Reseñas de libros/No ficción
La Europa medieval
Por Inés Astray Suárez, martes, 6 de abril de 2004
¿Nació Europa en la Edad Media? Cuando esta pregunta se la formula un prestigioso medievalista como Jacques Le Goff en una colección que se titula "La construcción de Europa", de la que por más señas es director, la respuesta resulta bastante previsible. ¿Por qué no? Después de todo la historia siempre recuerda un poco a ese chiste sobre el hacha de Abraham Lincoln, que se conserva estupendamente teniendo en cuenta que ya le cambiaron tres veces la hoja y dos el mango.
Una de las funciones de la Historia ha sido contribuir a la consolidación de las identidades colectivas. Europa era el nombre con el que los marinos fenicios denominaban al lugar por donde se ponía el sol. Era, como decía de Italia Clemente de Meternich, “una expresión geográfica”. Y es sabido que para convertir una expresión geográfica en una expresión política, los historiadores pueden resultar de bastante utilidad. Es un procedimiento legítimo siempre y cuando se respeten ciertos límites y se resista a ciertas tentaciones. Y este libro lo hace: “La Europa de hoy está todavía por hacer y por pensar. El pasado propone pero no impone, el azar y el libre arbitrio humano crean el presente tanto como su continuidad." Se resiste por ejemplo a la tentación de ver en Carlomagano el primer gran mandatario europeo, porque su imperio fue sobre todo un “imperio franco” y la coronación imperial supuso “esencialmente un retorno al pasado, un esfuerzo por resucitar el Imperio romano, y no un proyecto de futuro, lo que es el destino de Europa.”
Lo destacable quizá es la visión claramente positiva que Le Goff ve en la aportación cristiana, particularmente cuando el cristianismo occidental, a diferencia del cristianismo bizantino o del Islam “entrega al César lo que le pertenece”. Ello posibilitaría un razonable equilibrio entre la fe y la razón, de cuyos frutos apenas disfrutan los hombres de la Edad Media pero que se harán palpables cuando la Ilustración ponga freno al poder de la Iglesia
¿Qué había de “europeo” en los hombres y mujeres que habitaban la esa península situada en el Occidente de Asia, entre los siglos V y XV? ¿Qué tenían en común que los diferenciase de otras civilizaciones? En primer lugar, la religión. No cabe duda de que quienes piden que la Constitución europea mencione la herencia cristiana tienen razón. Cosa distinta es que el legislador, temeroso de las consecuencias que de ello se puedan derivar para quienes no acaban de querer ver las sutiles diferencias entre el hacha que realmente uso Abraham Lincoln y la que tiene el mango nuevo, prefiera no mencionarlo. Pero si algo tienen en común los europeos de la Edad Media es un conjunto de creencias preservado y continuamente reinventado por una elite que posee la rara habilidad de leer y escribir. Y que puede hacerlo además en un idioma común, heredado del mundo antiguo, el latín. Un idioma que facilita sus desplazamientos de un lugar a otro para alojarse en establecimientos que poseen unos rasgos arquitectónicos muy similares y en los que se celebran, casi a las mismas horas, unos ritos muy similares. No es una idea original de este libro. Casi cualquier monografía sobre la Europa o más propiamente el “Occidente” medieval, lo haga explícito o no, emplea el mismo criterio. Los pueblos “bárbaros” o “periféricos” tienen protagonismo en él en la medida que se van cristianizando. Lo destacable quizá es la visión claramente positiva que Le Goff ve en la aportación cristiana, particularmente cuando el cristianismo occidental, a diferencia del cristianismo bizantino o del Islam “entrega al César lo que le pertenece”. Ello posibilitaría un razonable equilibrio entre la fe y la razón, de cuyos frutos apenas disfrutan los hombres de la Edad Media pero que se harán palpables cuando la Ilustración ponga freno al poder de la Iglesia. Para Le Goff el cristianismo, que ofrece la salvación para todos los hombres, da un sentido a la historia y supera el mito antiguo del eterno retorno, la concepción cíclica de la historia. La Edad Media, sería para él, como para casi todos los medievalistas (lo que se conoce, se ama), un “período de creatividad, de innovaciones, de camino hacia delante”. En el haber del cristianismo estaría también, a través de la difusión del culto mariano en los siglos XI y XII, la promoción de la mujer, una idea discutible desde muchos puntos de vista, pero sin duda sugerente.
Partidario de una larga Edad Media, no reconoce en el Renacimiento el corte fundamental que muchas veces ha significado. Muchos de sus supuestos logros arrancan, efectivamente, de los siglos medievales cuya herencia se prolonga hasta la Revolución Industrial. Sí reconoce en el siglo XV, en cambio, un alto importante para la historia de Europa. Sería el momento en el que su marco territorial queda definitivamente esbozado. Nacida el eje Francia-Alemania-Italia, sus fronteras por Occidente estaban claramente delimitados por el ancho Océano que a partir de ese momento estarían en condiciones de asaltar. Los límites orientales siempre fueron, siguen siendo, mucho más difusos. La amenaza turca, ese gran mazazo para la Cristiandad, sería a la postre otro factor de cohesión : “si la toma de Constantinopla en 1453 fue muy lamentada por los europeos, sobre todo por los miembros de las élites, no es solamente, según desearía la historia tradicional, el final catastrófico de un mundo, el mundo bizantino, sino que es también, a largo plazo, el final de un obstáculo para la unidad europea; pues si la religión ortodoxa se mantiene hasta hoy, al este de Europa, ya no está ligada a ese doble centro de poder político y religioso que era el Imperio bizantino. Es un obstáculo eventual a una futura Europa unida que, paradójicamente, se retiró en 1453.” ¿Querría eso decir que Turquía no cabe en unos Estados Unidos de Europa? Le Goff no menciona ese problema pero, en cualquier caso podemos remitirnos de nuevo a sus palabras “la historia propone pero no impone”.
Por lo demás por su estricta periodización y la adecuada selección de la información este libro podría servir de manual universitario. De hecho, he tenido que leerlo bajo la atenta mirada de mi hijo, que me aseguraba que no tenía prisa por él con la misma insincera y educada expresión con la que dice que no es necesario que cambie de cadena cuando empieza un partido. De una rápida ojeada había comprendido que en menos de doscientas páginas podía aprender prácticamente las mismas cosas que en el ladrillo que le recomendaron a él.