Tribuna/Tribuna internacional
Samuel P. Huntington:
del choque de civilizaciones
a la amenaza hispana
Por Joaquín Roy, martes, 6 de julio de 2004
¿En qué momento se jodió Estados Unidos? El lector atento y medianamente informado acerca de la evolución del llamado ‘boom’ latinoamericano, sabrá que la aparentemente soez expresión con la que se abre este comentario es una reescritura oportunista de uno de los comienzos más dramáticos de la novelística peruana. En la novela de Mario Vargas Llosa, Conversación en ‘La Catedral’, Zavalita, su protagonista limeño, medita así (“en qué momento se había jodido el Perú”) entre tertulias en un bar acerca de la implacable crisis crónica que atenaza a su país, al tiempo que abre un nuevo texto que es in rigurosidad un tratado de la identidad nacional y latinoamericana, como la mayor parte de las obras maestras de ese género, lindante con el ensayo.
En busca de una identidad perdida
Muy lejos de Lima, en la comodidad de su estudio y biblioteca de Harvard, en las afueras de Boston, sin que tenga que soportar a voceadores de diarios, oler la mala gasolina quemada y las bocinas de los coches en el tráfico infernal de Lima, “la horrible” (como la bautizó Salazar Bondy, el admirado ensayista peruano), el catedrático de Ciencias Política, Samuel P. Huntington, se hace una pregunta similar: “¿En qué momento se jodió Estados Unidos?” Luego de haberse creado una envidiable reputación académica con obras sobre la relación entre los militares y la política (The Soldier and the State) y ser un punto de referencia en la erudición sobre las transiciones políticas, Huntington se convirtió en famoso autor, popularmente reconocido, gracias a la plasmación de uno de los paradigmas más insinuantes desde la Segunda Guerra Mundial: el choque de civilizaciones. Publicado tempranamente en 1993 como un simple artículo en la revista Foreign Affairs (ver link), su texto ampliado como libro se convirtió en un best seller (The Clash of Civilizations and the Remaking of the World Order) (ver link). Su título (y espíritu, no siempre correctamente interpretado) devino un clisé que aparentemente sirve para todo, desde explicar los atentados del 11 de Setiembre hasta como justificación de la guerra de Irak, pasando por la polémica acerca de la Constitución europea.
El imperio contraataca de nuevo
Lo cierto es que Huntington, primero en un explosivo ensayo publicado en Foreign Policy, y ampliado como libro (Who are we? The Challenges to America’s National Identity. New York: Simon & Schuster, 2004), está de nuevo de actualidad. Después de haber provocado una tensa polémica en medios de comunicación de los Estados Unidos, y una notable irritación en Latinoamérica, ha aparecido su versión castellana en el mercado español (¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense. Barcelona: Paidós, 2004). Acompañada de una notable campaña publicitaria y comentarista, coloca el tema no solamente en el contexto de las pocas obras de origen académico que rebasan su ámbito, sino también en ya de por sí extremadamente polémico marco del papel de los Estados Unidos en el mundo a raíz del atentado de las Torres Gemelas y la invasión de Irak.
Aunque siempre resulta injusto reducir la aparente complejidad del contenido del libro a una síntesis adaptable al comentario preciso, las limitaciones de espacio editoriales convierten esa misión en obligatoria. Por lo tanto, a riesgo de simplificar (de la misma manera que el propio autor del libro opta por el mismo método), las ideas, los conceptos, los argumentos en que se basa y las conclusiones que Huntington saca, son resumibles a unos pocos.
En cuanto a los rasgos básicos de la identidad estadounidense (tema central, según sus propias declaraciones), se sintetizan en una esencia angloprotestante, basada en el individualismo y en la ética del trabajo. Hasta aquí no habría ninguna sorpresa, pues cualquiera podría identificar estos rasgos como el autorretrato de un mito norteamericano. Lo curioso de este esquema es que está desprovisto de otros ingredientes del mito nacional, repetido hasta la saciedad por los poderes públicos, los medios de comunicación, y creídos a pie juntillas por millones de inmigrantes que se han adaptado con el paso de dos siglos al “sueño americano”. Por ejemplo, Huntington no parece proclive a tratar de la evolución del “crisol” de razas y creencias, y por el contrario se empeña tozudamente en detectar la esencia histórica estadounidense en cuatro columnas inamovibles: la raza, la etnia, la “cultura” (que centra en la lengua y la religión), y la “ideología”. Con una explícita ausencia de rubor, Huntington se lamenta de que los Estados Unidos cimentados por la raza y la etnia hayan desaparecido, mientras que la base cultural (lingüística y religiosa) “se encuentra sometida a un auténtico asedio”. Teniendo en cuenta que la ideología la considera como un “aglutinante demasiado débil como para mantener unidas a personas que carecen de fuentes raciales, étnicas o culturales de comunidad”, el panorama es, obviamente, poco halagüeño de cara al futuro.
En resumidas cuentas, a Huntington, para decirlo como Unamuno, le duele América (como él y millones de norteamericanos gustan de llamar a los Estados Unidos). No solamente le duele, sino que se impone buscar las causas para lo que se le antoja como declive. Ese sentimiento es muy aceptable y comprensible, y probablemente beneficioso y necesario, no solamente para los estadounidenses, sino para también el resto del planeta, ya que se trata del “país indispensable”, una etiqueta diseñada por Madeleine Albright, mucho más razonable que el clisé de “la única superpotencia”. Pero lo que no debiera comenzar por delinear cuidadosamente una serie de factores que han causado el declive social y cultural, desemboca en la búsqueda, preconcebida, tenaz e implacable del enemigo que haya sustituido de una vez por todas al peligro marxista después de la desaparición de la URSS.
Buscando un enemigo
Intuido en El choque de civilizaciones, el enemigo exterior ya había sido autoidentificado como el fundamentalismo islámico. Se trataría ahora de anclar la causa de su incomodo y alarma en un enemigo interior. Pero, en contraste con la gran tradición de la novela, el cine y el periodismo de investigación, al igual que las campañas de derechos civiles, para Huntington el enemigo y causa de las enfermedades de los Estados Unidos, es de origen exterior, pero se está aposentando en su seno. Como un caballo de Troya portador de un virus maligno, amenaza con destruir el país que dejó ya de ser como Dios o Huntington mandan. El enemigo es, en primer lugar, el multiculturalismo que aqueja al territorio estadounidense y la élite pensante, y más concretamente, la inmigración hispana, y sobretodo la mexicana.
Es entonces, al descubrir este “j‘accuse” nuclear, cuando el lector más precavido, al proceder a una lectura sopesada del libro, sobretodo de la versión en español (curiosamente, muy encomiable), repara sospechoso de que se podría tratar de un proyecto fallido de dos o más libros inconexos, o por lo menos, de un artículo de opinión sin mayor trascendencia incrustado en un volumen, erudito y ambicioso de altos vuelos, sobre la evolución de la identidad nacional de los Estados Unidos, acompañado de unos comentarios sobre la posición del país en el mundo actual. Este esquema parece luego degradado a un ensayo popularizante de algunos aspectos centrales, defendidos con algunos datos. De otro modo, no se entiende como un scholar de su talla necesite nombrar individualmente a nada menos que ocho asistentes. Uno se pregunta cómo habrá justificado las becas cuantiosas que estos aprendices de eruditos habrán percibido de nada menos que media docena de fundaciones que arropan al profesor de Harvard.
Lo cierto es que si Huntington hubiera intentado como cualquiera de sus asistentes en presentar este proyecto de libro como propuesta de tesis de doctorado, el comité se la habría rechazado con estruendosidad. Si luego de escribir el libro, lo hubiera presentado a cualquier editorial universitaria (no a la popular Simon & Schuster), el resultado hubiera sido el mismo. Y si, de persistir en su empeño, una vez se hubiera aposentado como “penene” en una universidad medianamente acreditada, no le hubiera servido no para que le concedieran la titularidad (“tenure”). En todo caso, a la vista de sus vitriólicas críticas, hechas de forma descaradamente populista, contra un sector abrumadoramente mayoritario de los que él despectivamente llama “izquierda intelectual”, la rechifla entre sus colegas es para imaginársela.
Nada tiene de extrañar, por lo tanto, que en la introducción solamente mencione a un trío de amigos que aparentemente le ayudaron en la tarea de escribir y corregir el libro. Uno de ellos es Lawrence Harrison, autor de una serie de libros centrados en una tesis nuclear: los latinoamericanos tienen unos valores culturales, férreamente insertos mentalmente y por lo tanto transportables con la migración, inferiores a los de los norteamericanos, y por lo tanto cualquier experimento como NAFTA es inviable, lo cual ya resultaba obvio en la otra obra de Huntington, donde colocaba a América Latina y los Estados Unidos en distintas civilizaciones.
Pero, en fin, Huntington tiene una ventaja sobre Francis Fukuyama y Robert Kagan, los otros dos autores de conceptos-expresiones talismanes generados en la post-guerra fría. Los textos sobre el “fin de la historia” nadie se los ha leído (ver link). La comparación entre Venus y Marte se despacha en un párrafo y se contesta con un mero: “Y, ¿qué?” A Huntington se le lee, y probablemente se le debe leer más porque tuvo (The Clash estuvo inspirado y subrepticiamente subvencionado por el Pentágono y sus proveedores) y puede tener influencia en el centro del poder actual de Washington. Aunque no respalde explícitamente, revela sus fobias contra Clinton y Gore, y se predice que haría lo mismo con Kerry. A la postre, las tres ocurrencias son en realidad obviedades o malas interpretaciones elevadas a dogma. Por ejemplo, Huntington confunde las civilizaciones con las ideologías (de las que Fukuyama certificaba su defunción), mientras Kagan califica como desventaja la superioridad europea en “soft power” y sacraliza el militarismo estadounidense.
Cuando, una vez uno se ha quedado prendado por los conceptos razonables sobre el nacionalismo, y luego se ha superado la incomodidad de enfrentarse a un aparente largo panfleto disfrazado de tratado, se procede a la lectura más sopesada de ¿Qué somos?, se descubren más detalles. Por ejemplo, acierta en señalar la ausencia de la primacía del territorio en la identificación nacional de los estadounidenses. Se adhiere correctamente a la creencia de que los Estados Unidos no tienen ideologías, sino que son una, adaptable universalmente.
Pero, se niega a aceptar que son precisamente las ideologías la raíz de los conflictos y las explotaciones. Contra toda evidencia y tradición erudita, Huntington rechaza que los Estados Unidos sean el ejemplo más impecable de nacionalismo cívico (que despectivamente considera como una reliquia del liberalismo de la Ilustración), insistiendo en una base primordial étnica y cultural (una especie de “revival” del romanticismo decimonónico). Relega el sueño americano a la categoría de mito desaparecido, e insiste en la existencia de un Credo eterno. En consecuencia, no admite la doble nacionalidad y ciudadanía que implacablemente se impone en el planeta, sobretodo si combina el nacionalismo cultural original con el de opción cívica adoptado en los Estados Unidos. Confunde y mezcla entidades disímiles como el Reino Unido, la Unión Soviética y los Estados Unidos, para meditar sobre su transformación o desaparición. Yerra al considerar que la distinción entre los Estados Unidos y el resto del mundo está desapareciendo pues la explica por el triunfo de la “única superpotencia mundial”, al confundir el predominio en la dimensión militar con la adopción de la cultura popular.
De la misma manera se coloca en el campo de los que consideran que el 11 de Setiembre fue un golpe contra el “cristianismo”, cuando en realidad los terroristas actuaron contra lo que identifican como el enemigo del imperialismo y el capitalismo representados, en su visión particular, por Manhattan y el Pentágono. En la misma línea, exagera o simplifica de forma enigmática y fascinantemente cuando afirma que Estados Unidos es un “país cristiano”, de variante protestante, pero “sin Dios”, y que su profesa un “cristianismo sin Cristo”.
Un cuadro clínico terminal
Es curioso: Huntington incluye en el código norteamericano eterno el respaldo a la “libertad, la ley y el gobierno”, lo cual suena como el anhelo de los canadienses, “otros norteamericanos”, que basan su identidad precisamente en no querer ser estadounidenses. Mientras los Estados Unidos huntingtianos y eternos son exclusivamente angloamericanos y protestantes, el México eterno tenazmente incluye al pasado precolombino.
El diagnóstico de la enfermedad hispana es impresionante. Está dominado, en contraste con inmigraciones voluntarias anteriores, procedentes de Europa o Asia, por la proximidad geográfica. Viene reforzada por la unidad lingüística y la concentración geográfica. Tiene una larga duración y tenacidad, además de estar estigmatizada por ilegalidad. Finalmente, se justifica por un reclamo histórico territorial. El pliego de cargos contra los mexicanos incluye que carecerían de compromiso con el trabajo y de educación, y estarían aquejados de falta de iniciativa, autosuficiencia y ambición. Se les acusa de desconfianza de otro que no sea de la familia; no son puntuales, no tienen capacidad de lograr resultados con celeridad, y están pendientes de una orientación hacia el futuro.
En su conclusión de retrato clínico, mientras lamenta la “práctica desaparición de la étnica como fuente de identidad” de los "norteamericanos blancos”, y el ascenso numérico de los hispanos con la conversión de los Estados Unidos en una realidad bilingüe y bicultural”, le hiere la “disolución de las distinciones raciales”, y la “decreciente prominencia de las identidades raciales”. Mientras los mexicanos serían los agentes biológicos de este desastre, la autoría intelectual tiene un cómplice preciso. Recuerda y actualiza con nostalgia la admonición de Julien Brenda en La trahison del clercs, mientras regala incienso a un “público patriota” (que aprecia la identidad nacional) y demoniza “una élite desnacionalizada”.
Cuando se aplica la lupa con más intensidad, se descubre por ejemplo que las dos páginas dedicadas monográficamente a Miami están preñadas de simplismo, cimentadas en citas de tercera línea, exageración, y confusión de un sector de la sociedad dominada por una rama muy precisa de la inmigración cubana con el todo hispano, que rechaza los extremismos.
Para terminar, en clave española, la tesis de Huntington sobre la negativa inserción de los hispanos en los Estados Unidos contrasta con el desmesurado interés mostrado por el ex presidente Aznar al justificar su alianza con Bush por la presencia de 40 millones de hispanohablantes no encajables en la cultura dominante y el credo profesado por el poder asentado en la Casa Blanca. Pero esto, después del 14 de marzo, es historia.