La ciudad del tiempo
¿Qué cosa extraña es esta que me ocurre a mí con Nueva York? Me paso la vida
acechando la menor oportunidad para venir aquí, llego, y en el acto me siento
poseído de una indignación terrible contra todo. Nueva York es una ciudad que me
irrita, pero que me atrae de un modo irresistible, y cuanto más me doy cuenta de
lo que me atrae, a sabiendas de lo que me irrita, me irrita, naturalmente,
muchísimo más todavía.
Todas las comparaciones que se me ocurren para definir la clase de atracción
que Nueva York ejerce sobre mí pertenecen por entero al género romántico: la
vorágine, el abismo, «el pecado», las mujeres fatales, las drogas malditas...
¿Será, acaso, Nueva York una ciudad romántica?
Para mí, es la ciudad romántica por excelencia, y cuanto más desmedida la
veo, la considero más inspirada; pero sobre esto tendríamos que entendernos. El
romanticismo de Wall Street no es del mismo orden que el del Puente de los
Suspiros, y no sirve para los comerciantes retirados ni para los matrimonios
burgueses en viaje de luna de miel. Decía un poeta español que, en Nueva York,
las estrellas le parecían anuncios luminosos. A mí, en cambio, los anuncios
luminosos me parecen estrellas, y Nueva York, es, en mi concepto, una ciudad
romántica, no a pesar de su brutalidad y de su codicia, sino por ellas
precisamente. Por su brutalidad y su codicia, por su estridencia, por su
violencia, por su culto de las catástrofes, por su sacrificio constante del
pasado y del porvenir al momento presente, por la organización comercial de sus
crímenes y la organización criminal de sus negocios, por su clima
contradictorio, desmesurado e incontrolable; por su afán de escalar el cielo
haciendo cada año un edificio más alto que los demás, y, en suma, por su
ilimitación. ¿Conciben ustedes nada más romántico —para poner un ejemplo
concreto— que esto de prohibir las bebidas alcohólicas a fin de elevar a la
categoría de delito el acto de tomarse un aperitivo?
Nueva York es, indudablemente, la ciudad más romántica del mundo moderno,
pero no creo que esto baste a explicar su extraño atractivo, y mi problema sigue
en pie: ¿por qué me atrae de tal modo una ciudad que me irrita tanto? ¿Dependerá
ello tal vez de una aberración mía? ¿Seré yo un caso morboso? ¿Tendré en el
fondo de mi conciencia algún complejo de un orden desconocido y necesitaré quizá
los cuidados profesionales del profesor Freud?
No lo creo, porque Nueva York me atrae a pesar mío, como atrae a pesar suyo a
todo el mundo moderno. Uno viene hacia aquí solicitado por el afán ineludible de
vivir su época, ya que Nueva York está en el centro de esta época tan
exactamente como el cerro de Los Ángeles en el centro de España. Visto desde
Nueva York, el resto del mundo ofrece un espectáculo extemporáneo, semejante al
que ofrecería una estrella que estuviese distanciada del punto de observación
por muchos años de luz: el espectáculo actual de una vida pretérita, quizá
envidiable, pero imposible de vivir porque ya pertenece a la Historia. Nueva
York es, ante todo, el momento presente. Es el momento presente sin más relación
con el porvenir que con el pasado. El momento presente íntegro, puro, total,
aislado, desconectado. Al llegar aquí, la primera sensación no es la de haber
dejado atrás otros países, sino otras épocas, épocas probablemente muy
superiores a ésta, pero en todas las cuales nuestra vida constituía una ficción
porque ninguna de ellas era realmente nuestra época. Nuestra época sólo Nueva
York ha acertado a encarnarla, y probablemente ésta es la verdadera causa de que
la gran ciudad nos atraiga y nos rechace a la vez de un modo tan poderoso.
Nos atrae porque uno no puede vivir al margen del tiempo, y nos rechaza por
la estupidez enorme del tiempo en que le ha tocado vivir a uno.
«Buy apples»
Llego a Nueva York cuando Nueva York se encuentra en plena crisis económica.
En cada esquina hay un hombre bastante bien vestido con un cajón de fruta sobre
la acera y un cartelón que dice: «Unemployed: Buy apples (Desempleados:
comprad manzanas)». Al principio yo me imaginé que como los desempleados
carecen, probablemente, del dinero necesario para procurarse buenas chuletas,
aquellos hombres les aconsejaban que se arreglasen de momento con unas
manzanitas, lo que, en medio de todo, no hubiese carecido de lógica; pero luego
me enteré mejor. Quien debe adquirir las manzanas es el público en general, y
los que las venden justifican el precio de venta por el hecho de haberse quedado
sin trabajo. La venta de manzanas constituye hoy, por tanto, en Nueva York, una
forma encubierta de mendicidad y equivale a tocar el violín, decir la
buenaventura, ofrecer una flor, mostrar un niño encanijado, cantar una romanza,
exhibir una úlcera, etc., etc.
Todo el mundo compra manzanas; unos por caridad, otros por patriotismo,
muchos por prescripción facultativa, y hasta hay algunos que las compran porque,
realmente, son aficionados a ellas. Un informador del New York American
que se puso a vender manzanas en la parte baja de la ciudad hizo en una hora
cerca de doce dólares, lo que supone una venta de veinte docenas. Y, como las
cosas duran desde hace un mes, uno no puede por menos de escamarse un poco.
«Tantas manzanas no se encuentran así como así a disposición de los
desocupados», se dice uno. Aquí hay, seguramente, una organización.
Y, en efecto, aquí hay una organización y una organización bastante
complicada. Parece que la cosecha de manzanas ha sido este año (1931)
excepcional en New England, y este aumento de producción coincidió con una
depresión general del mercado, debida a la crisis económica. Los sin trabajo,
por ejemplo, no podían comprar manzanas, y, como no podían comprar manzanas, se
les dedicó a venderlas. Naturalmente, se hizo una gran publicidad. Se excitó el
pundonor de los hombres, diciendo que en América nadie debe pasar hambre, y la
piedad de las mujeres. Se presentó a los vendedores de manzanas como millonarios
arruinados en la Bolsa. ¡Qué sé yo...! Ello es que la Compañía acaparadora está
ganando lo indecible y que a los desocupados ningún empleo les había producido
nunca tanto dinero como el empleo de desocupados.
Pero la cosa no concluye aquí. Al contrario, es aquí, casi, donde empieza. Al
ver que los desocupados se sacaban quince y veinte dólares al día, hay quien
dice que una gran Empresa acaparó toda la desocupación de Nueva York, en tal
forma, que hoy no pueden ya vender aquí manzanas más hombres sin empleo que los
hombres sin empleo empleados por esa Empresa. Esa Empresa le da a usted, por
ejemplo, seis dólares diarios para utilizarle como hombre que no tiene jornal,
y, el día en que el manager le despide a usted, ese día deja usted de
ser un desempleado, y ya no puede solicitar el auxilio de las gentes bajo el
pretexto de vender manzanas ni bajo ningún otro... Hay quien dice esto, y hay
quien dice más todavía. Hay quien dice que los racketeers, estas
magníficas organizaciones criminales de Nueva York —ya hablaremos de ellas
extensamente—, que se hacen subvencionar por todo el mundo, desde los dueños de
speakeasies, o establecimientos donde se venden bebidas espirituosas, a
los limpiabotas y los barberos, intervienen también en la venta de manzanas, y
se llevan, por lo menos, un centavo de los cinco que el comprador paga por cada
una.
Por mi parte no afirmo nada, pero todo me parece verosímil, y, desde mi punto
de vista, la verosimilitud es siempre más importante que la verdad. Aquí hay una
gran crisis económica; pero tal es la vitalidad del país, que esta crisis
económica se traduce fatalmente en nuevos y formidables negocios. En Francia se
haría una campaña a favor del ahorro. Aquí, les parecerá a ustedes absurdo, pero
se preconiza, en cambio, el despilfarro. «Para que la prosperidad vuelva —decía
un letrero que he visto ayer en el cine— hay que poner en circulación mil
millones más de dólares. Que cada ciudadano aumente en un dólar sus gastos del
día, y la crisis estará resuelta inmediatamente.»
Y, en vista de que se gana poco, se gasta más que nunca. El pequeño comercio
finge saldos, y la gente adquiere una cantidad de cosas que no necesita
absolutamente para nada, y que, en rigor, no sirven para nada tampoco:
recuerdos, chismes de fantasía, objetos de regalo que, en efecto, hay que acabar
siempre por regalarle a alguien; artículos de Navidad, etc., etc., etc.,
etc.
La orgía bursátil
¡Magnífica orgía aquella orgía de la Bolsa neoyorquina, de donde han salido
tantos hombres a vender manzanas en medio de la calle! Entonces todo el mundo
jugaba. Con cien dólares en efectivo se podían manejar muchos miles en acciones,
y a veces no hacía falta si quiera efectivo ninguno. El que tenía una profesión
o un empleo, echaba una firma, y en paz. La Bolsa de Nueva York admitía toda
suerte de boquillazos, y, al facilitar de este modo la compra de acciones, la
demanda aumentaba, y, al aumentar la demanda, las acciones subían, y todos
ganaban; y, como ganaban, compraban más acciones, y las acciones volvían a
subir, y las gentes volvían a ganar, y el globo se iba dilatando, y, cuanto más
se dilataba el globo, ascendía aún mucho más alto, y nadie pensaba en el
reventón inevitable. Ésta es, en su primera parte, la historia de la última
catástrofe bursátil que ha ocurrido en Nueva York. Segunda parte: un
bell-boy del hotel, que acaba de traerme hielo, me ha dicho que tiene
que apartar veinticinco dólares cada semana para cubrir su déficit en la Bolsa.
Los chicos de los ascensores están en el mismo caso, y el jefe del limpiabotas
paga doscientos dólares al mes. Sólo me falta por interrogar a una negra que me
limpia el cuarto todos los días cantando unas canciones del Sur al ritmo del
aspirador eléctrico, pero temo que, si la interrogo, se ponga triste y deje de
cantar.
Todos estos pequeños menestrales —los limpiabotas, las criadas, los chicos de
recados, etcétera— se sacaban por aquel entonces sus buenos cien o doscientos
dólares una semana con otra, y la vida no tenía limitaciones para ellos. ¿Que el
«dulce corazón» quería un abrigo de pieles? Pues allá iba el abrigo de pieles
para que el dulce corazón no se enfriase. ¿Que en qué restaurant se
cenaba? Pues en el que tuviese la mejor revista de todo el Broadway. ¿Que si el
elevado o un taxi? Desde luego, un taxi, pero para la próxima
ocasión convendría ir pensando si era preferible comprar un Buick de segunda
mano o un Ford nuevecito del último modelo. Nadie reparaba en los precios de las
cosas, porque todo se vendía a cualquier precio que fuese. Los comerciantes se
hacían de oro, y Nueva York parecía una ciudad de las mil y una noches.
Pero no crean ustedes que Nueva York se ha achicado mucho con la catástrofe.
Al contrario, Nueva York ama el peligro y adora las catástrofes, que
constituyen, en último término, una de sus mejores formas de publicidad. Si las
gentes no pudieran arruinarse aquí de la noche a la mañana, tampoco podrían
enriquecerse de la mañana a la noche. La segunda posibilidad lleva implícita la
primera, y a la hora actual Nueva York sigue lanzando nuevos negocios e inflando
nuevos globos. El globo de la crisis comercial, por ejemplo, el globo de la
desocupación y la miseria, no sería extraño que llegase a adquirir un volumen
comparable al del globo de la prosperidad.
En España no ocurren catástrofes. Nadie se arruina en nuestra tierra de una
manera colectiva; pero si se arruinase alguien, ¿en qué se lo íbamos a conocer?
Tendríamos que esperar hasta que se le rayera el traje y se le torciesen los
tacones, porque, en fin, yo no sé de ningún ciudadano que pague ahí 20.000 duros
mensuales de alquiler para que, verdaderamente, pudiera suponer una diferencia
notoria su tránsito del estado de inquilino al estado de vagabundo. Claro que a
veces, y de un modo individual, se arruina un rico en España o se enriquece un
pobre, pero también a veces nace una ternera con cinco patas o le brotan a una
mujer unas barbas hasta la cintura. Cuando se enriquece un pobre en España o
cuando se arruina un rico parece que se hubiera subvertido no ya el orden
social, sino el propio orden de la Naturaleza. Es algo así como si un
braquicéfalo rubio, después de treinta o cuarenta años de ser braquicéfalo y de
ser rubio, se transformase inopinadamente a la vista del público en un
dolicocéfalo moreno. En España uno es rico o es pobre como es alto o bajo, chato
o narigón y de ojos negros o de ojos azules. Es rico o pobre, generalmente por
herencia, y por una herencia que tiene todos los caracteres de la herencia
fisiológica.
La ciudad sin clima
Nueva York es una ciudad sin clima. Tiene calefacción y frigorificación, pero
no tiene clima. Toda la temperatura de Nueva York es importada. El frío viene
directamente del Polo, a gran velocidad, y el calor procede del golfo de México.
A veces, no bien acaba de llegar una remesa de frío por la Grand Central
Station, cuando aparece por la estación de Pensylvania una remesa de calor, y
uno, no pudiendo determinar si tiene mucho calor o si tiene mucho frío, busca en
los diarios el boletín meteorológico para saber a qué atenerse; pero los
zaragozanos neoyorquinos no hacen jamás declaraciones concretas. «Temperatura
baja, con tendencia a subir. Vientos del Norte, del Sur, del Este y del Oeste.
Lluvia probable. Quizá nieve. Tal vez granizo. Parcialmente nublado. Buen
tiempo. Barómetro muy variable.»
En este país donde todo se encuentra estandarizado, lo único que cambia es el
estado del tiempo. No tomen ustedes a broma el boletín meteorológico que acabo
de reproducir. Todos los fenómenos anunciados en él pueden producirse aquí, y se
producen muy a menudo, en un mismo día. De hora a hora la temperatura tiene
oscilaciones enormes. Tan pronto llueve torrencialmente como luce un sol
espléndido. El Hudson está, poco más o menos, a la latitud del Tajo, y cada
quince o veinte días aparece helado, aun en plena primavera. Del Norte o del
Sur, los vientos llegan siempre aquí tal y como salen, sin tropezarse en todo el
camino con un solo accidente que los modifi que, y, al pasearse por Nueva York,
uno tiene con frecuencia la sensación epidérmica de andarse paseando entre
Veracruz y el Polo. A veces el aire sopla con tanta violencia, que toda la
floresta de los rascacielos gime y se estremece a su empuje, y, minutos después,
el humo de las fábricas se eleva majestuosamente en una calma perfecta.
Los neoyorquinos creen que, con tener un radiador echando chispas en cada
habitación y un frigorífico en cada cocina, ya no hay problemas para ellos;
pero, en fin, la calefacción central no tiene todavía categoría de clima, y el
frío industrial tampoco, y Nueva York necesita un clima propio con la mayor
urgencia. No un clima doméstico, sino un clima de calle. No un clima casero,
sino un clima general.
Sería admirable, desde luego, el que en los Estados Unidos no hubiese clima,
porque el clima desarrolla el carácter y diferencia a unos hombres de otros.
Sería admirable, pero sólo a condición de que la gran República pudiera aislarse
y no recibiese nunca la infl uencia de climas extraños. Para estar a merced de
los hielos septentrionales o de los ciclones tropicales más vale que míster Ford
empiece a fabricar en Detroit una temperatura estándar y que la distribuya desde
allí, con un igual porcentaje de humedad, por todos los Estados de la Unión. Y,
mejor aún: ¿por qué no cogen los Estados Unidos el Gulf Stream y lo cambian de
curso? Eso de que el Gulf Stream vaya a entibiar las costas de Europa está en
abierta contradicción con la doctrina de Monroe, y, así como el famoso Big Bill
Thompson se ha hecho elegir por tres veces alcalde de Chicago con este programa:
«Echemos de Chicago al rey Jorge», no veo por qué no ha de presentarse candidato
a la presidencia de la República con este otro: «Restituyámosle a América el
Gulf Stream».
Las dificultades técnicas para desviar el curso de la corriente no creo que
fuesen insuperables, y el gasto quedaría muy pronto compensado con una sola
cosa: los gabanes de pieles que Europa, muerta de frío, no tendría más remedio
que comprar aquí.
Antropología intestina
Si quisiéramos incorporar a lo que en términos generales se llama Historia la
historia particular de Nueva York, nos haríamos un lío espantoso, porque lo que
en términos generales se llama Historia suele ser historia social, o historia
religiosa, o historia política, y la historia de Nueva York es, pura y
simplemente, historia natural. Todos ustedes conocen el cinematógrafo acelerado,
en el que, a la vista del público, las semillas se convierten en plantas, las
flores en frutos y los gusanos en mariposas. Pues Nueva York tiene un ritmo
comparable tan sólo al del cinematógrafo acelerado. Nariz judaica o pómulo
tártaro, belfo semita o párpado mongol, todas estas creaciones milenarias, que
parecen poseer un carácter permanente, Nueva York las destruye y las cambia por
otras en el espacio de dos o tres generaciones, y durante el período evolutivo
la Humanidad nos ofrece aquí los más sorprendentes espectáculos. Negros de nariz
aquilina, escandinavos con pigmentación negroide, judíos chatos, mulatos
barbudos... La pelambrera en astracán de los hijos del África sobre la cabeza
cuadrada del germano o la mirada oblicua del chino en la clara pupila del
anglosajón.
—No. No se fije usted demasiado —parecen decirle a uno los
padres de estas extraordinarias criaturas cuando uno se pone a observarlas—.
Esto no es más que un anteproyecto, una maquette de carácter
provisional. Vuelva usted a la próxima generación y entonces podrá ver ya el
proyecto definitivo.
A veces un ciudadano se presenta ante usted con unas narices tan notoriamente
opuestas a todo el resto de su fisonomía, que usted empieza a entrar en
sospechas.
—Estas narices —piensa usted— no pueden haber sido adquiridas de
un modo legítimo.
Y, en efecto, aquellas narices representan una usurpación antropológica, y,
si usted pudiese hablar francamente, le aconsejaría a su portador que procurase
cambiarlas por otras en la generación venidera.
Pero no todo son narices o ángulos faciales, pigmentos ni tegumentos en esta
metamorfosis acelerada a que está sometida aquí la Humanidad. Un italiano, por
ejemplo, no necesita para americanizarse el mismo desgaste de pómulos que un
tibetano, y, sin embargo, el proceso de su adaptación a este medio tiene una
emoción enorme. Yo he visto el otro día a una familia italiana cuyos hijos no
eran ya italianos, sin que hubiesen llegado tampoco a ser americanos todavía, y
si las chicas me hacían pensar en unos pájaros que estuviesen cambiando de
pluma, los muchachos me recordaban al cangrejo cuando muda el caparazón. En la
forma, todavía italiana, de las caras femeninas, la expresión empezaba ya a ser
americana. Los cuerpos no habían llegado aún a adquirir la esbeltez estándar del
cuerpo neoyorquino, y al ponerse en movimiento con este ritmo de shimmy
que usan aquí todas las chicas para andar, producían una impresión de ambigüedad
verdaderamente patética. En rigor, podría decirse que, desde los ademanes a la
voz, todo era un poco ambiguo en aquella familia, y es que aquella familia no
había acabado aún de americanizarse y estaba, como si dijéramos, en pleno
período de pubertad antropológica.
Nota de la Redacción: agradecemos a Alhena Media la
gentileza por permitir la publicación de esta parte del libro de Julio
Camba, La ciudad automática (Alhena Media, 2008).