En realidad, los historiadores llevan alrededor de dos siglos tratando de alejarse de los literatos y defendiendo el carácter riguroso y académico –a veces incluso científico—de su disciplina. Porque al historiador, se dice, le está vedado inventar: cualquiera de los datos que sustentan sus argumentos ha de estar firmemente vinculado a la realidad pretérita a través de las fuentes disponibles, es decir, puede ser comprobado por quien quiera tomarse la molestia de hacerlo. Para eso están las notas a pie de página, anclajes necesarios de cualquier texto historiográfico respetable. Todo profesional de la historia tiene nociones sobre crítica y clasificación de las fuentes, algo irrelevante para un novelista. Porque éste no ha de atenerse a semejantes convenciones para realizar su trabajo, puede navegar con libertad por los mundos que quiera –y pueda—imaginar, sólo depende de su talento. Uno y otro hacen, pues, cosas distintas.
Sin embargo, estas fronteras se han emborronado un tanto en las últimas décadas. Citaré tan sólo algunos de los factores que han influido en ello, esos que repiten todas las memorias de oposición de los profesores universitarios al hacer el preceptivo balance de su materia. Por una parte, las grandes narrativas históricas, que consideraban a la historia como una ciencia capaz de establecer verdades inconmovibles y hasta de hallar leyes universales en la evolución de las sociedades humanas, hace tiempo que han perdido su añejo prestigio. El historiador ha sufrido una cura de modestia, ha abandonado la construcción de estructuras omnímodas y se vuelve a conformar con la elaboración de relatos llenos de contingencias. Es decir, se interesa por la narración. Por otro lado, la historia ha recibido la embestida del llamado giro lingüístico, que pone en duda, al menos, la capacidad de encontrar los nexos entre el discurso historiográfico y una realidad externa al mismo, socavando así uno de los pilares de la disciplina. Si no hay más que textos enlazados y no existe un mecanismo que una lo que escribe el historiador con lo que de verdad ocurrió, la historia se convierte, inevitablemente, en ficción, en literatura. En una literatura, claro está, bastante menos brillante y atractiva que la de verdad, pero en literatura al fin y al cabo. Según los postmodernos más radicales, la historia se disuelve sin remedio.
La ventaja del método reside en que el lector contempla cómo Muñoz Molina ha ido levantando poco a poco su obra, cada vez más autobiográfica, sin abandonar sus obsesiones primeras y fundamentales. Una de ellas es la que Serna considera de mayor enjundia para los historiadores: la convicción del novelista de que el presente, cada uno de los presentes individuales, no es más que uno de los futuros posibles que albergaba su pasado
Pues bien, el caso es que, al margen de los debates de los especialistas en teoría de la historia, los historiadores no han hecho mucho caso a quienes auguraban su declive, los libros de historia –que, por cierto, se siguen vendiendo bien a pesar de todo—se atienen en general a las reglas tradicionales del oficio, con sus notas a pie de página y sus fuentes contrastables, y muy pocos se han atrevido a aventurar ficciones literarias y a mezclarlas con sus textos académicos. Simon Schama, un historiador consagrado, causó cierto escándalo al hacerlo en alguna ocasión, pero el desafío no ha ido mucho más lejos. No obstante, todo lo ocurrido ha hecho que los historiadores sean hoy más conscientes de cómo operan en sus quehaceres cotidianos y que unos cuantos, quizá los mejores, hayan interiorizado su proximidad a los novelistas –no su identificación con ellos—y quieran aprender en la literatura formas de transformar y enriquecer sus propias obras, que al fin y al cabo no son más que relatos verosímiles. Eso es lo que propone Justo Serna en este agudo repaso a las publicaciones de Antonio Muñoz Molina, un narrador que estudió historia y que comparte muchas de las preocupaciones –políticas, podríamos decir—de los historiadores españoles de su generación.
Para Serna, la manera más provechosa de acercarse a Muñoz Molina consiste en profundizar en cada una de sus criaturas literarias para extraer de ellas ciertas convicciones o intuiciones del autor, mensajes más o menos implícitos que les dan sentido. Con ese propósito las recorre una a una, desentrañándolas con un detenimiento a veces excesivo, que se ramifica en múltiples consideraciones acerca de cualquier referencia que aparezca en ellas y que en ocasiones desorienta a quien no haya leído el libro concreto que analiza en el capítulo correspondiente. La ventaja del método reside en que el lector contempla cómo Muñoz Molina ha ido levantando poco a poco su obra, cada vez más autobiográfica, sin abandonar sus obsesiones primeras y fundamentales. Una de ellas es la que Serna considera de mayor enjundia para los historiadores: la convicción del novelista de que el presente, cada uno de los presentes individuales, no es más que uno de los futuros posibles que albergaba su pasado. Dicho de otro modo, que el destino no existe, que nada está predeterminado, que los hechos sucedieron de una forma pero podían haber transcurrido de otra. Y que, en definitiva, cada individuo dispone de la libertad requerida para ser considerado responsable, al menos en parte, de su trayectoria vital, que cabe la rebelión contra las previsiones que otros hicieron sobre uno mismo, igual que pueden darse actitudes acomodaticias y resignadas que acaben con los sueños. Es decir, que hay muchos pasados alternativos.
Justo Serna tiene razón. Leer a Muñoz Molina refuerza las posturas antideterministas que limpian y ventilan los círculos historiográficos, que llenan de biografías y de relatos interesantes las colecciones de historia
Muñoz Molina lo ha dicho y lo ha plasmado en sus novelas, sobre todo cuando vuelve una y otra vez a sus orígenes rurales y provincianos, a esa Úbeda/Mágina que aparece sin cesar en sus textos o a la Granada funcionarial de su juventud. Es como si el novelista no saliera nunca del asombro que le produce haberse librado de esa huerta familiar y del puesto en el mercado pueblerino que le tenían reservados los suyos, o de la existencia mortecina y gris de un administrativo en una ciudad pequeña, para acabar instalado en la Real Academia Española o paseando por Nueva York. Un mensaje que entronca sin dificultades, como sostiene Serna, con la labor del historiador, tentado siempre de dar por supuesto el final de cada historia, y obligado sin embargo a no olvidar nunca que los actores históricos desconocían ese final, que disponían de varias opciones, que su peripecia futura dependía de la que eligieran y que casi nada les fue inevitable. Que, por poner un ejemplo en boga en la actualidad historiográfica española, la revolución de 1934 no hizo necesaria la guerra civil de 1936, inconcebible en cambio si unos militares no hubieran decidido levantarse contra la República y las fuerzas de izquierdas no se hubiesen resistido al golpe. Nada nuevo, dirán los partidarios del individualismo metodológico, que siempre rechazaron las fórmulas deterministas, defendieron la autonomía de la política y de los individuos en ella. Pero algo que conviene recordar de vez en cuando, y que retorna hoy con la moda de la historia virtual que inunda las librerías anglosajonas y que también ha llegado a España: preguntarse “¿qué hubiera pasado si...?” significa pensar que los acontecimientos pudieron haberse desarrollado de otro modo.
Justo Serna tiene razón. Leer a Muñoz Molina refuerza las posturas antideterministas que limpian y ventilan los círculos historiográficos, que llenan de biografías y de relatos interesantes las colecciones de historia. Deslumbrado por este descubrimiento, Serna desprecia otras virtudes que puedan tener las novelas de Muñoz Molina para el perfeccionamiento del oficio de historiar. Explícitamente, rechaza que esas narraciones guarden un parecido relevante con la época que tratan o en la que están escritas, esa cualidad mimética que ha conducido a muchos investigadores a emplear como fuente la literatura, sobre todo la llamada realista. Piénsese en los estudios, seguramente demasiado ingenuos, sobre Galdós y la sociedad española del siglo XIX o sobre Baroja y los bajos fondos madrileños a comienzos del XX. Pero aquí, tal vez, Serna se excede en sus tajantes conclusiones, que incluyen un tirón de orejas a Raymond Carr por haber pedido que le recomendasen a un novelista que retratara bien su tiempo. No sería un disparate aconsejar, a quien quiera emprender una pesquisa sobre la transición española a la democracia, que repase los personajes de la extrema izquierda que asoman en algunas de estas páginas o que calibre el peso que tenía la memoria de la guerra civil y de sus consecuencias inmediatas en los medios provincianos que describe el escritor de Úbeda. Y desde luego, la historia social, política e intelectual de la España reciente deberá contar con Muñoz Molina. Porque el historiador se acerca a la literatura con intenciones dispares, para pulir su estilo o para asimilar maneras de afrontar y desenvolver un relato a partir de materiales diversos, pero también para captar retazos de un ambiente, para atisbar las ideas, actitudes y valores que moldeaban determinados comportamientos, para buscar detalles significativos de los escenarios en que tuvo lugar la historia que le incumbe. Todo esto forma parte también de la imaginación histórica, de esa que tan acertadamente –Ginzburg mediante—nos pondera Serna y nos ayuda a edificar Muñoz Molina.