En la calle hay algo más oscuro que la noche.
Raymond Chandler.
Los años setenta fueron una auténtica locura. Fue la década en la que no sólo Martin Scorsese, sino también todos sus amigos, consolidaron su reputación mediante una fulgurante cadena de éxitos: Francis Ford Coppola, con El padrino (The Godfather, 1972) y El padrino, 2ª parte (The Godfather, Part II, 1974); Steven Spielberg, con Tiburón (Jaws, 1975) y Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977); George Lucas, con American Graffiti (ídem, 1973) y La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977); Brian De Palma, con Carrie (ídem, 1976); John Milius, con El viento y el león (The Wind and the Lion, 1975); y Scorsese, con Taxi Driver. “Los años entre 1971 y 1973 fueron los mejores —recordaba—, porque estábamos empezando. Nos moríamos de impaciencia por ver la siguiente película de nuestros amigos, la nueva de Brian, la nueva de Francis, queríamos ver qué estaban haciendo. Comidas en restaurantes chinos a mediodía, con Spielberg y Lucas, en Los Ángeles. Mi hija bautizó una de las películas de Steven; la llamó Watch the Skies, aunque después él la rebautizó y le puso Encuentros en la tercera fase”.
Scorsese nunca ha ocultado su admiración y respeto hacia sus colegas de generación, aunque el cine de algunos de ellos sea muy distinto del suyo. De Coppola ha dicho que “era, de alguna manera, el guía, el líder. Es algo mayor que nosotros. Y era un poco el padrino del grupo de cineastas de mi generación. Nos inspiró mucho, era una especie de modelo. Nos ayudó mucho”. Respecto a De Palma, afirma: “Es un gran cineasta. Nadie es capaz de interpretar visualmente las cosas como las hace él. Quiero decir que cuenta una historia con la cámara”. Y de Spielberg, comenta: “Viene del medio televisivo, un medio del que yo no entendía nada. Era otro mundo. Todavía hoy, cuando nos encontramos, no sabemos verdaderamente qué es lo que el otro tiene en la cabeza… [Risas]. Es otra sensibilidad. Pero tenemos en común la afición a las viejas películas de ciencia ficción de los años cincuenta. En general, él prefiere las viejas películas de los estudios… Es su lado Michael Curtiz”. Haciendo balance de su generación, concluye: “Todo lo que ellos hacen me interesa enormemente, pero creo que me siento más cercano a Coppola, incluso aunque se haya convertido en un ricachón, y se preocupe cada vez más del marketing o del merchandising. Al igual que a él, me apasionan más mis personajes que las proezas técnicas. Todos nosotros hemos tomado caminos distintos, ¡tanto es así que ya no tenemos razones para envidiarnos! Ahora podemos reírnos los unos de los otros: ¡cada uno sabe cómo hace el otro sus películas y podría hacerlas él mismo si quisiera!”.
Los setenta representaron, pues, una década de actividad frenética que para nuestro realizador estuvo llena de abundantes satisfacciones personales, entre ellas conocer al realizador británico Michael Powell, firmante de sus admiradas Las zapatillas rojas y Los cuentos de Hoffmann junto a Emeric Pressburger. 1975 fue el año que vio nacer su amistad, que se convirtió a lo largo de los años siguientes y hasta la muerte de Powell en algo muy íntimo y familiar: el veterano cineasta inglés era el primero al cual Scorsese pedía su opinión o su consejo a cada nuevo proyecto que acometía. Por si fuera poco, Powell acabó contrayendo matrimonio, el 19 de mayo de 1984, con la montadora favorita de Scorsese, Thelma Schoonmaker, actualmente su viuda. Pero esta década fue también una época amarga y oscura para nuestro cineasta, quien alternó sonoros éxitos con calamitosos fracasos, que vinieron acompañados de serios problemas personales, derivados de sus conflictivas relaciones con las mujeres y sobre todo de su adicción a la cocaína, de la cual Scorsese ha hablado sin tapujos en numerosas ocasiones y de la que ya hace muchos años que se encuentra felizmente recuperado. Su afición a tomar drogas empezó prácticamente apenas llegó a Los Ángeles, dado que corría en abundancia en toda clase de fiestas y saraos. Aquello iba acompañado de miedos y neuras de todo tipo: Jonathan Taplin, su productor en Malas calles, explica que “Marty profesaba una filosofía estilo Rimbaud. Una vez me dijo: “No pasaré de los cuarenta”. En efecto, su filosofía era: vive a tope, haz tu trabajo y muere joven. No es que fuera autodestructivo; simplemente tenía una sensación malsana de muerte inminente, creía que iba a morir en un accidente de avión, por ejemplo, o que su salud iba a fallarle, y por eso tenía que conseguir todo lo que pudiera, cuanto antes”. También a principios de esa década solía tener arranques de ira, de los cuales era víctima su novia Sandra Weintraub, quien recuerda que “una vez se enfadó y tiró todo lo que había sobre la mesa. Recuerdo que un vaso salió volando. Yo estaba desnuda y algunos cristales se me incrustaron en la espalda. Nunca me atacó ni me pegó, pero daba puñetazos en las paredes y tiraba los teléfonos. No podíamos tener teléfono en casa. Una vez, yo estaba hablando por teléfono con Taplin, enfadada por algo. Marty me lo arrebató y se puso a insultar a Taplin hasta que tiró el teléfono y lo destrozó. Después bajó a la calle en el ascensor, puso una moneda en un teléfono público y siguió gritándole”.
Una noche, quizá mientras Scorsese y Weintraub se peleaban, la actriz Ellen Burstyn, la cual acababa de conseguir un extraordinario éxito gracias a su participación en El exorcista (The Exorcist, 1973, William Friedkin), cenaba con Coppola y le comentaba que iba a ser la principal protagonista de Alicia ya no vive aquí, un proyecto de la Warner con guión de Robert Getchell que en un primer momento iba a interpretar la cantante y actriz Diana Ross, pero que carecía de director. Sin pensárselo dos veces, Coppola aconsejó a Burstyn que viera Malas calles, dirigida por su amigo Marty… La recomendación convenció a la actriz, quien no tardó en entrevistarse con Scorsese y, hablando del guión del nuevo film, le preguntó: “¿Qué sabes de mujeres?”; “Nada, pero me gustaría aprender” fue su respuesta. Otra versión de esta entrevista afirma que Scorsese se limitó a contestar “No sé nada de mujeres” y que una oportuna intervención de Weintraub (luego productora asociada de Alicia ya no vive aquí), quien añadió: “Las mujeres somos personas, nada más”, fue lo que terminó de convencer a Burstyn. Poco después, la actriz se encontró con un amigo, el también realizador Peter Bogdanovich, y le dijo que ya tenía a alguien para Alicia ya no vive aquí: “Fantástico, ¿quién la va a dirigir?”, preguntó Bogdanovich; “Marty Scorsese”, respondió; “Dile que no mueva demasiado la cámara”. La actriz aclararía posteriormente que “Eso no se lo conté a Marty”. En cualquier caso, Bogdanovich y el veterano cineasta George Cukor le firmaron la solicitud a Scorsese para que, gracias a ese primer trabajo en Hollywood, pasase a ser miembro del Directors Guild of America, el sindicato de directores estadounidenses.
La protagonista del film es Alice Hyatt (Ellen Burstyn), un ama de casa que dejó su incipiente carrera como cantante para casarse con Donald (Billy Green Bush), un conductor de camión, y es madre de un niño, Tommy (Alfred Lutter), de casi doce años. A causa de la inesperada muerte de su marido, Alice abandona la triste localidad de Socorro, Nuevo México, donde vivía y decide cambiar de existencia con Tommy viajando en coche hacia Monterrey, Arizona, pues aspira a ganarse la vida cantando. Tras una breve estancia en Phoenix, en la que Alice logra empleo como cantante en un local pero sufre una desdichada experiencia amorosa con Ben (Harvey Keitel), madre e hijo se instalan en Tucson, donde Alice tan sólo encuentra trabajo como camarera en la cafetería de Mel (Vic Tayback). Allí acabará ganándose la amistad de Flo (Diane Ladd), una deslenguada compañera, y captará el interés romántico de David (Kris Kristofferson), un ganadero divorciado, a la vez que su hijo Tommy hará una amiga, la pequeña Doris, a la que le gusta que la llamen Audrey (Jodie Foster). Presupuestada en menos de dos millones de dólares, pero contando con los medios de un gran estudio, la película se rodó en diversos enclaves de Arizona y Nuevo México y en formato panorámico (era la primera vez que Scorsese lo utilizaba), salvo una primera secuencia, rodada en un formato reducido característico del viejo Hollywood, en la cual vemos a la protagonista cuando todavía es una niña, paseándose por una granja hecha en estudio cuya estética artificial está deliberadamente inspirada en la de El mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939, Victor Fleming). Estrenada a finales de diciembre de 1974, Alicia ya no vive aquí fue un considerable éxito comercial (más de 17 millones de dólares recaudados sólo en cines estadounidenses), inspiró una exitosa serie de televisión y supuso un Oscar como Mejor Actriz para Ellen Burstyn, además de conseguir otro par de meritorias menciones a la Mejor Actriz de Reparto (Diane Ladd) y Mejor Guión Original. Por cierto, durante la ceremonia de entrega de estos premios Scorsese recogería el galardón de interpretación para su protagonista, al estar esta última ausente: el realizador no volvería a tener otra estatuilla dorada en las manos, la suya, hasta más de treinta años después…
Alicia ya no vive aquí resulta una película sorprendentemente sencilla y poco ambiciosa, cosa rara en su realizador, quien logró cumplir con creces su propósito de ofrecer algo radicalmente distinto a Malas calles, a fin de evitar el encasillamiento y de paso para tantear por primera vez una producción de Hollywood no gigantesca pero de proporciones superiores a lo que había conocido hasta ese momento. Asimismo, desmintiendo a quienes puedan pensar que Scorsese hace películas “masculinas”, el film ofrece un convincente retrato femenino que se beneficia de la entregada labor de la actriz Ellen Burstyn. A pesar de su condición de encargo (expresión que suele usarse, muchas veces injustamente, para enjuiciar de manera negativa la labor de un realizador con personalidad), Alicia ya no vive aquí presenta no pocos elementos afines al cine de Scorsese. El más notorio es el sentimiento de culpabilidad de Alice, quien se responsabiliza de todo aquello que ha salido mal en su vida: el fracaso de su sueño de ser cantante, la mala relación con su primer marido, la conducta de su excéntrico hijo. No faltan a la cita otros aspectos: la cinefilia (el prólogo del relato: esa secuencia onírica de la infancia de Alice inspirada, como ya hemos dicho, en El mago de Oz); las fugas de la realidad (los movimientos de cámara circulares alrededor de Alice la primera vez que canta en el local de Phoenix); y la escena de Alice confesándose ante un espejo, idea que reaparecerá en Toro salvaje y El aviador.
En medio de esta actividad hollywoodiense, Scorsese todavía sacaría tiempo libre para hacer un pequeño encargo del National Endowment of the Humanities de Washington, entidad que con motivo de la celebración del bicentenario de los Estados Unidos había encargado una serie de documentales dedicados a los inmigrantes y las minorías raciales norteamericanas, agrupada bajo el genérico Storm of Strangers. La aportación del realizador a este proyecto sería Italianamerican, un simpático mediometraje de 49 minutos rodado en 16 mm. y color a lo largo de un único fin de semana en la casa de sus padres en Elizabeth Street, en el que los progenitores del cineasta se erigen en máximos protagonistas, desgranando ante la cámara de su hijo sus recuerdos de juventud y la historia de su familia siciliana. Anotemos que los padres de Scorsese ya habían hecho pequeños papeles, juntos o por separado, en It’s Not Just You, Murray!, Who’s That Knocking at My Door y Malas calles, y reaparecerían en Toro salvaje, El rey de la comedia, ¡Jo, qué noche!, El color del dinero, Uno de los nuestros, El cabo del miedo, La edad de la inocencia (que está dedicada a la memoria del padre del realizador) y Casino.
Recién terminada Alicia ya no vive aquí, y mientras ya preparaba la compleja preproducción de su costosa película musical New York, New York, Scorsese conoció a Paul Schrader, un guionista nacido en Grand Rapids, Michigan, el 22 de julio de 1946 que poco después se labraría su propio prestigio como realizador gracias a Hardcore, un mundo oculto (Hardcore, 1979), American Gigolo (ídem, 1980), El beso de la pantera (Cat People, 1982), Mishima (ídem, 1985), El placer de los extraños (The Comfort of Strangers, 1990), Posibilidad de escape (Light Sleeper, 1992) o Aflicción (Affliction, 1997), y que gozabaen aquellos momentos de cierto prestigio por el guión del excelente thriller de Sydney Pollack Yakuza (The Yakuza, 1974). “Fue Brian De Palma quien me presentó a Paul Schrader —recuerda—. Yo quería que Paul me escribiese un guión a partir de El jugador, de Dostoievski, pero Brian me confió que Paul tenía un guión ya escrito, Taxi Driver, que en aquella época él no quería o no podía hacer. Así que lo leí. Un amigo también lo leyó y me dijo que era genial: estábamos de acuerdo en que era el tipo de film que yo debía hacer”.
El guión de Schrader no había surgido como consecuencia de ningún encargo, sino a modo de espontáneo exorcismo de diversas inquietudes del guionista, quien durante el verano de 1972 acababa de ver frustrada la posibilidad de llevar al cine su primer guión original, Pipeliner. “Al tiempo que el proyecto de Pipeliner se venía abajo — explicaba Schrader—, recibí otros dos golpes: mi matrimonio se vino abajo, y lo que hizo que mi matrimonio se viniera abajo se vino abajo, todo ello en un intervalo de cuatro o cinco meses. Caí en un estado maníaco-depresivo. Me dio por deambular por las noches. No podía dormir de tan deprimido como estaba. Solía quedarme en la cama hasta las cuatro o las cinco de la tarde, luego solía decir: “Bueno, ahora puedo echar un trago”. Me levantaba y tomaba una copa, me llevaba la botella conmigo y empezaba a deambular por las calles en mi automóvil durante la noche. Después de que cerrasen los bares iba a ver pornografía. Solía hacerlo todas las noches, hasta el amanecer, durante unas tres o cuatro semanas; un síndrome muy destructivo: no comía nada, sólo bebía. Hasta que me salvó una úlcera. Cuando salí del hospital me di cuenta de que tenía que cambiar de vida, porque si no me moriría y todo eso. Decidí marcharme de Los Ángeles. Fue entonces cuando caí en la cuenta de la metáfora para Taxi Driver, y supe que ésa era la metáfora que había estado buscando”.
Schrader ha confesado que el guión de Taxi Driver era fruto de otras experiencias personales, como la influencia de la novela existencialista de Jean-Paul Sartre La náusea, su fascinación por las armas de fuego (que compartía con otros dos buenos amigos, John Milius y el también guionista y realizador James Toback) y en particular su interés por Arthur Bremer, personaje real que había intentado asesinar al gobernador norteamericano George Wallace, dejándolo paralítico, y autor de un diario íntimo sobre sus motivaciones que Schrader estudió concienzudamente. Bremer sería la inspiración indirecta del protagonista de Taxi Driver: Travis Bickle (Robert De Niro), de 26 años, ex marine que trabaja por las noches como taxista a causa de su insomnio. Solitario y silencioso, Travis recorre las calles de Nueva York, prestando su servicio en aquellos barrios (South Bronx, Harlem) a donde ningún taxista se atreve a ir. Su fijación por dos mujeres de cariz muy diferente, la elegante Betsy (Cybill Shepherd), que colabora en la campaña electoral del senador Charles Palantine (Leonard Harris, en un papel que a punto estuvo de recaer en Rock Hudson), e Iris (Jodie Foster), una prostituta de 12 años que trabaja para Sport (Harvey Keitel), incitará a Travis a adoptar una drástica decisión: comprarse armas de fuego, intentar atentar contra el senador Palantine y “salvar” a Iris de las garras de la prostitución. Paradojas del destino, en 1981 el presidente de los Estados Unidos Ronald Reagan sufrió un atentado con arma de fuego cometido por John Hinkley. Durante el juicio contra este último, su defensa alegó que Hinkley había visto quince veces Taxi Driver y el propio Hinkley llegó a afirmar que había cometido el atentado como muestra de su amor por Jodie Foster, a la que idolatraba desde que la viera en el film de Scorsese.
Los primeros postores del guión fueron el matrimonio formado por Michael y Julia Phillips, productores de la exitosa El golpe (The Sting, 1973, George Roy Hill), quienes compraron una opción sobre el mismo. En un primer momento se mencionó a Robert Mulligan como director del film y a Jeff Bridges como protagonista, decisión que desagradaba enormemente a Schrader, sobre todo después de haber visto Malas calles. Sería una mediación directa de De Palma la que colocaría a Scorsese y De Niro, quien acababa de ganar un Oscar por El padrino, 2ª parte, como realizador y protagonista idóneos para el proyecto. El hecho de que participaran todas estas personalidades fue suficiente para convencer a Columbia Pictures para que financiara y distribuyera un proyecto que no resultó caro: al final costó menos de dos millones de dólares.
Taxi Driver se rodó en Nueva York durante los meses de julio y agosto de 1975, aunque la postproducción se llevaría a cabo en Los Ángeles. Hay que mencionar que entre los principales méritos del film se encuentra la fotografía de Michael Chapman, en su primera colaboración con Scorsese, y la banda sonora compuesta por el veterano Bernard Herrmann, bien conocido por sus trabajos con Alfred Hitchcock —entre ellos, De entre los muertos (Vertigo, 1958), Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959) o Psicosis (Psycho, 1960)—, que firmaría aquí su última partitura. Como recuerda Michael Phillips, “tuvimos dos días para grabar la música. Terminamos el grueso del trabajo en un día y medio, y pensamos en dejar para el día siguiente la regrabación del tema de amor, pues en atención a la salud de Benny —se encontraba muy mal y estaba muy débil— estábamos dispuestos a posponer la sesión para el día siguiente. Sin embargo, él dijo: “No, hagámoslo hoy”. Lo solucionamos todo en una hora y media y terminamos a las cinco de la tarde. Murió aquella misma noche [el 24 de diciembre de 1975] mientras dormía”. Montando el film, Scorsese mantuvo largas conversaciones con el comité de calificación moral de la Motion Picture Association of America (MPAA) a fin de evitar que la violencia de la película provocara su calificación con la por entonces vigente X, que restringía la exhibición de los films a salas exclusivas para público adulto. El director aceptó una sugerencia de la MPAA, consistente en mostrar la matanza del final (para cuyo montaje Scorsese recibió la ayuda de su amigo Steven Spielberg) con un ligero virado en sepia, a fin de amortiguar el impacto del momento, y luego comprobó estupefacto que de esa manera la secuencia resultaba más cruda. Esta secuencia nunca ha vuelto a verse con su color original porque el negativo se estropeó con los años y hasta la fecha no ha podido restaurarse. Taxi Driver recaudaría 21 millones de dólares sólo en los Estados Unidos, una cifra notable para el momento. Además, ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 1976 y fue candidata a los Oscar de mejor Película, Actor (Robert De Niro), Actriz de Reparto (Jodie Foster) y Banda Sonora (Bernard Herrmann), pero no consiguió menciones ni para Scorsese ni Schrader y al final tampoco ganó ninguno, en beneficio de la mucho más optimista Rocky (ídem, 1976, John G. Avildsen).
Taxi Driver es un film de Scorsese, pero también un film de Schrader. Como recordaba este último, “Scorsese fue quien dijo que Taxi Driver es mi película, Toro salvaje es de De Niro y La última tentación de Cristo es la suya”, afirmación representativa del grado de complicidad existente entre ambos cineastas, quienes comparten con el también neoyorquino Abel Ferrara una visión de sus personajes como seres marcados por profundas contradicciones morales y éticas que les provocan problemas de conciencia, de los cuales acaban liberándose por medio de una expiación, frecuentemente dolorosa, de claras connotaciones religiosas: recordemos que Scorsese recibió una educación católica, fundamentada en el pecado y el perdón, y que Schrader es calvinista, doctrina radical que parte del concepto de que el hombre vive en la corrupción y el vicio. Esa visión obsesiva que tiene Travis de la vida queda perfectamente reflejada en momentos como cuando el protagonista lleva a un nervioso pasajero (el que encarna el propio Scorsese) enfrente de un edificio, a través de una ventana del cual se vislumbra la silueta de una mujer, esposa del pasajero, quien afirma que le está siendo infiel con un negro y que quiere matarla por ello (sic); cuando Travis mira a las prostitutas y sus chulos paseando por la acera, y la luz roja de los neones les proporciona una apariencia “infernal”; o la famosa escena (en gran medida improvisada por De Niro) en que Travis ensaya delante del espejo cómo desenfundar su pistola, mientras repite, como si rezara, “¿Estás hablando conmigo?”.
Taxi Driver acaba siendo la odisea psicológica de un personaje perturbado ante la visión de un mundo sucio y degradado, tanto física como moralmente, en el que los criminales parecen campar a sus anchas y contra el que el protagonista se rebela adoptando una postura radical. De ahí que toda la película esté envuelta en una aureola muy subjetiva, situada en la mente del protagonista, como demuestran algunas imágenes a cámara lenta y rebuscados movimientos de cámara, como el plano cenital sobre el malherido Travis y los cadáveres de las víctimas de su brutal arranque justiciero (que fue rodado perforando el techo de la auténtica casa donde se filmó la secuencia), que recuerdan curiosamente el estilo de De Palma. Naturalmente que hubo quienes vieron en Taxi Driver una mera apología de la venganza, como si Travis fuera simplemente una versión demente de los justicieros urbanos puestos de moda por el cine policíaco norteamericano de los años setenta. Pero no fueron pocos quienes percibieron que en el fondo de Taxi Driver se ocultaba una verdad mucho más profunda: la de una visión paranoica de la Norteamérica de la época, obsesionada por la derrota en Vietnam, por las armas de fuego, el aumento de los índices de criminalidad y el fin del Sueño Americano. Todo ello contado a través de un incómodo personaje que, simbólicamente, no puede dormir por las noches (víctima de una mala conciencia cuyas causas es incapaz de precisar), incapaz de superar un fracaso amoroso con una mujer demasiado sofisticada para él (Betsy, representante de la liberación sexual femenina surgida en la década de los sesenta) y que decide convertirse en el defensor de una niña prostituta, a la que también tiene idealizada (Iris, otra consecuencia indirecta de esa liberación sexual de los sesenta), asesinando a aquellos que a su entender la tienen esclavizada, en una matanza convertida en metafórico acto purificador. Si hay películas que conectan como pocas con el espíritu de su tiempo, sin duda Taxi Driver es una de ellas.
Recién acabada Taxi Driver, Scorsese ponía en marcha un proyecto que ya había despertado su entusiasmo con anterioridad y que iba a ser su primera producción a gran escala: New York, New York, un film musical para United Artists planteado a la antigua usanza, aunque quizá sería más correcto decir que se trata de un melodrama con música, con el cual su realizador daría rienda suelta a su amor por el musical de Hollywood de los años cuarenta y cincuenta, siendo su director favorito dentro de este género Vincente Minnelli, firmante de clásicos como Meet Me in St. Louis (1944), El pirata (The Pirate, 1948), Un americano en París (An American in Paris, 1951), Melodías de Broadway 1955 (The Band Wagon, 1953), Brigadoon (ídem, 1954) y Gigi (ídem, 1958). New York, New York era un proyecto de Irwin Winkler y Robert Chartoff, productores de Rocky y desde entonces implicados en otros títulos de Scorsese: ambos producirían Toro salvaje y Winkler, en solitario, Uno de los nuestros. Otro gran aliciente para el realizador era contar para el principal papel femenino con Liza Minnelli, hija de Vincente Minnelli y de la mítica cantante y actriz Judy Garland, que en aquel momento vivía el mayor momento de esplendor de su (efímera) trayectoria cinematográfica gracias al éxito de Cabaret (ídem, 1972, Bob Fosse), que le había reportado un Oscar como Mejor Actriz.
La trama de New York, New York arranca justo al final de la Segunda Guerra Mundial. En medio de la algarabía del Día de la Victoria, el saxofonista Jimmy Doyle (Robert De Niro) conoce a una chica por la que se siente inmediatamente atraído, la cantante Francine Evans (Liza Minnelli), a la que intenta abordar sin éxito. Tras coincidir en una audición, donde ambos consiguen empleo para trabajar en una orquesta que está a punto de irse de gira, se enamoran y, ya en ruta con el resto de la compañía, se casan. Pero las cosas empiezan a ir mal a partir del momento en que Jimmy, un músico con talento pero irascible que se siente incomprendido, empieza a sentir celos profesionales de su esposa, cuyas cualidades la convierten en una artista famosa. Tras su separación, coincidiendo con el anuncio del nacimiento de su primer hijo, sólo volverán a reencontrarse años después, cuando ella ya ha consolidado su carrera en el teatro musical y él por fin ha conseguido publicar su primer disco de éxito, pero vuelven a separarse, conscientes de que no pueden vivir juntos. Según Scorsese, New York, New York está en gran medida inspirada en una película musical de Michael Curtiz inédita en España titulada My Dream Is Yours (1949), en la que Doris Day y Lee Bowman encarnaban a una pareja de cantantes en la que el triunfo de la mujer también daba al traste con su matrimonio.
Existía ya un primer guión, firmado por Earl Mac Rauch, que dada su enorme extensión sería objeto de una reelaboración por Mardik Martin. El problema radicaría en que este arreglo del libreto se llevó a cabo incluso cuando el rodaje de la película ya había comenzado, lo cual fue el inicio de un calvario de producción que terminaría elevando el presupuesto inicial, del orden de nueve millones de dólares, a un coste definitivo de alrededor de catorce millones, muy elevado para la época. Un largo número musical, Happy Endings, costó por sí solo 350.000 dólares y al final fue amputado en su integridad del montaje definitivo. Téngase en cuenta que a mediados de los setenta una superproducción de Hollywood empezaba a considerarse como tal a partir de los ocho o diez millones. Mardik Martin diría luego que “fue una pesadilla. Estuve escribiendo hasta el momento de filmar el último fotograma. Es imposible hacer una película así”.
A lo largo de las veinticuatro semanas de rodaje, que superaron el calendario inicialmente previsto y tuvieron lugar sobre todo en los platós de la productora Metro-Goldwyn-Mayer (algunos de ellos, como el número 29, había albergado la filmación de viejos clásicos del musical), Scorsese se dejó llevar por su capacidad para improvisar, dando tal margen de libertad a los actores hasta el punto de que hubo jornadas en que se trabajó, literalmente, sin guión. Según Sandra Weintraub, “después de Malas calles, los críticos llamaron a Marty “el Rey de la Improvisación”, y él se lo creyó. Por eso, en Alicia ya no vive aquí hizo que todos improvisaran una escena de una tormenta. Siguió improvisando también en Taxi Driver; el resultado está a la vista: es New York, New York; ahí se le escapó de las manos”. Años después, el cineasta se mostraba severo con su trabajo: “Fue algo experimental y, mirándolo con perspectiva, creo que nunca nos debieron dar tanta libertad. Fue una chapuza y resulta milagroso que la película tenga algún sentido”.
El resultado final sería un primer montaje de alrededor de cuatro horas y media de duración, imposible de estrenar con garantías de éxito, que Scorsese se vio obligado a reducir a un metraje comercialmente más racional de 153 minutos, que se redujo más todavía (hasta los 136 minutos) para las copias que se estrenaron en Europa. Las actuales ediciones en DVD incluyen un montaje más completo, llevado a cabo por Scorsese en 1981, con una duración de 163 minutos, que incluye otros 40 minutos de escenas eliminadas o alteradas y un final alternativo de alrededor de un minuto y medio, amén de la feliz recuperación del espectacular número musical, Happy Endings. Estrenada en los Estados Unidos el 21 de junio de 1977, New York, New York nada pudo hacer frente a éxitos de taquilla de la magnitud de La guerra de las galaxias, Rocky y Encuentros en la tercera fase, si bien su fracaso comercial se ha exagerado en ocasiones más de la cuenta, dado que recaudó 13 millones de dólares sólo en cines norteamericanos (o sea, casi su coste de producción) y a la larga ha dado beneficios en vídeo y DVD. La crítica la trató con severidad, aunque no faltan voces que ahora la valoran muy positivamente, algo que Scorsese tan sólo hace a medias: “Considero que es una buena película, aunque creo que lo es sólo porque es sincera. Cuando vi la película acabada me sentí muy decepcionado, porque hacerla había sido una mala experiencia. Pero al cabo de los años he sido capaz de ver que es muy auténtica. Todavía realmente no me gusta, aunque, en cierto sentido, me encanta”.
New York, New York es una de esas películas en las que las intenciones que la sustentan y el envoltorio formal que las envuelven son más interesantes que sus resultados finales. El film responde a la sempiterna fascinación de Scorsese por los clásicos de Hollywood, que se encuentra presente en la práctica totalidad de sus películas, y a su constante intención de modernizarlos: Scorsese es un nostálgico, pero al mismo tiempo un revisionista que siempre intenta poner en relación ese cine del pasado con sus obsesiones personales del presente. “Cineasta cinéfilo —escribe el especialista Nicolas Saada—, Martin Scorsese une así la práctica de su arte con el recuerdo de las películas que han marcado su vida de espectador. Como los grandes creadores, Martin Scorsese nunca separa la vida de su trabajo”. Desde este punto de vista, está claro que New York, New York es una obra de amor al cine que, paradójicamente, gira en torno a una historia de amor imposible, la que viven Jimmy y Francine. New York, New York demuestra que otra de las obsesiones constantes del cine de su autor consiste en las dificultades de las relaciones de pareja. Pero, al igual que ocurría con la auténtica vida conyugal del cineasta, la que protagonizan Jimmy y Francine en la película no funciona, y por añadidura el propio film tampoco: a pesar de momentos dignos de mención, de tratarse de una película muy bien hecha y visualmente atractiva, a la hora de la verdad sus únicos méritos perdurables acaban siendo la fotografía de Laszlo Kovacs y la labor de ambientación de decorados y vestuario a cargo de Boris Leven y Theadora Van Runkle.
Mientras tanto, la vida sentimental del cineasta había dado un nuevo giro. Cuando rodaba Taxi Driver en Nueva York, Scorsese había conocido a la periodista free-lance Julia Cameron, una atractiva pelirroja que estaba escribiendo un artículo para la revista Oui. El realizador quedó prendado de ella de inmediato, tanto es así que antes de que acabara la filmación ya compartían el apartamento. La ruptura con Sandra Weintraub, que se había quedado en Los Ángeles mientras se filmaba Taxi Driver, fue sonada: se dice que, entre otras cosas, destrozó el parabrisas del Lotus del director. Scorsese y Cameron se casaron el 30 de diciembre de 1975 y de su relación nació una hija, Domenica Cameron-Scorsese, que también es actriz y realizadora y ha hecho un par de pequeños papeles a las órdenes de su padre en El cabo del miedo y La edad de la inocencia. El matrimonio con Cameron acabó fracasando y se separaron en enero de 1977. Con anterioridad, rodando New York, New York, Scorsese había tenido una relación adúltera con Liza Minnelli, la cual estaba a su vez casada con el productor Jack Haley Jr. y mantenía al mismo tiempo un romance con el bailarín y actor ruso Mikhail Baryshnikov (sic). Fue durante ese rodaje cuando empezó a excederse con la cocaína, convencido de que iba a encontrar en ella un estímulo a su creatividad: “No sabía cómo conseguir esas sensaciones. Yo estaba alteradísimo, y empecé a tomar drogas para explorar; la mayor parte del tiempo estaba distraído. Fue un tormento”.
Otro film surgido en medio de la vorágine de la producción de New York, New York fue El último vals, hasta la fecha su más famosa contribución al género del documental. Básicamente, El último vals es la filmación del homónimo concierto de despedida ofrecido por el grupo musical The Band, integrado por Robbie Robertson, Rick Danko, Levon Helm, Garth Hudson y Richard Manuel, en la sala Winterland de San Francisco el 26 de noviembre de 1976, coincidiendo con la festividad del Día de Acción de Gracias. Robertson, líder de la banda y a partir de esta película una persona afín a la obra e incluso a la vida privada de Scorsese, había pensado en el realizador para llevar a cabo la titánica empresa de filmar ese concierto de despedida, que iba a contar con la presencia de un lujoso plantel de estrellas invitadas de la música pop: Bob Dylan, Eric Clapton, Neil Young, Joni Mitchell, Van Morrison, Neil Diamond, Muddy Waters, The Staples, Ringo Starr, Ron Wood, Dr. John, Paul Butterfield y Ronnie El Halcón Hawkins, a los cuales hay que añadir a los poetas Michael McClure y Lawrence Ferlinghetti (éste recitando una versión blasfema del Padre Nuestro) y a Emmylou Harris, quien no actuó en el escenario de la Winterland y grabó un tema aparte con los miembros de The Band que fue filmado posteriormente en un plató de la Metro-Goldwyn-Mayer donde se habían rodado algunos musicales clásicos de Hollywood.
A pesar de ir agobiado por culpa de New York, New York, Scorsese preparó la filmación de El último vals y dedicó el Día de Acción de Gracias a su rodaje, para el cual decidió emplear 35 mm., en aquel momento algo infrecuente en un documental de música rock, y llevó a cabo una minuciosa planificación: “En Woodstock aprendí a organizar y controlar un equipo de operadores, pero no teníamos guión. No sabíamos por adelantado quién iba a cantar ni qué. Era el caos. Aquí, todo estaba planificado. Con The Band habíamos elegido las canciones que deseábamos grabar, determinado el emplazamiento de los invitados, ensayado la víspera con algunos de ellos y marcado el ángulo de las tomas”. Para ello contó con unos extraordinarios colaboradores: el decorador Boris Leven, quien diseñó el escenario del teatro especialmente para la velada, y un equipo de operadores encabezado por Michael Chapman, responsable del diseño de la iluminación, entre cuyos miembros figuraban otros directores de fotografía no menos prestigiosos, como Vilmos Zsigmond, Fred Schuler, Hiro Narita y Laszlo Kovacs. Este último protagonizó una de las más famosas anécdotas de la velada, dado que fue gracias a su oportuna intervención que se pudo grabar la actuación del mítico Muddy Waters, que arrancó por sorpresa coincidiendo en un momento en que Scorsese y su equipo se estaban tomando un pequeño descanso. El resultado fue un fluido documental que todavía hoy se encuentra entre los mejores que se hayan realizado en torno a la música rock. El grueso de su acción acontece en el escenario de la sala Winterland, donde el primoroso trabajo de iluminación se combina con una amplia profusión de encuadres desde numerosos ángulos de cámara, realzado finalmente por un dinámico montaje que impide la menor sensación de estatismo. El concierto propiamente dicho se interrumpe brevemente con pequeñas entrevistas realizadas por el propio Scorsese a los miembros de The Band, y con un par de actuaciones adicionales rodadas aparte, la ya mencionada con la colaboración de Emmylou Harris interpretando el vals latino Evangeline y la del grupo en solitario tocando el Tema del último vals.
Estrenado en los Estados Unidos el 26 de abril de 1978, El último vals cosechó numerosos elogios y para muchos marcó un hito en la temática del documental de rock, pero Scorsese, lejos de sentirse satisfecho con este éxito, se hallaba sumergido en un autodestructivo círculo vicioso. “En esa época pasaba demasiado tiempo con Robbie Robertson y empecé a drogarme demasiado. Vivía a cien por hora y estuve a punto de destruirme por completo. El fracaso de New York, New York había sido recibido en Hollywood con regocijo. Me encerré dentro de mí mismo y me dije: “Larguémonos mientras, vayámonos directos al infierno y veamos qué pasa…”. Todavía era demasiado joven como para pensar que me podía morir a consecuencia de esa decisión. Fue entre 1977 y 1978. Empecé a frecuentar mucha gente del cine de todo el mundo y de Hollywood. La droga circulaba, estaba llena de ella por todas partes. Y cuando más a menudo salía, más tomaba… Robbie me decía: “Hay una fiesta en París. ¿Quieres venir?”. Y nos íbamos a todos lados: París, Roma, Londres, Nueva York… Pero siempre era la misma fiesta. Acababa de hacer una película maravillosa, magnífica, El último vals, que era fruto del trabajo de otras personas extraordinarias: Bob Dylan, Van Morrison, Joni Mitchell. Había hecho un gran trabajo, experimentando cosas nuevas con mis dos montadores. Lo supervisé durante dos años. Sin duda lo había hecho lo mejor posible y, sin embargo, ya no era en absoluto feliz. Comprendí en ese momento que tenía un gran problema, que tenía esa especie de vacío dentro de mí. ¡Y entonces empecé a drogarme más! Toqué fondo, me hundí”.
A estos tiempos tan turbulentos, durante los cuales Scorsese rodó y montó de manera consecutiva New York, New York y El último vals, todavía se añadiría un tercer proyecto. Se trata de American Boy: A Profile of Steven Prince (1978), un documental de tan sólo 155.000 dólares de coste y situado en la frontera del largometraje (55 minutos), dentro de una línea bastante parecida a lo ensayado cuatro años atrás en Italianamerican, que consiste a grandes rasgos en una entrevista a Steven Prince, organizador de conciertos de rock al que el director había conocido durante el rodaje de Taxi Driver, donde encarnaba al vendedor ilegal de pistolas que hace tratos con De Niro, papel que había recaído en Prince no por casualidad, dada su confesada fascinación por las armas de fuego. Prince tendría otro pequeño rol en New York, New York y sería productor asociado de El último vals. Respondiendo a un largo cuestionario preparado por Scorsese con Mardik Martin y Julia Cameron, Prince desnuda su alma hasta extremos que rozan el delirio, hablando sin tapujos de su obsesiones políticas y sexuales y sus problemas con las drogas.
Otra prueba del pésimo estado personal del cineasta reside en un intento fallido de dirigir una obra de teatro, The Act, protagonizada por Liza Minnelli, cuyo montaje abandonó quince días antes de su estreno, incómodo con el medio escénico y sobre todo consigo mismo. En sus peores momentos, Scorsese era capaz de pasarse dos o tres días sin comer a causa de la cocaína, que le inhibía el apetito, para a continuación atracarse de comida y beberse con Robertson un par de botellas de vino o de vodka para, decían, poder conciliar el sueño (sic). Ahora bien, el episodio más crítico tendría lugar el Día del Trabajo de 1978. El realizador vivía entonces con la modelo y luego actriz Isabella Rossellini, a la que había conocido a principios del verano y con la que luego estaría oficialmente casado entre 1979 y 1983, y se hallaba en el Festival de Cine de Telluride en compañía de aquélla, Robert De Niro y Mardik Martin. Ese fin de semana, Scorsese empezó a escupir sangre. Fue Steven Prince quien lo llevó a un hospital de urgencias en Nueva York; en sus propias palabras, “sangraba por la boca, sangraba por la nariz, sangraba por los ojos y el culo. Estuvo a punto de morir”. El médico diagnosticó que su hemorragia era consecuencia de una mezcla casi letal de las medicinas que Scorsese tomaba para su asma, otros medicamentos que se embutía indiscriminadamente y cocaína en mal estado que había esnifado en Telluride. Su cuerpo tan sólo pesaba 49 kilos. Se le administró cortisona, que aumentó el número de plaquetas de su flujo sanguíneo y detuvo la hemorragia.
Pero el hombre que ahora se recuperaba en el hospital ya no era el mismo.
Era un hombre nuevo.
Un toro salvaje.
Nota de la Redacción: El texto de este avance editorial corresponde al primer capítulo de la obra de Tomás Fernández Valentí, Martin Scorsese: un infiltrado en Hollywood (Carena, 2008). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento al director de Ediciones Carena, José Membrive, por su gentileza al facilitar la publicación de dicho texto en Ojos de Papel.