Tribuna/Tribuna libre
La memoria oculta del PSOE en la Guerra Civil
Por Alfredo Semprún, jueves, 4 de enero de 2007
El lector no tiene en sus manos un libro de historia, sino un reportaje. El autor, por lo tanto, toma de la realidad los fragmentos que considera necesarios para reflejar una verdad objetiva; es decir, ni neutra ni absoluta. Este trabajo puede considerarse la continuación de su anterior reportaje largo: El crimen que desató la guerra civil (LibrosLibres, 2005). Pero, por supuesto, no es preciso haber leído el primero. A lo largo de las páginas que siguen se recogen hechos y testimonios. Con respecto a estos últimos, se ha establecido la precaución elemental de si se prestaron antes o después de la guerra, puesto que es inevitable que los protagonistas de un proceso histórico en marcha modifiquen sus recuerdos de acuerdo al devenir de la peripecia.
«YA NO PODEMOS DOMINAR A NUESTRAS MASAS.
ES TARDE. MUY TARDE»
La noche del 18 de julio de 1936, Santiago Casares Quiroga, ya dimitido como jefe de Gobierno y ministro de Guerra, había, simplemente, desaparecido. No le encontraban en su casa, ni en la presidencia del Consejo, ni en el Palacio Nacional, ni en el enrevesado caserón del Ministerio de Guerra. El diputado Bernardo Giner de los Ríos y varios de los ayudantes militares de Casares decidieron movilizar a la Guardia y revisar, uno por uno, todos los despachos del caserón. «Se ha debido de pegar un tiro», decían. Y en el fondo de sus corazones, quien más o quien menos consideraba que el suicidio del político masón sería la salida más digna para el hombre que no había sabido ni imponer el orden público a las izquierdas, ni oponerse a la sublevación militar de las derechas. El diputado socialista, y también masón, Simeón Vidarte participó activamente en la búsqueda del expresidente. Noche febril en Madrid, preñada de rumores: «Ha caído Sevilla en manos de Queipo», «Franco está en Melilla», «Se escuchan disparos en Getafe»…
Abrimos y cerramos puertas —recordaría años más tarde Vidarte—. En el antiguo despacho de Casares encontramos al general Miaja, paseando, como enjaulado, de un extremo a otro de la habitación. Hablaba solo. «No, no quiero ser ministro de Guerra —decía el general—. No quiero ser ministro». Nos cruzamos con varios oficiales que también estaban buscando el cuerpo del presidente. De pronto se oyen voces de júbilo. Uno de los oficiales ha encontrado a Casa res en una de las más remotas habitaciones. Tendido en un diván, durmiendo…
Santiago Casares Quiroga, sin duda el político más odiado por todos en aquella noche de la tragedia, descansaba, por fin. Para él habían transcurrido cinco días atroces desde que el comando policiaco que mandaba el capitán de la Guardia Civil y militante socialista Fernando Condés había dejado tirado a las puertas del cementerio del Este el cadáver de José Calvo Sotelo, líder de la derecha monárquica y una de las bestias negras de la izquierda. Cinco días atroces que habían terminado con la sublevación del Ejército de África y su negativa firme y rotunda a «armar al pueblo». Pero Casares ya no podía más. La tuberculosis, que le provocaba momentos de exaltación y las más negras depresiones, jugaba en su contra, tanto como las maniobras de sus «aliados» socialistas. Dimitió y se echó a dormir.
No muy lejos de allí, calle Mayor abajo, en el Palacio Nacional, el presidente de la República, Manuel Azaña, intentaba parar lo inevitable. A última hora, ante los hechos consumados, iba a buscar una transacción con la derecha y con los militares, que impidiera la catástrofe. Había dispuesto de cinco días, pero fiado en las garantías que le daba Casares de que cualquier sublevación estaba condenada al fracaso, se limitó a esperar los acontecimientos. Y ahora, ¿era demasiado tarde?
Azaña conocía perfectamente el dilema que había paralizado la voluntad de Casares Quiroga: cómo hacer frente a la rebelión militar sin desencadenar la revolución proletaria. Era preciso un pacto, un auténtico acto patriótico, pero que dejara en manos del gobierno los resortes del poder. Y eligió a su viejo correligionario Diego Martínez Barrio, presidente del Parlamento, gran maestre de la masonería, republicano y conservador, aunque enemigo implacable de la derecha católica, para una misión desesperada: formar un gobierno de concentración nacional, lo más amplio posible, para hacer frente a la rebelión. Quedarían excluidos los comunistas y las derechas no republicanas; es decir, medio país, pero a cambio se prometía un gobierno fuerte que recondujera la situación del Orden Público y acabara con las provocaciones revolucionarias.
Y, como garantía, ofrecía nada menos que la cartera de Guerra y la de Gobernación a los militares que dieran más confianza a las asustadas e indignadas derechas.
Después de la guerra, Martínez Barrio le escribió a Salvador de Madariaga su versión de lo sucedido, para culpar directamente de su fracasado gobierno a los socialistas de Largo Caballero:
Empecé las gestiones hablando con Marcelino Domingo y Sánchez Román. Ambos me ofrecieron su cooperación. En el intervalo tuve una conversación telefónica con el presidente [Azaña], que me dijo que no hiciera requerimiento alguno al señor Maura, porque este se negaba a formar parte del gobierno proyectado. Seguí entonces las conversaciones dirigiéndome a los socialistas. Estos, que horas antes habían ofrecido su colaboración directa y personal a Santiago Casares Quiroga, me la negaron a mí. El gobierno murió a manos de los socialistas de Caballero y de los comunistas. Y de algunos republicanos irresponsables.
Sin embargo, la diputada radical Clara Campoamor, una política adelantada a su tiempo, precursora del feminismo y artífice de la concesión del derecho al voto de las mujeres, cargó sobre las espaldas de Indalecio Prieto la responsabilidad principal del fracaso. A la Campoamor, socialistas como Prieto y Margarita Nelken, le eran especialmente repulsivos; políticos, a su juicio, que primaban los intereses electorales sobre los derechos fundamentales. En Prieto y la Nelken había tenido a dos furibundos opositores al voto femenino porque afirmaban que las mujeres en España se dejaban dirigir por sus confesores y le habían de dar el triunfo a las derechas. Hay que tomar, pues, con cierta prevención la diatriba de Clara Campoamor en cuanto a las responsabilidades personales, pero en lo que se refiere a las generales de la ley, estamos totalmente de acuerdo. Dice la diputada radical sobre aquella noche:
Por desgracia [Martínez Barrio] no gobernó. (…) Una de las condiciones planteadas por su presidente era que se detendría la distribución de armas al pueblo. Los socialistas y los comunistas se opusieron violentamente a que ese gabinete de conciliación tomara las riendas del gobierno. Una manifestación pública que protestaba contra Martínez Barrio y pedía continuar la lucha «hasta el aplastamiento del fascismo» fue organizada por los marxistas en la Puerta del Sol y marchó al Palacio Nacional. En su interior, el señor Azaña escuchaba, cabizbajo, las amonestaciones de los socialistas Largo Caballero y Prieto. Este último calificó el nuevo gobierno de «Gabinete de catafalcos». (…) El gobierno Martínez Barrio murió antes de nacer. En su lugar se nombró un gabinete compuesto por los mismos miembros que el gabinete anterior, pero con una sensible modificación: el presidente Casares Quiroga, que en razón de sus actividades resultaba poco popular, era sustituido por el señor Giral, miembro también de Izquierda Republicana y todavía más títere de Azaña que su predecesor. El primer acto de aquel gobierno fue el de seguir distribuyendo armas al pueblo. El gobierno republicano que, sin embargo, desde hacía cinco meses se sentía desbordado por los extremistas, tomaba deliberadamente la decisión más grave por sus consecuencias para el país. Dejándose arrastrar así por los socialistas —quienes siempre han afirmado que no querían ceder sin lucha como los alemanes— el gobierno entregó la España gubernamental a la anarquía. (…) Así, cupo al señor Prieto dar el finiquito a un régimen que, entre las manos de Martínez Barrio, podía haberse salvado. Pero Prieto esperaba sacar sus cualidades de estratega a la luz del día, y, merced a un rápido triunfo sobre los alzados, imponerse a sus enemigos internos, los socialistas revolucionarios de Largo Caballero.
La acusación de Clara Campoamor tiene mucho de veraz: de hecho, y sin nombramiento alguno, Indalecio Prieto ocupó, aunque sería mejor escribir «okupó», el Ministerio de Marina y Aire y puso allí su oficinilla. El asunto es que su rival Largo Caballero, el «Lenin español» y líder indiscutible de la poderosa UGT, maniobraba con los ojos puestos en la inminente revolución. Porque en el ánimo de los movimientos obreros, el golpe militar no era un problema; era una oportunidad. Así, durante esa madrugada agitada, mientras Martínez Barrio intenta reconducir la situación, los militares socialistas de la UMRA (Unión Militar Republicana Antifascista), los mismos que habían organizado el asesinato de Calvo Sotelo, comenzaban a ocupar los puestos clave de los ministerios de Guerra, Gobernación y Marina. Simeón Vidarte, el diputado socialista que buscaba el supuesto cadáver de Casares, nos ha revelado parte del complot:
Llegamos a las traseras del Ministerio de la Guerra. Pregunto por el capitán Barceló.
—¿Es usted el diputado Vidarte, del Frente Popular?
—Yo mismo.
—Le está esperando a usted.
Traspaso la puerta. Espero, espero… Aparece el capitán Barceló con varios soldados que vienen transportando unos pesados cajones que cargan en los tres automóviles (son un millar de pistolas reglamentarias con su munición). Barceló habla con los conductores de los vehículos y le da a cada uno un salvoconducto. Echo la vista por encima del hombro del capitán. Veo que llevan el sello del Ministerio de la Guerra.
—Si les detienen, ustedes no saben nada. Es un traslado de armas del Ministerio a Campamento. ¿Van lejos de aquí?
—No, muy cerca.
—Ojalá tengan suerte.
Las armas llegaron diez minutos después a la Casa del Pueblo del PSOE, en la calle Piamonte. Se estaba gestionando la salida clandestina de otro cargamento de armas en Gobernación y en Campamento. Al mismo tiempo, los anarquistas desempolvaban los alijos escondidos desde Octubre. Y en la calle, al correrse el rumor de que Martínez Barrio y Azaña querían organizar un «gobierno de paz», algunos cientos de personas se concentraron frente al Palacio gritando «¡traición!» y «¡armas para el pueblo!», como ya ha contado Clara Campoamor.
El rumor del nuevo gobierno había puesto de los nervios a los militares antifascistas más comprometidos. Por ejemplo, al capitán Barceló que, en pleno trasiego de las pistolas, se queja a Vidarte:
—Conozco a Martínez Barrio y estoy seguro de que será enemigo de repartir armas al pueblo. ¡Mañana me forman consejo de guerra!
—No tema usted nada. Yo también conozco desde hace muchos años a nuestro gran maestre. Duerma tranquilo, yo le respondo de que no le pasará nada.
En La Granja, en Segovia, Miguel Maura, el viejo monárquico reconvertido en el ala derecha de la República, esperaba la resolución de la crisis para acudir a Madrid. Había puesto una sola condición para participar en el gobierno de salvación nacional: que este ejerciera un periodo dictatorial, Dictadura Republicana, hasta que revolucionarios y rebeldes fueran metidos en cintura. Pero no habría ocasión. Azaña, desalentado, toma el teléfono cuando empieza a rayar el alba del día 19 de julio.
—¿Don Miguel Maura? Le llama de nuevo el presidente de la República.
—Diga, diga, amigo Azaña. Sí, soy yo mismo…
—Buenas noches, le he hecho esperar la respuesta pues deseaba hablarle sin testigos. A su propuesta se han adherido la mayoría: Martínez Barrio, Giral, Prieto, Besteiro, Viñuales, Amós Salvador, Fernando de los Ríos, Sánchez Román… Pero, amigo Maura, Largo
Caballero ha manifestado que él se oponía, y que desencadenaría la revolución social. Una amenaza que no sé si puede calificarse siquiera de velada…
—En ese caso, señor Presidente, es completamente inútil que vaya a Madrid.
—Hemos de esforzarnos todos, amigo Maura; con la oposición decidida de las masas obreras con que Largo Caballero nos ha amenazado, no podíamos intentar nada. Amigos y enemigos nos hacen la jornada difícil.
—Lo comprendo, pero no puedo ni quiero intervenir en lo que venga. No me alcanza la menor responsabilidad en el actual estado de las cosas. No pienso mezclarme en el desenlace. Adiós, amigo Azaña, le deseo buena suerte.
Martínez Barrio tiró la toalla cuando comprendió que su gobierno iba a nacer muerto. Tampoco había conseguido convencer a los del otro bando, a los jefes rebeldes. De todas las versiones que existen de su conversación con el general Mola, ya sublevado en Pamplona, esta, debida a los recuerdos del ayudante de Mola y a los del propio Martínez Barrio, parece la más fiable:
—En este momento, los socialistas están dispuestos a armar al pueblo. Con ello desaparecerán la República y la democracia. Debemos pensar en España. Hay que evitar a toda costa la guerra civil. Estoy dispuesto a ofrecerles a ustedes, los militares, las carteras que quieran y en las condiciones que quieran. Exigiremos responsabilidades por todo lo ocurrido hasta ahora y repararemos los daños causados.
—Con la misma cortesía y nobleza que usted me habla voy a contestarle. El gobierno que usted tiene encargo de formar no pasará de intento; si llega a constituirse, durará poco; y antes que de remedio, habrá servido para empeorar la situación.
—Habría de tener las mismas desconfianzas de usted, que no las tengo, y la conveniencia general me impondría el deber de aceptar la tarea. Lo que yo pido a todos es que como yo cumplo el mío, cumplan el suyo. España quiere tranquilidad, orden, concordia. Pasadas que sean las horas de fiebre, el país agradecerá a sus hombres representativos que le hayan evitado un largo periodo de horror.
—No lo dudo. Pero yo veo el porvenir de distinta manera. Con el Frente Popular vigente, con los partidos activos, con las Cortes abiertas, no hay, no puede haber, no habrá gobierno alguno capaz de restablecer la paz social, de garantizar el orden público, de reintegrar a España a su tranquilidad.
—Con las Cortes abiertas y el funcionamiento normal de todas las instituciones de la República estoy yo dispuesto a conseguir lo que cree usted imposible. Pero el intento necesita de la obediencia de los cuerpos armados. Esa es la que pido, antes de ser poder, y la que impondré e intentaré imponer cuando lo sea. Espero que en este camino no me falte su concurso.
—Lo que usted me propone es ya imposible. Las calles de Pamplona están llenas de requetés. Desde mi balcón no veo más que boinas rojas. Todo el mundo está preparado para la lucha. Si yo digo ahora a estos hombres que he llegado a un acuerdo con usted, la primera cabeza que rueda es la mía. Y lo mismo le ocurrirá a usted en Madrid. Ninguno de los dos podemos dominar a nuestras masas. Es tarde, muy tarde.
Después de la guerra, en el exilio, Martínez Barrio se lamentaría de no haberle ofrecido la cartera de Guerra al coronel Aranda, en lugar de perder el tiempo con Mola. «Por lo menos —decía—, hubiéramos despejado el enigma de si estaba con ellos o con nosotros y no se hubiera perdido Oviedo».
El último intento de evitar la guerra, quizá tardío e incompleto al no contar con el principal partido de la derecha, la CEDA de Gil Robles; había fracasado. El nuevo gobierno, el de José Giral, abrió los polvorines y repartió las armas que la revolución precisaba. Un año después, en agosto de 1937, Azaña, consciente, aun en fecha tan temprana, de que la República no iba a poder ganar la guerra, reflexionaba con el propio Martínez Barrio sobre aquel desafortunado intento. Y afirmaba:
Se me dirá (yo me lo digo a mí mismo) que una solución tan prudente, tan razonable, no lo sería tanto, cuando no pudo realizarse. Para ser realizable la solución, era menester que fuese comprendida la necesidad que la dictaba (…). Que la solución pensada en las horas difíciles del 17 de julio fuese posible o imposible dependía de que comprendiesen la situación unas docenas de personas. Ya sé yo que los partidos no iban a entrar de súbito en la percepción cabal de la necesidad, ni que las masas invitadas, asustadas, enfurecidas por la traición, iban a formar como quintos a la voz de mando. Estas dificultades había que afrontarlas. Aunque se hubiese fracasado, nunca hubiera sido peor, desde el punto de vista de la autoridad, que lo ocurrido después. (…) Pero más urgente que combatir a los rebeldes pareció combatir a los burgueses y al capitalismo. Ahora bien: todo lo que se ha hecho eficaz en el orden de la guerra, desde entonces acá, ha sido precisamente en contra de aquel estallido. En Madrid no quisieron comprenderlo, y menos aún en Barcelona, donde se lanzaron a toda clase de improvisaciones demoledoras, de las que aún no nos hemos repuesto. Sé muy bien cuál era el ánimo de las gentes. Hasta en el partido de Izquierda Republicana (…) cuando supieron el conato de gobierno, comenzaron a gritar contra el presidente de la República, llamándome traidor. ¡Ya usted ve: traidor!
Sí, el gobierno de Martínez Barrio tenía pocas posibilidades y él siempre fue consciente de ello, aunque, como señalará malignamente Azaña, con el correr del tiempo pudiera fabular sobre hechos y conversaciones de dudosa interpretación.
—El gobierno que logré formar aquella noche nacía sin fuerza, y para ser aplastado de un lado por los rebeldes y de otro por las masas revolucionarias. Tuvimos noticias ciertas aquella madrugada de que, pocas horas después, nadie nos obedecería. Veinticuatro horas antes, quizás un gobierno así hubiera podido desarmar, contener la revolución en algunas capitales. El mismo Aranda, que estuvo hasta el final jugando con dos barajas… Es lo ocurrido en Valencia. ¿Usted no conoce el discurso que ha pronunciado Franco el 18 de julio?
—No, señor.
—Pues ha dicho que yo cometí en Valencia una miserable traición, porque vine a impedir la sublevación, prometiendo que se formaría un gobierno de orden, y luego entregué a los oficiales a las iras revolucionarias.
Pese al rechazo irónico con que Azaña despacha esa argumentación de su viejo correligionario («Estas opiniones de Martínez Barrio me parecen un poco embarulladas con la realidad»), lo cierto es que el conato de gobierno hizo vacilar a algunos de los militares sublevados. En Valencia, por supuesto, pero el caso de Málaga es el más claro y bastaría para esterilizar la puya de don Manuel Azaña. En la capital andaluza, el general Francisco Patxot Madoz se sumó al Movimiento, aunque con un entusiasmo perfectamente descriptible, empujado por sus oficiales. Sacó las tropas a la calle y formó una columna que, al mando del capitán Huelín, ocupó el centro de la ciudad y rodeó el gobierno civil. En combate reñido contra las fuerzas de la Guardia de Asalto, los hombres de Huelín, bastante más entusiasta que su general, llevaban la mejor parte cuando recibieron la orden de regresar a los cuarteles. Su general había hablado minutos antes con Martínez Barrio, aunque este último, en sus memorias, no lo cite por su nombre.
Ramón Salas Larrazábal, autor del mejor estudio militar sobre la guerra civil, cree que ese contacto fue decisivo:
La causa determinante del cambio de criterio del general fue doble: de un lado, la conversación telefónica que mantuvo con Martínez Barrio en la que este le dio cuenta de la constitución del gobierno pacificador y, de otro, la presencia ante el puerto del destructor Sánchez Barcáiztegui, amotinado y en manos de la tripulación, que había detenido a su comandante, el capitán de fragata Basterreche.
Martínez Barrio, sin embargo, sí recuerda sus conversaciones de aquella tarde con el general Miguel Cabanellas, jefe de la 5.ª División de Zaragoza, quien le da largas; con el general Batet, en Burgos, que ya había perdido el mando y la autoridad a manos de sus sublevados subordinados, «Aquí ya no soy nada»; con el general Martínez Monge, en Valencia, progubernamental decidido, aunque fue incapaz de hacerse obedecer por todos sus hombres, muchos de los cuales permanecieron acuartelados y en actitud «neutral» hasta ¡el 3 de agosto!; con el general Martínez Cabrera, en Cartagena, artífice de que la importantísima base naval quedara en poder de la República; con el general Castelló, que no sólo le asegura la lealtad de la guarnición de Badajoz, sino que será ministro de la Guerra en el gobierno de Giral; y, finalmente, con el ya citado general Emilio Mola Vidal, el «director» del Movimiento.
De estas conversaciones, Martínez Barrio extrajo la conclusión de que «había posibilidades de arreglar las cosas» y nombró un ejecutivo «moderado», en el que figuraba nada menos que Felipe Sánchez Román, jefe del Partido Nacional Republicano, que no había querido adherirse al Frente Popular tras las elecciones de febrero. Su figura y la del general Miaja, como ministro de Guerra, debían tranquilizar a los militares. Pero ya sabemos que el PSOE y los comunistas se opusieron y que Barrio tiró la toalla. «No paró de correr hasta Valencia», le reprocharía, injustamente, Azaña.
¿Fue también injusta la acusación directa que le hizo Francisco Franco en su discurso del 18 de julio de 1937? Ciertamente. Pero el ya jefe del Estado buscaba una justificación plausible a la improvisación de un golpe que había degenerado en una tremenda guerra civil sin cuartel, sin piedad y sin perdón. Y, además, Martínez Barrio era nada menos que gran maestre de la masonería, uno de los temas preferidos del general: «Las logias, entonces pujantes, llaman a sus afiliados, y es Martínez Barrio, el gran Oriente, quien consuma la traición». Y sigue el general:
Se apela a los jefes militares masones, a los tibios vacilantes, se da la razón al Ejército y a su conducta patriótica, se les pone gobierno de orden, se les instiga a retirar las tropas a los cuarteles, y cuando algunos jefes, con candidez punible, se dejan convencer, son también víctimas de las turbas de criminales que el gobierno había armado. El gobierno del Frente Popular abre las cárceles, entrega las armas de los parques militares a los asesinos y ladrones, excita sus bajos instintos e impulsa al crimen y al saqueo. Y en tal forma, un gobierno, llamándose legal, entregó a España a la más terrible de las revoluciones que registra la Historia.
En puridad, Francisco Franco debía haber explicado a su público que a muchos de los «vacilantes» se encargó él mismo de encarcelarles o de hacerles fusilar. A la gestión de Martínez Barrio cabría «reprocharle», si se quiere, el caso de Alicante y el de Málaga.
El primero lo relata Ramón Salas:
En Alicante se encontraba el cuartel general de la sexta brigada de Infantería que mandaba el general García Aldave. Este general intentó mantenerse en situación semejante a la de Valencia y su absurda pretensión de neutralidad llegó hasta el punto de pretender elevarla al plano jurídico. En su relación con la junta delegada del gobierno en Valencia, cuyo presidente [Martínez Barrio] se desplazó a Alicante para entrevistarse con él, ofreció que se mantendría en absoluta obediencia al gobierno con la condición de que no se le obligara a enviar sus unidades para luchar contra sus compañeros militares sublevados, condición que al parecer le fue aceptada por Martínez Barrio, pero que naturalmente no fue cumplida. El día 24 de julio de 1936 recibía el general García Aldave la orden de constituir una columna que debía dirigirse a Albacete donde todavía no había sido reducida la rebelión. El general se negó a cumplir la orden aduciendo el compromiso anterior y fue arrestado, reducido a prisión y más tarde fusilado.
«Pagó con su vida su inconcebible ingenuidad», se asombra Ramón Salas. Respecto al caso de Málaga, ya tratado, terminó cuando el general Patxot fue herido y detenido por las turbas, que asaltaron los cuarteles el día siguiente de su retirada; y asesinado en el barco-prisión J.J. Síster junto a otros oficiales y paisanos un mes después. Fue uno de las 2.761 «fascistas» víctimas de la ola revolucionaria malagueña, una de la más sanguinarias, tras Madrid (16.449), Barcelona (10.226), Valencia (5.347) y Jaén (3.509); pese a que la mayor parte de la provincia costera andaluza cayó en poder de los rebeldes a principios de 1937. La venganza tampoco ahorró sangre: desde la conquista, y hasta 1945, fueron ejecutados o, simplemente, asesinados 3.864 «rojos», lo que hizo de Málaga el principal punto negro de la represión franquista.
Ciertamente, el tiempo de las palabras y los acuerdos había pasado. Para Manuel Azaña empezaba el de la «impotencia y barullo».
«¿A QUIÉN VAN A IR A PARAR ESAS ARMAS? ¿QUÉ USO SE VA A HACER DE ELLAS?»
«Geografía poco extensa.» Con esta frase encriptada, bastante sencilla, por cierto, el general Francisco Franco indicaba al general Emilio Mola el 12 de julio de 1936 su opinión de que convenía aplazar, una vez más, la sublevación militar. Franco consideraba que la conspiración carecía de los suficientes apoyos y que en lugares clave, como Madrid o Barcelona, estaba prácticamente en mantillas. Desde el gobierno, en muchos casos a golpe de simple intuición, se estaba llevando a cabo una operación preventiva con destituciones,
traslados y cambios de mando de jefes y oficiales que hacían demasiado azarosa la aventura. Por supuesto que el general Franco estaba comprometido con la rebelión, pero era consciente de que la división interna del Ejército y de la fuerzas de Orden Público exigían una coordinación perfecta de los conjurados, que estaba muy, pero que muy lejos de haberse conseguido. Emilio Mola, sin embargo, creía que su tiempo se acababa y que los sucesivos retrasos sólo habían servido para mejorar la posición del gobierno. Si Casares Quiroga daba «una vuelta de tuerca más» a la reorganización de la cúpula militar, Mola consideraba que sería imposible el triunfo.
El dilema se resolvería gracias a un factor externo: el asesinato del diputado de la minoría monárquica José Calvo Sotelo, en la madrugada del 13 de julio. El crimen había sido organizado por elementos socialistas de la UMRA (Unión Militar Republicana Antifascista), y tenía como objetivo, precisamente, provocar la sublevación en marcha, a la que se consideraba, con mucho fundamento, en condiciones precarias de organización.
Los militares afiliados a la UMRA, que se contaban por varios millares aunque muchos de ellos en situación de reserva o retiro, habían hecho su propia planificación para cuando «llegara lo que tenía que llegar». Y una vez puesto en marcha el mecanismo «acción, reacción, acción», no dudaron un momento y actuaron con decisión. Allí donde eran fuertes y tenían suficientes apoyos, triunfaron; donde eran débiles, fracasaron. Pero las consecuencias para la República fueron trágicas y, de hecho, supuso la liquidación del régimen establecido. Otra cuestión es que este objetivo también estuviera en sus planes. Para un amplio sector de la izquierda, la República había dado de sí todo lo que podía y, ahora, tocaba la Revolución.
Pero una vez abierta la caja de Pandora, la tempestad se volvería incontrolable. El Frente Popular, salvo en su determinación de acabar con las derechas católicas, estaba profundamente escindido. Luis Español Bouché, en su estudio sobre Clara Campoamor, lo sintetiza:
Mientras que los republicanos amanecieron divididos, lucharon divididos, perdieron divididos y divididos, también, marcharon al exilio; el bando nacional fue paulatinamente alcanzando una unidad basada en el acatamiento al general Franco.
En una de esas ironías tan frecuentes de la historia, la UMRA había hecho más por la unidad de sus enemigos que todas las admoniciones de los prohombres de la derecha. El asesinato de Calvo Sotelo fue la amalgama donde se fundió la media España que no tenía más aspiraciones que el respeto al orden público, la propiedad individual, la libertad religiosa y la unidad de la patria. Convirtió el golpe militar en un movimiento y, sobre todo, despejó las dudas de muchos comprometidos que, como Francisco Franco, creían que era mejor esperar a tenerlo todo más organizado. El propio general, en su discurso pronunciado el 18 de julio de 1937, primer aniversario del Alzamiento, del que ya hemos tomado un párrafo en el capítulo anterior, reconoce que ese factor fue determinante:
En la madrugada del 13 de julio sale del Ministerio de Gobernación una camioneta que ocupan agentes de la autoridad, llega a la calle Velázquez, aquellos arrancan de su hogar a un señalado patriota, al que dan muerte, y cuyo cadáver abandonan en un cementerio. Este crimen de Estado conmovió a España; no cabían las sumisiones, acatamientos ni esperanzas. La revolución comunista, fomentada desde las alturas del poder, había estallado, y el Ejército, haciéndose intérprete del sentir de todos los españoles honrados, en cumplimiento de un sagrado deber para Dios y para España, decidió lanzarse a su salvación. Unas semanas, unos días más tarde, todo hubiera sido inútil ante el avasallador ímpetu de un comunista [sic] triunfante.
Hay que hacer algunas precisiones a este párrafo. Primero, que no se trató de un crimen de Estado; es decir, ejecutado por orden del gobierno, sino de una rebelión de los militares socialistas, los «pretorianos» del partido, que actuaron al margen de un gobierno que, ciertamente, ya era incapaz de controlar a sus fuerzas de Orden Público. Segundo, aunque los comunistas intentaban en aquellos momentos, julio del 37, reconducir la revolución para acaparar el poder, su papel en el estallido de los acontecimientos fue muy secundario, en especial si lo comparamos con el representado por el PSOE. Respecto al Ejército, este estaba dividido en dos bandos. Unos militares «se lanzaron a la salvación de España»; y, otros, varios miles, pues no.
Pero volvamos a la UMRA. Los testimonios sobre el protagonismo que tomó la organización «clandestina» socialista, trufada, como veremos, de militares adheridos a la masonería, en los prolegómenos del golpe y el desarrollo de la contrainsurgencia son lo suficientemente explícitos y numerosos como para desmentir de una vez por todas la existencia de un «movimiento revolucionario espontáneo». Otra cuestión es que los acontecimientos acabaran por desbordarlos.
Así, tras la sublevación del Ejército de África, en la tarde del 17de julio, los jefes de la UMRA, con el teniente coronel Hernández Sarabia a la cabeza, tomaron literalmente el Ministerio de Guerra y llevaron a cabo su pequeña revolución militar. Lo mismo reza para las fuerzas de Seguridad, aunque estas habían quedado prácticamente bajo obediencia socialista desde la noche del asesinato de Calvo Sotelo. Esta, y no otra, fue la causa directa de la dimisión del presidente del Gobierno, Santiago Casares Quiroga. El político gallego, miembro de la masonería, descubrió pronto que existía una organización paralela que dominaba los centros neurálgicos del poder: Guerra, Marina, Comunicaciones y Gobernación. Tuvo un acceso de furia, seguido de una depresión y, por fin, dimitió. Ya sabemos que se echó a dormir, mientras Azaña y Martínez Barrio se enfrentaban a socialistas, anarquistas, comunistas y, por supuesto, a los sublevados para intentar parar la tragedia.
Francisco Largo Caballero escribió el 10 de junio de 1945, en Berlín, en el Cuartel General de la Comandancia del Ejército Ruso de Ocupación, unas justificaciones de su proceder en aquellos días de julio de 1936. Acababan de liberarlo del campo de concentración alemán donde había pasado tres años, y es de suponer que su memoria sufría alguna confusión, ya que, frente a todos los testimonios conocidos, cargó contra Casares Quiroga la responsabilidad de una guerra, a cuyo estallido él había contribuido notablemente.
Y Casares Quiroga ¿dónde estaba? ¿Qué había hecho de las fanfarronadas expelidas en el Parlamento cuando alguien le insinuaba los manejos de los militares? Con ademanes de actor, entonces trágico, decía: «El que quiera puede salir a la calle: el gobierno tiene fuerzas y medios suficientes para aplastarlo». ¿Dónde estaba? Iniciada la revolución el que decía enfáticamente: «El Ejército está con la República» se derrumbó física y moralmente. Le faltó valor para hacer frente a una situación creada por su incapacidad, negligencia y falta de celo en el cumplimiento de un deber superior a sus fuerzas. Había procedido como un inconsciente e insensato. La historia no le perdonará su falta de comprensión para la defensa de los intereses nacionales que le habían encomendado. Por su culpa España cayó en el abismo.
Algo de culpa, sin duda, le cabe a un presidente de Gobierno que se declaró «beligerante» contra la mitad de sus gobernados, los que estaban a la derecha, amenazó en el Parlamento al jefe de la oposición monárquica y que, además, aplicaba escrupulosamente la política de «doble rasero» en la represión de la violencia. Pero, Casares sabía que, junto a las derechas levantiscas, el otro gran peligro era la revolución marxista que profetizaba, entre otros, Largo Caballero por pueblos y ciudades.
De esos días, es interesante y revelador este diálogo del que fue testigo y coprotagonista Simeón Vidarte. Participan dos miembros de la Ejecutiva del PSOE, Cordero y Vidarte, y el todavía presidente del Gobierno y ministro de Guerra, Casares Quiroga. Es la mañana del 18 de julio de 1936 y no tiene desperdicio:
Casares.— Ya me han dicho que ayer estuvieron buscándome en la Presidencia y aquí y supongo para lo que vienen ustedes.
Cordero.— En primer lugar para ofrecernos a usted, en todo lo que necesite, en estos momentos difíciles. Aunque no es necesario que se lo digamos, cuente usted incondicionalmente con el Partido Socialista. Venimos a pedirle que se nos marque nuestro trabajo.
Casares.— En estos momentos me basta con saber que cuento incondicionalmente con ustedes. Ya por las noticias de la radio y lo que ustedes sepan por sus organizaciones, están al corriente de lo que ocurre. Está sublevado el Ejército de África; el gobierno tiene adoptadas las medidas necesarias para evitar el paso de los sublevados a la Península y la Escuadra ha salido a bombardear Ceuta y Melilla e impedir el paso por el Estrecho.
Cordero.— Ya suponemos que el gobierno estará actuando, pero es de pensar que una sublevación de esta importancia no se puede realizar aisladamente en África, tiene que haber y usted lo sabe mejor que nosotros concomitancia y compromisos con guarniciones
de la Península.
Casares (exaltándose).— Ya lo creo que lo sé y varias veces les he dicho que esto es precisamente lo que estaba esperando, para acabar con ellos; que se echen a la calle, que no nos puedan decir como en el 10 de agosto que no teníamos pruebas para fusilarlos
o mandarlos a un castillo.
Vidarte.— Estamos seguros de que usted tendrá tomadas sus providencias, pero no queremos que puedan encontrar desprevenidos a nuestros compañeros. El objetivo principal de nuestra visita, a más de ofrecernos a usted, en nombre del partido, es el de pedirle que se arme al pueblo. Armas es lo que nos piden de todas partes, lo demás es cuenta nuestra y le aseguro a usted que serán bien utilizadas en defensa de la República.
Casares (muy nervioso).— Yo no puedo dar órdenes de que se arme al pueblo. Es muy sencillo eso de repartir armas. Me bastaría llamar ahora a los gobernadores y decir que las entreguen, ya que en todos los gobiernos civiles las hay en abundancia, pero ¿a quiénes van a ir a parar esas armas?, ¿qué uso se va a hacer de ellas? Más de una vez he dicho pública y privadamente que yo no sería el Kerenski español. El Gobierno tiene medios suficientes para afrontar esta situación.
Vidarte.— Perdone usted si le insistimos, incluso le declaramos que nos parece mal que no esté informando al pueblo de la verdad. Hay muchísima gente que está confiada en la nota radiada por el gobierno a las ocho de la mañana y creen que la situación está dominada y que no es todo el Ejército de África el que está sublevado. Usted sabe las veces que hemos venido a denunciarles los hechos concretos de la conspiración y tenemos la seguridad de que ni siquiera en Madrid puede el gobierno responder de los regimientos que tiene a sus órdenes. Nosotros respondemos de que las armas que usted nos entregue han de ir a compañeros socialistas conscientes de sus deberes, y que servirán para utilizarlas en defensa de la República.
Casares (interrumpiendo).— ¿Y es que puede usted responderme de los anarquistas, de los comunistas, de las juventudes unificadas? ¿Es que usted puede asegurarme que toda España no se va a convertir en lo que fue Asturias en el mes de octubre?
Vidarte.— Eso dependerá en gran parte de la coordinación con que se actúe entre el gobierno y nosotros. En el Ejército hay miles de oficiales que pertenecen a la UMRA y en los que puede usted tener una absoluta confianza. Nos consta que las listas de toda esa oficialidad, que son millares, las tiene el gobierno y ellos pueden encuadrar a las milicias republicanas y socialistas que nosotros le estamos pidiendo se constituyan y hablen.
Casares.— Es inútil. Mientras yo sea presidente del Consejo, no se armará al pueblo. El gobierno tiene medios suficientes para controlar la sublevación. Las noticias que hemos autorizado a dar a la radio son aquellas que la más elemental prudencia aconsejan;
otra cosa sería alarmar al pueblo.
Cordero.— Es que la situación es más grave que como usted la describe y esto se presta a toda clase de bulos, y la incertidumbre es mala consejera. Queremos que, no para nosotros, sino para el Frente Popular, habilite usted un local cerca de su despacho, para
que podamos estar en contacto constantemente, y que al pueblo se le esté informando continuamente de la verdad sea cualquiera la gravedad de la misma. Podíamos nosotros ayudarle a usted utilizando la radio oficial de Gobernación…
Casares.— Ya esta mañana, me habló Amos Salvador para hacerme la petición de un local en el Ministerio de la Guerra y he dado instrucciones de que lo habiliten; así podemos estar en contacto constantemente. Respecto a que ustedes utilicen oficialmente la radio para dirigirse al pueblo, no puedo acceder a ello. (…) Respecto a armar al pueblo, no sólo me niego a ello, sino que he dado instrucciones de que si algún jefe pretende abrir las puertas de los cuarteles al pueblo o entregarle armas, se le fusile.
Cordero.— ¡Entonces usted pretende que se nos vaya a cazar como a conejos, si es que, igual que se han sublevado las guarniciones de África, empiezan a sublevarse también en España!
Casares.— Creo que ya les dije a ustedes que el gobierno cuenta con medios para dominar la sublevación, sin necesidad de hacer locuras, ni de que arda el país; seguiremos hablando.
La conversación transcrita, que hemos tomado de las memorias del mismo Juan-Simeón Vidarte (Todos fuimos culpables, Fondo de Cultura Económica, México, 1973), contiene dos afirmaciones categóricas, que los hechos posteriores convirtieron en temerarias. La primera, cuando los socialistas de la Ejecutiva garantizan a Casares Quiroga que las armas que les entregue «han de ir a compañeros socialistas conscientes de sus deberes, y que servirán para utilizarlas en defensa de la República». La segunda, cuando Casares afirma que el gobierno «cuenta con medios para dominar la sublevación, sin necesidad de hacer locuras, ni de que arda el país».
Poco hay que explicar de adónde fueron a parar las garantías de Cordero y Vidarte, a menos que consideremos como «compañeros socialistas conscientes de sus deberes» a tipos de la calaña del tipógrafo socialista Agapito García Atadell, organizador de las Brigadas del Amanecer y chequista de pro, o al teniente coronel Julio Mangada, bajo cuyo mando miliciano se empezó a fusilar «fascistas» sin juicio el mismo 18 de julio. El propio Juan-Simeón Vidarte sería testigo directo de las matanzas de la cárcel Modelo, en el mes de agosto, mientras el director de Seguridad del Estado lloraba de impotencia en la mesa de un bar próximo.
Pero la afirmación de Casares Quiroga sí presenta algunos elementos controvertibles. Y el primero de todos es saber si realmente contaba el gobierno con medios para hacer abortar la sublevación.
El hecho de que Emilio Mola Vidal hubiera planificado una rebelión escalonada, para desorientar al gobierno, tenía, como en el aforismo militar sobre el combate nocturno, ventajas y desventajas: «ventaja: de noche, el enemigo no nos ve; desventaja: de noche, no vemos al enemigo». Bromas aparte, la ventaja era que, en efecto, el gobierno se vio inundado desde la madrugada del 18 de julio de una marea de bulos, rumores y consejos alarmistas que ahogaban y desvirtuaban las noticias e informes ciertos. Fueron esas horas las que, como ya hemos apuntado y trataremos en profundidad, aprovecharon las organizaciones paramilitares socialistas para infiltrarse indisimuladamente en la maquinaria operacional del Ejército. Esta confusión permitió, por ejemplo, la maniobra de distracción del coronel Antonio Aranda en Oviedo. La desventaja fue que anuló el factor sorpresa, alentó las vacilaciones de muchos jefes y oficiales que miraban de reojo lo que hacían sus compañeros, con la esperanza de apostar a caballo ganador, y, en definitiva, dio tiempo a organizar la reacción defensiva en lugares como Barcelona, Valencia, Bilbao y, especialmente, Madrid.
Se aducirá que tanto Madrid como Barcelona habían sido dadas por perdidas en los planes de Mola, pero no es cierto. En el primer caso, no se esperaba, desde luego, una repetición de lo ocurrido el 6 de octubre de 1934, cuando las tropas del general Batet ocuparon y derrotaron sin dificultad a las fuerzas de la Generalidad sublevada, pero se creía posible mantener una situación en tablas, con la ocupación de los principales puntos de la ciudad por los rebeldes, en tanto se despejaba el resto de España. En la capital, se consideraba como una opción realista que los sublevados se hicieran fuertes en el centro de la ciudad, en espera de enlazar con las columnas de socorro que debían venir de Valencia y el norte. Los fracasos rebeldes sin paliativos en Madrid, Barcelona y Valencia condenaron al país a la guerra larga, pero en su mayor parte no se deben atribuir a la «reacción popular», sino a las sabias medidas preventivas adoptadas por el gobierno de Casares Quiroga y a la fidelidad que mantuvieron la mayor parte de las fuerzas de Orden Público, numerosas, aguerridas, entrenadas y muy bien armadas, en las principales ciudades españolas.
En el caso barcelonés, cuenta el falangista José María Fontana (Los catalanes en la guerra de España, Grafite Ediciones, Baracaldo, 2005):
A principios de 1936, la totalidad de la guarnición estaba dispuesta a actuar, e incluso se firmó un documento de compromiso por parte de la Guardia Civil. Las fuerzas de Asalto tenían más de setenta oficiales juramentados, constituyendo la participación más clara y segura. Después de las elecciones y victoria, manu militari, de la izquierda, se perdió bastante fuerza por sustituciones y traslados de los jefes y oficiales comprometidos.
El 19 julio de 1936, con la situación militar barcelonesa en tablas, mientras la mayor parte del resto de Cataluña había caído en manos de los sublevados, sin casi oposición, fue la intervención decisiva de la Guardia Civil al mando del coronel Escobar la que dio la victoria al gobierno.
Bien es verdad [relata José María Fontana] que el absurdo estaba en alza en aquellos días, pues de otro modo no podría concebirse por quien, como yo, había conspirado abiertamente en los cuarteles de la Guardia Civil, que los jefes del benemérito instituto jugaran la carta contraria al Alzamiento, alineándose al lado de la FAI. (…) Ahora bien: en medio de tanta locura individual y colectiva hay que reconocer que Companys, desde su ángulo inmediato y corto de vista, procedió, en apariencia, habilidosamente, aun a costa de millares de cadáveres, ya que su alianza con la FAI le hizo ganar la partida del 18 de julio, y a los dos años él había aplastado a la FAI. Ni siquiera, al sentarse, triunfante, sobre el enorme montón de víctimas, ni él ni su Generalidad eran nada, ni nadie les hacía caso. ¡Triste y bochornoso final, para haber llegado a él a través de océanos de sangre!
En Barcelona, como en Madrid o en Bilbao, fueron decisivas las fuerzas de Orden Público. En todo caso, es legítima la afirmación de las izquierdas al argüir que sin la colaboración de las milicias armadas, las fuerzas del gobierno por sí solas hubieran sido incapaces de vencer. Es legítima, pero, como ocurre en sentido contrario, indemostrable. Pura historia ficción. No es ficción, sin embargo, que mientras se mantuvo una cierta organización militar en aquellos regimientos que habían permanecido fieles a la República, esas unidades se mostraron decisivas a la hora de impedir nuevos avances rebeldes. Y eso fue así, pese a la resistencia pasiva o, incluso, activa de muchos oficiales que simpatizaban con los sublevados. Es el caso de Albacete, por ejemplo.
La escasa guarnición de la ciudad manchega se sublevó el 20 de julio. Apenas un centenar de efectivos, entre soldados en funciones de ordenanzas, adscritos a la Caja de Recluta número 23, sus oficiales y varios militares en situación de reserva. Contaron con el apoyo inestimable del cuerpo de Seguridad de la capital, que no pasaba del centenar de hombres entre agentes de Policía y guardias de Asalto; y con el tercio de la Guardia Civil, unos trescientos hombres, desperdigados por los distintos pueblos de la provincia. También unas docenas de voluntarios civiles, pero casi sin armas largas. Aun con tan escasa fuerza, la sublevación se impuso sin resistencia digna de reseña no sólo en la capital, sino en los pueblos principales: Villarrobledo, La Roda, Hellín, Chinchilla y Almansa.
La reacción del gobierno se produce el día 21 de julio y cuenta con la ayuda de la recién fundada Junta Gubernamental Delegada en Valencia que, como sabemos, presidía Martínez Barrio, después de su «huida» de Madrid. De Alicante, Alcoy, Cartagena y Murcia parten dos columnas republicanas. La primera, la de Alicante, llevaba como delegado político al diputado de Izquierda Republicana Vicente Sol, que actuaba como representante de Martínez Barrio. También al comandante de Estado Mayor Sintes, de dudosa lealtad gubernamental, tanto que fue detenido tras la toma de Almansa, remitido a Alicante y fusilado. Pero lo que importa aquí es la composición de esa fuerza: guardias de asalto de Alcoy y Alicante, dos compañías de carabineros, guardias civiles, soldados de los regimientos Tarifa y Guadalajara; y sí, también, algunos milicianos.
La otra columna, la organizada con fuerzas de Cartagena y Murcia, constaba de unidades de Infantería del regimiento Sevilla, una compañía de Infantería de Marina, unidades de Asalto y carabineros, y el grupo de baterías de artillería de Murcia, que mandaba el comandante Berdonces. Es decir, el noventa por ciento de las unidades volcadas sobre Albacete eran tropa regular o profesional y estaba mandado por oficiales de carrera.
En Hellín, el comandante Berdonces y los tenientes Arcas y Vayo se pasaron al enemigo con parte de los cañones y se replegaron a Albacete para colaborar en la defensa. Pero a pesar de este golpe bajo, las unidades republicanas mantuvieron su cohesión y reforzadas con varias compañías de Marinería y con nuevas baterías procedentes de la unidad que había ganado el aeródromo de Los Alcázares, tomaron al asalto la capital el día 25. Poco pudieron hacer los defensores ante esa abrumadora superioridad de fuerzas profesionales y bien equipadas, apoyadas además por media docena de aviones. Los regimientos y las fuerzas de Orden Público habían actuado como un Ejército regular y el resultado no podía ser otro. Luego, de la limpieza de «fascistas» de la provincia, casi todos sus habitantes a tenor de la nula oposición local al Alzamiento; ya se encargarían unidades milicianas.
Concedámosle, pues, a Casares Quiroga un punto de razón cuando afirmaba que el gobierno disponía de bazas, aun en medio de todo el lío, para dominar a los sublevados. El reparto de las tropas y oficiales del Ejército de Tierra entre los dos bandos había quedado en tablas y lo mismo reza para la Guardia Civil. Pero la superioridad de los gubernamentales en fuerzas de Asalto, Carabineros, Marina y Aire era absoluta. Además contaba con los principales centros de organización y reclutamiento, y los servicios centrales, desde Veterinaria a Cartografía, pasando por Oficinas militares y Automóviles. La resolución del problema consistía, desde el punto de vista de Casares, en actuar sobre la base leal del Ejército y, fundamentalmente, las fuerzas de Orden Público una vez que se tuviera una comprensión cabal del alcance de la rebelión en la Península y, lo más importante de todo, mantener el bloqueo del Estrecho para impedir el paso de las fuerzas de África. A partir de ahí, tras la depuración de los jefes y oficiales sospechosos, se llevaría a cabo la apelación al reclutamiento y llamamiento de quintas. Pero sus compañeros socialistas del Frente Popular, que no del gobierno, tenían otros planes. Como ya hemos apuntado, en cuanto Casares comprendió que sus órdenes eran desobedecidas y que se le había instalado dentro del propio andamiaje gubernamental una estructura paralela, dimitió.
«¿NO LE PARECE QUE FUIMOS UNOS BÁRBAROS?»
En las escasas treinta y seis horas que Casares Quiroga retuvo el poder tras el alzamiento de las guarniciones africanas dictó varias medidas sagaces que, cuando menos, indican la existencia de una cierta planificación previa. Así, ordenó la destitución y detención de los coroneles Valcázar, González Badía y Romero de Tejada; del teniente coronel Julio Ríos, de los comandantes Muñoz Valcárcel, Écija Villen y Barrera Campos; de los capitanes Cordoncillo y de la Gándara, y de los tenientes López Benito y Dorado Ríos. Todos ellos estaban ciertamente comprometidos en la conspiración de Mola en Madrid y su neutralización tuvo efectos decisivos en el fracaso de los sublevados madrileños. Su segunda medida fue ordenar la concentración de medios aéreos y navales en el área del Estrecho y, la tercera, reforzar las fuerzas de Orden Público de la capital de España llamando a las unidades de Asalto de varias provincias limítrofes. De esta manera, consiguió reunir a sus órdenes directas a más de cinco mil hombres de Seguridad, profesionales; fuerza sobrada para hacer frente a cualquier contingencia. La febril actividad de Casares no terminaba allí: decretó nada menos que cuatro cambios sucesivos en la Jefatura de la Primera División madrileña, destituyó y nombró nuevos jefes de las fuerzas de Orden Público y Carabineros, y de la Inspección Central del Ejército.
Sin embargo, la descripción que nos han dejado las fuentes socialistas de la actividad del presidente del Gobierno durante esas horas no parece tener otro motivo que el de justificar una actuación claramente desleal. Veamos a Julián Zugazagoitia, director de El Socialista y en aquellos momentos amigo incondicional de Indalecio Prieto:
Casares pasó por unas crisis rayanas en la pérdida del juicio. Sus reacciones ante la noticia de nuevas adversidades estaban tan faltas de serenidad como sobradas de violencia. La persona que me proporcionaba los informes de lo que sucedía en el Palacio de Buenavista estaba atribulada: «Aquel Ministerio —me decía— es una casa de locos, y el más furioso de todos es el ministro. No duerme, no come. Grita y vocifera como un poseído. Su aspecto da miedo, y no me sorprendería que en uno de los accesos de furor se cayese muerto, con el rostro crispado por una última rabia no manifestada. No quiere oír nada en relación con el armamento del pueblo y ha dicho, en los términos más enérgicos, que quien se propase a armarlo por su cuenta será fusilado».
En lo único que podríamos estar de acuerdo con Zugazagoitia es en que aquel Ministerio era, efectivamente, «una casa», pero no precisamente de locos.
El mismo día 18 de julio, por la mañana, se reintegraba al servicio activo el teniente coronel Hernández Saravia, uno de los jefes de la UMRA, estrechamente relacionado con Largo Caballero. De inmediato, como cuenta Ramón Salas, se hizo el amo del Ministerio, hasta el punto de que llegó a ejercer simultáneamente los cargos de ministro y de jefe del Estado Mayor. Sus «indicaciones» eran asumidas como órdenes hasta por generales como Manuel de la Cruz Boullosa, efímero subsecretario, uno de cuyos hijos, José de la Cruz Presa, alférez, se había encerrado voluntariamente en el Cuartel de la Montaña con el general Fanjul, donde moriría con la mayor parte de sus compañeros.
Los jefes y oficiales afiliados a la UMRA, entre los que se encontraban casi todos los destinados en la Guardia Presidencial y en el grupo de Infantería del Ministerio, se apoderaron de todos los puestos neurálgicos del mando y de las comunicaciones, en estrecha coordinación con los delegados especiales que el PSOE y la UGT, como ya hemos visto, habían conseguido instalar físicamente en los propios edificios oficiales.
Desde el principio, la obsesión de todos fue conseguir armamento para las milicias propias, que habían sido concentradas y puestas en alerta desde el asesinato de Calvo Sotelo. No es de extrañar, por lo tanto, que Hernández Saravia hiciera firmar al subsecretario Cruz Boullosa una serie de órdenes por las que se mandaba concentrar en el Parque Central de Artillería todos los medios de movilización disponibles en Madrid. El Parque estaba al mando del teniente coronel Rodrigo Gil, miembro de la UMRA y también estrecho colaborador de Largo Caballero.
Los jefes de los distintos acuartelamientos y depósitos, desconcertados, intentaron retrasar el cumplimiento de la orden, exigiendo una confirmación escrita que, por supuesto, les llegó con la firma del general Cruz Boullosa. Es decir, mientras Casares Quiroga amenazaba con fusilar a quien repartiera armas a las milicias, su subsecretario, Cruz Boullosa, ordenaba la entrega de las reservas de fusiles, granadas de mano y munición a disposición de un teniente coronel dirigente de la UMRA. El mismo día 18 de julio, el teniente coronel Gil entregó unos doscientos fusiles, con alguna dotación de cartuchos, a una delegación de la Casa del Pueblo, sede de la UGT, encabezada por la diputada socialista Margarita Nelken, tal y como ella misma le confesó al historiador Burnett Bolloten, en 1940. Otro lote lo recibió el comunista Juan Modesto, y ya sabemos que en el Ministerio de Guerra, el capitán Luis Barceló, jefe del Grupo de Infantería, había cedido un millar de pistolas reglamentarias, con su munición, al diputado socialista Vidarte, que fueron a parar a la sede del PSOE de la calle de Piamonte. Pero una tercera expedición en busca de armas, también socialista, acabaría por precipitar la sublevación militar en Madrid…
Aunque en el Parque Central de Artillería el teniente coronel Rodrigo Gil disponía de unos sesenta mil fusiles, estos carecían de los imprescindibles cerrojos. Era una medida de precaución adoptada por el general Virgilio Cabanellas a raíz de los sucesos de octubre del 1934. Los cerrojos se encontraban almacenados en el Cuartel de la Montaña, bajo el mando del coronel Sierra, que estaba comprometido con los sublevados. El día 18 de julio, tras un tira y afloja con los ayudantes de Hernández Saravia, Serra había remitido unos cinco mil cerrojos al Parque de Artillería, «para limpiar y engrasar»; pero cuando al día siguiente se le exigieron los cincuenta y cinco mil restantes, se negó de plano y se colocó, por fin, en franca rebelión.
Existían, sin embargo, varios millares de fusiles completos en las unidades regimentales de Campamento, en Carabanchel, y daba la casualidad de que el jefe de una de las unidades allí destacadas, el batallón de Zapadores, era el teniente coronel Ernesto Carratalá, militante socialista, colaborador de Indalecio Prieto, masón y miembro, cómo no, de la UMRA. Prieto había quedado con él en que se entregarían un millar de fusiles para las milicias socialistas. En la madrugada del 18 al 19 de julio:
… se presentaron en el cuartel —cuenta Simeón Vidarte— Enrique Puente, jefe de la Motorizada, y varios jóvenes socialistas. Llevaban tres camiones para cargar los fusiles. El teniente coronel Carratalá había dado ya las instrucciones de entregar el millar de fusiles cuando varios capitanes y tenientes complicados en la sublevación se opusieron a la entrega de las armas. Aunque Carratalá quiso imponerse como jefe del regimiento [sic] y responsable del mismo y les increpó llamándoles traidores y ordenando a los soldados que les detuvieran, aquellos no se arredraron y sacando las pistolas dispararon contra el teniente coronel y lo mataron. Naturalmente que los jóvenes socialistas salieron del cuartel más que deprisa. La muerte del querido hermano Carratalá me apenó profundamente.
En la refriega, que fue mucho más amplia de lo que deja entrever Vidarte, no sólo cayó muerto Carratalá; también lo fueron el alférez Marcial Gil Gómez, el brigada Francisco Leal y Leal, y el sargento Valentín González Martínez. Los tres habían intentado apoyar al teniente coronel. De sus contrarios, resultaron heridos graves los capitanes Pelegrí y Herraiz. No hubo bajas entre la tropa, porque los soldados no intervinieron en un problema que, hasta el momento, sólo atenía a los mandos.
Pero, mientras, la cuestión política había hecho crisis en la dirección que más podía interesar a las izquierdas: Martínez Barrio había renunciado y su sustituto, el doctor José Giral Pereira, ministro de Marina en el gobierno de Casares Quiroga y contertulio de Manuel Azaña, había aceptado el encargo del presidente de la República de formar gobierno. Iba a ser un gobierno de guerra y, por supuesto, su primera orden fue para autorizar el reparto de armas.
De todas formas, varios cientos de milicianos socialistas, comunistas y anarquistas ya habían sido armados «extraoficialmente» y se dispersaron por Madrid y sus alrededores en misiones de vigilancia y control.
Patrullaban por las calles grupos de obreros que empezaban a detener los coches. No se veía un soldado y, lo que me pareció más sorprendente, un solo guardián del Orden Público. La ausencia de los poderes coactivos del Estado era notoria.
(Testimonio de Martínez Barrio)
Al punto de la media noche quedan guardadas todas las salidas de la Puerta del Sol. Los alrededores de los cuarteles, los centros obreros, los barrios populares y las entradas de la ciudad. Los obreros armados controlan el tráfico de vehículos. Coches y tranvías son minuciosamente registrados. Patrullas volantes recorren en automóviles los distintos barrios, llevando órdenes, revistando puestos de guardia.
(Testimonio del dirigente comunista César Falcón)
Al llegar a la capital vimos que tenía un aspecto muy distinto del de unas pocas horas antes: disparos en cada esquina, iglesias ardiendo y grupos de milicianos haciendo fuego sin orden ni concierto contra los «pacos», tiradores desconocidos que con un disparo de pistola desde una azotea, creaban una conmoción terrible en todo un barrio, y eran contestados por miles de fusiles y decenas de ametralladoras que acribillaban todo. Junto a un templo, cerca de la calle de Toledo, el camino estaba cortado. En la torre, rodeada ya del humo del incendio, decían que alguien se había refugiado, aunque nada se veía y el tiroteo desde los alrededores era muy intenso. (…) La situación real, que podía observar el que mirase a la calle, es que había terminado la II República. La sublevación militar, paradójicamente, había desencadenado la revolución que pretendía impedir y el poder efectivo estaba en manos de los grupos armados, de anarquistas, socialistas y comunistas, aunque se mantuviera formalmente el gobierno como símbolo de la legalidad republicana ante la opinión internacional.
(Testimonio de Manuel Tagueña Lacorte, dirigente de las Juventudes Socialistas Unificadas)
En la mañana del lunes 21 de julio [sic] me desperté, por primera vez en mi vida, al son de un insistente cañoneo. Algo se me encogía en el estómago al constatar que aquello ya no era el ruido de algún disparo de fusil que tantas veces me había perturbado el sueño en los últimos cuatro o cinco años de agitada vida madrileña. Aquello que oía desde mi cama en la cálida mañana de julio era evidentemente otra cosa. Me levanté y salí a la calle. Madrid parecía transformado. De la noche a la mañana, jóvenes de ambos sexos que pertenecían a diferentes organizaciones sindicales parecían haber adoptado un uniforme común: el mono azul. Habían confiscado gran cantidad de coches y se dedicaban a patrullar las calles de Madrid, sacando escopetas y pistolas por las ventanillas. (…) Uno tenía que tomar sus precauciones cuando salía de casa. En aquella mañana del mes de julio me costó bastante llegar hasta la esquina. Allí me di cuenta de que la parroquia del barrio estaba en llamas. Le pregunté a un obrero quién la había incendiado. El obrero dio un repaso a mi traje burgués de americana y corbata antes de contestarme: «Camarada, los curas se han hecho fuertes en el interior y nos han disparado desde dentro… Pensamos que había llegado la hora de darles un escarmiento». Es difícil saber si fueron los curas o los obreros los que empezaron aquella refriega. Durante aquel día ardieron cinco o seis iglesias en Madrid.
(Testimonio de Henry Buckley, corresponsal de The Daily Telegraph)
En la sede de la CNT le recibieron con abrazos. La sede del sindicato, como la Casa del Pueblo de los socialistas, era un hervidero de gentes que buscaban armas, se presentaban para la «batalla» y salían a cumplir diversas misiones. Pronto le asignaron a Cipriano Mera un cometido. Con un grupo de hombres, tenía que tomar un palacio de la Castellana donde se decía que se habían depositado las armas fascistas. Cuando él y su grupo llegaron al palacio no hallaron armas, pero descubrieron que saqueadores civiles se llevaban un botín completo: sillas, vasijas, vajillas de plata…
(Tomado de Guerra, exilio y cárcel de un anarcosindicalista. Cipriano Mera)
Sí, la II República había terminado. La gran operación contra la República burguesa llevada a cabo por el sector socialista de Largo Caballero había tenido éxito. Mucho tiempo después, en el exilio, Luis Araquistain, consejero áulico de Largo Caballero, director del semanario de la UGT Claridad y adversario sin contemplaciones de Indalecio Prieto, explicaba a Juan Marichal, el compilador y exegeta de la obra de Manuel Azaña, cómo habían llevado a buen término esa «maniobra de gran estilo» para acabar con la República burguesa.
Tiendo a dar considerable peso de verdad —escribe Juan Marichal— al siguiente relato que me hizo don Luis Araquistain poco antes de su muerte en París. Según Araquistain, el grupo extremista del Partido Socialista, en el cual él mismo era la cabeza más «pensante», quería eliminar a Azaña de toda posición gubernamental de carácter ejecutivo, e impedir asimismo que Prieto fuera nombrado primer ministro. De ese modo, el gobierno estaría en manos sobradamente incapaces para frenar a las masas o para calmar a las derechas y se precipitaría el paso a un gobierno francamente revolucionario. La maniobra, según Araquistain, fue muy sencilla de realizar: se «empujó» a Azaña hacia la presidencia de la República y cuando este (como era de esperar) pensó en Prieto para sustituirle a la cabeza del gobierno, se encontró con un veto absoluto de su propio partido, el Socialista. «Así los inutilizamos a los dos», me dijo el antiguo dirigente socialista, añadiendo: «¿No le parece a usted que fuimos unos bárbaros?».
Araquistain no era ya, por supuesto, el mismo hombre que, imbuido de un mesianismo revolucionario de vocación tardía, escribía en agosto de 1936 a su esposa Trudi que «las cosas no pueden ir mejor dentro de la desorganización militar que creó la sedición de los rebeldes. (…) En suma, que la victoria es indudable, aunque todavía pasará algún tiempo en barrer de todo el país a los sediciosos. La limpia va a ser tremenda. Lo está siendo ya. No va a quedar un fascista ni para un remedio, sobre todo los más significados. No hay quien contenga a la gente».
El historiador Burnett Bolloten, autor de la conocida y monumental historia de la revolución de 1936, también da crédito al relato que le hizo Araquistain a Marichal y, además, cita una fuente concordante:
El relato de Marichal ha sido confirmado por Mariano Ansó, ministro durante la guerra civil (titular de Justicia, en noviembre de 1938) quien, a pesar de sus diferencias políticas, siguió manteniendo relaciones cordiales con Araquistain. Según Ansó, durante una conversación mantenida con el dirigente socialista varios años después, este no omitió ni el más mínimo detalle sobre la «maniobra de gran estilo concebida por él y puesta en práctica por el largocaballerismo dueño de los resortes del Partido Socialista». «Coincido con Marichal —afirma Ansó—, en que en el relato de Araquistain había algo de asombro y quizás de remordimiento por las inmensas consecuencias de su actuación.»
Indalecio Prieto debía de ser consciente de aquella maniobra o, cuando menos, intuirla. Su actuación a partir de aquel episodio (abril de 1936) en el que no se decidió a gobernar con el apoyo de la derecha republicana, «para no fracturar irremediablemente el partido», fue siempre tormentosa y en muchas ocasiones inexplicable. Conviene recordar la cita de Clara Campoamor: «Prieto esperaba sacar sus cualidades de estratega a la luz del día y, merced a un rápido triunfo sobre los alzados, imponerse a sus enemigos internos, los socialistas revolucionarios de Largo Caballero».
De momento, en aquellos primeros dos días de guerra la situación de las izquierdas evolucionaba favorablemente dentro de la gravedad. En Barcelona, la sublevación había sido aplastada y el general Goded, llegado a la Ciudad Condal desde Mallorca para hacerse cargo del mando cuando ya estaba todo decidido, capturado vivo. El presidente de la Generalidad, Luis Companys, le hizo hablar por la radio anunciando su derrota y desligando a sus hombres del compromiso contraído con él y con la sublevación.
Aquí sería preciso hablar también del general Goded [escribe José María Fontana en su ya citada obra Los catalanes en la guerra de España]; pero preferimos no hacerlo. Al fin y al cabo murió por España. A pesar de las cortinas de humo y de los silencios, no podemos olvidar aquella voz difundida por la radio (…). El Alzamiento había triunfado en Lérida, Seo de Urgell, Gerona, Mataró y no tenía enemigo serio en Tarragona. En toda Cataluña no se movieron las fuerzas de izquierda hasta que no oyeron al general, y aun en muchos sitios hasta el lunes (día 20 de julio) o el martes, pues la verdad es que los contingentes comunistas y anarquistas eran muy escasos y los núcleos importantes de la Ezquerra no hicieron acto de presencia militar ni en Barcelona ni en el resto de Cataluña. Sólo la victoria inesperada las reanimó algo. Leamos el juicio del enemigo: «¿Quién puede desconocer el inconmensurable valor político de las declaraciones que nuestro Presidente, Luis Companys, obtuvo del jefe faccioso, al declarar delante del micrófono a todas las fuerzas insurrectas y a todo el mundo su fracaso?». Si esto escribió un hombre tan frío como Tarradellas, por algo será. A pesar de todo, el recuerdo de aquella sonrisa despectiva y de aquel cigarrillo humeante frente a la chusma de políticos y milicianos, en el quieto amanecer del foso de Montjuich, nos llena de simpatías y de dolor por aquel general valiente que supo morir como vivió.
La batalla de Barcelona había sido brutal. Prácticamente todas las unidades militares de la Guarnición, apoyadas por un centenar de falangistas y doscientos voluntarios tradicionalistas, salieron a las calles para ocupar los centros neurálgicos de la ciudad. Pero la tropa era muy escasa, a causa de los permisos de verano, y se registraron bastantes deserciones, incluso de oficiales y jefes progubernamentales, que consiguieron retener al escuadrón de Alcántara y a la fundamental Brigada de Infantería dentro de los cuarteles. Aun así, los escuadrones de Caballería de Montesa y Santiago; la Artillería ligera y el grupo de Montaña, con otras unidades, comenzaron su marcha convergente por las avenidas de Barcelona desde sus acuartelamientos en la periferia.
Enfrente, cerca de un millar de milicianos anarquistas; unos armados el día anterior por la Generalidad, y otros, los más, provistos de las armas incautadas en los barcos mercantes atracados en el puerto y en las armerías de la ciudad. Junto a ellos los mozos de Escuadra, los carabineros y, sobre todo, las fuerzas de la Guardia de Asalto. Si los sublevados creyeron contar con la colaboración de algunos de estos últimos, se equivocaron. En tres meses, se habían producido sesenta y un cambios de destino y destituciones entre los oficiales de Asalto, garantizando para la República la fidelidad de una fuerza eficaz cercana a los dos mil hombres.
La incógnita residía en el comportamiento de la Guardia Civil. Y fue un factor determinante, a su vez, en la decisión de entregar armamento a la CNT y la FAI. Veamos. Con las fuerzas de Orden Público al servicio de la Generalidad, su jefe, el capitán de Caballería Federico Escofet Alsina, consideraba que se podía hacer frente a la inminente sublevación sin necesidad de armar a los anarquistas. Escofet, que había participado activamente en la revolución de Octubre de 1934 y fue condenado a muerte y amnistiado, no sólo guardaba una manifiesta antipatía a los anarcos, sino que temía, y con razón, las consecuencias de armar a aquellos bárbaros. Desde el asesinato de Calvo Sotelo, el 13 de julio, el capitán Escofet había llevado a cabo una previsora política de acercamiento con los jefes de la Guardia Civil, el general José Aranguren y el coronel Antonio Escobar, y consideraba, con fundamento, que la Benemérita se mantendría fiel al gobierno. Pero, desde luego, no podía tener una seguridad absoluta del comportamiento de aquel millar de hombres, que veía en los anarquistas y los de la Ezquerra a sus «enemigos naturales». En la duda, hizo lo que pudo: limitar la entrega de armas a unos mil fusiles y otras tantas pistolas.
El avance hacia sus objetivos de las fuerzas sublevadas fue penoso. En duros combates callejeros, en medio de emboscadas y francotiradores, las columnas tuvieron que detenerse y pasar a la defensiva en plena calle o buscando refugio en los edificios más sólidos. De cualquier forma, la situación estaba en tablas. El general Goded, recién llegado en avión, trataba afanosamente de reorganizar la ofensiva y pedía refuerzos a Mataró, Gerona y Palma de Mallorca. En el bando contrario, el peso de la lucha había recaído hasta entonces en la Guardia de Asalto, tremendamente desgastada a causa de las bajas. También las milicias anarquistas, con menos experiencia, habían sufrido mucho: casi seiscientos muertos se contarían al acabar todo. Situación confusa, de espera en tensión, cuando…
Corre la voz de que viene la Guardia Civil; desde el lugar que ocupa Felipe Villaró, junto al chiringuito situado frente al edificio de la Universidad, no se les ve. Por un instante se detiene el tiroteo. El comandante Gibert de la Cuesta está cerca de una ametralladora manejada por un brigada. La expectación y la incertidumbre les dominan a todos.
Comienza a estar cansado y desalentado; las emociones han sido excesivas para un muchacho de su edad. Ha disparado, ha visto caer muertos y heridos a compañeros suyos; a su vez también ellos han matado y herido a numerosos enemigos: paisanos y guardias de Asalto. Por efecto del calor, de que no ha comido y de la emoción, nota un ligero aturdimiento. A primera hora detuvieron a un diputado sindicalista, Ángel Pestaña, muy conocido en los medios obreros barceloneses. Le han retenido algún tiempo en el interior de la Universidad, donde se ha establecido el puesto de mando de este sector; después ha sido enviado al cuartel de Montesa. Requetés de paisano han venido a ofrecerse; les han destacado en la parte trasera del edificio para que lo defiendan por ese lado.
Está cundiendo el desánimo. Advierten que desde hace unas horas se han colocado a la defensiva y que los guardias y los anarquistas se comportan como dueños de la ciudad. Por la parte del casco antiguo, se alzan columnas de humo negro; están quemando las iglesias.
Aparecen los primeros guardias civiles con un jefe al frente. ¿Habrán decidido intervenir a su favor? ¿O vendrán a atacarles? En la aparición de estos guardias, seguros de sí mismos, revestidos del prestigio que el uniforme les da ante la gente de orden, hay como una incitación al fatalismo que anula cualquier decisión de tomar iniciativas. Si se han puesto por fin a favor del Ejército, vencerán; si por el contrario vienen a atacarles, resulta inútil resistirse.
La maniobra es rápida, en pocos minutos la plaza se ha llenado de uniformes que han desbordado las primeras líneas de defensa. Imposible contarlos, son muchísimos; ni los oficiales ni los soldados han disparado un tiro.
El jefe, que lleva en la mano un bastón de mando, se aproxima al comandante Gibert de la Cuesta.
—Mi coronel, sin novedad en la plaza de la Universidad.
El coronel que manda a los guardias civiles se le queda mirando con fijeza; no sonríe, no aprueba, no hay en su mirada un destello de camaradería o solidaridad.
—¿Qué hace usted aquí, comandante, con esta gente? ¿Por orden de quién han disparado ustedes?
El comandante, cuya fatiga se acusa en los trazos del rostro, parece perplejo.
—Por orden del coronel de mi regimiento y al servicio del movimiento salvador de España.
El rostro del coronel de la Guardia Civil se contrae; echa el brazo atrás y en gesto rapidísimo golpea con el pomo del bastón en el estómago del comandante. El dolor le dobla un instante. El coronel de la Guardia Civil se vuelve hacia sus subordinados.
—¡Detenedle, es un rebelde!
Se produce un movimiento de desconcierto. Los guardias apresan al comandante; otros se abalanzan sobre el brigada de la ametralladora y sobre los servidores. Todo ocurre muy aprisa. Oye la voz enérgica del coronel:
—¡Todos presos! (…)
Uno de los oficiales, a quien sacan los guardias de Asalto del casino militar, se vuelve hacia la Guardia Civil y grita desaforadamente.
—¡Canallas, traidores!
Al oficial lo arrastran a empellones hasta una camioneta descubierta aparcada en la calle de Fontanella. En la camioneta, unos muchachos detenidos también, contemplan tristemente la escena.
(Tomado de Luis Romero, Tres días de julio, editorial Ariel. Edición definitiva de 1994)
Dos cazas rojos ametrallaron repetidas veces las torres del edificio y la plaza de la Universidad. En los primeros momentos hubo una pequeña confusión porque creímos que dichos aviones eran afectos a la causa nacional (…). Hasta las catorce horas llevábamos cogidos al enemigo unos treinta o cuarenta coches y más de quinientos prisioneros. Estos estaban integrados por una pequeña parte de guardias de Asalto y un gran número de militantes de los partidos marxistas como podía verse por los carnés que les fueron ocupados. La inmensa mayoría de estos detenidos iba provista de pistolas, y otros de escopetas. Alrededor de las 14:30 horas, vimos venir hacia nosotros unos destacamentos de la Guardia Civil, con visibles señales de paz, haciendo señales con pañuelos blancos, a los que con la mayor alegría viendo en ellos a unos hermanos de lucha, hicimos paso confiando en su lealtad al pacto que voluntariamente habíamos contraído. (…) Seguidamente fueron liberados los prisioneros que habíamos tomado al enemigo y nosotros desarmados y detenidos, siendo conducidos a la calle Aribau, frente a la horchatería Valencia. Allí procuramos quitarnos la ropa militar y nos evadimos la mayoría de los requetés, contando con la complicidad benévola de algún elemento sano de la Guardia Civil, descontentos de la traición de sus jefes.
(Informe del requeté Juan Correa, tomado de La represión política en Cataluña, de César Alcalá, Grafite Ediciones, 2005)
Con el correr de los meses, y tras la feroz represión de Barcelona y la ocupación del poder por los libertarios —ocupación completa que dejó a la Generalidad convertida en una simple fachada hasta el punto de que un anarquista, Barriobero, privatizó para sí el Palacio de Justicia, con sus rentables juzgados de lo Civil— casi medio millar de los guardias civiles del Tercio de Barcelona se pasarían a las filas de Franco o morirían en el intento. Pero la sensación interiorizada por los rebeldes de que la Guardia Civil de Barcelona había cometido un acto deliberado de traición no se extinguiría hasta la muerte, ya por razones biológicas, de los supervivientes. Tras la guerra, la represión de los jefes y oficiales del Tercio de Barcelona fue tremenda. Entre los meses de marzo y noviembre de 1939 murieron fusilados el general José Aranguren, el coronel Antonio Escobar Huertas, el coronel Francisco Brotons, el teniente coronel Modesto Lara Molina, el teniente coronel Juan Aliaga Crespi, el teniente coronel Antonio Moreno Suero, el teniente coronel Juan Colinos Suevo, el comandante Mariano Aznar Monfort y el teniente Pedro Garrido Martínez.
Pero si en el otro bando, el republicano, las inmediatas y duras represalias barcelonesas sobre los alzados y sus supuestos, o reales, colaboradores tenían su razón en la dureza de la lucha, no se entienden otras venganzas catalanas como las de Lérida o Gerona, donde los sublevados depusieron las armas prácticamente sin combatir. En esta última provincia, por ejemplo, fueron asesinados 165 sacerdotes, 69 religiosos y cuatro monjas. La brutalidad desatada hizo que los delegados de la Generalidad Layret y Amadeo Oliva, este último jefe, además, de la Comisaría de Orden Público, abandonaran sus puestos y aun la región; lo que haría preguntarse a José María Fontana: ¿por qué los sembradores de vientos no quieren saber luego de las tempestades?
En Madrid, las noticias del fracaso de la sublevación en Cataluña se recibieron con el lógico alborozo pese a que, por fin, la rebelión había dado la cara en la capital de España y la situación seguía siendo confusa y volátil.
Mientras todas las diligencias, previsiones y precauciones tomadas con acierto por los militares socialistas de la UMRA empezaban a dar réditos, la organización hacía agua en el campo rebelde madrileño. Los escalones de mando altos de la guarnición más numerosa de España y la mejor dotada estaban desempeñados por generales y jefes cuidadosamente escogidos por su lealtad republicana. Por el contrario, los encargados de llevar a cabo la sublevación, los generales Villegas, Fanjul y García de la Herrán, no tenían mando efectivo alguno. Contaban con apoyos notables entre algunos coroneles y tenientes coroneles y, sobre todo, entre la oficialidad más joven; pero, perseguidos implacablemente por la Policía y los hombres de la UMRA, tuvieron que cambiar frecuentemente de alojamiento durante los días clave. De hecho, el papel de Villegas, encargado de tomar el Ministerio, se perdió en la confusión reinante; Fanjul, que debía hacerse cargo del Cuartel General de la 1.ª División, acabó por incorporarse al Cuartel de la Montaña, una vez que el coronel Serra, como vimos, se declaró en rebeldía, negándose a entregar los cincuenta y cinco mil cerrojos de fusil que restaban. Sólo García de la Herrán cumplió con el cometido previsto, haciéndose con el mando del cuartel de Campamento, en Carabanchel.
Había que actuar rápido, pero no se hizo. Mientras se preparaba en Campamento la salida de las unidades, retrasada una y mil veces por las resistencias de los militares leales al gobierno, otro de los acuartelamientos comprometidos, el de artillería de Getafe, sacó algunas piezas e hizo fuego sobre el aeródromo, pero los rebeldes fueron pronto reducidos por una combinación de ataque exterior (con fuerzas de Aviación, Asalto y las primeras unidades milicianas socialistas armadas la tarde anterior) y una contrasublevación interna a cargo del comandante Enrique Jurado Barrio. Este oficial, jefe de uno de los grupos del regimiento, había sido arrestado por los rebeldes en los primeros momentos, pero en la confusión y el desánimo se liberó y recuperó el mando. En Campamento de Carabanchel ocurrió algo similar. Una reacción interior acabó con el mando y la vida del general García de la Herrán. Bombardeados por la Aviación, que se había puesto, salvo algunas excepciones, del lado del gobierno, rotos los lazos de disciplina, el general murió a manos de sus propios soldados. Otros acuartelamientos de Madrid, como Pacífico, Remonta o Vicálvaro, apenas ofrecieron conatos de rebelión. El regimiento de Trasmisiones de El Pardo optó por la fuga: abandonó el cuartel en formación motorizada y cruzó la sierra de Guadarrama a tiros para unirse a los rebeldes. Entre los soldados figuraba un hijo de Largo
Caballero.
Sólo quedaba, a primeras horas de la tarde del día 20, como sublevado, el Cuartel de la Montaña, enorme recinto en el que se acuartelaban diversos regimientos y dependencias. En total, un millar de hombres, incluidos unos ciento cuarenta falangistas y sesenta cadetes que estaban de permiso en Madrid, pero minados, como en todas partes, por las disensiones y por las resistencias internas de los partidarios de la República.
Además, la UMRA se había movido con precisión y, ya en la tarde anterior, sin seguir el cauce oficial, el coronel Rodrigo Gil, el mismo que empezó a repartir armas contra las órdenes explícitas de Casares Quiroga y Martínez Barrio, había hecho emplazar en la plaza de España dos piezas de artillería del 105 y una más del 155, único calibre capaz de atravesar los muros del caserón. Los cañones estaban mandados por el capitán Urbano Orad de la Torre, uno de los oficiales de la UMRA, también masón, complicado en la organización del asesinato de Calvo Sotelo.
Técnicamente no se puede hablar de asalto en regla al Cuartel de la Montaña. Acompañados de una gran multitud de paisanos curiosos, la mayoría desarmados, los guardias de Asalto organizaron el cerco y entró en juego la Aviación de Getafe y la Artillería del capitán Orad de la Torre. En medio del desconcierto, algunos soldados del cuartel abrieron el portón y otros enarbolaron una bandera blanca desde una ventana. La multitud se abalanzó sobre el edificio y fue barrida por las ametralladoras de los sublevados a quienes nadie había dado la orden de rendición y que, además, no habían podido ver la bandera blanca. Nuevos cañonazos, más deserciones, fuego de fusilería y ametralladoras por ambas partes y, por fin, sin que los historiadores se pongan de acuerdo en la sucesión de los hechos, una compañía de la Guardia Civil penetraba en el patio principal desde el parque del Oeste, al tiempo que se abrían las puertas que daban a la plaza de España.
El asalto popular sí fue, entonces, masivo. La izquierda siempre ha justificado la matanza que siguió en que se trataba de un movimiento espontáneo llevado a cabo por una población indignada. Y se arguye con el asunto de la bandera blanca como argumento incontestable. Sin embargo, los relatos de los testigos no suelen concordar y explican mal cómo fue posible que los jefes más caracterizados, como Sierra o Fanjul, fueran cogidos vivos para ser juzgados y fusilados ejemplarmente. Más parece que se trató de un movimiento «espontáneo», pero perfectamente controlado.
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(*) NOTA DE LA REDACCIÓN: Este texto corresponde a los tres primeros capítulos del libro de Alfredo Semprún, La memoria oculta del PSOE en la Guerra Civil (LibrosLibres, 2006). Queremos agradecer tanto al autor como al director de la editorial LibrosLibres, Álex Rosal, su gentileza por facilitar la publicación de dicho texto en Ojos de Papel.