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    AUTOR
Orhan Pamuk

    GÉNERO
Novela histórica

    TÍTULO
Me llamo Rojo

    OTROS DATOS
Traducción de Rafael Carpintero. Madrid, 2003. 567 páginas. 21,95 €

    EDITORIAL
Alfaguara



Orhan Pamuk

Orhan Pamuk


Reseñas de libros/Ficción
Un pasado que podría haber sido el nuestro
Por Inés Astray Suárez, lunes, 18 de octubre de 2004
¿Tiene sentido pintar un rostro tal y cómo lo vemos en el espejo? ¿Acaso no son más hermosos los ojos rasgados que los ilustradores orientales han utilizado siempre? ¿Por qué el maestro Osman no puede evitar que sus ilustradores se sientan tan atraídos por las estúpidas invenciones de los cristianos? La polémica entre las diferentes concepciones plásticas entre otomanos y francos es el trasfondo de una historia de amor y un asesinato en el Estambul del siglo XVI.
Cuando el director de Ojos de Papel me pidió que reseñase Me llamo Rojo acepte su encargo con moderado interés. Una intriga ambientada en Estambul en el siglo XVI entre el gremio de los ilustradores de libros. Los asesinatos en pasados exóticos me empiezan a dar un poco de pereza. Pero merecía la pena leer este libro.

Desde luego no por la intriga que resulta bastante insulsa. La novela empieza con un asesinato: “Ahora estoy muerto, soy un cadáver en fondo de un pozo” se queja el ilustrador asesinado y nos ruega que descubramos a su asesino. No lo haremos hasta la altura de la página seiscientos y mucho. Personalmente he de confesarles que en ningún momento tuve verdadero interés por saber quien era. Mucho más atractiva resulta, sin duda, la historia de amor fabricada como casi todas las que son de verdad, no sólo de sueños y deseos sino también de intereses, constancia y un poco de resignación.

La ambientación histórica tiene como telón de fondo la dialéctica entre las distintas concepciones plásticas que existen en Oriente y en Occidente, en el Islam y en el Cristianismo. Tras más de cien años de actividad, el taller de ilustradores de Estambul ha llegado a una especie de mayoría de edad, que le permite superar su complejo de inferioridad frente a las escuelas persas y chinas. Puede hablarse ya de un “estilo otomano” que el maestro Osman, jefe de los ilustradores, ha conseguido, ora maltratando y humillando a sus aprendices, ora halagándolos y amándolos. El estilo otomano es, por descontado, el del taller pero nunca el de cada uno de sus componentes que colaboran en todas y cada una de las obras como si fuesen producto de una misma mano. El propio maestro Osman, que conoce a la perfección a cada una de sus criaturas, tiene dificultades para reconocer el dibujo que el asesino olvidó estúpidamente junto al cadáver. Cualquier ilustrador se hubiese sentido ofendido si el reconocimiento fuese muy obvio porque “el estilo es una imperfección”. Pero a ese mundo que parece alcanzar su esplendoroso equilibrio llega la desazón desde donde menos podría esperarse: desde Occidente.
Sobre todo, y más allá de toda etiqueta de género, Me llamo Rojo es una obra literaria de primer orden. Con un planteamiento muy efectivo. Es como si los lectores-espectadores estuviésemos sentados delante de un teatrillo sobre el que van desfilando los diferentes personajes que se alternan para continuar el relato exactamente donde lo dejó el anterior. Pero la polifonía es más aparente que real

Los maestros francos nunca habían supuesto ni un motivo de inspiración ni mucho menos una amenaza. Por eso, el maestro Osman no puede comprender la fascinación que algunos de sus mejores ilustradores empiezan a sentir por sus creaciones. Ese interés por pintar las cosas no como son, o mejor, como deberían ser, sino como se ven. Esa desfachatez de pintar un perro más grande y con más detalle que al propio Sultán, simplemente porque está más cerca del pintor. Y sobre todo, esa obsesión por dibujar los rostros con todo detalle, esa palabra que empieza a estar en boca de todos sus ilustradores: el retrato. El problema no consiste, como piensan los fanáticos y los pusilánimes en que sea pecado. El problema es que por más que se desprecien las novedades de los palurdos venecianos es evidente que han tomado la iniciativa; a los artistas otomanos no les queda más que mirarlos de reojo con el mismo simulado desdén con el que su Sultán, Señor del Universo, almacena los relojes que le regalan los príncipes cristianos asegurando que no funcionan adecuadamente.

Sobre todo, y más allá de toda etiqueta de género, Me llamo Rojo es una obra literaria de primer orden. Con un planteamiento muy efectivo. Es como si los lectores-espectadores estuviésemos sentados delante de un teatrillo sobre el que van desfilando los diferentes personajes que se alternan para continuar el relato exactamente donde lo dejó el anterior. Pero la polifonía es más aparente que real. En seguida descubrimos bajo todos ellos a un mismo narrador omnisciente que los hace ser lúcidos y críticos hasta la crueldad. Es como si nuestro pobre teatrillo no tuviese más que un actor que debe cambiar continuamente de careta y de personaje: “Soy un perro vosotros, que no sois criaturas tan racionales como yo, os estáis diciendo que los perros no hablan. Pero, por otro lado, dais la impresión de creer en cuentos donde los muertos hablan y los héroes usan palabras que jamás sabrían”.

Orhan Pamuk que estuvo, al parecer, en las quinielas de los académicos suecos (nunca se sabe si resulta más correcto políticamente premiar a un turco o a una mujer) nos lleva a un pasado que podría haber sido el nuestro. Si se exceptúan los “relatos exteriores” hay muy pocas cosas de esta novela que resulten extrañas a un lector occidental. La bella Seküre tiene que utilizar para comunicarse con su amante los servicios de una vieja judía que entra y sale de casa de todo el mundo vendiendo telas, como Melibea debía servirse de Celestina. Está condenada a vivir supeditada a los hombres de su familia, pero puede manejarlos con cierta facilidad porque se da el caso de que es más inteligente que ellos. Husret de Erzurum, el predicador cascarrabias para el que casi todo es pecado, llena su mezquita con sus pláticas incendiarias como Savonarola llenaba pocos años antes el convento de San Marcos en Florencia, pero no consigue convencer a las personas sensatas, por más que callen prudentemente. El Maestro Osman sabe, como sabían los tribunales cristianos de la época, que si no dan resultado sus indagaciones, el Comandante de la Guardia tendrá que recurrir a la tortura para encontrar al asesino. Tendrá que esforzarse porque sería una lástima que el castigo estropease las manos o la vista de sus habilidosos artesanos. Por la noche las calles de Estambul están oscuras y llenas de perros hambrientos pero eso no desanima para acercarse a los cafés a quienes huyen de su soledad y de sus demonios. Si me condenasen a viajar a una ciudad del siglo XVI, desde luego, preferiría París o Sevilla (por lo menos ataban a los perros) pero soy consciente de que tampoco me encontraría muy cómoda.
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