Cuando se sostiene que el fascismo italiano y el nazismo alemán son productos
de la Europa de entreguerras, no hay ninguna inexactitud en ello, pero la
explicación queda coja si no se amplía la perspectiva, como ocurre en Alemania,
que es el caso que trata el volumen, a la consideración del desarrollo de los
movimientos y la política de masas que precede durante más de cien años a esos
fenómenos totalitarios. El punto de partida de Mosse es, además de perspicaz,
muy sugerente, pues afirma que el fascismo representa a la democracia de masas:
“Millones de personas vieron en las tradiciones de las que hablaba Mussolini una
expresión de la participación política más vital y elocuente que la que
representaba la idea `burguesa´ de democracia parlamentaria”. Se refiere a la
existencia de una tradición anterior que tomó cuerpo, entre otros, en los
movimientos nacionalistas y obreristas tras el advenimiento de la Revolución
Francesa, a todo lo largo del siglo XIX.
En Alemania, la emergencia del
nacionalismo y la democracia de masas fueron los factores que a los largo del
Ochocientos estimularon el culto al pueblo como religión secular. Estos
“movimientos exigían un nuevo estilo político que transformara la multitud en
una fuerza política coherente” y el nacionalismo “proporcionó un culto y una
liturgia que podrían alcanzar ese propósito”. Al estudio de este proceso, desde
la etapa napoleónica hasta su culminación con el nacionalsocialismo, dedica el
historiador Mosse la parte más sustancial de este espléndido libro con el
estudio de los grupos de fomentaron y canalizaron mediante sus actos festivos y
sus liturgias la conformación de ese nuevo culto político, las sociedades
corales masculinas, las del tiro al blanco y las de gimnastas.
Lo que hizo el nacionalsocialismo
fue adoptar la tradición y costumbres políticas que estaban vigentes desde hacía
décadas y adaptarlas
Junto a estas asociaciones, otros elementos que contribuyeron
a preparar a la multitud para esa nueva política de la época de masas fueron los
monumentos nacionales, elevados para enraizar los mitos y símbolos nacionales en
la conciencia del pueblo. El nuevo estilo político que se iba imponiendo, rival
del concepto liberal de gobierno parlamentario, se basaba en una estética que
resultaba crucial para la unidad del simbolismo, forma idónea de someter el
pasado y de dar coherencia a la implicación de las masas mediante un ideal de
belleza que, lejos de la ornamentación y el juego del Barroco, suponía o
simbolizaba el orden, la jerarquía y la nueva plenitud.
Lo que hizo el
nacionalsocialismo fue adoptar esta tradición y costumbres políticas que estaban
vigentes desde hacía décadas y adaptarlas. Como señala Mosse, esa tradición “ya
llevaba alrededor de un siglo ofreciendo una alternativa a la democracia
parlamentaria”. De este modo, el fascismo fue más una “actitud” o estilo que un
sistema, lo que importaba era la liturgia, los ritos del culto, como es el caso
del discurso, más valorado por su función dentro del ritual que por su
componente didáctico.
El mejor ejemplo del nuevo estilo político que
culmina con el nazismo, que es preciso advertir fue sólo uno de los elementos
que contribuyeron al desarrollo del Tercer Reich, son las reuniones de masas
organizadas por el partido nazi en Nuremberg. Grandes grupos alineados
militarmente, de modo uniforme, junto a sus estandartes y banderas, con un juego
de luces que enfatizaba al grupo, lo que supone la desaparición de todo signo de
individualidad en medio de una multitud ordenada que actuaba y se significaba
como comunidad. Hasta el Fuhrer, situado en el proscenio, quedaba sumido en
medio del espectacular protagonismo de la masa, en su forma particular de
discursear facilitaba la participación del público que, además de salpicar la
alocución con sus aclamaciones rítmicas, vivía extasiado la experiencia del acto
alejado del contenido exacto de las palabras. Mosse rechaza la calificación de
estricta “propaganda” y manipulación para este tipo de política y actos
públicos. No era un fenómeno artificial puesto que tenía una “naturaleza
esencialmente religiosa” que apelaba a las emociones e impulsos inconscientes de
la gente, creando una suerte de magia que cohesionaba y subrayaba la
interdependencia entre el líder y la masa, reforzando el espíritu de
grupo.