Reseñas de libros/No ficción
Las relaciones entre las sociedades y el medio natural
Por Inés Astray Suárez, miércoles, 9 de abril de 2003
Contaba Felipe Fernández-Armesto en el prólogo de Millennium (Planeta, 1995) que cuando confesó “con la mirada baja y arrastrando los pies” a “un colega al que admiro” que estaba tratando de escribir una historia del mundo , este le dijo que no existía tal cosa, sino “sólo las historias de parte de él”. Admirado o no lo cierto es que no parece haber tomado demasiado en cuenta sus consideraciones. Si Millennium era una historia del planeta Tierra durante los últimos mil años, este proyecto es mucho más ambicioso. La escala sigue siendo planetaria, pero los límites cronológicos se extienden desde la última glaciación hasta nuestros días.
Civilización es una de esas palabras que a fuerza de ser utilizada puede significar casi cualquier cosa según el planteamiento y contexto. Lo primero que tiene que hacer un historiador que pretenda hacer un estudio riguroso sobre el tema es aclarar el significado concreto que tiene para él. Así que este libro empieza por ahí: “Propongo que ésta se defina como un tipo de relación: la que se establece con el medio natural, que es reformulado por el impulso civilizador para responder a las demandas del ser humano. Por una civilización entiendo una sociedad que establece dicha relación” Bien mirado no es un concepto demasiado revolucionario, la “civis” es al fin y al cabo una transformación de la naturaleza a mayor comodidad de quienes la erigen (o al menos de una parte de ellos).
Lo verdaderamente original de este libro es que intenta una clasificación de las civilizaciones aplicando únicamente este criterio: el medio natural en el que se desarrollan
El propio autor reconoce que no pretende imponer una nueva definición a una vieja palabra, simplemente reformular su valor tradicional que ha quedado “enterrado bajo los escombros de un mal uso”. Lo verdaderamente original de este libro es que intenta una clasificación de las civilizaciones aplicando únicamente este criterio: el medio natural en el que se desarrollan.
Para empezar se prescinde casi completamente del criterio cronológico: el imperio veneciano y la Creta minoica se estudian en el mismo capítulo; a saber, en el de las civilizaciones que se desarrollan en islas pequeñas. Se desestiman también, por inútiles, las listas de los elementos supuestamente definidores de la civilización como la agricultura, la vida urbana, la escritura o el estado. Así, Sumer y Egipto, donde empiezan la mayoría de las historias de la civilización, no aparecen hasta el capítulo VII (el dedicado a los suelos aluviales) y se despachan en veinte páginas. A los efectos de este libro sus logros no son menos “civilizados” que los montículos artificiales sobre los que se levantan las diferentes chozas para el día y la noche de los pantanos de la isla de Frederik Hendrik.
El planteamiento de base es que el hombre es parte de la naturaleza. Ello no implica ni mucho menos un cántico de alabanza a las virtudes de la vida natural, por parte de un hombre que confiesa que el campo que le gusta es el que puede ver entre las cortinas de su biblioteca. Es más bien un presupuesto de humildad
Tampoco se pretende dar una megaexplicación para el hecho de que algunas civilizaciones tengan más “cargamento” que otras (como hace por ejemplo Jared Diamond en Armas, gérmenes y acero, un libro, por cierto que se cita en varias ocasiones). El “pegajoso” medio natural condiciona profundamente la vida del hombre pero el autor huye del determinismo geográfico. Algunos entornos supuestamente favorables como los valles fluviales o los bosques templados han exigido en realidad laboriosos esfuerzos para su adaptación a las necesidades humanas. Las selvas tropicales, generalmente consideradas medios hostiles, han albergado algunas de las áreas construidas más espectaculares del mundo. ¿Acaso el haber sobrevivido hasta épocas recientes es un mejor indicador de la existencia de un medio propicio que el haber comenzado a existir antes?, se pregunta el autor. El prejuicio de que sólo algunos entornos facilitan la civilización no le parece más razonable que el que afirma que ciertas razas son más propensas a crearla.
El planteamiento de base es que el hombre es parte de la naturaleza. Ello no implica ni mucho menos un cántico de alabanza a las virtudes de la vida natural, por parte de un hombre que confiesa que el campo que le gusta es el que puede ver entre las cortinas de su biblioteca. Es más bien un presupuesto de humildad. La naturaleza casi siempre derrota al hombre como nos recuerdan a menudo las ruinas cubiertas de maleza. “Hay más probabilidades de que nos sorprenda una nueva época de glaciaciones caída del cielo que de achicharrarnos con un calentamiento global producido por nosotros mismos”. Por no hablar de los microbios. Pero lo sorprendente del ser humano es, precisamente, ese optimista y arriesgado “afán civilizador” que le lleva a construir una pista de hielo en Providence o a plantar césped en Laponia.
La idea desde luego es sugerente, pero también arriesgada y como el propio autor reconoce está en proceso de experimentación: “La he escrito con una especie de frenesí, con el ansia de escribir lo que quería decir antes de que se me olvidara”
Aunque la clasificación de los entornos naturales se basa en el modo que tienen los geógrafos de dividir la biosfera (“los mundos helados”, “la muerte de la tierra”,”las praderas apenas cultivables”) se incorporan nuevas etiquetas medioambientales: fenicios y escandinavos se estudian conjuntamente como civilizaciones que se desarrollan en costas estrechas, Hawai y la Isla de Pascua son ejemplos de cómo sobrevivir al aislamiento. La idea desde luego es sugerente, pero también arriesgada y como el propio autor reconoce está en proceso de experimentación: “La he escrito con una especie de frenesí, con el ansia de escribir lo que quería decir antes de que se me olvidara”
Una vez más, Fernández-Armesto prescinde de los hechos cruciales, porque considera que suelen ser bien conocidos y no merece la pena repetirlos. Por otra parte, piensa que los “conservadores del museo intergaláctico", esas criaturas de su invención que con tanto acierto utilizaba también en Millennium, seguramente no guardarán en sus vitrinas los mismos objetos que ahora veneramos. La descripción detallada, apoyada en una impresionante erudición de la que dan prueba centenares de referencias bibliográficas, alterna con generalizaciones provocadoras y saltos cronológicos y espaciales de vértigo (por cierto, unos cuantos mapas no estarían de más). Como en todas sus obras destaca, sobre todo, la calidad literaria de una prosa cargada de sugerencias poéticas y de un sentido del humor muy británico. Incluso para quienes no les interese especialmente la historia la lectura de este libro puede resultar deliciosa.