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Cracovia: de héroes y tumbas
Por Nicanor Gómez Villegas, miércoles, 5 de julio de 2006
El historiador italiano del Mundo Antiguo Arnaldo Momigliano sugería a quien deseara tener una panorámica de la historia de Italia visitar la ciudad de Rávena. Allí están, recordaba, los mausoleos de Gala Placidia y de Teodorico, Rey Ostrogodo de Italia, las basílicas de San Vital y San Apolinar, con los impresionantes mosaicos de los emperadores bizantinos Justiniano y Teodora, y como corolario, la tumba de Dante. Si tratásemos de proponer algo análogo para Polonia, ese viaje debería hacerse a la ciudad de Cracovia, auténtica esencia de Polonia y de su ya milenaria historia como nación.
A aquellos que aman leer acerca de una ciudad antes, durante y después de su viaje allí nunca les podrá decepcionar un lugar como Cracovia. Esta ciudad era para quien escribe estas líneas sobre todo una palabra mágica cuyo conjuro evocaba el desván de la infancia en que una vez se leyó Los caballeros teutones, novela de Henryk Sienkiewicz sobre la Edad Media polaca en la que una tradición secular permitía a una doncella salvar la vida al condenado que se dirigía al cadalso desponsándolo. Desde la torre de la iglesia de Santa María que aparece en esta novela una trompeta resuena tres veces cada hora para recordar a los habitantes de Cracovia que el enemigo que viene de la estepa --en el pasado, los tártaros-- amenaza la ciudad. Cuando sonaba aquella trompeta sus habitantes debían trasladarse a la ciudadela, el Wawel, en cuya catedral, panteón de una nación milenaria, descansan los reyes de Polonia, sus poetas y sus héroes. Tanto el panteón del Wawel como la propia ciudad de Cracovia constituyen un microcosmos de la historia de Polonia, una historia nacional a la que los polacos --con una pasión insólita incluso en un continente tan estragado de historia como Europa-- veneran, y es a ese panteón donde llevan a sus hijos a recibir su bautismo en la historia de su patria.
La plaza de Cracovia esta presidida por la estatua del poeta más venerado por los polacos, Adam Mickiewicz (1798-1855), nacido en Nowogródek, en la Lituania histórica, y formado en la Universidad de Wilno. Su poesía y su compromiso absoluto con la causa de la libertad polaca le asignaron un lugar de privilegio en el imaginario nacional de los polacos. Al igual que el otro gran poeta romántico, Juliusz Słowacki, está enterrado en el panteón del Wawel, cerca de los reyes de Polonia. Mickiewicz, que nunca pudo conocer Varsovia ni Cracovia, pasó la mayor parte de su vida en el exilio, primero en Rusia y después en Francia y el Imperio Otomano. Otro polaco de Lituania, Czesław Miłosz, testigo de excepción de la historia de Polonia durante el siglo XX, falleció en Cracovia en el verano del 2004. Miłosz escribió en su libro de memorias Otra Europa algunas de las páginas más perspicaces e iluminadoras sobre la historia de Polonia que he podido leer. Su puesto en el Wavel lo aguarda.
En nuestro recorrido por el panteón encontramos el sepulcro de otro héroe de la causa de la libertad polaca: el general Tadeusz Kościuszko, que había combatido en la batalla de Saratoga en el ejército de Georges Washington. Una lápida conmemora el bicentenario de esa batalla: “On the bicentennial of the victory at Saratoga, october 17, 1777. A grateful America remembers Tadeusz Kościuszko, fighter for your and our freedom”. Kościuszko comandó el levantamiento de 1794 contra los invasores rusos, proclamando la Constitución del 3 de mayo de 1791 al grito de Vivat Konstituzija!, una proclama que resucitaría en las incontables revueltas de los polacos contra los invasores que borraron en 1796 a Polonia del mapa de las naciones europeas tras el tercer reparto, en el que acordaron en San Petersburgo “la necesidad de suprimir todo aquello que pudiera significar un recuerdo de la existencia del reino de Polonia”. Los polacos, como nos cuenta Miłosz, tomaron la victoria de la nación rusa sobre ellos como si hubieran sido sojuzgados por los tártaros, la abominación de la desolación de la Biblia. Para ellos esta derrota, este Finis Poloniae, no podía tener otro sentido que el castigo de sus pecados.
Cerca de Piłsudski descansa su precursor, Jan Sobieski, el Rey de Polonia que al frente de su ejército liberó Viena del asedio otomano, otro de los momentos cruciales en que --como ha recordado magistralmente Hermann Tertsch en un memorable artículo--, al igual que en la toma de Montecassino, en la batalla de Inglaterra o en la insurrección de Varsovia, los polacos fueron la vanguardia que defendió la libertad de Europa
La resurrección nacional de Polonia debería aguardar hasta 1918. Y al principal artífice de esta resurrección, el mariscal Józef Piłsudski, se le rinde homenaje en el Wavel como Summus Dux Poloniae. Piłsudski, con su victoria en Zamość, la batalla conocida como “milagro del Vístula”, el último gran combate de caballería de la guerra moderna, con más de 20.000 jinetes en cada bando, derrotó en agosto de 1920 al ejército bolchevique que amenazaba Varsovia y la supervivencia de la joven República Polaca, desmintiendo las palabras de Pushkin: “Todos los ríos eslavos se perderán en el mar ruso”. Veinte años más tarde los ejércitos polacos tratarían de hacer frente de la misma manera, a caballo y con el sable desenvainado, a las divisiones acorazadas de los invasores nazis y soviéticos. Pero los tiempos habían cambiado demasiado como para permitir un nuevo milagro del Vístula. Cerca de Piłsudski descansa su precursor, Jan Sobieski, el Rey de Polonia que al frente de su ejército liberó Viena del asedio otomano, otro de los momentos cruciales en que --como ha recordado magistralmente Hermann Tertsch en un memorable artículo--, al igual que en la toma de Montecassino, en la batalla de Inglaterra o en la insurrección de Varsovia, los polacos fueron la vanguardia que defendió la libertad de Europa.
En el Wawel se honra también la memoria del general Władisław Sikorski, jefe del Gobierno polaco en el exilio de Londres. Su muerte en circunstancias aún sin aclarar en un avión británico le impidió concluir su investigación acerca de la espantosa matanza de Katyń, de la que tampoco falta un recuerdo en el Wawel. Sin embargo, el gran héroe polaco de la segunda guerra mundial no descansa aquí. Władisław Anders, comandante de las tropas polacas que lucharon en los ejércitos aliados para liberar Europa en El Alamein, Anzio, Montecassino y Normandía, quiso ser enterrado, junto con los miles de soldados polacos que allí perdieron sus vidas, en Montecassino, en lo que consideraba por la sangre derramada, con justo título, tierra polaca.
En el túnel del tiempo del Wavel una nación honorable honra a sus caídos y venera su historia, con una devoción que no deja de sorprender al viajero; cómo, si no, uno se pregunta, Polonia hubiera podido sobrevivir a su desaparición como estado durante más de 120 años y al interminable y casi ininterrumpido yugo zarista/nazi/soviético. Es una infamia que Europa correspondiese al sacrificio polaco en su patria y en los campos de batalla de África y Europa con la ignominia de Yalta. El pueblo que, junto con el británico, había luchado con más coraje por su libertad y su dignidad contra la barbarie nazi se convirtió ipso facto en vasallo de la barbarie soviética. Pero si los polacos lograron mantener encendida la llama de la nación en los territorios en que prusianos, austriacos y rusos habían troceado su patria durante 120 años, sólo era cuestión de tiempo que se logrará desembarazar del abrazo del oso soviético, resistiendo a casi 40 años de dictadura comunista.
Bienvenida, pues, sea esta Otra Europa de la que habló Czesław Miłosz a la otra Europa, a la que Polonia ha pertenecido siempre por derecho propio. Que la trompeta del campanario de Santa María de Cracovia siga sonando tres veces cada hora para recordarnos que fuera de las murallas de la ciudad, del Przedmurze o bastión polaco, los bárbaros aguardan la señal de división o debilidad interna para precipitarse en Polonia desde la estepa.
En un tiempo en que surgen como hongos después de la lluvia las naciones de cartón piedra, con historia, tradición y oropeles inventados, viajar a Cracovia y visitar su ciudadela y las tumbas de sus reyes, sus héroes y sus poetas es un melancólico recordatorio de que no hay nada malo en amar a la propia patria, siempre y cuando al visitar un panteón nacional diferente al propio uno sea capaz de comprender y respetar las razones por las que otros hombres aman a su patria.