Reseñas de libros/No ficción
Constitucionalismo y anticonstitucionalismo
Por Justo Serna, sábado, 15 de mayo de 2004
El gran fraude, de Fernando Savater, es un libro combativo, de principio a fin, y es un libro de circunstancias. Eso significa que se adhiere al contexto que comenta y que es deudor del momento que examina: es, pues, un volumen comprometido con el presente, con su presente, y es en relación con ese tiempo desde el que hay que juzgarlo, sin anacronismos, sin cómodas evaluaciones retrospectivas. Mi examen está escrito tras su publicación, antes de celebrarse las elecciones generales del 14 de marzo de 2004 aunque inmediatamente después del 11-M, sumido en el estupor, aún aturdido, y esa precisión no la hago para curarme en salud, sino para revelar mis propias condiciones, para no formular aseveraciones desde un presente que no sería el de un libro expresamente circunstancial.
Con una foto en blanco y negro del Lehendakari en la que encogiéndose de hombros parece mostrar incredulidad o indiferencia o irresponsabilidad, y con un fondo en el que los colores de la ikurriña sirven de frontispicio, la cubierta ya revela el tono polémico, ardoroso, de la obra. Reúne un puñado de artículos publicados por el filósofo donostiarra en distintos periódicos, principalmente en El País, y puede leerse como una continuación de Perdonen las molestias, el volumen en el que Savater compilaba sus primeros textos de ‘¡Basta Ya!’. ¿Por qué El gran fraude? Se trata de un volumen en el que fustiga las tesis nacionalistas, particularmente las que han arraigado en su tierra. Pero se trata también de combatir la dejación de una cierta izquierda española, que en opinión de Fernando Savater habría abdicado de su sentido crítico, emancipador, universalista, al abrazar el credo opuesto: el de la diferencia y el particularismo. Se trata, en suma, de alancear el anticonstitucionalismo galopante que por acción o por omisión parece imponerse en una parte de la sociedad española. Como apostilla, por alguna razón, desde la muerte de Franco, los nacionalismos periféricos tendrían buena prensa. Fue tan furiosa la campaña españolista y castiza del Régimen anterior, que la nueva democracia habría incorporado todo lo que contrarió al dictador confundiéndose en un antifranquismo genérico. De estas mixturas y de estas indecisiones se habrían aprovechado los terroristas, invocando la independencia de Euskal Herria, pero se habrían beneficiado también sus compañeros de viaje, los nacionalistas moderados. Dados estos contenidos, ¿estaría justificado el título del volumen?
Savater admite que hay algo así como un españolismo de los populares, pero no concede gran importancia a ese rearme nacionalista español. ¿Y por qué no lo valora ni lo teme? Porque no cree que sea esencialista (...). Ojalá fuera como Savater dice. Yo, por el contrario, creo que hay, en efecto, un españolismo esencialista que ha rebrotado en los últimos años, expresado además con un tono arisco (...). Creo que no deberíamos confundir la contundencia expresiva de quienes defienden la Carta Magna con grave riesgo de sus vidas, contundencia a la que tienen derecho porque les va la vida en ello precisamente, con la intemperancia arisca de Aznar, que es de otra naturaleza
Reparemos en esa palabra contundente con que el intelectual rotula su libro. La voz fraude tiene tres acepciones. La primera se refiere a toda acción contraria a la verdad y a la rectitud que perjudica a la persona contra quien se comete. La segunda designa todo acto tendente a eludir una disposición legal en perjuicio del Estado o de terceros. La última, propia del derecho, alude al delito que comete el encargado de vigilar la ejecución de contratos públicos, o de algunos privados, confabulándose con la representación de los intereses opuestos. ¿Es un título excesivo? Si nos atenemos a los argumentos que Savater emplea en su interior, si le aceptamos el significado de las palabras, si convenimos en el sentido con que él juzga los actos que critica, entonces deberíamos admitir que no hay contradicción entre el rótulo y la mercancía. Repasemos las acepciones anteriores y comprobemos si se ajustan. La primera, el fraude como el acto contrario a la verdad y como el acto que perjudica a un tercero. En efecto, el anticonstitucionalismo, como promesa de una Euskadi libre y floreciente, sería una fantasía cuyos beneficios estarían por verse o incluso un embeleco deliberado y, además, dañaría a la parte de la que se arranca el nuevo país independiente: dañaría, en fin, a la España constitucional. La segunda acepción de fraude se refiere a toda acción que elude una disposición legal en perjuicio del Estado: el anticonstitucionalismo que aspira a convocar un referéndum o plebiscito en el territorio vasco vulnera los cauces legales, el propio marco de quien plantea la secesión. ¿Por qué razón? Porque el Gobierno del Lehendakari es, a la postre, parte de las instituciones del Estado y su fundamento procede, por decirlo con Max Weber, de la legitimación legal-racional de la Constitución de 1978. Es decir, la acción es fraudulenta porque rebasa lo permitido saltándose las vías que permitirían la reforma de la Carta Magna. La tercera acepción también parece cumplirse. El anticonstitucionalismo sería un fraude porque quien debiendo encargarse de vigilar la ejecución de los pactos de la ciudadanía se confabula con los destructores de la ley y de la paz social. Es por eso que, de verificarse, se incurre en una suerte de delito.
Si los anticonstitucionalistas son los adversarios, entonces a Fernando Savater no le importaría coincidir con quienes teniendo una ideología contraria a la suya se oponen a los fraudulentos. O dicho en otros términos, el filósofo donostiarra, que se reconoce de izquierdas y próximo al partido socialista, no le molestaría compartir mesa con los populares, pues éstos se habrían empeñado en una lucha sin cuartel contra los terroristas y sus afines. Hay que admitir que el combate contra ETA ha rendido frutos decisivos y, por lo que parece, los criminales lo tienen más difícil ahora para matar, para destruir o para provocar desórdenes callejeros. Esto se debería al PP, pero se debería también al apoyo del PSOE, coaligados en la lucha gracias al Pacto Antiterrorista. Admitamos hasta aquí todo lo anterior, incluso aquello que convendría matizar, pero para lo que ahora no hay tiempo. Insisto, admitamos ese fraude que Fernando Savater denuncia con coraje y obstinación, con riesgo de su vida, y que sería fruto no sólo del terror sino también de la indiferencia y del anticonstitucionalismo. Habría, sin embargo, dos cuestiones básicas a considerar que para el filósofo donostiarra no son fundamentales y que constituyen serios peros a su análisis: se las planteo porque estos cargos subrayan las partes débiles de su argumentación, asuntos a los que el intelectual vasco no atiende suficientemente. A algunos tal vez les parezcan pequeñas cosas, pero para mí no lo son y si se las sugiero es precisamente para reforzar la lógica de su combate.
La historia de España, esa de la que Gil de Biedma lamentaba su fin y su derrotero, es la historia de unas disidencias y de sus persecuciones. Que me dejen ser disidente a mi manera. Que me dejen ser español a mi modo. Pero no me pidan tampoco que sea fiel y respetuoso con la identidad obvia de lo valenciano, porque lo me que me salva es el marco constitucional
La primera cuestión tiene que ver con la idea de España con que se han revestido el Gabinete de Aznar y sus adláteres: Savater admite que hay algo así como un españolismo de los populares, pero no concede gran importancia a ese rearme nacionalista español. ¿Y por qué no lo valora ni lo teme? Porque no cree que sea esencialista, como sí serían los nacionalismos periféricos, y lo juzga sólo un reforzamiento del españolismo constitucional: decir España es ahora decir Constitución, no Atapuerca ni Viriato. Por tanto, Aznar no sería el furioso nacionalista o el acérrimo asimilista que sus adversarios ven. Ojalá fuera como Savater dice. Yo, por el contrario, creo que hay, en efecto, un españolismo esencialista que ha rebrotado en los últimos años, expresado además con un tono arisco, un españolismo que parece ataviarse de constitucionalismo, que parece confundirse con el auténtico constitucionalismo, cuando en el fondo aspira a nacionalizarnos en el viejo sentido. Creo que no deberíamos confundir la contundencia expresiva de quienes defienden la Carta Magna con grave riesgo de sus vidas, contundencia a la que tienen derecho porque les va la vida en ello precisamente, con la intemperancia arisca de Aznar, que es de otra naturaleza. El acoso terrorista que desde antiguo se padece ha sido de tal envergadura que el lenguaje se ha endurecido entre los actores del drama, entre los perseguidos y los amenazados. '¡Basta Ya!' es así un frente de lucha por la transparencia moral y verbal, pero es también una sociedad de apoyo mutuo en un país, Euskadi, en el que la indiferencia o la ceguera han sido tan habituales. En esa circunstancia ha de entenderse El gran fraude como un manifiesto, como un panfleto más contra la abulia. Pero, a la vez, al leerlo vemos a un Fernando Savater que comienza a estar verdaderamente harto de tener que repetir lo mismo, de tener que sumar libro tras libro sin que mejore la rectitud civil de ciertos representantes públicos, y de tener que hacerlo con gran dureza polémica. La alegría, el principio vital al que rinde tributo el donostiarra, se agria, claro, y se oscurece como consecuencia del horror que no cesa y de la persecución a la que él mismo está sometido. Por su parte, Aznar salió ileso de un atentado y por esa y por otras razones se propuso sensatamente no dar respiro a los terroristas. Pero su intemperancia no es resultado de ese malestar o de dicha amenaza, sino que es anterior: es un estilo de gobernar, de tratar a quienes no coinciden con él, entre despectivo y desdeñoso, sin que medie alegría, sin que parezca disfrutar de la vida contingente que nos ha sido dada. Es por eso que el españolismo de Aznar se avinagra y sus maneras, sus formas de enfrentarse a la oposición han podido hacer odioso el constitucionalismo tomado como enseña, como gran enseña nacional, tan grande como ese pendón que ondea en la Plaza de Colón, en Madrid. Pero dejemos las cuestiones de carácter y volvamos al asunto general que en principio nos ocupaba, a la primera cuestión que Fernando Savater no trataba suficientemente. Como el asunto es peliagudo, pondré un ejemplo personal (permítanme, pues, esta revelación), que nada tiene que ver con el País Vasco. Pero pondré después un ejemplo general. El primero tiene que ver con la educación y la Constitución; el segundo con la televisión y con la idea milenaria de España.
En el País Valenciano, hay numerosos individuos que hablan catalán. Pongamos un ejemplo que me es cercano, el de mis hijos, a quienes los he escolarizado en esa lengua (tengo libertad para ello). ¿Por qué razón? En primer lugar, por ser el valenciano su idioma materno, por ser estricta y literalmente el idioma de su madre. Es bueno que aprendan y que se socialicen en la lengua que les es cotidiana. La razón por la que profeso esa opción educativa no es la de reforzar la identidad colectiva ni los sentimientos de pertenencia histórica. El motivo es estrictamente particular: la satisfacción de un derecho individual, como es el de poder emplear uno de los idiomas en uso, que, además, da la coincidencia de ser materno. Pero ese dato, ese rasgo, sólo es uno más de los numerosos atributos con que se revisten mis hijos, con que crecen, con que se desarrollan y con que, finalmente, me desmienten y me sobrepasan. El castellano, que es mi lengua de uso corriente, lo es también para ellos. Con ese idioma aprenden a compartir un universo de discurso, el de su padre (y también el de su madre bilingüe), y el de millones de personas –la mayoría, de nacionalidad no española-- que han crecido y vivido con esas voces y con esa expresión. La historia de España --decía Gil de Biedma en célebre verso mil veces repetido-- es la más triste porque siempre acaba mal. Escrito bajo el franquismo, ese diagnóstico podemos darlo por superado o por erróneo. La historia de España fue, entre otras cosas, la de un nacionalismo liberal castizo de escasa hondura, de guardarropía, inmediatamente contestado, un nacionalismo luego agravado por una mixtura monstruosa y franquista que mezclaba lo cultural y lo político, lo comunitario y lo civil, bajo el amparo de una dictadura feroz, tristísima.
Si la Constitución acoge y reconoce la pluralidad, si integra, entonces... viva la Constitución. Pero si no impide la discriminación de los individuos por ser portadores de diferencias, entonces mejoremos su aplicación o reformémosla o incluso postulemos otra. Ahora bien, lo que debemos admitir, sobre todo después de esa triste historia de España que acababa mal, es que no hay vida más allá o más acá de la Constitución, que no hay vida pre o posconstitucional que valga la pena vivirla, que no hay vida inteligente fuera de la Constitución, que no hay nación --sea la que sea-- que preceda o exceda a la Constitución
En principio, lo bueno de los nacionalismos periféricos fue que impugnaron la evidencia de las cosas, que desestabilizaron la idea de una España uniforme y homogénea. Así lo supo ver Manuel Azaña, por ejemplo, cuando defendía la constitucionalidad del Estatuto catalán frente al jacobismo fracasado de los liberales del ochocientos. Así, podemos leerlo ahora en uno de sus Discursos políticos, que ha recopilado Santos Juliá. Gracias a esa labor de zapa de los tempranos regionalismos, lo español ya no se identifica sin más con el idioma castellano y con la historia real o presunta que tiene detrás. Esa lengua es un atributo incuestionable de lo español, qué duda cabe, pero lo español tiene otros atavíos con los que los ciudadanos pueden revestirse. El catalán, por ejemplo, no ha subsistido sólo por la presencia del nacionalismo que se desarrolló en el antiguo Principado. La prueba de ello la tenemos en el País Valenciano: si el catalán aún se habla en este último no se debe a la efectividad de un nacionalismo minoritario y prácticamente inexistente; si el catalán ha subsistido ha sido gracias al uso cotidiano, al empleo culto o no, que sus hablantes han hecho de este idioma. La liza que comenzaron los nacionalismos periféricos hace un siglo ha permitido concebir lo español a partir de una pluralidad irrevocable, pero esos mismos nacionalismos tradicionales, como el que encarnan Convergència i Unió, se muestran ahora perplejos ante una desestabilización de sus propias identidades predefinidas. Lo que habría que decirle a un ciudadano de Barcelona o de Valencia es que tiene todo el derecho a hablar el catalán justamente porque es un derecho individual que se le reconoce, porque es un atributo que tiene, porque es un tesoro personal que le conviene conservar, porque es un capital que puede hacer productivo con los suyos y consigo mismo, no porque sea una obligación nacional a la que deba supeditarse; lo que habría que decirle a ese mismo ciudadano es que tiene todo el derecho a hablar el castellano, porque es su patrimonio personal, porque es su riqueza y su valor que comparte con otros, con los hablantes que le precedieron y con muchos otros que no son ni siquiera compatriotas.
Hay una pluralidad lingüística y cultural en España, pero hay sobre todo una pluralidad lingüística y cultural dentro de cada uno, a poco que se cultive, a poco que se explore. Que no se me pida que sea nacionalista español, porque quiero pertenecer a una comunidad de disidentes, no de iguales sellados con la misma estampilla, ahormados con el mismo corsé. La historia de España, esa de la que Gil de Biedma lamentaba su fin y su derrotero, es la historia de unas disidencias y de sus persecuciones. Que me dejen ser disidente a mi manera. Que me dejen ser español a mi modo. Pero no me pidan tampoco que sea fiel y respetuoso con la identidad obvia de lo valenciano, porque lo me que me salva es el marco constitucional que --ahora sí-- da privilegios iguales para todos: como, por ejemplo, el derecho a emplear el catalán, a escribir en catalán, a educar a mis hijos en catalán. Los inmigrantes son portadores de atributos y de rasgos que me desmienten, y mis cualidades los contradicen, los objetan a ellos. Habrá que perfeccionar marcos de convivencia --de acuerdo con el ámbito constitucional-- en los que dar cabida a las diferencias individuales que son resultado de diferencias culturales. La clave no es la comodidad indiscutida, esa que echan en falta quienes aspiran a un mundo evidente, la de quien permanece ciego a lo que le es vecino y le contraría, sino la incomodidad universal, la globalización efectiva. ¿Nos garantiza eso el patriotismo constitucional del que habló Jürgen Habermas? Si la Constitución acoge y reconoce la pluralidad, si integra, entonces... viva la Constitución. Pero si no impide la discriminación de los individuos por ser portadores de diferencias, entonces mejoremos su aplicación o reformémosla o incluso postulemos otra. Ahora bien, lo que debemos admitir, sobre todo después de esa triste historia de España que acababa mal, es que no hay vida más allá o más acá de la Constitución, que no hay vida pre o posconstitucional que valga la pena vivirla, que no hay vida inteligente fuera de la Constitución, que no hay nación --sea la que sea-- que preceda o exceda a la Constitución. ¿Quién dijo que era cómodo vivir por aquí? Sí, ya sé que hay grados diferentes de incomodidad, pero en cualquier caso la circunstancia actual es la mejor situación posible que cabe imaginar comparada con ese pasado de injurias.
La historia debería servir hoy para colectivismos menos étnicos, menos afirmativos, menos castrenses. Más que para el reconocimiento, que es un modo de uniformar, de establecer la fatalidad de unas ataduras, la historia debería emplearse para el conocimiento propio, para mostrar lo que me diferencia de aquellos de quienes procedo, para hacer ver todo lo que ignoro de mí mismo, esa parte remota que también me constituye, lo que es deuda o lo que es logro, el azar de que yo esté aquí
Pero no acaban aquí las cosas que quería decir y que me suscita el volumen de Savater, al menos en el sentido que quepa atribuir al españolismo. Les decía que pondría un segundo ejemplo que hacía referencia a la televisión. En efecto, me refiero a la serie ‘Memoria de España’, emitida en 2004 por TVE y coordinada por el historiador Fernando García de Cortázar, vasco también y, como el filósofo, amenazado por los criminales. Tomaré lo hecho por García de Cortázar como el síntoma de ese españolismo. Reparemos, en primer lugar, en el título del documental. Por alguna razón, cuando entre los representantes políticos se hace una invocación explícita al pasado, suelo experimentar una gran incomodidad, un prurito personal. Insisto: esas palabras, generalmente altisonantes, me producen malestar como individuo y como historiador, y este hecho simple me obliga a interrogarme. ¿Por qué padezco esa desazón cada vez que oigo dichas apelaciones? Creo que son dos las razones del malestar. Hay, en primer lugar, una razón académica: la que diferencia la historia de la memoria. Pierre Nora, un colega francés al que aquí, en Ojos de Papel ya he citado, lo dijo expresamente. Permítanme una cita extensa de sus atinadas palabras: "La memoria es la vida, siempre acarreada por los grupos vivos y, a este respecto, está en evolución permanente, abierta a la dialéctica del recuerdo y la amnesia, inconsciente de sus sucesivas deformaciones, vulnerable a todos los usos y manipulaciones, susceptible de estar latente durante mucho tiempo y de manifestar súbitas revitalizaciones. La historia es la reconstrucción siempre problemática e incompleta de lo que ya no es. La memoria es siempre un fenómeno actual, un vínculo vivido en el eterno presente: la historia, una representación del pasado. Dado que es emocional y mágica, la memoria sólo se acomoda a aquellos detalles que la confortan: se nutre de recuerdos borrosos, chocantes, globales o flotantes, particulares o simbólicos, sensibles a todas las transferencias, velos, censura o proyecciones. La historia, en tanto que operación intelectual y laica, apela al análisis y al discurso crítico”. Por eso, cuando se mezcla historia y memoria, el resultado no suele ser la mejora crítica del recuerdo o el examen significativo del vestigio, sino la recreación del pasado en términos emocionales y mágicos, simbólicos. Un horror, pues.
Aunque, tal vez, mi irritación contra el pasado como apelación pública se deba, en segundo lugar, a las condiciones que me rodearon en la infancia. Nací cuando acababa la autarquía del primer franquismo, cuando ya se atisbaban el turismo y una revolución sexual --esa que hoy deploran los enérgicos obispos--, turismo y revolución que ciertamente parecían amenazar la estabilidad del orden católico. Nací cuando empezaba la oposición universitaria al Régimen y, sobre todo, cuando comenzaba la televisión, cuando se daba inicio a las emisiones de la televisión en España. Es decir, más que católica, es la mía la primera generación catódica --por decirlo con Umberto Eco--, la generación que aprendió a ver el mundo y el entorno gracias a la pequeña pantalla. Nací, además, en el seno de una familia adaptada al Régimen, silenciosa, prudente, una familia del franquismo sociológico en la que se mezclaban la obstinación, el esfuerzo, el empeño, el miedo. En aquella época, entre mis parientes, entre mis abuelos concretamente, fueron habituales la invocación al pasado colectivo y el recuerdo de un desastre, de un pánico, el de la guerra del 36. Aquellos ancianos hacían continuos ejercicios de memoria para instruirme, para educarme, para aplacarme. No les culpo ahora, pero vivir así –me decía entonces-- era sobrevivir aherrojados, cosa que yo odiaba. La idea de pasado, de que hay un pasado al que estaba obligado y que me libraba de mí mismo, era un atentado contra la vida, contra mi vida. Si se concibe lo pretérito como lastre, si se apela al cataclismo antiguo como amenaza, sólo nos cabe una tarea, la de la recordar sin vivir, sumidos en la triste analogía de lo que son vaticinios retrospectivos. No tengo existencia alternativa –parecía decirme entonces, cuando púber--: sólo dispongo de esta vida ordinaria, finita, y en ella resuelvo mi destino personal. ¿Egoísta? No estaba tan equivocado: el coraje y la elección, esas pequeñas tareas en las que nos empeñamos cada día, se hacen contra el pasado de los mayores. Entiéndaseme: quien sólo es fiel a lo que sus ancianos hicieron, quien es temeroso de lo que su linaje también padeció, se agosta sin hacer nada nuevo.
En la vida de cada uno no hay necesidad ni tarea que cumplir y sólo una suma de casualidades me ha hecho: por tanto no hay desastres antiguos, incluso seculares, que me amenacen y que me impidan vivir, ni hay fardos que esté obligado a acarrear y que me libren de ese ser contingente que soy yo mismo
Es posible que entre cierta izquierda española aún sobreviva la mención explícita al 36, como hemos oído en alguna de las últimas intervenciones de Pasqual Maragall. Es verdad que entre ciertos nacionalistas imaginativos lo pretérito ha sido objeto de recreaciones fantasiosas, melancólicas, reparadoras, incluso falsas. Pero no es menos verdad que una parte de la derecha española, la más arisca, la más intemperante, la que creció con el frufrú de las casullas, ha invocado ese mismo pasado para denostar, para atemorizar o para afirmar marcialmente una identidad indiscutible. Es más: en los últimos años, han sido los gobiernos populares los que han hecho de la historia un territorio para la renacionalización. Y a ello han contribuido culpablemente historiadores profesionales que como Fernando García de Cortázar profesan una ardiente fe españolista. Que yo comparta con este colega una convicción constitucionalista, porque no hay vida más allá o más acá de una Constitución que me garantiza como ciudadano, no significa que deba, además, comulgar con su nacionalismo redivivo que mezcla historia y memoria, un nacionalismo que idea una unidad de destino desde tiempos prebabélicos. El pasado ha servido así para la identificación colectiva que nos ata: la ventaja del reconocimiento es que me permite localizar a los míos o, al menos, a aquellos antepasados con quienes creo compartir reflejo, filiación, linaje. Con ello, aspiro a darme una defensa contra las ofensas potenciales que siempre parecen venir de los otros, de los extraños, de los vecinos. Sin embargo, la historia debería servir hoy para colectivismos menos étnicos, menos afirmativos, menos castrenses. Más que para el reconocimiento, que es un modo de uniformar, de establecer la fatalidad de unas ataduras, la historia debería emplearse para el conocimiento propio, para mostrar lo que me diferencia de aquellos de quienes procedo, para hacer ver todo lo que ignoro de mí mismo, esa parte remota que también me constituye, lo que es deuda o lo que es logro, el azar de que yo esté aquí. En la vida de cada uno no hay necesidad ni tarea que cumplir y sólo una suma de casualidades me ha hecho: por tanto no hay desastres antiguos, incluso seculares, que me amenacen y que me impidan vivir, ni hay fardos que esté obligado a acarrear y que me libren de ese ser contingente que soy yo mismo. La historia me permite regresar para averiguar qué hicieron de sus existencias los antepasados, cómo afrontaron sus incertidumbres, tan ignorantes como yo, tan distintos. A ese modo de pensar lo llamamos saber, examen, no identificación ni reconocimiento, pues ante los homínidos de Atapuerca no veo analogía ni memoria que fatalmente me vayan a reflejar.
Vuelvo a Fernando Savater, vuelvo a El gran fraude. La segunda cuestión a examinar y que el filósofo no trata suficientemente en esta obra es qué se le consiente y qué no a las víctimas del terrorismo. Como es un tema muy delicado, quisiera tratarlo con corrección y con respeto, pero también con frialdad. Pondré para ello otro ejemplo. El miércoles 18 de febrero, el espectador de la 2, de Televisión Española, tuvo la oportunidad de ver la entrevista que Carlos Dávila le hacía a Conchita Martín, viuda perteneciente a la Asociación de Víctimas del Terrorismo. Dicha señora reclamaba de la sociedad, reclamaba de todos nosotros, la comprensión, la solidaridad, el buen juicio, la honradez de trato que los dañados se merecen. Reclamaba la lealtad y la simpatía de cada uno con los damnificados por la violencia etarra. Creo que tiene derecho a exigirlas. Pero... ¿se deriva de esa circunstancia la aprobación de una determinada política? Si nos atenemos a lo que esta viuda sostuvo, parece ser que sí. Tengo para mí, sin embargo, que en esta circunstancia excepcional que estamos viviendo, y que agiganta lo que Conchita Martín decía en febrero, todo se está extralimitando, todo tiende a torcerse. Que uno sea víctima, que uno sea un damnificado de un terrorismo (deleznable, punible, como todos) no le da superioridad, no le da un juicio político atinado.
Cuando murió Franco, había muchos damnificados del Régimen: numerosas víctimas tuvieron que morderse la lengua, tuvieron que sofocar su dolor, tuvieron que sacrificarse por el bien de todos, que era la construcción de un marco constitucional común. No se procedió a incoar un expediente general contra los herederos y beneficiarios del Franquismo. ¿Qué fue aquello, una amnesia, como tontamente se dice ahora? Fue, más bien, un 'echar al olvido', según corrige Santos Juliá. Es decir, no se olvidan, sino que se recuerdan los ultrajes, ofensas, daños, muertes, torturas, vejaciones padecidas, pero para beneficio de todos, para facilitar la convivencia, no se tienen en cuenta. Con una gran dignidad, los comunistas españoles, los socialistas españoles, los republicanos españoles, los sindicalistas españoles, admitieron el sacrificio y aceptaron pactar para facilitar la transición. Años después, José María Aznar sostuvo que había llegado el momento de 'La Segunda Transición' y fue a partir de entonces cuando la revelación de la Verdad, así con mayúsculas, y la defensa de la Identidad dañada se convirtieron en meta, en objetivo, en solución. En realidad, fue desde la invocación de esa Segunda Transición cuando, por emplear una expresión de Conversación en La Catedral, todo empezó a ‘joderse, Varguitas’.
Por las preguntas que hacía Carlos Dávila ante las cámaras se infería que o bien aceptábamos las tesis ‘políticas’ de la viuda que comparecía, y entonces éramos gente cabal, o bien las rechazábamos, y entonces carecíamos de toda rectitud, de toda honestidad. Dávila es un periodista untuoso (en el doble sentido de la expresión) que conocen suficientemente los espectadores valencianos: hace unos años irrumpía cada semana en la televisión autonómica para participar en un programa multitudinario y bronco. Creo que debemos un respeto a las víctimas del terrorismo, siempre, en cualquier circunstancia, pero no puede pedírsenos que aprobemos sin más las directrices de la política española a partir de lo que alguno de ellos diga públicamente. ¿Alguien se imagina a una Asociación de Mujeres Maltratadas dictando con pormenor y minucia el sentido general de la acción de Gobierno o la letra menuda del Derecho Penal? Las víctimas tienen, claro que sí, todas las prerrogativas que da ser damnificados a los que la sociedad ha de proteger y satisfacer, pero nuestros representantes sólo han de tener un precepto y un requisito: no agrandar el mal, no infligir un daño suplementario a la ciudadanía si con ello se cree dar satisfacción a las víctimas. El Derecho Penal no es sólo punitivo y retributivo, no sólo está pensado para las víctimas, ni por supuesto para exculpar a los responsables de los crímenes, sino para garantizar la presunción de inocencia de cada uno de nosotros.
Los damnificados del terrorismo no son simples víctimas como las que ocasiona un accidente de carretera. Hacer esa comparación sería intolerable, deleznable. Nauseabundo, como algunos añaden. Propongo, por el contrario, comparar a esos damnificados con las mujeres que han sido víctimas de la violencia. Insisto: ¿alguien se imagina a una Asociación de las mismas dictando la política a seguir? No basta, desde luego, con prestarles, sin más, una atención humanitaria para de ese modo olvidarlas. Antes al contrario: con razón, los damnificados exigen de las autoridades acciones políticas, decisiones políticas, pero el bien, la bondad, no pueden confundirse con la reparación. Tzvetan Todorov hablaba en uno de sus libros más atinados de la tentación del bien como uno de los grandes males ‘iliberales’, como uno de los grandes daños del totalitarismo. El riesgo que corremos cuando nos proponemos alcanzarlo es confundir la justicia reparadora, a la que por supuesto tienen derecho las víctimas, con el ejercicio de la política, que exige sacrificios colectivos no para lograr metas o utopías, sino para crear un marco de convivencia. A fuerza de querer el bien, a fuerza de querer dar total reparación política a lo que es un daño ocasionado por criminales, podemos convertir el espacio público en un tribunal inquisitorial en el que condenar o aprobar políticamente. ¿Cómo decirlo? La víctima no puede dictar la cosa común, insisto. Hay que satisfacerla con la atención y cuidado del Estado: el recuerdo emocionado, las satisfacciones económicas a que tienen derecho, el homenaje público o la persecución implacable de los criminales sin darles respiro no son meros actos humanitarios. Son gestos, decisiones, audacias políticas, no caridades. Pero, sobre todo, la gestión gubernamental no debe ir en un sentido contrario al de las víctimas, es decir, no se puede hacer un homenaje a la mujer maltratada o al herido en un atentado para después adoptar medidas que no sean acordes con su salvaguarda. Ahora bien, lo que no resulta exigible es que compartamos todo lo que la víctima, en su dolor, es capaz de proclamar o de demandar o lo que algunos de sus interlocutores con afán ventajista acaban por sonsacarle.
He vuelto a ver a doña Conchita Martín en ‘El debate electoral’ de Cnn+. Fue el 11 de marzo. José María Calleja reunía en el estudio de la cadena a esta viuda y a Antonio Elorza, catedrático de historia del pensamiento político. La señora corroboraba y decía siempre la última palabra a lo que defendía Elorza. El catedrático no tiene puntos de vista que contradigan lo esencial de los que defiende la Asociación de Víctimas del Terrorismo: experto como es en cultura islámica contemporánea y en ‘religiones políticas’, Elorza siempre hace atinados o documentadísimos juicios sobre lo que acaece. Conchita Martín daba el visto bueno. Creo que una víctima del terrorismo tiene todo el derecho a hablar y a desgarrarnos con su dolor y a exigirnos respuesta y debemos ampararla para que pueda hacer públicas sus reflexiones morales, sus dictámenes acerca del bien, de lo lícito, de lo aceptable. Pero creo igualmente que ser damnificado, como lo es Conchita Martín, no le da un aval superior al de cualquier ciudadano para emitir juicios políticos. De lo contrario, ¿a qué asistimos? ¿A un debate político entre una respetabilísima viuda y un catedrático de historia del pensamiento?
Son estas cosas, pequeñas cosas, las que Fernando Savater no trata en su libro, posiblemente porque son minucias si las comparamos con el horror al que hay que hacer frente, posiblemente porque no conviene sembrar el desconcierto o el desánimo entre quienes son perseguidos o son aliados de una noble causa. Pero yo no juzgo el valor moral de unos héroes, de unas víctimas, de unos ciudadanos amenazados: sólo examino unas páginas políticas de un publicista casi siempre pertinente, pugnaz y campechano, que se enfrenta a la indiferencia o al desistimiento y que no en todo momento aborda lo que debiera tratar; sólo escruto lo que haya de convincente de sus argumentos, pero también lo que haya de menos plausible en sus razonamientos. En el caso de que Fernando Savater leyera todo lo anterior, nada me gustaría más que me siguiera teniendo entre sus interlocutores, uno más entre los muchos que no se pierden sus libros.