico, lo misterioso y sobrenatural…, vamos, algo del material de éxito manejado por comunicadores charlatanes como Iker Jiménez: fantasmas, jeroglíficos, casas misteriosas, diablos y diablesas… En este contexto, qué más dan las inexactitudes históricas, lo inverosímil, lo reiterativo, los lugares comunes, las páginas y paginas de frases hechas, las situaciones sonrojantes… ¿Alguien le pide a las películas de Jackie Chang más de lo que ofrecen? No, sólo le pedimos que nos haga pasar el rato entre mamporros imposibles y tramas prendidas con alfileres. Pues no le pidamos a Zafón-Planeta literatura, no le pidamos aquello que sabemos que no ofrece, no es justo.
¿Es El juego del Ángel literatura, buena o mala? No. ¿Es una novela? No. ¿Entonces, qué es? Pues un producto fabricado para su consumo masivo, un producto hecho de papel y tinta negra, un producto en forma de historia, de cuento para devorarlo con gusto y apetito y luego olvidarlo. ¿Alguien recuerda los postres de un MacDonald?
El juego del ángel es lo que es, y no tengo la palabra justa para calificarlo. Ruiz Zafón-Planeta, al margen de frases hechas fruto del marketing, no engaña a nadie, no da gato por liebre. Ofrece justo lo que el consumidor demanda, y el producto final no es indigesto, no te lleva a las urgencias de un hospital, ni te hunde en la depresión. Es un producto que se consume y se cambia cada nueva temporada, como las faldas de Zara. Y a una falda de Zara nadie le exige lo que a una diseñada en la alta costura. El libro de Ruiz Zafón-Planeta vale lo mismo en el mercado, e incluso más, que una novela de Faulkner, Cervantes, Flaubert, Galdós o Conrad, esa es la paradoja. El público elige. Lo único discutible es si la elección es del todo libre. Pero esa es otra historia.