Magazine/Nuestro Mundo
Ana y el herrero
Por Virginia Haurie, martes, 3 de octubre de 2006
En el siglo XVIII, Ana María Castellanos es condenada por incitar a la fuga a los soldados del Fuerte del Carmen. Durante tres días con sus noches arden, a lo largo de la pampa patagónica, hogueras para honrar a María la Grande, cacique de guerreros Tehuelches. Gertrudis Sánchez, esposa del gobernador de Malvinas, protagoniza un dramático episodio al tiempo que los ingleses se apoderan de las islas. Una cuatrera, Elena Greenhill, conocida como "la inglesa", se transforma en una leyenda por secuestrar a un comisario. Poco después del desembarco de los galeses en Chubut una mujer encuentra la manera de comunicarse con los indios y otra descubre cómo salvar a la colonia del hambre. En 1952, para demostrar el valor de las mujeres del Sur, Charlotte Fairchild se propone cruzar la Patagonia a caballo. Hacia 1910, Buenos Aires se conmociona con la noticia de que en la Patagonia se han cometido actos de canibalismo…
Fuerte del Carmen, 1780 El amor que sentía Ana María Castellanos por el herrero era tan ciego que no veía lo que pasaba a su alrededor. También la volvió imprudente, haciéndole olvidar que en el Fuerte del Carmen la mayor distracción de los soldados era espiar a las mujeres.
Ana María tenía veintidós años y un ardor que se le escapaba por el brillo de la mirada y el andar de las caderas.
–¡Mucha mujer para ese borracho! –era el comentario de los hombres que la miraban pasar con ojos de orgasmo.
Ana María tenía algo raro en esos tiempos: sabía leer y escribir. Pero no era libre, estaba casada con el labrador Matías Lagarreta, a quien más que trabajar la tierra le gustaban las borracheras. Tenía también un pequeño hijo llamado Josef que había heredado sus mismos ojos oscuros y fogosos.
La Castellanos no se había enamorado de los músculos de Juan, el herrero, como pensaban las mujeres. Una noche plagada de estrellas, Ana escuchó el rasgueado de una guitarra que le desató la nostalgia. Como animal hambriento siguió su rastro hasta un vivac donde la música se mezclaba con la risa y las voces de hombres distendidos. Agazapada, desde lejos, apenas iluminadas por el fuego, vio una guitarra y unas manos enormes. Las mismas que muchas veces había visto domesticando el hierro. Allí, oculta entre las matas se quedó, hasta que el canto de los pájaros reemplazó el monótono croar de las ranas.
Desde esa noche no hubo una en que no soñara dormida o despierta que era una guitarra.
Y como cuando la mujer quiere no hay hombre que no quiera, empezaron los amores. No pasó mucho tiempo hasta que todos, por lo bajo, no hicieran otra cosa que hablar de Ana y el herrero.
–Mujer liviana –decían las mujeres.
–Hombre de suerte –respondían los hombres.
–Mala yerba –dijo el Superintendente Francisco de Viedma, que pretendía pobladores decentes en su ciudad.
Como suele suceder, el marido fue el último en enterarse y como hacían algunos hombres en ese tiempo con las esposas infieles, le puso grillos en los pies. Pero esto no detuvo a la Castellanos ni al herrero, para quien romper un par de grillos era más fácil que cascar huevos.
Un día empezaron las desgracias. Ocurrió una pelea en la que el herrero dio muerte a un indio conocido como el capitán Chiquito y fue llevado preso al bergantín Nuestra Señora del Carmen y Ánimas. Los indios reclamaron su muerte en venganza: el herrero sería ahorcado. Ana María creyó enloquecer. Sin paz ni consuelo pensó en arrojarse al río.
Bernardo Patruller, soldado del cuerpo de Artillería, quería desertar. Llevaba meses planeando la partida, buscando descontentos. Lo hacía con el mayor sigilo. En el fuerte no había peor falta que la deserción. Huir por tierra era empresa endiablada. Sin embargo confiaba en la destreza de la caballada que le había prometido Aguirre. Pero necesitaba dinero y lo más escaso en El Carmen eran los pesos.
Esas circunstancias reunieron a la Castellanos con el soldado. Él se llevó los pesos y ella se quedó con la esperanza de la huida, prevista para la noche siguiente.
–Le encargo silencio, si se llegara a descubrir nos perdemos todos.
–Mi barriga está llena y quiero parir con mi hombre –dijo Ana María decidida.
Y escribió al herrero sobre los planes de fuga: el marinero Josef de Castro lo ayudaría a salir del bergantín y en lo de Aguirre se encontrarían con la caballada. Y como era mujer, también le escribió de su amor, de los dolores que sufría con su ausencia y del hijo que quería parir junto a él.
Su marido le enredó los planes. Matías, despechado por tantos lloros por un ajeno y con el herrero preso, sintiendo a salvo su integridad, pensó que era tiempo de un escarmiento; de paso podría ganarse la gracia del Superintendente, que sabía que lo tenía mal visto.
–Mi mujer se ocupa de conmover para la fuga a las gentes de la población –dijo, y se fue dejando el aire sucio de traición y alcohol.
Don Francisco de Viedma, para darse tiempo de encontrar a los cómplices, hizo detener a Ana María, con una excusa, en la casa de la mujer. Ella se inquietó pero confió: el herrero no la abandonaría. Y se las arregló para enviar las cartas. Cuando horas más tarde llegó el habilitado Vicente Vázquez y Salgado con las mujeres Pascuala del Campo y Francisca Longueras, Ana María supo que había sido traicionada. Desnuda frente a las mujeres que registraban sus ropas, más que humillada se sintió quebrada. No encontraron más cartas, sólo un cuerpo inanimado que insinuaba un hijo.
Sobre la cruz, todos los implicados declararon que ella con sus malas artes los había instigado para la fuga y fueron puestos en libertad. Pero el fiscal consideró a la Castellanos
culpable y fue condenada a dos años de prisión en el Uruguay. Su marido fue echado del Carmen y, obligado a realizar trabajos públicos donde no pudiera embriagarse.
En la ciudad que soñaba Viedma no había lugar para vagos ni para mujeres que no supieran comportarse.
Cuentan que las gentes del Carmen nunca supieron si a la mujer la castigaron por rebeldía o por liviandad. Y que, en cambio, sospecharon de la razón que salvó al herrero de la horca.
Una de las carta de Ana María al herrero hallada en el Archivo Nacional de Historia:
“Querido mío de mi corazón tú sabes lo que me pasa con este borracho que el fue a decir que me quería ir contigo y me han puesto en el cepo y así no puedo descansar este corazón de suspirar y aunque no te puedo ver no hay consuelo para mí que estoy suspirando todos los días aunque no hay consuelo para mí qué haré sin ti yo que estoy loca porque me falta la prenda en que yo me miro y prenda de mi corazón qué haré sin ti yo que me muero sin remedio porque ya no hay mundo para mí en qué espejo me miraré yo si me falta la prenda de mi alma que estimo yo y yo miro por la sangre que tengo contigo no te vayas que quiero ir contigo que si puedes salir para la caballada ahí está el paisano que dice que te ha de esconder que venga sin recelo hasta que se (...) a que nos (...) por tierra bastante gente que esto te lo pido por amor de Dios que si no estás perdido que tienen el precio mal parado porque dicen que te van a ahorcar por Dios te pido que no me dejes que quiero morir contigo que no hay consuelo para mí hasta que no te vea en mis brazos que estoy rogando a Dios para cogerte en mis brazos que no puedo descansar sin ti caigito de mi alma espero que me has de hacer este gusto que te pido por amor a Dios que estando la gente durmiendo te puedes escapar para afuera que es lo que puedes decir a Pepe acompañarte para que te puedas escapar por la guitarra no te la envío porque la vamos a llevar con nosotros por tierra quiere tres pero esta (...) en lo demás no hay consuelo para mí y así escribime y dame ese consuelo por amor de Dios que bien ves como estoy la barriga llena que quiero ir a parir contigo y así no te canso más hasta que vea conmigo quien de corazón estima y verte desea es tu querida. Ana María de Palacios” (Ana María era hija de Andrés Castellanos y María Antonia de Palacios).
***
Un año después del arribo de aquellas primeras familias siguieron llegando otras y empezaron las cosechas. Algunas provenían de una región de la provincia española de León conocida como Maragatería. Como en su tierra, cavaron cuevas para vivir y las mujeres, al igual que sus madres y abuelas, trabajaron la tierra y cuidaron a los hijos. Desde entonces los nativos de Patagones fueron conocidos como maragatos.
Emma Nozzi tenía el cuerpo menudo, el espíritu de cien guerreros y bastantes años:
–¡Mire qué hermosas mujeres! Las maragatas eran muy codiciadas –dijo. Las fotos mostraban mujeres poco agraciadas de aspecto hombruno.
Recorrimos el museo, una casa cuyos orígenes se remontan a los primeros tiempos de la ciudad. Un grupo de vecinos, con fondos de un banco, la rescató del tiempo. No lo dijo, pero intuí que ella debió capitanear esa batalla burocrática. Hablaba de ese lugar como quien habla de un hijo, y los hijos se paren casi siempre con dolor.
A esa casa, hoy museo, llegaron las primeras monjas, allí funcionó el primer colegio religioso para niñas, un hospital y, también, el primer banco de la Patagonia.
Emma admiraba a Luis Piedra Buena, un quijote del mar nacido en Patagones que por muchos años defendió solo la soberanía argentina en el sur. Fue tan vívida la semblanza que hizo de él que si no hubiera muerto mucho antes de que Emma naciera yo habría pensado que hablaba una señora enamorada. Nombró a varias mujeres: Ana Bernal de Justo, una maestra de apellido Rial, Julia Dufour de Piedra Buena y una monja, Ángela Vallese.
–Quiero que vea otra foto –dijo Emma y me mostró a una monja. –Mire ese mentón, ahí sí que hay carácter. A las personas hay que juzgarlas por lo que hacen, no por lo que piensan –dijo siguiendo el hilo de sus pensamientos. –¿Sabe?, aquí nadie la conocía, yo escribí una cosa cortita, se la voy a dar.
Emma se fue a atender a un periodista y yo seguí charlando con Jorge Bustos, el subdirector del Museo.
–Él es historiador, él sabe –había dicho Emma que tenía pasión por la historia, mas no títulos.
Jorge era atractivo, rubio, de barba canosa y hablar vehemente. Contó que mientras realizaba una investigación, que implicaba hacer un seguimiento año por año de la producción agrícola de los primeros pobladores, descubrió algo que llamó su atención: al morir los jefes de familia, la producción no bajaba, es más, a veces subía. Eso no podía tener más que una explicación: la mujeres eran las que trabajaban la tierra mientras los maridos lo hacían fuera del campo.
–Me mostraron una foto tomada no hace mucho en España en la que se ve a una mujer llevando el arado y al hombre adelante con el caballo. Él –siguió– iba pisando la tierra dura; ella, la revuelta.
Manejar el arado requiere fuerza y habilidad, no debe irse hacia los costados porque no abre el surco parejo, no se debe presionar demasiado para adelante porque el arado se clava, ni para atrás, porque no resulta la profundidad necesaria.
–Me gustan las mujeres fuertes –dijo y siguió hablando de las maragatas.
En el año 1825 Patagones empezó a tener un inesperado protagonismo: poseía el único puerto marítimo del país. Con motivo de la guerra contra el Brasil y del bloqueo que mantenían en el Río de la Plata, Patagones se convirtió en la parada obligada de los barcos con patente de corso. Extravagantes personajes de varias nacionalidades, comerciantes, desertores, se mezclaron con la población de Patagones. Allí llevaban las mercaderías que capturaban de los barcos brasileños. El dinero fácil empezó a circular igual que en los puertos piratas del siglo XVI. También llevaron negros esclavos que capturaban de barcos negreros que iban desde África hacia el Brasil. Se cuenta que durante mucho tiempo estuvieron sin sepultar doscientos africanos –varones y mujeres– que murieron de frío cuando fueron dejados en una precaria prisión construida en la boca del río Negro.
Antes de estos acontecimientos, Patagones era un pueblito con alrededor de quinientas personas. Las casas en su mayoría con paredes gruesas de adobe, se desparramaban alrededor del Fuerte. En realidad poco tenía de fuerte con sus tres torres porque la empalizada se venía abajo con facilidad, dejando ver sus interiores. En la calle de abajo, al lado del río, se había asentado la mayoría de las familias que descendían de los colonos españoles. Formaban una especie de grande y única familia, ya que para no mezclar su sangre se casaban entre ellos. También integraban la población algunos pocos extranjeros,
los negros que por entonces eran menos de veinte y los presidiarios. Cada tanto los visitaban indios mansos que venían a comerciar plumas y pieles.
La vida en Patagones transcurría aburrida pero peligrosa. El peligro no era sólo por la tan temida “bulla de indios”6, sino porque Patagones era poco más que un presidio. Buenos Aires se deshacía de la mala gente enviándola a este pueblo que casi podía ser considerado una isla, ya que se accedía a él sólo por mar. Patagones era el único pueblo del sur y los indios dominaban ese territorio, lo que impedía cualquier contacto por tierra. Las comunicaciones por barco tampoco eran frecuentes, los vientos mandaban. Los navíos a veces pasaban más de un mes en la boca del río en espera de un viento favorable que les permitiera entrar. Una cantidad grande de vestigios de naufragios a lo largo de la costa mostraba que no siempre lo lograban.
Por eso en el pueblo la mayor distracción era espiar el río en espera de las velas o del barquichuelo del práctico que lo uniría con el mundo civilizado. Otro entretenimiento era ocuparse de la vida de los demás, como suele suceder en todo pueblo pequeño.
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NOTA DE LA REDACCIÓN: Este texto corresponde a un capítulo del libro de Virginia Haurie que lleva por título Mujeres en tierra de hombres. Historia de las primeras colonizadoras de la Patagonia (Ediciones Carena, 2006). Queremos agradecer al director de Edciones Carena, José Membrive, su gentileza por facilitar la publicación de dicho texto en Ojos de Papel.