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Divisiones administrativas del Sudán

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El Presidente del Sudán desde 1989.

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Composición étnica y tribal de Darfur

Composición étnica y tribal de Darfur

Situación de las concesiones petrolíferas

Situación de las concesiones petrolíferas

Paisaje característico de la zona central de Darfur

Paisaje característico de la zona central de Darfur

Uno de los líderes de la milicia Janjawid

Uno de los líderes de la milicia Janjawid

Pueblo de Darfur atacado y quemado por los Janjaweed.<br>©WFP/Marcus Prior. Amnistía Internacional

Pueblo de Darfur atacado y quemado por los Janjaweed.
©WFP/Marcus Prior. Amnistía Internacional


Principales campos de refugiados.

Principales campos de refugiados.


Tribuna/Tribuna internacional
Genocidio en el país de los Fur
Por Anaclet Pons, jueves, 14 de octubre de 2004
Se trata de la mayor guerra y la más larga de la historia de África y, seguramente, es la más grande del mundo en el momento presente, pero, como se desarrolla en una provincia profunda de nuestro planeta y no constituye amenaza directa para nadie –en Europa o estados Unidos, pongamos por caso--, no despierta mayor interés. Por añadidura, los escenarios de esta guerra, sus extensos y trágicos campos de la muerte, a causa de las dificultades del transporte y de las drásticas restricciones de Jartum, permanecen prácticamente inaccesibles para los medios de comunicación: de modo que la mayoría de la gente en el mundo no tiene ni la más remota idea de que Sudán es escenario de una gran guerra (Ryszard Kapuscinski, Ébano, 1998).
Memoria y geografía de Sudán

Como ocurre con otros espacios africanos, se dice de Sudán que es un territorio que embelesa a los visitantes aventureros. Razones no faltan. Este país africano, el primero en conseguir la independencia tras la Segunda Guerra Mundial, es el más grande de África, con una extensión de 2,6 millones de kilómetros cuadrados, unos centenares de miles más que los que ocupan Argelia y la República Democrática del Congo, los otros dos gigantes del continente; un extenso territorio, pues, en el que viven diseminados unos escasos cuarenta millones de habitante. Atravesado de sur a norte por El Nilo, la mayor parte de su geografía está dominada por una meseta que se corresponde con la cuenca que forma el curso medio de ese gran río. Así pues, nada falta en aquel lejano lugar, ya sean parques naturales o desiertos, ya sea el pintoresco mercado de Omdurman o la pesca y el submarinismo en el Mar Rojo. Y, además, también hay pirámides. Aunque esos monumentos nos hagan evocar inevitablemente a Egipto, si uno se desplaza unos 1.300 kilómetros al sur de El Cairo, en la ribera oriental del Nilo, verá sobresalir las figuras de una decena de ellas, un tanto truncadas, obra de la dinastía nubia Cushita, los llamados “faraones negros”. Sin embargo, lo que las distingue de sus vecinas del norte no es tanto su perfil o que sean más pequeñas como su soledad. Alejadas de los grandes recorridos turísticos, en un país con pésimas comunicaciones, allí no hay guías turísticos, ni puestos de refrescos, ni espectáculos coloridos. Sólo pirámides, y algunos arqueólogos occidentales.

Ahora bien, Sudán no es conocido por las bellezas que encierra ni por la vida salvaje que cobija, sino por ser escenario del que a buen seguro es el enfrentamiento más duradero que vive África. De hecho, aun cuando se puedan contabilizar los conflictos diciendo, por ejemplo, que ha padecido dos guerras civiles y más de una docena de golpes de estado, en realidad la violencia ha sido una situación permanente desde que alcanzara la independencia en 1956, con escasos y cortos períodos de relativa paz en los años setenta. Con anterioridad a todo ello, y formalmente desde 1899, Sudán había estado dominado por británicos y egipcios. De aquellos tiempos coloniales ha quedado para la memoria la célebre derrota del general británico Charles Gordon, héroe de la Inglaterra victoriana, vencido en Jartum por las huestes locales del Mahdi Mohammed Ahmed, una mezcla de líder militar y mesías religioso. No deja de ser curioso aquel acontecimiento, tantas veces evocado, y lo es por los paralelismos que parece tener con nuestro presente. En la breve biografía que dedicara a este militar y a otros eminentes victorianos, el historiador Lytton Strachey dejó escrito que para aquel comandante británico sólo había dos hechos evidentes, él mismo y las sagradas escrituras, de modo que su único empeño consistía en descifrar las instrucciones que le esperaban en la Biblia y obrar en consecuencia. Persuadido de su sagrada misión y ufano de su poderío militar, el devoto general se propuso evitar el establecimiento de un régimen islámico al tiempo que salvaguardaba los intereses del imperio. A pesar de las órdenes de su gobierno, contrario a aquella demostración alocada y dispuesto a evacuar la ciudad a la espera de refuerzos, Gordon resistió heroicamente hasta perder la vida de forma atroz y sin lograr su objetivo.

Unos años después, sería otro general británico, Herbert Kitchener, el que recuperaría para el imperio aquellas tierras, al mando de un ejército entre cuyas filas se encontraba el joven Winston Churchill. Para nuestra fortuna, este último publicaría al año siguiente The River war, un breve relato de aquella victoria entremezclado con sus singulares apreciaciones sobre la vida sudanesa. Ya en aquel momento, en 1899, Churchill escribía que en dicho país los indígenas negros eran más numerosos, pero que los habitantes árabes les superaban en poder. Además, estos últimos, más allá de su condición de ganaderos, eran por encima de todo cazadores de hombres, de esclavos. De ese modo, la situación sudanesa quedaba descrita del siguiente modo:

The dominant race of Arab invaders was unceasingly spreading its blood, religion, customs, and language among the black aboriginal population, and at the same time it harried and enslaved them. The state of society that arose out of this may be easily imagined. The warlike Arab tribes fought and brawled among themselves in ceaseless feud and strife. The negroes trembled in apprehension of capture, or rose locally against their oppressors. Occasionally an important Sheikh would effect the combination of many tribes, and a kingdom came into existence --a community consisting of a military class armed with guns and of multitudes of slaves, at once their servants and their merchandise, and sometimes trained as soldiers. The dominion might prosper viciously till it was overthrown by some more powerful league”.

Años de luchas

Pero volvamos a 1956, el año de la independencia, la fecha del inicio de este permanente conflicto. A grandes rasgos, se ha dicho que, como describió Churchill y como ha sucedido en ocasiones posteriores, aquella primera guerra enfrentó al norte árabe e islámico con el sur cristiano y animista de las etnias negras, sobre todo de los dinka y los nuer. Sin embargo, hasta 1989, el enfrentamiento respondía casi en exclusiva a problemas raciales o a luchas por el control de los recursos naturales, ya fueran el agua, la tierra o el petróleo (tema éste que merecería un análisis propio). Fue en ese célebre año cuando otro golpe de estado, encabezado por Omar al-Bashir, todavía hoy presidente del Sudán, instauró en el norte del país un régimen revolucionario islámico que intentó imponer al resto la ley coránica (sharia), de modo que el elemento religioso se sumó, agravado ahora, a aquellos otros que habían sido recurrentes desde siempre. Con ello, se acrecentó el enfrentamiento que, desde tiempo atrás, mantenían los islamistas del norte con el Ejército Popular de Liberación de Sudán (SPLA) que lidera el dinka John Garang, que dice luchar por la independencia del sur. Esta guerra continuada pareció concluir el pasado mayo, cuando ambas partes se reunieron en la ciudad keniana de Naivasha y acordaron tanto la fórmula para compartir el poder como el modo de administrar las regiones limítrofes en disputa, que son precisamente las más ricas en agua y petróleo. Sin embargo, había otro frente menos vistoso pero igualmente devastador, el de Darfur.

A principios del pasado mes de junio, ocho personalidades europeas, casi todos antiguos ministros franceses como Bayrou, Rocard o Lang, a los que se añadía Emma Bonino, publicaban un manifiesto en Le Figaro que, con el titulo de “Soudan. Une insupportable indifférence”, clamaba ante el nuevo drama: "Las informaciones que nos llegan de Darfur, en la parte occidental de Sudán, son cada vez más preocupantes. Tras la insurrección, a principios de enero de 2003, del Ejército de Liberación de Sudán (SLA) y del Movimiento para la Justicia y la Igualdad (JEM) contra el poder central de Jartum, la población civil, de etnia negra y religión musulmana, de las tribus Fur, Massalit y Zaghawa ha padecido violaciones, saqueos y desplazamientos forzosos. Estos ataques son obra de milicianos árabes, los Janjawid que, con el apoyo del ejército sudanés, practican una verdadera política de limpieza étnica".

Y, sin embargo, a pesar de que Darfur acaba de llegar a nuestros oídos, tampoco es un enfrentamiento nuevo y demuestra que la paz sudanesa no sólo exige solucionar los clásicos y manidos conflictos entre el norte y el sur o entre árabes y negros, sino que requiere reparar otros problemas mayores.

El antiguo reino de darfur

Darfur (el país de los fur, en lengua árabe) fue un antiguo reino, independiente hasta 1916, que debe su nombre a esa etnia fur, un pueblo de campesinos negros que ha habitado tradicionalmente las tierras que rodean el macizo montañoso del Jebel Marra, un enclave que sirve de transición entre el árido desierto libio al norte y el paisaje de la sabana al sur. Situado al noroeste del Sudán, junto a la frontera con el Chad, lo que denominamos Darfur ocupa en realidad un inmenso territorio, más grande que España. Por lo demás, se trata de una región dividida en tres provincias geográficas, las del norte, el este y el oeste. La mitad septentrional es desértica, sahariana, y está habitada principalmente por nómadas árabes, camelleros en su mayoría. Las otras dos zonas, menos pobres pero igualmente escasas en recursos, han estado ocupabas tradicionalmente sobre todo por población negra (campesinos masalit o fur, pero también por los seminómadas zaghawa) a los que, con el tiempo, se han ido uniendo pastores (en su mayoría) árabes, como los Zureigat, los Taaishah o los Bani Hussein. En esta segunda zona, en particular en el centro de la región, los choques entre unos y otros han sido constantes, sobre todo en épocas de sequía, aunque la mediación tribal solía funcionar en el pasado. Además, es una zona relativamente superpoblada, con alrededor de seis millones de personas, muchas si tenemos en cuenta los recursos disponibles, donde conviven varias tribus que comparten la religión islámica. Sin embargo, la lengua oficial, el árabe, es minoritaria, como lo son también los árabes. Así pues, como ocurre en muchos otros lugares de África, como ocurría en parte en Ruanda, las peleas en casa de los fur fueron siempre disputas entre, por un lado, ganaderos que buscaban agua y pastos para sus rebaños y, por otro, agricultores que intentaban proteger sus parcelas de tierra y sus escasas pertenencias.

En ese difícil contexto, la extraordinaria sequía, y la consiguiente hambruna, que padeció la zona a principios de los años ochenta hizo que los roces y las querellas tradicionales se convirtieran en una auténtica crisis. De hecho, desde mediados de esa década, han sido continuos los ataques árabes contra los poblados de los fur, asaltos agravados a partir del golpe de estado de 1989 y, además, en un momento en el que, tras finalizar la guerra del Chad a principios de los noventa, era muy fácil obtener todo tipo de armas. De ese modo, la nueva década fue escenario de múltiples y complejos enfrentamientos: los fur en alianza con el SPLA contra la milicia árabe de los bani halba, cuyo emir es uno de los líderes de los Janjawid; los árabes del clan um jullul contra los masalit, uno de los pueblos de etnia negra que, dada su tradicional resistencia al gobierno musulmán de Jartum, más persecuciones ha sufrido; los árabes rezeigat (aunque este nombre se suele utilizar para designar a los árabes en general) contra los zaghawa, de etnia negra pero pastores, etcétera. Fue precisamente por entonces cuando se hizo célebre esa palabra con la que se denomina a las diferentes milicias árabes, los Janjawid (los jinetes del diablo, los jinetes armados), milicias que recuerdan, con las diferencias que separan ambos casos, a los célebres y terroríficos grupos hutu conocidos como Interahamwe (los que combaten juntos) que encabezaron el genocidio ruandés contra los tutsi.

Por otra parte, descifrar la composición de los janjawid no es asunto sencillo. Por lo general, se dice que son nómadas árabes armados, pero eso aclara poco, pues todos los pastores árabes tradicionalmente han estado armados, sin que eso signifique que formen parte necesariamente de tal milicia. Por ejemplo, el grupo más numeroso, los rezeigat baggara, no está directamente implicado en la violencia de la zona, pero lo están, y activamente, algunos de sus clanes. En ese mismo sentido, no son lo mismo estos baggara meridionales (ganaderos) que sus parientes meridionales (camelleros), los rezeigat abbala (los jullul lo son, por ejemplo), que nutren las activas milicias que encabeza Musa Hilal. Junto a estos últimos, hay otros dos grupos que diríamos veteranos en la contienda: los beni halba y los baggara murahaliin, movilizados ambos para frenar las incursiones del SPLA. En fin, un auténtico rompecabezas.

La guerra de darfur no es vivida tanto como un conflicto entre árabes y negros, cuanto de estos últimos y los janjawid

Las razones del conflicto

Estas continuadas represión y aniquilación de pobres contra miserables, de mercenarios (mas mercenarios que árabes) contra negros, de nómadas (que en el pasado pudieron ser agricultores y pueden volver a serlo) contra sedentarios (que en tiempos quizá fueran pastores y acaso lo sean en un futuro) se agudizó a principios de 2003. Masalits, zaghawas o furs aparcan entonces sus diferencias y se unen bajo ese denominado Movimiento de Liberación de Sudán (SLA). Inician así una victoriosa revuelta encabezados por el ya fallecido Addallah Abaklar, un experimentado militar que había participado en la guerra del Chad. A la lucha se presta también el ya citado Movimiento por la Justicia y la Igualdad (JEM), un grupo con diferentes presupuestos pero con el que comparte su oposición al gobierno de Jartum. Ante los reveses sufridos, y la humillación que eso significa, el presidente decide cerrar las fronteras y sustituir al gobernador regional. Éste, a su vez, recluta, equipa y rearma a esas milicias janjawid que, apoyadas por el ejército y la policía, asesinan a civiles, queman cosechas y arrasan pueblos enteros. Y así durante meses, hasta sofocar la revuelta, con ataques imprevistos a las primeras luces del alba y al anochecer o con refriegas cotidianas que trastocan todo sentido de la existencia e infunden el miedo. La conclusión es conocida: varias decenas de miles de muertos y un millón largo entre desplazados y refugiados, sobre todo en el Chad, cuyo presidente, Idriss Déby, es además un musulmán de la tribu negra de los zaghawa. Una guerra, pues, sin planes estratégicos, sin normas, sin líneas de frente, pero con razones.

Como se ha dicho con anterioridad, la razón primera de este conflicto, la que subyace en el fondo, es también la disputa secular por los recursos, en particular la tierra y el agua. A ello se une, en segundo lugar, el sentimiento de marginación territorial que sienten los habitantes de la zona. De ahí que sus reclamaciones sean las de demandar inversiones para la región, con las divisas que genera el petróleo, pedir la celebración de elecciones libres, acabar con la imposición de gobernadores nombrados por Jartum y obtener una mejor representación política en el ámbito nacional. Es decir, conseguir una mayor autonomía restaurando el equilibrio tradicional de poder en la zona. Asimismo, el SLA y el JEM han exigido su inclusión como parte activa en las negociaciones entre el gobierno y el ejército del sur, el SPLA, de forma que sus reclamaciones sean tratadas al mismo nivel. Finalmente, está la cuestión interétnica y religiosa.

Hay un hecho que parece incontrovertible: uno de los problemas más sentidos es el que deriva de la desconfianza secular de las tribus y etnias periféricas hacia aquellas otras que proceden del valle del Nilo, ya que estas últimas, y los latifundistas árabes en particular, han sido las que han gobernado el país desde su independencia (pero no las que gobernaron el extinto sultanato de Darfur). Y esa suspicacia está presente tanto en esta zona noroccidental como, por ejemplo, en la costa oriental del país, donde el orgulloso pueblo beja, el grupo étnico no-árabe (pero musulmán) más grande entre el Rio Nilo y el Mar Rojo, tiene una percepción similar. De todos modos, hay que señalar que en el caso de Darfur, y ocurre algo parecido en otros lugares del Sudán, el término árabe no es tanto racial como cultural, es decir, remite más bien a individuos o a pueblos arabizados. Además, en esta zona todos son musulmanes, es decir, los árabes de Darfur pueden ser negros, indígenas, africanos y musulmanes, a diferencia de lo que ocurre en el conflicto norte-sur al que se ha hecho referencia más arriba. Eso sí, atravesándolo todo y de forma variable, queda la memoria, la de los descendientes de los antiguos esclavos negros en el sur y la de los hijos de los traficantes seculares en el norte.

La comunidad internacional

A pesar de todo, a pesar de los muertos y las atrocidades, poco o nada ha hecho la comunidad internacional al respecto, encenagada en otras guerras y soliviantada por otros asuntos: los recurrentes enfrentamientos del Oriente Próximo, las periódicas sacudidas del Cáucaso o las mismas elecciones americanas ocupan por ahora un lugar preeminente en las preocupaciones cotidianas. Fue el Secretario General de las Naciones Unidas el que, precisamente con motivo del Día Internacional de Reflexión sobre el Genocidio de Ruanda, manifestó el pasado mes de abril su preocupación “ante la magnitud de las violaciones de los derechos humanos denunciadas y la crisis humanitaria declarada en Darfur”, una crisis que se atrevía a calificar como “depuración étnica”. Esta llamada de atención pareció rendir frutos poco después con el acuerdo que las partes en conflicto firmaron en la ciudad chadiana de N’djamena, acuerdo que, por diversas razones, sigue incumplido hasta ahora. Y ello, a pesar de las diferentes resoluciones de la ONU, en particular la 1556 de 31 de julio. Las sanciones previstas, el embargo aplicado y las visitas de los inspectores del organismo internacional no han sido suficientes, pues el gobierno sudanés no ha satisfecho las condiciones exigidas, en particular en cuanto al desarme de las milicias janjawid, sobre las que dice carecer de control alguno.

Así pues, no debe extrañar que las observaciones finales que recoge el último informe oficial, del pasado 31 de agosto, sean ciertamente pesimistas. Se puede leer allí que “siguen produciéndose ataques contra civiles y la gran mayoría de las milicias armadas no ha depuesto las amas. Además, tampoco se han adoptado medidas concretas para llevar ante la justicia a ninguno de los dirigentes de las milicias o a los autores de los ataques, y ni siquiera se han adoptado medidas para determinar quiénes son, lo que ha permitido que continúen las violaciones de los derechos humanos y las leyes básicas de la guerra en un clima de impunidad. Después de 18 meses de conflicto y tras la aprobación de diversas resoluciones por parte del Consejo de Seguridad, la última de las cuales es la 1564 de 18 de septiembre, el Gobierno del Sudán no ha podido resolver la crisis de Darfur y tampoco ha cumplido algunos de los compromisos fundamentales que ha asumido”. Más aún, determinadas actitudes gubernamentales van justamente en el sentido contrario. Por ejemplo, hay constancia de que se está reclutando a miembros de las milicias janjawid como agentes de policía y seguridad en Darfur o en otros lugares del Sudán y de que las autoridades están modificando los cargos que pesan contra los delincuentes comunes para acusarlos de pertenecer a dichas milicias janjawid, en un claro intento de subvertir el proceso y proteger a esos mercenarios frente a responsabilidades futuras.

En fin, como dijera Conrad en El corazon de las tinieblas, “!El horror!”, la guerra que va y viene, que se apaga y se recrudece una y otra vez, siempre contra los indefensos. Sumen a ello los estragos de la polio, las fiebres hemorrágicas que acompañan al virus ébola, la sequía, las lluvias, la plaga de langosta.... ese es el panorama de centenares de miles de refugiados y desplazados. Pero volvamos a Kapuscinski: “Quien tiene armas tiene comida. Quien tiene comida, tiene poder. Nos movemos entre personas que no piensan en la trascendencia ni en el sentido y la naturaleza del ser. Estamos en un mundo en que el hombre, arrastrándose y escarbando en el barro, intenta encontrar en él cuatro gramos de cereal que le permitan vivir hasta el día siguiente”.
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