Leo tres libros de Miguel Veyrat, dos de sus últimas novedades más una reedición: Fronteras de lo Real (Palma de Mallorca, Calima, 2007); Instrucciones para Amanecer (Palma, Calima, 2007); y El Incendiario (Madrid, La Lucerna, 2007). Leo sus páginas y confirmo esa proeza imposible. La voz del poeta que en Instrucciones… y El Incendiario se expresa es como la de un náufrago. Permítaseme esta imagen archiconocida. El infortunado marinero ha sobrevivido a un hundimiento. El buque se ha hundido, en efecto: probablemente tras una tempestad indomable, la acometida de la naturaleza. Si hubiera seguido los consejos de la lógica, de la preservación, de la contención, el náufrago habría permanecido en tierra, a buen recaudo, creyendo quizá que así se salvaba y que así se protegía. Pero el individuo no acepta la conservación y, lejos de frenarse, emprende un camino azaroso, lleno de riesgos. La consecuencia inmediata es funesta, sí. Ve el fin próximo. Se ha salvado milagrosamente de la muerte, pero sabe que la naturaleza aún le amenaza: no sólo con el cese de la vida, sino también con ese sentido que no atrapa, que no acierta a comprender. El náufrago –que es como un niño al que le faltan todas las destrezas-- sobrevive malamente en un paraje inhóspito: no tiene mañas especiales y lo que otros dijeron o hicieron ahora no basta. Quiere apropiarse del mundo, de esa naturaleza irascible, rehacerla o dominarla a partir de los elementos fundamentales, básicos: entre ellos, el fuego. En el náufrago, conseguir la llama y conservarla es un logro providencial, porque el fuego es lo que le pone en peligro y a la vez lo que le salva. ¿Lo conseguirá?
Decía Octavio Paz: “Cada texto es único y, simultáneamente, es la traducción de otro texto. Ningún texto es enteramente original, porque el lenguaje mismo, en su esencia, es una traducción”. De inmediato, Paz añadía: “pero ese razonamiento puede invertirse sin perder validez: todos los textos son originales porque cada traducción es distinta. Cada traducción es, hasta cierto punto, una invención y así constituye un texto único”. Justamente por eso, Miguel Veyrat es deudor de diversas tradiciones poéticas: traduce a su propio lenguaje lo que ya está dicho. Como el náufrago, rehace lo que ya estaba hecho pero de lo que ahora carece. Utiliza una materia prima ya empleada pero no para repetir lo obvio, sino para abordar lo inédito. Porque Veyrat no es un poeta previsible, sino un creador que avanza tentativamente, sin saber a qué le conducirá su obra. Decía Jorge Luis Borges que “no hay versificador incipiente que no acometa una definición de la noche, de la tempestad, del apetito carnal, de la luna; hechos que no requieren definición porque ya poseen nombre, vale decir, una representación compartida”. Veyrat no es un versificador incipiente que espere definir lo primordial. Ahora bien, se vale de la noche, de la tempestad, del apetito carnal, de la luna: de unas materias primas que se obliga a transformar.
Es Veyrat un poeta hermético que sabe de la necesidad de nombrar y de la imposibilidad de aclarar. No es --no puede ser-- literal: tampoco puede narrar una experiencia. Insisto: nombra, traduce, rehace un cachito del mundo sin hallar luz. ¿Y qué encuentra? Una y otra vez tropieza con lo primordial y con la muerte, el grado cero del sentido
La poesía de Veyrat es inspiración, no elaboración. Desde luego el poeta puede pensar sobre el hecho poético, como por ejemplo hace en Fronteras de lo Real. Pero para el creador la expresión poética nace de un aturdimiento que no tiene nada de racional: surge del choque entre el trastorno y la expresión, entre la exaltación y la voz, cosa que revela la incertidumbre del poeta, su perplejidad. Por eso, al principio y al final de Instrucciones para Amanecer, Veyrat alude al desconcierto vivido por la cigarra, insecto con el que evidentemente se compara: por su vida entregada al canto, por la brevedad de su existencia aturdida. Cita a Bashó (“Sin un presagio / de su muerte inminente / cantan las cigarras”) y cita a Giorgio Agamben (“La cigarra –está claro— no puede pensar en su chirrido”). Chirrido y muerte… El poema no explica, expresa: traduce con energía, fogosamente. Es Veyrat un poeta hermético que sabe de la necesidad de nombrar y de la imposibilidad de aclarar. No es --no puede ser-- literal: tampoco puede narrar una experiencia. Insisto: nombra, traduce, rehace un cachito del mundo sin hallar luz. ¿Y qué encuentra? Una y otra vez tropieza con lo primordial y con la muerte, el grado cero del sentido. No espera ser un director ni desea abandonarse al colectivismo: hay un reconocimiento de lo individual, que es inefable: lo individual como ruina, como hoguera.
En efecto, en Veyrat, el hecho poético se expresa y se vive como ignición, como ardor de conocimiento, como extinción: eso que quema en el interior y que nos hace huir hacia lo externo. ¿Y allí qué encuentra? Elementos primarios, aún sin transformar, moldeables por el poeta: un pequeño Dios que laboriosa y milagrosamente consigue prodigios menores: un verso como materia prima, una expresión poética cuyo resultado final depende de otros versos, de un todo fragmentario. En Veyrat hay conciencia del fragmento: el resto de una totalidad más vasta de la que no puede restituir el conjunto ordenado. Por eso, en Veyrat se renuncia al sistema, a esa estructura que combina las partes de manera evidente y solidaria. La realidad primordial que el poeta ve y nombra está hecha añicos: sus versos, también. Están fracturados, son como esos restos posibles que un arqueólogo venidero encontrará: el lector.
El poeta ensayó un significado inaprensible en cada verso. El arqueólogo conjeturará un sentido que intente aclarar esa proeza creadora, un ejercicio en el que, sin embargo, la claridad no es posible. El poeta nombra y escribe, pero eso que escribe resulta en parte indescifrable. Desde luego es un enunciado y es una vivencia, pero cuando nombra inicia una actividad interior: no sabe lo que sabe. Por tanto, es un descubrimiento que verbaliza sin que su sentido sea transparente o definitivo. Más aún: es probable que el canto final, el canto resultante no tenga sentido; es probable que sólo sea una mezcla de goce y dolor, un estado que justifique la emisión o la búsqueda.
Ése es el fin que le aguarda al poeta, a esa cigarra sobre cuyo chirrido no quiere o no puede pensar. Frágil como un insecto, breve como una brasa. Salvo que la carne y el amor le den oxígeno
En El Incendiario, la analogía fuego-vida es dominante. Todo arde, pero arde contradictoriamente, como es el hecho mismo de vivir: una llama que cobra fuerza para finalmente extinguirse. ¿Quién ha prendido el fuego y quién habrá de conservarlo para este náufrago? Durante una parte de la vida nos extinguimos crepitando; durante la restante nos mantenemos como brasas sobre hielo. La imagen de la brasa es recurrente en Veyrat, en este Veyrat de El Incendiario. Es metáfora de la existencia que aún quema pero que ha de consumirse. Mantenernos vivos es, así, calcinarnos irreparablemente: como ese volcán latente o en erupción, como un infierno. El volcán es un incendio y el poeta es quien prende la llama en medio de un glaciar: imposible calentar el entorno; imposible derretir el hielo. Asistimos, pues, a nuestra lenta combustión, desangrándonos.
En Instrucciones para Amanecer, los elementos primordiales tienen aún mayor presencia. Es más: la materialidad del mundo y del yo –esa efímera certidumbre— es glosada y celebrada una y otra vez. Vivimos en la niebla. Mejor aún: “A menudo / la niebla me habita”, una bruma primaria que tampoco acaba de despejarse, de evaporarse. La niebla es lo efímero, lo evanescente, lo informe, lo que carece de color. Pero esa evanescencia no llega a disiparse nunca. Ni siquiera el viento que sopla y penetra –“Yo es el / viento”—perdura: es como un canto que vuela sin levantar la bruma. Porque la nube no es un flatus –un flatus vocis--, sino la condición misma de la existencia del poeta. Como la calima, fruto del calor húmedo, de ese sofoco que es siempre vivir. Como el cieno, cuya forma nunca es definitiva. “Mi vida es el verso / que muere/ y nace a cada instante / al dejar rastro / de su aliento sobre el barro”. Pero esa evanescencia que es vivir es también muerte o llama viva –según nos advierte el poeta--: una llama vida en el centro de la nada, precisa. En Instrucciones…, el fuego es igualmente una imagen obsesiva y alternativa. “regresaré al fuego / o a la pura nada”.
Desolación del yo que se sabe finito y contingente, que intenta amanecer. “¡Si por azar nos sobrase algún vestigio inmortal / que permitiera amanecer!” Pero tras toda una vida usada ya no parece haber esperanza, sumido en una melancolía aturdida: “Siempre buscarás / el instante / en que te creíste / vivo todavía”. Ahora sólo queda aguardar la muerte: cantando la disipación que es vivir, ebrio en esa niebla que nos cubre al caer la tarde; nombrándolo todo antes de marcharse. “Mas ya declina, buen poeta: / Es tarde, dices. ¿Y atardece, / mísero vapor que impide / volver callado por tus pasos? / Llegó el momento: ¡Dispara!”
Ése es el fin que le aguarda al poeta, a esa cigarra sobre cuyo chirrido no quiere o no puede pensar. Frágil como un insecto, breve como una brasa. Salvo que la carne y el amor le den oxígeno. Pero el oxígeno consume. Y así parece ser: consumirse con la carne. Finalmente fluye el canto alegre de la sangre, según confiesa el poeta: palpita lenta savia, añade. ¿Será así?