Reseñas de libros/Ficción
La vida buena
Por Justo Serna, miércoles, 9 de abril de 2003
El novelista Fernando Aramburu es dueño de un significante rico y expansivo. Posee un dominio del español tan riguroso y tiene tan desarrollada su cualidad de prosista, que no le toleramos que nos decepcione, que rebaje sus altas exigencias, las mismas a que él nos acostumbró desde que irrumpiera en el mercado de la ficción. ¿Qué hay de bueno y que hay de claudicación en la vida y en la novela de Benny Lacun, el protagonista de su última obra?
Entre los narradores españoles que se han dado a conocer en los noventa, uno de los decisivos, uno de los que ha demostrado un exquisito dominio verbal y una fértil imaginación narrativa, es Fernando Aramburu. Las referencias editoriales que difunde el sello en que publica suelen destacar el hecho de haber nacido en San Sebastián en 1959, la circunstancia de ser licenciado en Filología Hispánica, y la circunstancia de vivir y trabajar en Alemania desde 1984, en donde, al parecer, compagina la escritura con su tarea de profesor de español en Lippstadt, una pequeña localidad cercana a Hannover. Si se insiste en ello es porque esos datos harían de su caso algo insólito, ajeno a la balumba y al mercadeo editoriales y a los mentideros literarios, y distante del discurrir ordinario de su país. Sin embargo, a pesar de la lejanía, en sus libros habría un toque irónicamente costumbrista, de fino observador, que retrataría ambientes y personajes gracias a la mirada atenta de quien ya se siente extraño o, al menos, de quien ya no vive lo propio con la familiaridad y la costumbre del vecindario. Él mismo lo ha confesado en alguna entrevista: “La distancia geográfica a la que yo vivo tiene sus ventajas -a la hora de dedicarse a la creación literaria- y sus desventajas. Las ventajas para mí, fundamentalmente, se reducen, vamos a decir, a la circunstancia favorable de que nada ni nadie me distrae en mi trabajo. Es decir, no hay tentaciones alrededor de mi vivienda que me saquen de casa, como me ocurría en tiempos, cuando vivía en España. Me parece también que contemplo las cosas de mi país, las cosas que considero propias o íntimas, desde una distancia que invita a la reflexión y que permite contrastar lo que pasa allá con lo que pasa aquí. Esto me parece muy importante, es un estímulo positivo a la hora de escribir. ¿Desventajas?: hay una que no se me quita de encima y es el temor, no a olvidar el idioma, esto sería muy exagerado, pero sí a perder soltura, a perder chispa, velocidad a la hora de expresarse. Cuando viajo a España, me encuentro con que no entiendo algunos chistes o que, por ejemplo, ahora mismo no sabría decir el nombre del ministro o la ministra de agricultura. Tampoco es muy importante el saberlo, quizá, pero sí noto que se produce una fractura que me preocupa. De todos modos, creadores de todos los tiempos han afirmado que cierta situación de exilio es inherente a todo creador”. No es un exilio político, impuesto –aclara--, sino que es la vivencia de sentir que hay “como una membrana entre uno mismo y sus orígenes. A lo mejor es una ficción personal, no lo sé, pero existe”. Sería esta vivencia semejante a la de Canetti. “Es decir, no termino de arraigar en el lugar en el que vivo, y cuando vuelvo a aquel del que procedo, también me noto un poco ajeno. Esto me suscita pensamientos, reflexiones, y creo que -a la larga- es positivo para la creación literaria. Estoy, vamos a decir, alerta, me dedico a contemplar a las personas, a observarlas, porque tengo la sensación de que algo me distancia de ellas y esto me hace más observador, y quizá sea esa la lección que he aprendido de escritores ausentes”.
Además de un libro de relatos (No ser no duele) y de otro que incluye pequeñas piezas, episodios y ensayos (El artista y su cadáver), los volúmenes mayores de nuestro autor son tres novelas: Fuegos con limón, Los ojos vacíos y El trompetista del Utopía. Se ha celebrado su registro verbal, ese castellano recio y variado con que se expresa el narrador en cada una de las novelas, las dos primeras haciendo uso del yo, como relato de confesión hecho años después de los hechos evocados, y la última, en tercera persona, adoptando la perspectiva y la voz de un observador que nos cuenta lo que a un personaje le acaece. Se ha valorado la variedad de esos timbres, de esos dominios léxicos y de ese argots con que se pronuncian sus tipos humanos, lo que probaría que Aramburu posee un oído literario realmente apto para insuflar vida a sus caracteres en función del lenguaje que emplean. Se ha destacado igualmente el modo de representación de la realidad, de la realidad que trata y que traslada al relato. Inspirándose en la picaresca, la de esos pillos que sobreviven como pueden y que acarrean experiencia y golpes, pero también en la tradición propiamente cervantina, la de esos avispados alucinados que porfían contra el mundo, Aramburu perfilaría personajes y avatares tiernos y desastrosos, buena gente, pero generalmente incapaces de gobernar con tiento o con soltura su propia vida. Pero, ahora que lo pienso, esta forma de examinar a nuestro autor me incomoda y se me antoja impostora. Permítanme cambiar el registro y hacer un par de confesiones breves sobre la lectura de Aramburu. No es por narcisismo, sino por precisión. Si se emprende sinceramente, la revelación personal aclara y no enmascara el análisis y exhibe los condicionantes con que nos aventuramos a la hora de enjuiciar. A ambas confesiones, seguirá un corolario final, que es justamente mi aproximación a la nueva novela de Aramburu: El trompetista del Utopía.
Mi vida -como la de ustedes- está llena de renuncias, una vida hecha de seguridades que me sirve para alejar la muerte fatal y previsible que me sobrevendrá. Pero tantas renuncias me empobrecen la existencia y me convierten en un personaje presumible. Una vida así, una vida en la que hemos excluido las iniciativas más arriesgadas, nos deja con la duda de cómo pudo haber sido una existencia con otras opciones. Ya lo sabemos: lo bueno de la ficción que leemos es que nos muestra vicariamente la muerte, el peligro, la pérdida, lo que no quisimos ser y lo que habiéndolo soñado no nos atrevimos a serlo
Primera revelación. Cuando apareció Los ojos vacíos en 2000 publiqué en El País (Comunidad Valenciana, 28 de febrero de 2001) un artículo titulado "Los libros son carísimos". En ese texto tomaba la novela como referencia y como excusa, como instrumento para celebrar la ficción y la lectura. Era la primera narración de Aramburu que yo leía, pero no era la primera que él autor había publicado. Quedé totalmente derribado por su imaginación, por su ideación y por su palabra, con esa capacidad para recrear un tiempo (los comienzos del siglo XX) y un país inexistente (Antíbula). Pero, sobre todo, más allá de la mezcla de géneros (la novela histórica, la novela de costumbres, etcétera), lo que me sorprendía era que el volumen mismo fuera una justificación del placer de leer, del servicio que nos prestan los libros frente a las adversidades. ¿No era ésa, precisamente, la justificación mil veces repetida que Cesare Pavese hiciera de la literatura como defensa contra las ofensas de la vida? Una vida menesterosa, un abuelo miserable y feroz, el viejo Cuiña, el negativo exacto del anciano amable y tierno, los golpes y coscorrones que le propinaba al nieto, todo, absolutamente todo, quedaba atemperado gracias a la lectura.
Mi artículo, mi celebración, decía así: "Ha sido una esclavitud y una confesión, algo que me ha subyugado sin que haya podido oponer firme resistencia. Durante tres semanas, salvo los breves intervalos en los que regresaba a la realidad y a las obligaciones, he estado inmerso en un mundo ajeno, en un espacio que no frecuento, en una cronología que no es la mía. He sido el destinatario especial, privilegiado, de una extensísima revelación, de una larga exposición de motivos y de hechos, de esperanzas, de dolor, de crueldad y de felicidad. En principio, no me reconozco especialmente crédulo. No obstante, por alguna razón, ahora me he dejado llevar y he aceptado esa larga confesión: mis defensas han caído hasta el punto de compartir mudo, expectante y deslumbrado las cuitas y los avatares de un jovencito, el relato pormenorizado de su doloroso aprendizaje y del daño que su cruel abuelo le infligió, del goce final que alcanzó. Digamos la verdad: esa detallada relación de acontecimientos no me la hizo el chaval al que aludía; en realidad, esa exposición que me convirtió en oyente involuntario, en paciente destinatario, me la hizo el anciano bibliotecario en que ahora se ha convertido. Nacido en 1917, conserva sus facultades y su capacidad de persuasión: en principio, lo escuchaba sin dar crédito, pero me derrotó inmediatamente con su desparpajo, con su sabiduría antigua, con su pormenor. Quien te cuente la vida, una vida infantil que no es la tuya, la dura vida infantil de una época que no es la tuya, ha de vencer innumerables resistencias. Que, además, te la relate con una morosidad y detalle que no te conciernen, con la mezcla de miedo y ternura que tienen todas las infancias, te exige una entrega especial. ¿Recuerdan a aquel personaje del tebeo, a aquel abuelo que se extendía en innumerables batallitas que a ni a sus nietos ni a ustedes ni a mí interesaban? Cuando el relator nos gana, nos hace desistir y nos convence para que, guardando silencio, escuchemos su narración, entonces se consuma un prodigio, el milagro mil veces repetido de la historia bien contada, la relación de los avatares ajenos que nos secuestra y que nos atornilla en el asiento, con el ánimo dispuesto.
“El bibliotecario que me ha contado su historia es un viejo ahíto de años y de peripecias, alguien que leyó muchos libros, alguien que los amó y que le sirvieron para hacerse y dilatarse. 'Los libros', me confesó en algún momento, 'eran mi pasión; aún más, el cimiento y las columnas de mi mundo personal, del que salía a ratos y con disgusto para poner por obra esos actos inexcusables de la vida cotidiana como ingerir alimentos, calzarse o estar con los demás. Nada poseía más valor para mí que un conjunto de páginas impresas ni nada contribuía en igual o mayor proporción a mi felicidad'. 'Recién cumplidos los diez años', me admitió finalmente, 'la perspectiva de una existencia desprovista de libros se me hacía de todo punto intolerable'. Ustedes lo habrán advertido: el bibliotecario que me detalló su vida con expresión elegante y copiosa no existe; es una figura creada por un novelista fino, atinado, impostor como todos, dueño de los recursos que deben emplearse para narrarme algo que en principio no me interesa. Hablo de Fernando Aramburu y de su novela Los ojos vacíos; hablo de la tarea mil veces repetida de la ficción y de su poder. La vida es odiosamente breve, está siempre amenazada por nuestra propia muerte, y las elecciones nos acortan, nos amputan, haciendo de nosotros personajes reconocibles, sumidos en la rutina de lo ordinario. Gracias a las ficciones que leemos, gracias a esos libros del bibliotecario y a la vida que le escuchamos en primera persona, nos extendemos, nos rellenamos de experiencias ajenas con las que nos medimos para apreciar lo que no somos ni fuimos.
Fuegos con limón me pareció una impresionante primera novela: más de seiscientas páginas que se quedan cortas. Tal es el poder narrativo que despliega el autor, tal es la capacidad para contar y mezclar ironía, humor, dolor, ternura, esperanza, resentimiento, que los personajes devienen partes de uno mismo
“El libro de Fernando Aramburu, como -ay- tantos otros volúmenes que se hacinan en los expositores de novedades, es carísimo. Cuesta tres mil pesetas, una suma que desembolsa el cliente y de la que viven quienes comercian con esa mercadería. Es una cifra abultada, aunque, eso sí, susceptible de variados usos: con tres mil pesetas podemos despachar una ración de sepia, una tanda de cervezas y unas olivas para acompañar; podemos acudir hasta cuatro personas a un cine de estreno para entretenernos durante ciento veinte minutos; podemos... Mi lectura de Los ojos vacíos se ha prolongado por espacio de tres semanas. Durante ese tiempo me abismé en sus páginas, en el relato del bibliotecario, me dejé cautivar por los hechos y por los avatares que el narrador me detallaba al modo de un pícaro moderno, al modo de un personaje barojiano. Si sopeso el precio, la verdad es que esa novela es baratísima. En primer lugar, por el tiempo de ocio que le he destinado: desprenderse de tres mil pesetas en veinte días es un dispendio realmente comedido, no es gastar a manos llenas. En segundo lugar, por el saber que me procura. La ficción es entretenimiento, qué duda cabe. Pero es también y sobre todo un mundo posible que observo, un conocimiento de contraste que me permite evaluarme y darme lo que no tengo ni tendré, una prótesis que me dilata y que me permite explorarme.
“Verán, crezco y maduro buscando seguridad, protegiéndome de las amenazas y del riesgo. Mi vida -como la de ustedes- está llena de renuncias, una vida hecha de seguridades que me sirve para alejar la muerte fatal y previsible que me sobrevendrá. Pero tantas renuncias me empobrecen la existencia y me convierten en un personaje presumible. Una vida así, una vida en la que hemos excluido las iniciativas más arriesgadas, nos deja con la duda de cómo pudo haber sido una existencia con otras opciones. Ya lo sabemos: lo bueno de la ficción que leemos es que nos muestra vicariamente la muerte, el peligro, la pérdida, lo que no quisimos ser y lo que habiéndolo soñado no nos atrevimos a serlo; lo bueno de la novela y de los libros es que nos presentan el paralelo potencial de nuestro futuro, el pasado por el que no optamos, pero a la vez nos faculta para distanciarnos y para sobrevivir a los personajes con quienes nos identificamos y de cuyos riesgos y temeridades nos libramos. De la ficción podemos salir sin tacha ni magulladuras; de la muerte real y de la vida nimia que vivimos, lamentablemente no. ¿Aún pensamos que los libros son carísimos? Ahorren tres mil pesetas y cómprense ahora una buena novela, un grueso volumen con el que demorarse. Dedíquenle un mes a su lectura: les costará sólo cien pesetas diarias".
En fin, no sé: esos dos aspectos (una peripecia que sale bien removiéndose todos los obstáculos que impiden ser sensato; una omnisciencia sobrevenida, que resta coherencia narrativa al punto de vista inicial) me disgustan y me hacen polemizar con Aramburu. Espero, sin embargo, que este espléndido novelista y prosista pueda disculpar mi atrevimiento, esta irrupción, esta expansión de un lector al que hechizó desde la primera línea que de él leyó y al que, por otra parte, no está obligado a dar cuenta
Segunda revelación. El placer que dicha novela me procuró, ambientada en un país imaginario y ejemplo de un prodigio narrativo, me llevó a leer la primera novela de Aramburu, Fuegos con limón. Me pareció una impresionante primera novela: más de seiscientas páginas que se quedan cortas. Tal es el poder narrativo que despliega el autor, tal es la capacidad para contar y mezclar ironía, humor, dolor, ternura, esperanza, resentimiento, que los personajes devienen partes de uno mismo. Es la novela en la que se relata un aprendizaje obrado en otro tiempo, como era también en el caso de Los ojos vacíos, la narración de ese aprendizaje que es vivir, que es salir de la adolescencia: a pesar de todo, a pesar del daño que la vida le infligió, ese soberbio relato es la novela de alguien que se creyó --como todos nosotrs-- con una provisión inagotable de futuro, según añade el narrador. Es la línea de sombra revisitada y ambientada en San Sebastián: es –insisto-- el fin de la adolescencia demorada, con ese regusto a fracaso y pequeño logro que es siempre crecer y madurar. En la novela, el protagonista y narrador, Hilario Goicoechea, recrea su vida joven años después, la buena vida que se daba o intentaba darse en el San Sebastián convulso y provinciano de finales de los setenta. No es un pijo que lo tenga todo resuelto, con un porvenir trazado, sino que es hijo de una de familia menesterosa, una familia por la que siente odio y ternura, una familia de la que le distancian metas e intereses. Es tímido y aspira a ser poeta, pero a la vez es audaz e incluso temerario. De chiripa y con obstinación ingresará en un grupo literario, La Placa, integrado por jóvenes airados, precoces intelectuales amantes del surrealismo. Provocan y representan su revolución cultural con el fin de denunciar el provincianismo, idean las cosas más estrafalarias. Hilario Goicoechea descubrirá y les descubrirá el arte, la poesía, la exaltación de ser joven, el apremio de vivir consumido por el deseo: crecer no es aquí enmendarse ni declinar, ni claudicar, pero tampoco es perpetuar insensatamente la adolescencia, sino aceptar la imperfección de la vida, porfiar contra las determinaciones y obtener pequeños logros de los que no nos avergoncemos. Era un cuadro convincente. Cuando la leí, viví semanas hermanado con Hilario Goicoechea, habituándome al timbre de su voz, a sus timideces y ruindades, a su vida. Fui con él por las calles de San Sebastián, visitando tabernas, observando cómo se emborrachaba remojándose el gaznate con una bebida espirituosa de alta graduación, los fuegos con limón. Espié las conversaciones que mantenía con los amigos de La Placa y le vi coger y dejar Los premios de Cortázar. Haré una revelación íntima, que como todas tienen algo de sublime, de previsible y de patético. Al acabar de leerla, y refiriéndome a Hilario, me anoté algo pomposo y ridículo: "¿cómo podré acostumbrarme a estar sin él?".
Corolario. ¿Me ha ocurrido algo semejante con El trompetista del Utopía? Dicha impresión no se ha repetido con esta narración. Lo primero que despierta el personaje principal es simpatía, desde luego. Hablamos de Benny Lacun o Benito Lacunza, el trompetista navarro afincado en Madrid que regresa a su pueblo, Estella: un tipo deliciosamente desastroso por el que poco a poco comencé a sentir algún tipo de ojeriza. Ya sé que es muy duro ser un tipo desastroso todo el tiempo y que hasta los individuos “desnortados” precisan sentar cabeza, pero...¿era necesario que, con motivo de la muerte del padre, el autor le obligara a reformarse así, hasta hacer de él una persona integrada, sin un ápice de rebeldía o de ironía? Como dice el narrador que se expresa en tercera persona, se había acostumbrado a la vida de calavera en Madrid, en la gran ciudad. ¿Regresa a Estella, se integra en la localidad de origen y se redime? Parece una derrota, francamente. ¿Cómo es posible que todos los obstáculos que le impedían orientar su vida queden uno a uno removidos y todo apunte a hacer de él un tipo tan soso y bueno. La novia madrileña le deja, el hermano involuntariamente homicida acaba suicidándose dejando una prometida dispuesta para Benito, una niña prácticamente afásica, hija de esta última, recobra algo de vida y de sensatez gracias a un Lacunza que podrá ejercer de padre. Me parecen demasiadas casualidades que hacen inverosímil el desenlace y que acaba enemistándonos con el personaje.
Por otra parte, hay un aspecto meramente técnico cuya razón no acabo de entender. Me refiero a la perspectiva relatora que adopta el autor, la de un narrador en tercera persona, pero dotado de omnisciencia. Según me confesó el propio Aramburu personalmente cuando estaba recién publicada la novela, y no creo pecar de indiscreto revelando esto, "yo me propuse aplicar la omnisciencia tan sólo al actor principal de la trama, que es, entre todos los personajes de la novela, el único a cuyos pensamientos tiene el lector acceso directo. La sucesión y carácter de los episodios depende directamente de este personaje privilegiado, en tanto que toda la información referente a los demás personajes está de alguna manera justificada, bien por la mención de la fuente de que procede, bien porque nos la da el protagonista del relato". Permítaseme discrepar. Hasta el capítulo duodécimo, la narración en tercera persona esta focalizada en la mirada de Benito y es de él de quien sabemos sus interioridades. Pero a partir de ese momento, la perspectiva es cambiante, incluso de párrafo a párrafo, revelándonos lo que piensan o sienten este o aquel personaje. Por ejemplo, en ese capítulo, primero es la perspectiva de la tía Encarna y luego la del propio Benito, etcétera. Me parece una licencia dudosa, una concesión a la omnisciencia, que no se justifica en términos de vida colectiva, de leyenda, de existencia común (como podía serlo en la historia de los Buendía en Cien años de soledad). En fin, no sé: esos dos aspectos (una peripecia que sale bien removiéndose todos los obstáculos que impiden ser sensato; una omnisciencia sobrevenida, que resta coherencia narrativa al punto de vista inicial) me disgustan y me hacen polemizar con Aramburu. Espero, sin embargo, que este espléndido novelista y prosista pueda disculpar mi atrevimiento, esta irrupción, esta expansión de un lector al que hechizó desde la primera línea que de él leyó y al que, por otra parte, no está obligado a dar cuenta. En cualquier caso, admiro su dominio del español y, por supuesto, seguiré leyendo esas historias que escribe y que alcanzan su cenit cuando obra o escribe en clave irónica o picaresca o esperpéntica, con unas pocas gotas de ternura. Admítaseme, sin embargo, que quizá en esta última novela se le haya ido la mano hasta el punto de administrarnos una dosis inmoderada de sentimientos edificantes. Lo que había en Los ojos vacíos de inocencia y maldad, lo hay aquí de derroche bondadoso, de modo que su autor nos hace pasar de la buena vida a la vida buena, que no son exactamente la misma cosa. ¿Por qué ocurre eso? Tal vez porque él mismo ha olvidado o incumplido su propio precepto, esa agudeza, ese aforismo que expresó con tino, con punta y puntería, ese pensamiento arrojadizo –como el llama a la máxima urgente— que dice: “Cuídate de los efectos paralizantes de la bondad”.