Hay un escritor que, inspirándose en su propia existencia o abandonándose a sus propias ensoñaciones, imagina una circunstancia, unos hechos protagonizados por tipos humanos ficticios pero semejantes a las personas reales. Les insufla vida como si fuera un demiurgo y, generalmente, les ciega el porvenir cuando la ficción acaba, cuando pone el punto final. Lo que venga después de la escritura es un espacio vacío, algo presumible para el lector, conjeturable, pero algo que no se ha consumado en la existencia verbal del relato.
¿Recuerdan Frankenstein, la gran novela de Mary. W. Shelley? ¿Qué le sucedía al monstruo? Victor Frankenstein, un científico avenado y muy irresponsable, compone un cuerpo, le da vida, como si de un Dios creador se tratara. ¿Es humano el resultado? No: es un organismo hecho de trozos, de restos de cadáveres, de ahí su extrema fealdad. Es un calco de hombre pero no es exactamente un tipo equiparable. Ni siquiera ha sido rotulado... Cuando ese monstruo cobre conciencia de sí, cuando repare en su triste suerte, en la soledad a la que se le confina por los seres humanos, exigirá a su creador que le atienda y que le fabrique una compañera. Habla, parlotea sin parar (frente a su homónimo cinematográfico encarnado por Boris Karloff), dialoga con Victor Frankenstein. Necesita vivir, pero sobre todo necesita compartir. Victor --el científico, el demiurgo-- se desentiende, para gran escándalo del monstruo, y ahí comienza para ambos un camino de perdición: para la criatura y para el creador. Mary W. Shelley denunciaba con su novela la irresponsabilidad humana: hacemos cosas y nos desinteresamos de los efectos que ocasionamos con nuestras creaciones. Los lectores experimentamos repugnancia ante la fealdad del monstruo, pero experimentamos también reparo y dolor ante su triste fatalidad: solo, abandonado a su suerte, sin padre que lo reconozca.
Una fábula semejante es la que recrea Paul Auster en Viajes por el Scriptorium, pero ahora la ficción sirve para reflexionar sobre las consecuencias de la ficción, para incluir la novela dentro de la novela, para abordar la vejez, la decrepitud. O, si prefieren, sirve para bromear y asustarse con la irresponsabilidad de los creadores de ficción y con el porvenir caduco que a todos espera. En esa novela, alguien, un anciano doblegado por la edad y por un mal inespecífico, padece una amnesia muy dolorosa. No recuerda, efectivamente, qué fue de su vida, cuál fue su pasado. Se enfrenta al mundo escueto que le rodea (la habitación en la que parece que está encerrado) con miedo y con desconcierto. En qué circunstancia está, qué será de su porvenir, qué hay del mundo circundante. El habitáculo en el que se halla está equipado con unos pocos muebles y enseres. Entre otras cosas, una cama, una mesilla, un sillón giratorio y un escritorio. Está solo y desconoce por qué se encuentra allí. El vaciado de su memoria es total o, mejor, casi total: aún sabe y puede leer. Y eso es lo sorprendente.
Los novelistas no parecen sentirse obligados hacia sus criaturas: igual que les han dado vida se desembarazan de ellas cuando ponen el punto final a su relato
“En la habitación hay una serie de objetos, y cada uno de ellos lleva pegado un trozo de cinta blanca, con una sola palabra escrita en mayúscula. En la mesilla de noche, por ejemplo, la palabra es MESILLA. En la lámpara, la etiqueta dice LÁMPARA. Incluso en la pared, que estrictamente hablando no es un objeto, hay un trozo de cinta adhesiva donde se lee PARED”. La inocencia de esos rótulos produce pánico, la verdad. Imagínense en una circunstancia así. Solos, amnésicos y valiéndose únicamente de la lectura. Como este anciano al que los narradores llaman Míster Blank. ¿Leer? No sabemos… “Puede que se le haya olvidado leer pero sepa reconocer las cosas y llamarlas por su nombre o, a la inversa, que haya perdido la capacidad de distinguirlas pero que aún sepa leer”. Etcétera, etcétera.
No es la primera vez que una circunstancia así ocurre en las novelas. De todos los casos posibles, el que recuerdo (recuerdo, qué paradoja) con mayor emoción es el que se daba en Cien años de soledad. Vamos a prepararnos, vamos a releer esta novela, de la que en 2007 se cumplen cuarenta años de su publicación. En un momento dado, en aquella casa de los Buendía que tantas veces frecuentamos, los moradores empiezan a padecer el mal de la amnesia. Acaba de llegar Rebeca, la nueva habitante, y con ella la enfermedad del insomnio. Pero ese padecimiento en sí no era lo peor. “Lo más temible”, leemos en la novela de Gabriel García Márquez, “no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no sentía cansancio alguno, sino su inerrable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido. Quería decir que cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaba a borrarse de su memoria los recuerdo de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado”.
Esa idiotez sin pasado es la que padece Míster Blank, en la novela de Paul Auster, y es la patología que comienza a sufrir José Arcadio en Cien años de soledad. Fue Aureliano Buendía “quien concibió la fórmula que había defenderlos durante varios meses de las evasiones de la memoria”. Consistía en marcar con sus respectivos nombres las cosas de su laboratorio (¿recuerdan el laboratorio de Aureliano?). “De modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas”. El propio José Arcadio “lo puso en práctica en toda la casa y más tarde lo impuso a todo el pueblo”. Ya saben: Macondo. “Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola”. Exactamente como harán con la habitación de Míster Blank. ¿Una solución contra la amnesia? “Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad”. Una tragedia posible. “Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido: Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañana para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche”. Etcétera, etcétera.
Buena parte de nuestra imaginación se expresa ideando futuros propios o ajenos que expresamos o no por escrito, que conjeturamos. En ese acto soberano que aplicamos en nuestra propia vida, con tanteo e incertidumbre, es en donde está el milagro de la ficción creadora: es éste un prodigio que los personajes no pueden obrar, razón por la que se rebelan
Los novelistas no parecen sentirse obligados hacia sus criaturas: igual que les han dado vida se desembarazan de ellas cuando ponen el punto final a su relato. ¿Consentirán los protagonistas el maltrato que se les inflige, tolerarán la dejación del autor? Los personajes que desfilan en Viajes por el Scriptorium convierten al escritor en ese anciano amnésico e impedido, en una figura puramente verbal que lee su propio presente sin saberlo, en un tipo creado por el relato: alguien que, en todo caso, intuimos muy parecido a un Paul Auster envejecido y autorreferencial. Se vengan haciendo de él una vida sin identidad definida y sin nombre propio reconocible, sólo un Míster Blank socorrido y alegórico. Esos personajes no tratan de reclamarle más vida: sólo intentan hacerle sentir como una criatura de la ficción, padeciendo el mismo destino cerrado e irremediable que a ellos les aqueja.
Pero, atención, el destino no es un determinismo que no se pueda torcer ni es mero fruto del azar, como los optimistas quieren creer. El destino, en efecto, no está abierto para los personajes (tampoco para este nueva criatura que es Míster Blank, antiguo autor): sólo es moldeable para quien controla los hilos. El porvenir que se concibe en las ficciones depende de los actos que los caracteres emprendan o, mejor, de los actos que el creador atribuya o conciba. Qué quieren: los personajes le hacen experimentar a Míster Blank ese sentimiento de marioneta o de autómata con que los novelistas suelen tratar a sus criaturas. Por eso, en esta novela dentro de la novela, la libertad no es más que otra de las ficciones en las que queremos creer. Ojalá pudiéramos mudar el curso de las cosas o pudiéramos abandonarnos al azar, parecen decirnos los personajes. No es así: aquello que hacemos antes lo ha pensado alguien y las empresas que acometemos son conjeturas que la imaginación asilvestrada concibe. Peor aún: es la decisión última de un urdidor lo que nos conforma, parecen apostillar esos personajes.
¿Hablamos de la concepción providencialista de la naturaleza, de Dios creador? No. Hablamos de algo más simple y verdadero: buena parte de nuestra imaginación se expresa ideando futuros propios o ajenos que expresamos o no por escrito, que conjeturamos. En ese acto soberano que aplicamos en nuestra propia vida, con tanteo e incertidumbre, es en donde está el milagro de la ficción creadora: es éste un prodigio que los personajes no pueden obrar, razón por la que se rebelan. Las criaturas se amotinan y exigen al artista (es decir, a este pequeño Dios de la literatura que es el novelista) que se someta al mismo arbitrio que ellos, los personajes. Es duro, ¿verdad?, parecen decir. ¿No admitía Gustave Flaubert que “el autor debe estar en su obra como Dios en el Universo: presente en todas partes, pero en ninguna visible”? Pues aquí se nos presenta justamente al revés: como un Creador bien visible de cuyo Universo se han adueñado las criaturas.
Aunque quizá le sobre algún didactismo a Viajes por el Scriptorium, yo les recomendaría sin reparos esta novela de Paul Auster, incluso aunque no hayan leído nada del autor. Les garantizo que es una humorada muy seria y, a la vez, un homenaje crítico a Cervantes, a Flaubert, a García Márquez: a sí mismo.