Hechos y antecedentes
Antes ya se habían dado casos de imprevisión e incompetencia estremecedores como el hundimiento del túnel del metro en construcción que afectó a una porción considerable del barrio del Carmelo o la huelga salvaje de empleados del aeropuerto del Prat, que pusieron en peligro la seguridad del tráfico aéreo y organizaron un caos monumental con la pérdida de numerosísimos vuelos y de millones de maletas, ambos asuntos de carácter claramente endógeno. Tampoco ha sido un gran estímulo el monumental fracaso del Forum de las Culturas, una operación urbanística de amplio calado y cuestionables efectos inmobiliarios bajo un pretencioso y costosísimo alarde de búsqueda del espectáculo intelectual remedando artificiosamente inaplicables hechuras olímpicas. A estos hechos, se han añadido otros muy entroncados con antiguas tradiciones barcelonesas que parecían periclitadas, como las algaradas callejeras, cada vez más frecuentes y violentas, fomentadas ahora por colectivos izquierdistas, okupas y ultranacionalistas, que aprovechan el menor pretexto para apoderarse agresivamente el espacio público, saquear, destruir propiedades y servicios colectivos y coartar las libertades ciudadanas.
También a escala de Cataluña hay datos para el pesimismo, el último golpe de efecto procede del Informe de la Fundación Bofill (en catalán, buen resumen en El País en castellano) sobre la educación en la que esta comunidad presenta la tasa de fracaso escolar más alta de España, después de Canarias y Extremadura y, por tanto, de Europa, donde solamente hay tres países por debajo de España. El documento demuestra un monumental fiasco en la gestión de unas competencias de educación transferidas desde hace más de dos décadas a la Generalitat de Cataluña. El informe señala como causas coadyuvantes la poca inversión en educación no universitaria y el ascenso de la inmigración, pero este último factor se produce en otras partes de España sin que tengan lugar resultados tan negativos. Hay un problema de inversión, hay un problema de formación y motivación del profesorado y, sobre todo, hay un problema de concepción de la educación, más volcada al experimentalismo pedagógico y en inculcar supuestos identitarios que en la instrucción, es decir, en la transmisión de conocimientos. Se ha abandonado la pretensión de inculcar la cultura del esfuerzo sustituyéndola por la retórica de lemas relacionados con los valores grandilocuentes (consagrando la simple pureza de intenciones como referente universal), se han implantado en la enseñanza los hábitos de entretenimiento (educación lúdica), como si la aquélla no conllevara intrínsecamente el cultivo de la constancia en el aprendizaje, y se ha preterido la autoridad del profesor. La consecuencia es el deterioro de la enseñanza pública como trampolín de avance y ascenso social de los sectores de población que tienen más desventajas de partida para progresar. Algo que afecta a toda España pero que alcanza una de sus cotas más agudas en Cataluña, dónde siempre las élites han presumido de estar en la cabeza de casi todos los progresos, sobre todo en el de la renovación pedagógica. De ahí el matiz de la especial frustración que se introduce con éste pésimo dato sobre la enseñanza.
La respuesta histórica tradicional y el juego de las fuerzas políticas
Todos estos sucesos, episodios y datos vienen envueltos en un ambiente de sensación de decadencia, donde aparecen entreverados muchos y muy diversos elementos, pero casi todos interconectados con el núcleo representado por la dirigencia política y social de la región y su visión de cómo debe ser definida ésta. En definitiva, la casta dirigente, política, empresarial, periodística e intelectual, muy plural en el eje de las opciones políticas, es monolítica en cuanto a los objetivos comunitaristas: la persistencia en la construcción de una identidad nacional, de una nación encaminada a convertirse tarde o temprano, pero ineludiblemente, en un Estado. Con ese objetivo surgió el catalanismo político, sólo hay que tener la paciencia de leer a Prat de la Riba, su principal teórico, y constatar la acomodación de dicha corriente de fondo a las diversas circunstancias históricas de gobierno liberal en España, desde la Restauración, pasando por la República, hasta la actual democracia, para percatarse de que no han sido más que tramos de un camino cuya culminación radica en la obtención de un Estado propio, combinándolo con una situación que permita extraer la mayores ventajas económicas de una asociación preferente con el resto del mercado español y europeo, sin estar sujeta a la presión de las necesidades objetivas que impone la redistribución interterritorial de la riqueza y la solidaridad ciudadana. Una utopía paradisíaca al alcance de la mano.
Dentro de este marco de intenciones y objetivos finales que, bajo un titular u otro, marcado por el cálculo gradualista que aconsejan las circunstancias (catalanismo, nacionalismo, soberanismo, independentismo), siempre la mayor parte de la casta dirigente catalana ha perseguido con desigual afán y éxito, se lanzó al proyecto de nuevo Estatuto con el anterior gobierno tripartito presidido por Pasqual Maragall, que actualmente se encuentra encallado en la escollera de un Tribunal Constitucional seriamente tocado por la lidia de semejante engendro jurídico que desborda la Carta Magna de 1978, lo que ha desbordado los intentos de mediatización política de esta institución capital. Basta recordar varios detalles: durante la celebración del día de las Fuerzas Armadas la inconcebible y descarada regañina pública de la vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, a la presidenta del Tribunal Constitucional, María Emilia Casas (¿es ese el respeto que le merece a la vicepresidenta la representante del más alto tribunal?); las amenazas de diferentes dirigentes catalanes respecto a la celebración de un nuevo referéndum en caso de recorte o anulación de artículos del nuevo Estatuto; la recusación de varios miembros del Constitucional por los dos principales partidos; la prolongación forzada del mandato de la presidenta por interés del Gobierno. El objetivo confederalizante del proyecto, propiciado por los intereses y principios ultrasectarios del presidente del gobierno José Luis Rodríguez Zapatero para excluir a perpetuidad a la derecha democrática del sistema político, constituía un paso decisivo en la consecución de ese ámbito de decisión soberano, previo al del Estado, revitalizando el ectoplasma historicista de una vuelta a la España de los Austrias. Pero todo se vino abajo con la desafección del pueblo catalán ante un proyecto cuyos defensores, que hablaban de “clamor popular” (Pasqual Maragall dixit), vieron arruinado política y socialmente con la estrepitosamente baja participación en un referéndum que no superó el 50 por ciento del censo. Aquí empezó la demostración de que la vía catalanista o nacionalista se agotaba, la agitación de la identidad colectiva, con toda la lacra de intervencionismo plomizo y esterilizante que arrastra, salvo para las redes de paniaguados y clientelas que viven de las concesiones, los puestos de libre designación y las subvenciones, ya no sirve para solventar los problemas cotidianos de una ciudadanía que exige servicios públicos y libertad de decisión individual, que no acepta más imposiciones de la nuevas religiones políticas, y que precisa en los líderes y en los partidos de una visión con la que buscar formas de adaptación a las nuevas circunstancias que impone el orden global, contra la de que de nada vale el viejo hábito proteccionista y el encierro en los predios de la tribu.
Uno de los instrumentos capitales, además de la tergiversación de la historia de raíces románticas y del pack de elementos identitarios (idioma, derecho propio, cultura y geografía a conveniencia), en los que se ha apoyado el catalanismo y la clase que lo sustenta para la movilización es el victimismo, un esfuerzo de manipulación constante que apela al sentimientos de dignidad colectiva ofendida o expoliada, un factor tremendamente destructivo y frustrante porque, dada la naturaleza histórica e inagotable del agravio, éste nunca puede quedar satisfecho (ahí están los vascos, según el lehendakari, esperando su plan desde hace siete mil años). La opción por esa vía de movilización y presión significa apostar por una fuente de la que mana un continuo y sordo chorro de animadversión y odio que envenena las relaciones con las demás comunidades cuyos grupos dirigentes, según la disposición oportunista que nunca falta en una clase política tan mediocremente nutrida como la española, no hacen ascos en muchos casos a explotar idéntica espiral de agravios en sentido contrario.
El fraude del recurso al victimismo y la apelación sentimental
Pues bien, ahora en Barcelona el empleo del victimismo ha acabado haciendo mella cuando la realidad ha sobrepasado la mera retórica inflamada. Resulta que aparentemente los datos mencionados más arriba sobre las capacidades, instrumentos y competencias gestionadas desde dentro confirman la decadencia, pero no por “culpa” del habitual agente exterior perverso y expoliador (Madrid), sino por incompetencia exclusiva de las élites políticas catalanas que se han sucedido en el poder desde hace más de 25 años, desde CiU a los gobiernos tripartitos de izquierda. No sólo ha sido la mala o regular gestión de las competencias, han sido organizaciones catalanas, principalmente ERC y ecocomunistas (IC-Verds), ayudados por las autoridades de ayuntamientos de todo signo político (CiU y PCS) las que, con su derecho a decidir sobre las infraestructuras catalanas, han retrasado o pospuesto sine die importantísimas obras de infraestructura como el enlace de la línea de Muy Alta Tensión con Francia, que abastecerá de energía el norte de Cataluña, el imprescindible Cuarto Cinturón para desahogar el tráfico pesado que rodea Barcelona, los túneles de Bracons, Horta y el que debe enlazar Badalona y Mollet, uniendo la comarca de Barcelona con la del Vallés.
Aquí es cuando se produce el bloqueo de la situación y la sensación de malestar y depresión que se extiende por la sociedad barcelonesa, según destacan sus principales medios de comunicación, agentes periodísticos, intelectuales, analistas y tertulianos. La actual gestión del problema clave, la chispa que ha hecho saltar por los aires la metáfora del oasis en medio del desierto español, el extremo sur de la red de cercanías ferroviarias, corresponde al Gobierno central, de filiación socialista, que ha sobrevenido justo cuando se está empleando más a fondo en concentrar ingentes recursos presupuestarios estatales en mejorar las infraestructuras catalanas, al tiempo que son miembros del PSC-PSOE los regidores de las principales administraciones afectadas por el embrollo (Generalitat, Diputación y ayuntamientos del Bajo Llobregat). Los socialistas tienen, pues, un problema para poder traspasar la culpa a alguien ajeno, aunque sea con una sonrisa.
Pero la cosa no acaba aquí, cuando se ha intentado fijar la vista en la herencia del Gobierno del Partido Popular, a fin de adjudicarle el desaguisado, se ha encontrado el hecho de que el ministro de Fomento de entonces, Manuel Álvarez Cascos, había consensuado con las administraciones catalanas (la Generalitat de la CiU de Jordi Pujol, la Diputación del PSC de José Corbacho y los ayuntamientos de Cornellà, de José Montilla, y el Prat, con otro socialista catalán al frente) el tendido del AVE. Las principales fuerzas políticas catalanas y las instituciones de la sociedad civil más destacadas presionaron para que se estableciese un recorrido que enlazase con el aeropuerto, como si el AVE fuera un metro de lujo y no se tratase de lo que realmente debe consistir, un tren de alta velocidad que debe enlazar grandes capitales. La consecuencia es que para llegar a la estación de Sants, segunda parada, antes de la tercera (La Segrera), se tenían que efectuar obras en un terreno geológicamente muy complicado y en paralelo, prácticamente pegado, al recorrido de las cercanías. Antes estas circunstancias, tan difíciles de superar técnicamente, y con las prisas electorales del Gobierno de Zapatero, que busca fortalecer como sea su posición en el granero de votos barcelonés, las condiciones estaban dadas para las sucesivas oleadas de incidencias y el caos final que supuso la paralización de las líneas de cercanías del sur, problema que afecta la vida diaria de decenas de miles de personas y de miles de empresas. Una auténtica catástrofe.
Las balanzas fiscales
Ante el bloqueo producido por la frustración barcelonesa, cuya responsabilidad, como ya queda dicho más arriba, se reparte entre las fuerzas políticas autóctonas, la mediocre gestión de los distintos gobiernos autónomos que se ha sucedido a lo largo del tiempo y las administraciones provinciales y locales, además del oportunismo electoralista del gobierno socialista para captar votos en Barcelona, se ha decidido disparar por elevación, volviendo al viejo victimismo, al del Madrid culpable (expoliador), ahora en la versión de una pirotecnia que ya empieza a resonar un poco a vieja, la del supuesto déficit fiscal. Aunque para las fuerzas catalanistas, además, este balance debe demostrar, no como ha ocurrido para su disgusto en los últimos días con el informe del BBVA, que es Cataluña y no la Comunidad de Madrid la que más aporta al erario.
Como es bien sabido los impuestos no los abonan los territorios, sino las personas. No hay un sólo catalán que por el hecho de serlo y ganar lo mismo que un extremeño pague más a Hacienda (basta revisar las leyes y normativas fiscales), decir lo contrario es faltar a la verdad. Las transferencias se destinan abrumadoramente a gastos sociales e inversiones en infraestructuras por toda España. Pese a eso, no está el AVE provocando problemas en la entrada de ciudades como Cáceres, La Coruña, Murcia, Gijón, Santander, Valencia, Bilbao, Alicante y otras capitales a los que le falta mucho, quizá más de una década, para que disfruten de tales engorros. Tampoco la mayoría tiene grandes y mejoradas comunicaciones ni instalaciones aeroportuarias de carácter internacional que las van a aupar al primer plano mundial como Barcelona, que ya contó con un buen impulso en el 92, cuando los recursos no abundaban tanto. Es legítimo y justo que las inversiones tengan una prelación y que alcancen de nuevo a la capital catalana, pero entonces, ¿cuál ha sido la causa de la manifestación del sábado, día 1 de diciembre, por el derecho a decidir sobre las infraestructuras de Cataluña si ya se están llevando a cabo, por mal que sea? ¿a qué viene la mezcla interesada del derecho a decidir y la reivindicación autodeterminista con los fallos y chapuzas en la instalación de las nuevas vías? Se trata, sencillamente, de una elemental manipulación política de los justificados sentimientos de indignación ciudadana por el mal funcionamiento de los servicios públicos y la pésima gestión de las obras.
De cualquier forma, todo es susceptible de ser renegociado en un estado constitucional si hay consenso, pero el juego debe ser limpio y bajo reglas equitativas. Si se decide por una parte ampliamente mayoritaria de la ciudadanía española, no de un sector particular, que las balanzas fiscales territoriales deben jugar algún papel en la asignación de recursos en la inversión del Estado por comunidades, también deben computarse todas aquellas otras balanzas, como las comerciales y financieras, independientemente de a quienes beneficien o perjudiquen. A ver quién es el primero que entra en este tipo de cuestiones si en el fondo lo que de verdad se quiere es un trato justo para los territorios y no un pretexto más para la agitación y el enconamiento en un odio provocado artificiosamente.
Conclusiones (hay alternativas)
En definitiva, la conclusión de esta exposición a la luz de los datos y argumentos desarrollados más arriba es que el catalanismo político o nacionalismo, como quiera llamarse, ha caducado como experiencia histórica de modernización en los albores del siglo XXI, cuando ya no da más de sí, y, en plena decadencia, echa mano de las emociones intentando llevar el agua a su molino. Sin embargo, como en la manifestación por el Dret a Decidir del sábado 1 de diciembre, sólo han convencido a los adeptos de siempre, aquellos para los que el antiespañolismo es el disfraz perfecto de la xenofobia que anida en los sectores más impregnados de sentimientos identitarios interpretados como antagónicos (ahí están los gritos de “traidores” –botiflers- ante las sedes de CCOO y UGT, organizaciones sindicales que no acudieron a la convocatoria), una porción significativa pero ni mucho menos mayoritaria en Cataluña.
La zona metropolitana de Barcelona demuestra un enorme potencial como sociedad de futuro, con unos componentes constitutivos envidiables: plural, diversa, liberal, dinámica, preparada, altamente cualificada en sus agentes económicos y profesionales, competitiva y puntera en ramas diversas científicas y médicas y amplios sectores industriales, comerciales y financieros. Solamente está necesitada de liberarse del corsé provinciano que, gracias al oxígeno del antifranquismo retrospectivo que ha consagrado la visión de que el nacionalismo no es un elemento retardatario sino progresista, la asfixia, acartona y reduce a la ridícula pretensión de aspirar a convertirla en una nacioncita de opereta y no en una megalópolis de referencia en la red mundial de los grandes núcleos urbanos que se acabarán imponiendo en la era de la mundialización.