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El grito de Yara y la caída de Bayamo
Por Santiago Perinat, martes, 31 de octubre de 2006
Las Guerras Mambisas (1) son la crónica de los treinta años de guerras (1868-1898) que los cubanos sostuvieron contra los españoles, para ganar su independencia. No hubo vencedor. Los EE.UU. conquistaron Cuba y pusieron fin a la lucha. En el texto se narran las operaciones militares, combates y escaramuzas, las marchas agotadoras y las dificultades de aprovisionamiente. Se elude cualquier interpretación, sólo se exponen los hechos.
El Grito de Yara se dio el 10 de octubre de 1868. Oriente y Camagüey, regiones pioneras de la independencia cubana, quedan lejos de La Habana y, por tanto, del poder de los capitanes generales que detentaban la autoridad. Las leyes eran severas, pero su aplicación poco menos que nula. El contrabando era norma, y no excepción. La defensa de las ciudades, en los siglos de la piratería, estuvo encomendada a los vecinos por falta de guarniciones. Tampoco los recaudadores de impuestos se atrevían a visitar las ciudades más alejadas.
Los extensos potreros de Camagüey crearon un tipo humano muy parecido al gaucho, al cowboy o al charro: jinetes atrevidos, de fogoso individualismo, acostumbrados a resolver por sí mismos todas sus incertidumbres. En Oriente era mayor que en ningún sitio la población de color libre, que formó el núcleo del Ejército Libertador. También se habían asentado muchos haitianos blancos, de origen francés, huidos de las terribles rebeliones de 1791-1806; y americanos de Tierra Firme, tras las guerras de Simón Bolívar, Sucre, Páez, etc.. Los españoles peninsulares eran pocos y casi todos avecindados en la costa (Santiago, Manzanillo, Baracoa, Guantánamo). Según Enrique Collazo, había un importante núcleo de catalanes, llegados a Oriente al socaire de las riquezas por explotar.
Hugh Thomas ha señalado que los cubanos, después de 1898, reescribieron su historia, acomodándola a su patriotismo incipiente. Por ello es difícil que acepten que Carlos Manuel Céspedes se precipitó. Un mes antes de Yara se había sublevado la flota de Cádiz, y un nuevo régimen se instalaba en Madrid. Fue un período de progreso político como no había existido antes. Se lamentaba un político conservador (¿Cánovas?): Es fatal coincidencia que la rebelión se haya despertado en Cuba, con más energía, cada vez que España se ha encontrado en disposición de hacer algo por sus posesiones transatlánticas. Los insurrectos levantaron el estandarte de la rebelión al tener noticias de que en España se luchaba por las libertades en ambos pueblos (Soulere).
Los políticos y militares del Sexenio (Prim, Serrano, Pi i Margall, Cánovas, Castelar, Martínez Campos, Ros de Olano, etc.) veían con simpatía la abolición de la esclavitud y de los privilegios de la camarilla peninsular en Cuba. Concha, el represor de 1851, había sido enviado al exilio. Los decretos relevando al Capgen. Lersundi y a su segundo, el Conde de Valmaseda, llevaban fecha 8 Oct. 1868. En Madrid nadie descartaba siquiera la independencia de la Isla, si bien era preferida una fórmula de autonomía que no alterara la soberanía. También participaron de esta ideología los Capgen. que se sucedieron en La Habana durante los diez años siguientes: Domingo Dulce, Caballero de Rodas, Candido Pieltain, Jovellar y el mismo Martínez Campos. El Marqués de La Habana y Valmaseda debieron su nombramiento al endurecimiento de la lucha. Lersundi era un hombre de Narváez, nombrado por Isabel II. Otro de los duros, Polavieja, también preconizó la autonomía o la independencia como solución inevitable. Aquellas guerras atroces pudieron esquivarse.
Las premuras de Céspedes se debieron a su temor a ser detenido de un momento a otro (2) Reunió un grupo de adictos en su finca “La Demajagua”, y proclamó la independencia de Cuba. Eran treinta y siete, todos propietarios rurales, a los que se agregó un séquito de parientes, criados, mozos de campo y esclavos, hasta un total de 147 combatientes. Los blancos iban armados de escopetas de caza y algunos rifles. Los negros, sólo de machetes, garrotas y lanzas de durísima madera de jiquí. La conspiración era mucho más amplia, y la rebelión estaba fijada para un año más tarde. Francisco Vicente Aguilera, un rico propietario de miles de caballerías de terreno y de medio millar de esclavos, era su líder natural. Él y otros conjurados acordaron adelantarla al 14 de octubre. La iniciativa tomada en La Demajagua los cogió por sorpresa. Tardaron algún tiempo en sumarse a la lucha. Aguilera, despechado, prefirió exiliarse.
El capitán general no estaba mejor informado: la historia de los españoles ha sido siempre la de sus imprevisiones. La Isla estaba desguarnecida. El Tesoro abonaba los haberes de 20.809 soldados; pero sólo había 7.513. Y de éstos, 3.361 eran asistentes, machacas y otros destinos misteriosos. Las tropas que entraron en campaña fueron exiguas (3). En uno y otro bando, los momentos iniciales tuvieron un aire artesanal.
Como era obligado, Céspedes lanzó una proclama altisonante, anunciando el fin de la tiranía, la felicidad de los cubanos, etc., etc.: una cursilería, según Gonzalo Reparaz. La fechó en Manzanillo, ciudad cabecera de la jurisdicción, que contaba con una respetable población de 20.000 almas. La primera de sus ingenuidades fue no atreverse luego a asaltarla. Temió que se desataran las represalias: muchos conjurados tenían allí su hogar y familias.
Primero de todo intentaron ocupar la pequeña población de Yara (11 Oct.), donde contaba con simpatizantes. De haberlo hecho de manera fulminante, no habría encontrado resistencia: la guarnición se reducía a cuatro salvaguardias (alguaciles). Pero había que guardar formalidades: Céspedes no era el cabecilla de una cuerda de bandidos, sino el presidente de la República. Intimó solemnemente la rendición que fue aceptada. Mientras los parlamentarios regresaban satisfechos, una tropa de 125 soldados, que marchaba de Bayamo a Manzanillo, entró por el arrabal opuesto. Y al realizar los cubanos su entrada triunfal, fueron acogidos por una descarga. No acertó a nadie. Los inicios de la revolución eran de parodia, rio Antonio Pirala.
Un militar dominicano Luis Marcano, reorganizó la dispersa hueste mambisa. Yara, evacuada por los españoles, fue ocupada sin un tiro dos días después. Marcano actuó con presteza. Envió una patrulla a apoderarse de Jiguaní (4) por las tremendas, sin atender a ritos. La única oposición fue un salvaguardia que tocó la campana de alarma, hasta que fue muerto de un balazo. Un sastre que se negó a secundar el grito de ¡Viva Cuba Libre!, fue también asesinado. El sainete se trocaba en tragedia, sin ganar grandeza. Para entonces acudían de todos sitios partidas de negros armados, a ponerse a las ordenes de Céspedes. Cuba Libre se extendía como una mancha de aceite. Baire, otra población de importancia, fue ocupada sin resistencia.
La torpeza de la reacción española fue asombrosa. El vacío de poder creado por la Revolución de septiembre (la Gloriosa), no es suficiente explicación. Cuando los insurrectos se presentaron ante Bayamo habían transcurrido ocho días, y el gobernador, Coronel Julián Udaeta, pudo haber armado a la población adicta. No lo hizo. Posiblemente repugnaba a su mentalidad de masón entrar en una guerra que temía cruel. Y confió en que Céspedes y sus compañeros, también masones, no lo harían. Se equivocó totalmente.
Bayamo era una ciudad antigua. Cronológicamente, la segunda de las fundadas por los españoles en Cuba (después de Baracoa). Y capital de una extensa jurisdicción. Contaba con 2.000 hogares, y en ella se levantaban nueve iglesias y conventos. Se rindió tras otra parodia de asedio. Refugiados en el sólido edificio de la cárcel, 160 defensores aguantaron dos días. Las únicas bajas fueron siete cubanos, artilleros improvisados, que manejaban un cañón que se trajo Céspedes: rompieron el fuego desde el interior de un cobertizo, con tan mala fortuna que prendió un barril de pólvora y saltaron por los aires, con cobertizo y todo.
Una columna española, al mando del Tcol. Campillo, intentó auxiliar Bayamo, pero topó con unas partidas apostadas en la sabana de Barrancas. Bajo una lluvia feroz, ambos bandos se tirotearon, sin mucho entusiasmo, a orillas del arroyo Babatuaba. Campillo se retiró a Manzanillo con precipitación innecesaria (Pirala). Muchos años después, Máximo Gómez contaría al periodista Grover Flint, que habría sido una hazaña personal de Marcano. Era buen tirador y se había parapetado tras unos árboles, con una docena de negros que le iban cargando los fusiles a medida que él disparaba. Grupos de esclavos recién liberados, armados de machetes, se dejaron ver por el entorno. Campillo creyó que tenía delante una gran partida y ordenó la retirada.
Más serio fue el esfuerzo realizado por el Coronel Quirós desde Santiago. Con 700 hombres y un cañón de montaña, llegó por el camino real hasta el río Contramaestre. Las aguas bajaban bravas y no había, por supuesto, ningún puente. Al otro lado, atrincherados en la Venta de Casanova, esperaban 80 insurrectos, mal armados y peor preparados. El combate duró unos minutos: los que tardaron éstos en echar a correr tras un par de cañonazos. Cinco horas después la columna española entraba en Baire. En cabeza iba el párroco, un cura vizcaíno, con capa pluvial y custodia: los métodos artesanales alcanzaban a la acción psicológica.
Bayamo, donde aún resistía (es un decir) el Coronel Udaeta, quedaba a 30 kilómetros, pero Quirós no siguió adelante. Marcano se le opuso con una heterogénea tropilla de 300 mambises (Soulere). Otro dominicano, Máximo Gómez, realizó la primera carga al machete de todas aquellas guerras. Para Enrique Collazo aquella carga enseñó a los cubanos su arma favorita (el machete). Reparaz escribiría que solo servía ante una infantería novata, dirigida por oficiales faltos de decisión, como era el caso. Se creó la leyenda de que un machetero había cercenado el cañón de un fusil español, de un tajo seco; lo que, por supuesto, nunca sucedió.
Después de varios días, Quirós se retiró hacia El Cobre llevando consigo muchas familias adictas (26 Oct.). Los mambises le persiguieron, y estuvieron a punto de cogerle en la Venta de Casanova. Les faltó experiencia. Con barro hasta las rodillas, y tras sufrir casi 300 bajas, la columna española atravesó el curso superior del Cauto, donde cesó la persecución. Las jurisdicciones de Bayamo y Jiguaní, hasta Palma Soriano, habían quedado para Céspedes. Como sentenciaría Pirala: No ahogada la insurrección al nacer, sería más difícil impedir sus progresos. Reparaz sería cáustico: Udaeta, Campillo y Quirós hicieron más por la rebelión que todos los insurrectos. Bayamo fue, en los tres meses siguientes, la capital de Cuba libre.
Camagüey se sublevó en noviembre. El día 6, los insurrectos tomaron Guáimaro, una aldehuela que la guerra convertiría en histórica. La rebelión se extendía por un extenso territorio de 300 kms de largo: una cuarta parte de la Isla. Las ciudades seguían en manos de los españoles, salvo Bayamo, con lo que la población rebelde no excedía de las 50.000 almas.
Un brusco temporal de aguas había favorecido a los cubanos. Pero también hubo inhibición de los gobernadores militares. Ninguno tomó la iniciativa. Sólo Holguín y Las Tunas hicieron resistencia tenaz. Holguín fue atacada el 30 Oct., por un aventurero venezolano, Amadeo Manuit, nombrado general por Céspedes. La guarnición, un centenar de españoles a cuyo frente estaba un militar y hacendado catalán, el coronel Francisco Camps y Feliú, se parapetó en tres reductos: la Periquera, la iglesia de San José y el Hospital Militar. La primera era un sólido edificio que albergaba la Comandancia Militar y el Casino Español. La lucha se prolongó hasta diciembre. Camps y Manuit celebraron una conferencia, cara a cara, sentados en sendas hamacas en el centro de la plaza. Las miradas anhelantes de los soldados, de los sitiadores y de toda la población seguían sus gestos. Camps escribiría (La Defensa de Holguin) que consiguió que su interlocutor dudara sobre la lealtad de sus gentes. El venezolano quedó desconcertado y la lucha perdió intensidad. Hazaña que sólo arroja una duda: Camps fue su único testigo y cronista. El 6 Dic. llegó la columna del Col. Benagasi y los insurrectos se retiraron. El sitio había durado 37 días.
Holguín permanecería toda la guerra en situación precaria: sus comunicaciones con Gibara, por donde se abastecía, eran difíciles. Jimenez Castellanos sostendría que debió ser abandonada. Pero, igual que Las Tunas y Bayamo, no se hizo por temor a que los insurrectos instalasen un gobierno provisional, con vistas a obtener reconocimiento internacional.
En Puerto Príncipe, capital del Camagüey (40.000 habitantes) la actitud del gobernador, Brigadier Juan Mena, fue tan pacata como la de Udaeta: se encerró con sus tropas (1.500 hombres según los estadillos) en el Convento de la Merced, y se limitó a enviar un débil refuerzo (60 jinetes y 50 soldados) a Holguin. Quizá temiera, como Lersundi y como el mismo Céspedes, que la guerra se desataría de forma sangrienta.
Los mambises se movieron por todo el territorio con libertad. Apenas los 200 hombres del Coronel Loño, con base en el puerto de Manatí podían cumplir otra misión que abastecer Las Tunas. El ferrocarril de Nuevitas quedó cortado. Los cubanos se apoderaron de un tren con material de artillería, tomando prisioneros a varios oficiales. Por Cayo Romano y La Guanaja penetraron la primeras expediciones filibusteras, con armas y reclutas, sin que nadie las molestara.
El asalto a El Cobre fue un último esfuerzo por hacer una guerra entre caballeros. La operación fue encomendada al Dr. Felix Figueredo. En Santiago había solo 500 soldados; los justos para su defensa. No cabía que auxiliaran a nadie. Una milicia de 70 hombres, levantada por los hacendados, desertó con Donato del Mármol. El comandante de El Cobre, J. González, no quiso parecer más valiente y arregló enseguida una rendición con arreglo a protocolo. Esto es: sin sangre ni incendios. Habría un simulacro de ataque para guardar las formas. Los españoles consumirían una tercera parte de su munición, tratando de no herir a nadie, en cuyo momento González aceptaría parlamentar con Figueredo. Éste escribió, de su puño y letra, no solo los términos del compromiso, sino también la respuesta heroica del otro.
Pero cuando la comitiva de jinetes entró en la plaza (23 Nov.), con la bandera blanca preparada, fue recibida con una descarga: con independencia de Figueredo y por otro camino, Luis Marcano y Máximo Gómez habían tomado varios edificios. Ambos entendían la guerra como en Santo Domingo: a sangre y hierro. Lo demás eran pamplinas. González sospechó traición. Los españoles, medio centenar de soldados y comerciantes, encerrados en el célebre santuario de la Virgen de la Caridad, aguantaron bravamente. Los cubanos evacuaron la ciudad después de varios asaltos inútiles, en que perdieron la vida o fueron heridos una docena de negros. Tres días después los defensores se retiraban a Santiago sin ser molestados. Figueredo pudo, por fin, hacer su entrada triunfal en El Cobre, al frente del Ejército Libertador.
La contraofensiva española empezó en diciembre, de la mano de un personaje notable: el general Blas de Villate, conde de Valmaseda, un militar vizcaíno que se convertiría en la bestia negra de la insurrección. Era veterano de las guerras de África y Santo Domingo, y se las gastaba igual que sus anteriores camaradas Marcano, Gómez y Modesto Díaz. En 1844, siendo Alférez de Caballería, había intervenido en la represión de la Conspiración de la Escalera, un asunto oscuro que se saldó con la ejecución del entrañable poeta (de color) Plácido.
Cuando el Grito de Yara era 2º Cabo, y aunque sus ideas sobre el nuevo régimen de Madrid no diferían de las de su jefe, se anduvo con menos contemplaciones. Intentó avanzar sobre Bayamo partiendo de Manzanillo, pero acabó haciéndolo desde San Miguel de Nuevitas: un recorrido por casi 200 kms de bosque y territorio desconocido. Su columna la formaban 2.000 hombres y llevaba cuatro cañones a lomo. Simultáneamente deberían operar otras tropas desde Manatí, Gibara, Manzanillo y Santiago. Sólo la última, al mando del Col. López Cámara, cumplió su misión, tomando El Cobre y Palma Soriano. Las demás no salieron. Un vaporcito que debería remontar el Cauto con 9.000 raciones para Valmaseda, no llegó a atravesar la bocana.
Para Castellanos, la marcha del general Villate por Camagüey y Las Tunas fue una de las operaciones más brillantes de toda la guerra. Llevaba como Jefe de estado Mayor un Coronel que sería famoso: Valeriano Weyler. En vanguardia se colocaron soldados escogidos, con perros adiestrados para perseguir cimarrones, que percibían la presencia de los negros emboscados (5). Un doble flanqueo se internó en el bosque, abriéndose paso a golpe de machete. Los soldados marchaban por los linderos: al sonar los primeros disparos se ocultaban entre la vegetación El camino real era poco más que una vereda: en cuanto llovía, las caballerías se hundían en el lodo hasta los corvejones. En Dic. 1868, por el contrario, sufrieron un calor asfixiante. Los mulos de la impedimenta, de a cuatro en fondo, levantaban nubes de polvo.
Las partidas empezaron a hostigarles a partir de Guáimaro y siguieron, intermitentemente durante todo el recorrido. Eran tuneros y orientales, y contaban con caballos abundantes. Cabalgaban a los costados de la columna y desmontaban para disparar desde posiciones ocultas. Su limitación era la escasez de fusiles, pólvora y balas. Y que el fuego, en la manigua, debe hacerse a menos de 30 metros.
Valmaseda llegó a Las Tunas el 1 Ene. 1869. La ciudad se hallaba en situación de semibloqueo. La columna descansó cuatro días y reemprendió la marcha. Los cubanos habían cortado el paso en dos lugares, con larguísimas estacadas de troncos hincados en tierra. Una táctica que utilizarían los años siguientes. Disponían de mano de obra abundante: los esclavos recién liberados, a los que no se atrevían a armar. La madera la tomaban de sus magníficos bosques. ¡Llegaron a hacer estacadas de caoba! No las atravesaban los disparos de fusil ni de los cañoncitos Plasencia, que llevaba Villate.
Pero para éste las trincheras no fueron obstáculo. Sufrió, en cambio, una fuerte insolación: se pudo combatir el mal, que se presentó gravísimo, aquella misma noche (Pirala). En el paso del río Salado esperaba Mármol (7 Ene.). Llovía, y de la forma feroz que lo hace en Cuba. El Salado discurre por una cuenca estrecha, cuyos accesos se convirtieron en barrizales al pasar soldados y bestias. Hubo que descargar la artillería y tomar las piezas a hombros. El río tenía 80 cms de profundidad y fondo cenagoso; y pocos soldados sabían nadar.
Mármol era un teniente general novato: tenía 25 años y debía su nombramiento a su amistad con Carlos Manuel. Se retrasó indebidamente en atacar, y cuando lo hizo, Weyler había desplegado ya su fuerza en la otra orilla. Los rebeldes fueron recibidos por los fuegos de las guerrillas emboscadas en los flancos y batidos por la artillería. La victoria fue para Weyler. En el último momento se produjo un episodio que revelaba que la guerra entre caballeros era imposible. Según Pirala, unos 600 negros avanzaron levantando banderas blancas sobre sus cabezas. Varios oficiales salieron amistosamente a su encuentro. Inopinadamente, aquéllos se arrojaron al suelo y sonó una descarga. Desde los asentamientos españoles se replicó con rabia. El campo quedó cubierto de muertos y heridos.
Sólo el Cauto se interponía ahora entre la columna y Bayamo. Valmaseda avanzó el día 9, con precaución. La tropa sentía hambre y sed, pero desconfiaban del agua de los pozos: podría estar envenenada. Entre el Salado y el Cauto, los cubanos levantaron 19 estacadas, con premuras. Fueron envueltas sobre la marcha.
En Cauto-El Paso se había atrincherado Mármol, en un bosque que llegaba hasta la misma orilla. La artillería española se mostró impotente para desalojarle. Hubo fuego cruzado durante toda la noche, salpicado de los insultos (pocas veces ingeniosos) que se prodigaban patones y mambises. Al amanecer, a cubierto por unos trabajos ficticios para construir una almadía, la columna se trasladó sigilosamente a Cauto-Embarcadero. Fueron tres horas de fatigas. Mármol había descuidado aquel punto y unos pocos nadadores (no había más) se hicieron con una chalana embarrancada en el lado opuesto. Cuando los cubanos acudieron, era demasiado tarde: un puñado de soldados estaba firmemente asentado en la orilla izquierda.
Ya no quedaba sino avanzar sobre Bayamo. Valmaseda no se apresuró. Habría evitado el incendio de la ciudad. Pero no podía permitirse ninguna imprudencia: estaba al límite de sus posibilidades. Cuando por fin lo hizo (16 Ene.), la ciudad era toda pavesas. Una muchacha (Blanca Tellez o Adriana del Castillo según la leyenda) habría comenzado quemando su propia vivienda, para que no fuese disfrutada por los odiados enemigos. El ejemplo de la heroína (es un decir) cundió.
Un mes más tarde, los leales de Santiago denunciarían que la quema de la ciudad dejó sin hogar a 1.500 familias, no todas tan entusiastas como las señoritas Tellez y Castillo. Sólo les quedó la opción de vagar por los bosques, sin techo ni medios de subsistencia. 400 niños fueron recogidos por la tropa española. La operación había sido redondeada con la quema de una veintena de ingenios y cafetales.
Para los cubanos fue un acto de sublime patriotismo. Echauz y Guinart lo calificó de parodia de Moscow, recordando a Tolstoi. Echauz fue muy crítico con toda la operación de Valmaseda: las bajas que sufrió en los 26 días de caminar y batallar, no habían sido compensadas por la posesión de un montón de cenizas. El conde debió aprender que nunca podría fiarse de sus confidentes: en Puerto Príncipe le habían asegurado que iba a encontrar la ruta expedita. También conoció que los insurrectos estaban dispuestos a llegar más allá de los límites humanos.
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NOTAS
(1) Este libro ha sido elaborado consultando los fondos de la Biblioteca de Cataluña, de la Fundación Figueras (Barcelona), los archivos de la Diputación de Barcelona (Casa de la Maternidad) y la Biblioteca José Martí (La Habana, Cuba). También han sido visitadas la Biblioteca Nacional (Madrid) y las de Camagüey, Cienfuegos, Sancti Spiritus y Bayamo (Cuba), y la de Capitanía General de Barcelona. Prestaron valiosa ayuda los historiadores camagüeyanos Gustavo Sed (q.e.p.d.) y Elisa de la Vega.
(2) Por sus actividades clandestinas. Pero la propaganda española le achacó deudas injustificadas. Nunca hubo desmentido oficial.
(3) Ante la escasez de tropas, la columna del Col Benegasi que socorrería Holguín tuvo que ser formada con un Batallón de Voluntarios de La Habana y 30 jinetes del Rgto. de la Reina.
(4) En la jurisdicción de Jiguaní había 12.312 vecinos blancos, 4.658 negros libres y 602 esclavos, según Gelpí i Ferro. Los mismos datos para Bayamo eran 2.303 blancos, 2.885 libres de color y 931 esclavos. La abundancia de negros libres, que vivían en bohíos desperdigados, propició la rebelión. Ellos constituyeron el 85% del Ejército libertador, según Evaristo Estenoz (ver Hugh Thomas). Las ciudades de la costa fueron leales a España. Santiago, Manzanillo y Guantánamo organizaron batallones de voluntarios y escuadras de guerrilleros, que fueron los más recios combatientes.
(5) El combate en la manigua y en el bosque se hace a muy cortas distancias: 20 ó 30 metros. Más lejos, la densidad de la maleza no permite siquiera distinguir al enemigo. Los negros confiaban en el machete: siempre fueron torpes con el fusil, y nunca tuvieron munición. En Cuba se criaban realas de perros para cazar negros cimarrones (huídos). Hay mucha literatura al respecto. Cuando la rebelión cimarrona de Jamaica de 1793, el Col (de milicias) Quarrell viajó a Cuba a contratar varias de ellas, con sus cuidadores, para acabar con la revuelta. (V. Robert Charles Dallas: The History of the Maroons ... including the expedition to Cuba for the purpose of procuring spanish chasseurs. London 1803). Manuel Vilanova (Revista Bimestre Cubana Jul. 1946) escribió que tras el desembarco de Narciso López (1851) los españoles usaron perros para perseguir a los intrusos. Y cuando el Grito de Yara, hubo requisa general de perros cimarrones. Los cubanos fueron considerados, más de una vez, como animales salvajes, y perseguidos con perros de presa. Pero no era medida contraria a las leyes de la guerra. En la Guerra de Independencia (1895-98) los mambises enterraron cargas de dinamita en los caminos, para hacerlas explosionar al paso de una fuerza española. La prensa de La Habana les acusó de hacer una campaña insidiosa e inhumana. Pero tampoco contradecía ninguna ley.
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NOTA DE LA REDACCIÓN: Este texto corresponde a un capítulo del libro de Santiago Perinat que lleva por título Las Guerras Mambisas (Ediciones Carena, 2002). Queremos agradecer al director de Edciones Carena, José Membrive, su gentileza por facilitar la publicación de dicho texto en Ojos de Papel.