El Réquiem de Stefan Zweig, al contrario que el del epigonal miembro de la saga de los Trotta, el protagonista de la Cripta de los capuchinos, no tiene como destinatario el panteón de los emperadores de la Casa de Austria de la Kapuzinergruft; su destinatario es otra tumba, pero un sepulcro tan vacío como el de Karl Graus, el gran notario del Apocalipsis vienés, quien afirmó: “Mein Grab ist leer” (“Mi tumba está vacía”). La tumba ante la que Stefan Zweig pronunció su panegírico es la de una civilización irremisiblemente extinta, una arcadia conservadora que tal vez sólo existió en la mente de un escritor sediento de seguridad y armonía. Hermann Broch sitúa hacia 1880 el comienzo del Apocalipsis que se abatió definitivamente sobre Viena tras la derrota en la Primera Guerra Mundial. A partir de aquel año, la capital del Imperio habsburguico se convirtió en el centro de unos valores anclados en el vacío. Como rezaba el estribillo de un vals: “Te venero, Viena, firme como una roca, ligera como un junco”.
La gran literatura austriaca, estudiada magistralmente por Claudio Magris, puede ser considerada un Réquiem de esa civilización asentada en el vacío y herida de muerte. Los supervivientes del colapso del Imperio tienen algo en común con los hombres póstumos de los que habló Friedrich Nietzsche en La gaya ciencia y El crepúsculo de los ídolos; tienen algo de fantasmas, de portadores de múltiples máscaras. Sólo la distancia, la lejanía, pero una lejanía cósmica que no tiene un verdadero punto de referencia parece ser el único destino para estos hombres.
El alma de la Austria Felix tal vez residió en el Shtetl del judaísmo oriental, en las comunidades de judíos ortodoxos de Galitzia, de Bukovina, de los confines orientales de la monarquía dual. Aquellos hombres fueron quienes más perdieron con la desaparición del Mundo de Ayer. Más incluso que las elites judías ilustradas y secularizadas que había hecho un colosal esfuerzo de integración en las sociedades urbanas de las ciudades del imperio austrohúngaro
“Quien mejor ha expresado el amor a la patria no ha sido quien celebra bárbaramente el terruño y la sangre, olvidándose de que ésta es siempre mestiza, sino quien ha tenido la experiencia del exilio y de la pérdida y ha aprendido de la nostalgia, que una patria y una identidad no se pueden poseer como se posee una propiedad”. Stefan Zweig hubiera podido suscribir al final de sus días esa afirmación de Claudio Magris. La experiencia del exilio y del desarraigo fue tal vez la que dejó una impronta más profunda en su vida. Su destino fue en cierto sentido paradójico. Si bien estuvo atento a la cultura y a la tradición hebreas, fue esencialmente un laico e ilustrado gentilhombre vienés. Pero al final de sus días, cuando redactaba sus memorias, Stefan Zweig tenía mucho en común con el judío oriental apátrida, con alguien como su amigo Joseph Roth, a quien recordará en sus últimas horas. Zweig terminó sus días como un judío oriental, carente de patria, de un punto de referencia del que poder considerarse cerca o lejos.
El alma de la Austria Felix tal vez residió en el Shtetl del judaísmo oriental, en las comunidades de judíos ortodoxos de Galitzia, de Bukovina, de los confines orientales de la monarquía dual. Aquellos hombres fueron quienes más perdieron con la desaparición del Mundo de Ayer. Más incluso que las elites judías ilustradas y secularizadas que había hecho un colosal esfuerzo de integración en las sociedades urbanas de las ciudades del imperio austrohúngaro. Es una paradoja que tantos judíos asimilados compartieran el mismo destino de exilio y desarraigo. Como Stefan Zweig, quien murió aferrado a una idea de Europa hecha a su propia medida, paliativo de su propia Heimatlösigkeit. La de alguien que, de haber sobrevivido a la catástrofe, creo que hubiese sido merecedor --como ha dicho José María Lassalle a propósito de Paul Morand-- del título de “viudo de Europa”. “Y sabía que una vez más todo estaba prescrito y todo lo realizado, destruido: Europa, nuestra patria, por la que habíamos vivido, sería devastada más allá de nuestras propias vidas. Comenzaba algo diferente, una época nueva, pero ¡cuántos infiernos y purgatorios había que recorrer todavía para llegar a ella!”. Pero Zweig no llegó a conocer el año cero de Europa, bajándose en marcha de un tren a toda velocidad descarrilado no llego a ver el final del túnel.
En una vieja historia de los judíos de Europa oriental--de la que Claudio Magris tomó el título de uno de sus primeros libros, consagrado precisamente a la literatura judía de Europa oriental-- dos viajeros se encuentran en una pequeña ciudad de los confines orientales del Imperio Austro-Húngaro. Uno le pregunta al otro hacia dónde se dirige. La respuesta que obtiene es: “A América del Sur”. “¡Ah!”, replica el primero, “te vas muy lejos”. A lo que el otro, con gesto asombrado, respondió: “¿Lejos de dónde?”. A esa misma América del Sur se dirigió Stefan Zweig al final de sus días ¾un destino, al final, análogo al de Joseph Roth en París¾ hacía una lejanía sin punto de referencia, el único destino de los desarraigados, de aquellos a quienes incluso se les ha arrebatado la posibilidad de entonar el amargo son del nostos, del recuerdo emocionado de la patria perdida.