“Hemos sido injustos con el existencialismo francés de la primera hora: era el bueno”, insistía Fernando Savater en Humanismo impenitente. “El propio Sartre fue retrospectivamente injusto consigo mismo, cuando abjuró de su célebre conferencia del Club Maintenant”, añadía el filósofo donostiarra. Entre Sartre y Savater hay, sí, numerosas concomitancias. No sería exagerado afirmar que el vasco siempre se ha mirado en el espejo del francés, buscando quizá un reflejo que mejore su propia impresión. Por eso, Savater es torrencial como Sartre: uno y otro suman o sumaron obras, algo así como instantáneas en las que se retocan, nuevos libros que se suceden en una obra tentativa, analítica, omnímoda e inacabable. Con sus volúmenes, Sartre y Savater perfilan mejor la imagen que de sí mismos quieren ofrecer. Un libro en ambos no dura: es pronto reemplazado por otro… Resulta, sin duda, una tarea agotadora que no alivian la edad ni las medallas. Siendo ya anciano, Sartre vivió un rejuvenecimiento inesperado gracias al 68 y gracias a un radicalismo redivivo. El filósofo aupado a un bidón, con un megáfono, se vio de improviso rodeado por gentes –jóvenes-- que lo tomaban como oráculo o guía: él no era un tipo que agigantaba su obra en solitario, no, era el creador.
Sartre era –y lo sabía-- un individuo feo que buscaba el aprecio de sus contemporáneos después de haber sido un ángel, el niño preferido de mamá. Eso es lo que leemos en Las palabras. Por su parte, Savater no ha sido ni es un hombre guapo (como admite en sus memorias, Mira por dónde), sino una persona que ha debido retocarse, mejorarse, maquillarse intelectualmente…, para así hacerse querer por sus coetáneos gracias al despliegue de sus otros recursos. Lo digo otra vez y no hay reproche alguno. Con motivo de la publicación de las memorias de Savater, Félix de Azúa lo señaló muy bien: “¿Cómo ha conseguido este individuo mantener la moral en todo tiempo y lugar durante casi sesenta años? Es inexplicable. Para empezar, tuvo una infancia rotundamente feliz, lo cual es uno de los motivos de depresión más frecuentes entre los adultos”, admitía. “Como era feo y leía libros”, proseguía Félix de Azúa, “en el colegio le apedreaban y le perseguían. Le siguen persiguiendo, pero ya no por feo, sino por malo”. Parece como si, en efecto, el filósofo vasco quisiera ser “malo”, incómodo, un tipo que llama la atención convocando a quienes en principio no quieren escucharle.
Creo que Fernando Savater ha sido fiel a ese modelo parisino y podríamos decir que su compromiso duradero y sus pifias, su intervención atinada o errónea o aparatosa en la esfera pública, su empecinamiento corajudo, su ateísmo exagerado (religioso e ideológico, que le genera el reproche o la incomprensión de los clérigos y de sus mantenedores), su orgullo luciferino son la aplicación tentativa de aquel programa sartreano. Por esto, también ha podido hacer suyo aquel precepto de ese otro gran solitario, de ese otro emboscado que se ofrecía al mundo y que fue Ernst Jünger: “El poder y la salud están en quien no siente miedo”. Más aún: “El emboscado es la persona singular concreta, el hombre que actúa en el caso concreto. Para saber lo que es justo no necesita teorías ni tampoco leyes elucubradas por los juristas de los partidos. El emboscado desciende a aquellos manantiales de la moralidad que aún no han sido repartidos por los canales de las instituciones”, concluye. “A este emboscado”, decía Savater en Humanismo impenitente, “le deseamos que vaya al Parlamento (...), pero que no se olvide nunca de sí mismo”. El filósofo español se ha propuesto fundar un partido político que llegue al Parlamento, a unas Cortes que juzga envejecidas por los vicios del sistema partidista. Es una tarea titánica, la tarea del héroe que él quiso ser desde joven.
En este nuevo Diccionario…, nuestro filósofo ha repetido lo que ya ha dicho una y mil veces en volúmenes maduros, sin ir más allá. ¿De qué podría ser prueba esta reiteración? ¿De la necesidad de repetir lo evidente dada la degradación de la esfera pública? Eso decía en la reedición de Contra las patrias citando a G. K. Chesterton, creo. La repetición podría ser prueba de ello, pero eso no le excusa, pues Savater ha tenido momentos de excelencia que se han plasmado en libros irrepetibles, precisamente
El Diccionario del ciudadano sin miedo a saber que acaba de publicar es su programa máximo, su filosofía electoral, pero es también la enésima obra que corrige, matiza, maquilla y repite las anteriores, un depósito de voces con coherencia interna… La fórmula Diccionario es un expediente cómodo para acumular, para sumar sin rehacer: por debajo del orden está el desorden; por encima de la sucesión están el pronto y la intuición. Un libro doctrinal y sistemático obliga a meses y meses de demora: un volumen de entradas facilita la expresión rápida y el pensamiento urgente, justamente el espacio en el que Savater se encuentra cómodo. Pero… nuestro filósofo está más lacónico que nunca y su abecedario de política es corto, escueto: nada comparable con aquel Diccionario filosófico que publicara años atrás y que ahora también se reedita. Se nota el paso del tiempo, aunque sobre todo se ve la multiplicación de tareas: el exceso creador, à la Sartre, quizá.
El Diccionario del ciudadano sin miedo a saber es una obra de inspiración kantiana (en el exergo, Savater repite la célebre cita de la Ilustración como salida de la minoría de edad): desde “ciudadanía” hasta “tolerancia”, pasando por “constitución”, “nacionalismo” o “terrorismo”, son varias las voces que integran este “diccionario mínimo”, en palabras del autor que evocan a Umberto Eco (Diario mínimo). El volumen es una suerte actualización de algún libro anterior (de hecho, aparte de su edición autónoma, también figura como anexo de la reimpresión que Ariel ha hecho de Política para Amador). La verdad es que no es difícil estar de acuerdo con Savater en bastantes páginas de este Diccionario, pero este libro tiene varios problemas.
En primer lugar, es mínimo, en efecto: los editores han fabricado como libro, como novedad bibliográfica, lo que Savater escribe en pocas horas (aunque detrás tenga años de reflexión, sin duda). Es decir, han convertido en opúsculo ochenta y tantas páginas. No es que la operación sea condenable: me parece que los panfletos, los manifiestos o los opúsculos son géneros imprescindibles. Vean, si no me creen, aquel que firmara el Savater más joven: Panfleto contra el Todo. En aquel panfleto nietzscheano y exagerado, Savater lo daba todo, precisamente, hasta quemar las naves, con un anarquismo inmoderado que ahora no suscribe, pero con una entrega que ahora no se ve. En este nuevo Diccionario…, nuestro filósofo ha repetido lo que ya ha dicho una y mil veces en volúmenes maduros, sin ir más allá. ¿De qué podría ser prueba esta reiteración? ¿De la necesidad de repetir lo evidente dada la degradación de la esfera pública? Eso decía en la reedición de Contra las patrias citando a G. K. Chesterton, creo. La repetición podría ser prueba de ello, pero eso no le excusa, pues Savater ha tenido momentos de excelencia que se han plasmado en libros irrepetibles, precisamente.
Savater funda un partido y piensa un programa, pero creo que le falta realismo político, un maquiavelismo bien entendido. Los partidos no son instituciones beneméritas: incluso los nuevos no son “alternativa a los ya existentes” como candorosamente dice, pensando quizá que es posible triunfar sobre el abstencionismo. Quienes le arropan son candidatos que han salido escaldados (Mario Vargas Llosa, Rosa Díez) o son dramaturgos con ínfulas políticas (Albert Boadella). A pesar de que me interese lo que estos personajes digan, no me creo tanta inocencia prístina…
En segundo lugar, el librito empieza por “ciudadanía”, por la c, nada menos. Evita, pues, u olvida palabras importantes que, incluso, fueron decisivas en la formación política del filósofo. Con la a: “acracia”, “anarquismo”. Es decir, es un vocabulario actual de cuya corrección no hay duda… Más aún: expresa prevención a la derecha. “Mientras que todos los partidos que se dicen de derechas suelen ser fundamentalmente de derechas, algunos de los que se dicen de izquierdas lo son sólo a ratos”. Si leemos bien lo anterior, eso quiere decir que la derecha tiene aspectos punibles por el hecho de serlo: en cambio, la izquierda hay momentos en que deja de serlo y es precisamente entonces cuando es condenable. “Por sus obras y proyectos deberéis juzgarlos, no por sus siglas”, añade Savater refiriéndose claramente al PSOE. ¿Pero, entonces, qué se espera? ¿Una derecha que por el hecho de serlo tiene aspectos criticables y una izquierda que, justamente por serlo, tiene que probar que lo es siempre y no sólo a ratos?
En tercer lugar, Savater funda un partido y piensa un programa, pero creo que le falta realismo político, un maquiavelismo bien entendido. Los partidos no son instituciones beneméritas: incluso los nuevos no son “alternativa a los ya existentes” como candorosamente dice, pensando quizá que es posible triunfar sobre el abstencionismo. Quienes le arropan son candidatos que han salido escaldados (Mario Vargas Llosa, Rosa Díez) o son dramaturgos con ínfulas políticas (Albert Boadella). A pesar de que me interese lo que estos personajes digan, no me creo tanta inocencia prístina… de cara a los comicios. Lo expresaré de otro modo. Cuando llegan unas elecciones, es normal que cierto número de ciudadanos expresen su desaliento absteniéndose: como forma de oposición a los partidos, maquinarias de poder siempre decepcionantes. Tanto es así que periódicamente se habla de refundación de las organizaciones políticas, incluso de creación de otras que no repitan los vicios de las anteriores. ¿Es posible tal cosa? ¿Es posible crear un partido nuevo e incontaminado? Hay algo de ingenuidad o de altiva ferocidad en proponer cosas así, porque eso significa desconocer que en política lo nuevo suele repetir los vicios de lo viejo. Por ello, más que inventar organizaciones inauditas, tal vez sería preferible someter las ya existentes al control de la ciudadanía: con listas electorales no bloqueadas, por ejemplo. Ahora bien, aun en el caso de que esto llegara a suceder, dicho cambio no alteraría la naturaleza permanente de los partidos, que seguirían siendo organizaciones concebidas para hacerse con el poder y para conservarlo. Más aún, seguirían siendo estructuras en las que internamente hay un conflicto de intereses y una disputa por la autoridad…
A comienzos del siglo XX, hacia 1911, un estudioso alemán, Robert Michels, dictaminó sobre estos males. Escribió una obra de sociología política que se ha convertido en un clásico, un clásico cuya agudeza quizá hoy pueda despertar entusiasmo entre algún lector precipitado. En sus páginas, el autor parecía saberlo todo de los partidos, de la política: ésta no es una disputa caballeresca, sino una forma más o menos sofisticada de canibalismo. Es más –podríamos añadir hoy--, quienes compiten por el poder lo hacen en un juego de suma cero en virtud del cual lo que tú ganas yo lo pierdo, lo que no sabes ambicionar es logro o beneficio mío.
Desde luego, Michels quería retratar el funcionamiento real de los partidos, tomándose como un Maquiavelo del Novecientos. Pero lo interesante no es la descripción de la liza electoral o parlamentaria en la que se veían envueltas distintas organizaciones, sino la querella interna que el poder del partido provocaba y que él resumía. Un partido, insistía, es sobre todo un organismo en el que compiten distintos líderes que aspiran a hacerse con su control, valiéndose para ello de la oratoria, de la voluntad, de la cooptación o de la colusión: es decir, de aquellas capacidades o tretas de que unos dirigentes se sirven para imponerse a otros que son a la vez correligionarios y rivales. La elocuencia de algunos ejerce una influencia sugestiva que subordina, así como las habilidades que se plasman en victorias y que tanto impresionan a quienes les rodean. Por eso, si las cosas van bien, los dirigidos no revocarán a sus dirigentes: les mostrarán todo su reconocimiento, pues sería ingratitud no reelegir a camaradas que han demostrado capacidad, generosidad. Pero Michels no se engañaba: tras el gesto de entrega, los líderes intentan perseverar para sí, para su propio interés. Por eso, añadía, el altruismo afectado de los dirigentes es una forma velada de hipocresía.
La conclusión a la que Michels llegaba era muy descorazonadora y archiconocida: establecía en su formulación más concisa una ley sociológica fundamental, la ley de hierro de la oligarquía: “la organización es la que da origen al dominio de los elegidos sobre los electores”, señalaba. “Quien dice organización, dice oligarquía”. Quien controla un partido tratará de aumentar su poder, de consolidar y aumentar su autoridad, de impedir o dificultar su revocación; intentará profesionalizarse, hacerse imprescindible, hacerse venerar. Michels hablaba de su experiencia: de lo vivido y lo visto entre los socialdemócratas alemanes, mostrando con ello la gran decepción que el partido le había provocado.
Muchos años después, partes de ese diagnóstico parecen estar absolutamente vigentes: no sólo para los partidos socialdemócratas, sino también para los conservadores: para toda organización de masas en la que se abra un abismo entre militantes, simpatizantes y electores, de un lado, y dirigentes, líderes, mandatarios, de otro. ¿Punto final? No nos precipitemos. Michels abandonó chasqueado la socialdemocracia objetando incluso el sistema de partidos: sólo un conjunto de organismos miserablemente oligárquicos. Ahora bien, su decepción le hizo abrazar el fascismo, el liderazgo carismático de Mussolini. Ése es un riesgo que debemos evitar hoy cuando algunos hablan de experimentos partidistas: que la constatación desalentada de lo que un partido es no nos lleve a desentendernos –facilitándole las cosas a la oligarquía enquistada-- o que el repudio de los partidos de masas no nos lleve a repetir viejas formas de fascismo.
Pues bien, ese realismo analítico no lo veo en el diccionario político de Savater. No sé: es un repertorio de voces abstractas cuya definición no compromete. Una formulación indeterminada es muy difícil no apoyarla. Traten de poner en negativo lo que Savater proclama: seguramente no lo aprobarán. Qué le vamos a hacer: es evidente, entonces. Me tocará aguardar a la próxima entrega del filósofo. Quizá en la siguiente obra acierte en las formas y en la resolución, siempre –eso sí— que le dedique mayor número de horas y no nos presente un manifiesto urgente. Sartre también se extenuó con opúsculos perentorios, inaplazables…