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La sociedad multiétnica: Extranjeros e islámicos

La sociedad multiétnica: Extranjeros e islámicos

    AUTOR
Giovanni Sartori

    GÉNERO
Ensayo

    TÍTULO
La sociedad multiétnica: 1. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros.
2. Extranjeros e islámicos


    OTROS DATOS
Traducción Miguel Angel Ruiz de Azúa. Madrid, 2002. 139 páginas y 86 páginas. 14,25 €

    EDITORIAL
Taurus



La sociedad multiétnica: Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros

La sociedad multiétnica: Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros

Giovanni Sartori

Giovanni Sartori


Reseñas de libros/No ficción
La fortaleza y la escuela
Por Justo Serna, lunes, 6 de enero de 2003
¿Hay enemigos culturales entre los inmigrantes que llegan? ¿Son muchos de ellos inasimilables? ¿Cabe esperar algún papel de la escuela como instrumento de integración?
Giovanni Sartori es un sociólogo italiano, un docente, un académico de larga trayectoria y de bien ganada reputación. Pero es también un contendiente correoso y tajante, un polemista contemporáneo que actúa como tal, valiéndose de los instrumentos que la modernidad le da para rebatir, criticar y derribar públicamente lo que juzga insostenible o intolerable. Es un estudioso de larga trayectoria, heredero de una tradición de la que no son ajenos Maquiavelo o Vilfredo Pareto, esa corriente peninsular que aprecia, distingue y observa de manera realista la lógica de la acción política, el quehacer y la decisión del gobernante y las consecuencias de las elecciones. Sartori es también alguien que ha hecho carrera en algunas universidades americanas, un académico europeo que ha triunfado más allá del país transalpino, logrando reconocimiento, el viejo sueño, al parecer, de tantos docentes italianos que toman los Estados Unidos como meta y destino de su horizonte profesional. Permítanme una generalización. En Francia, los estadounidenses suelen tener mala prensa entre los intelectuales y los profesores, fruto quizá de un nacionalismo nostálgico y de una grandeur incluso atómica, como ya nos advirtiera Raymond Aron en sus imprescindibles Memorias. Pero en Italia, con la caída del fascismo y con la imagen de una Norteamérica como tierra de promisión para un Mezzogiorno pobre y emigrante, la percepción es bien distinta. En esa tierra de promisión y de acogida, Sartori elaboró algunos textos decisivos sobre los partidos y sobre los fundamentos y límites del parlamentarismo, las bases constitutivas de la sociedad liberal. Por ellos, se le distingue y se le reconoce al haber combinado la teoría normativa de la democracia y el análisis empírico de dicho sistema. Pero Sartori también se emplea como intelectual coriáceo responsable de panfletos influyentes: se le contempla como alguien que se compromete firmemente con lo que cree y defiende, que lo expresa en voz alta, que utiliza los medios de comunicación para diagnosticar males sociales, para proclamar verdades y para asenderear a sus enemigos. Es, y así se lo admiten sus adversarios, un temible polemista dotado para el género.
En lugar de pronunciarse con la contención y con la prudencia del académico que es, Sartori se emplea como un panfletario que hace predicciones expresándose con desmesuras verbales, estratégicas, con auténticas hipérboles. El panfleto no es un género propio de profesores, sino de agitadores

Uno de los instrumentos de la vida política contemporánea es el panfleto. ¿Qué es el Estado llano? o el Manifiesto Comunista son declaraciones de intenciones, diagnósticos y análisis, documentos que tienen erudición, discursos dotados de un retórica incendiaria. O, como indica Umberto Eco en Sobre la literatura, el panfleto de Marx y Engels es un monumento de la oratoria que debería figurar en el panteón de las obras clásicas, en compañía de las Catilinarias. El Manifiesto, en particular, pertenece a un género muy respetable y digno: el del texto revolucionario, el de la proclama cuyos enunciados son o acaban siendo realizativos, aspecto este en el que no insiste Eco. No son sólo textos de denuncia, sino que, además, aspiran a ser discursos performativos, si me permiten esta expresión: contienen enunciados que al expresarse realizan una acción, frases que propiamente constituyen la realidad al definirla, al nombrarla, al designarla, como nos advirtiera Austin en Cómo hacer cosas con palabras. Se valen de voces viejas o nuevas y las dotan de significados particulares, pero son voces que se imponen públicamente y que se aceptan hasta ejercer una influencia perdurable, hasta formar tradiciones que inspiran y dictan. No todos los panfletos pueden evaluarse igual, por supuesto, ni todos tienen consecuencias apreciables ni todos ponen en práctica la misma función enunciativa.

Sartori, por ejemplo, se aleja de ese modelo en sus celebrados, odiados, discutidos panfletos, en sus livres de circonstances: más que crear realidad en el sentido de Austin, lo que pretende con ellos es vacunarnos: evitar lo que considera probable y odioso, enfrentar las posibilidades perversas con el antídoto del panfleto y de la simplificación, de la hipérbole. Como leemos en el prólogo a la segunda edición italiana de uno de sus últimos libros, “tal vez exagero un poco, pero es porque la mía quiere ser una profecía que se autodestruye, lo suficientemente pesimista como para asustar e inducir a la cautela”. Es decir, en lugar de pronunciarse con la contención y con la prudencia del académico que es, Sartori se emplea como un panfletario que hace predicciones expresándose con desmesuras verbales, estratégicas, con auténticas hipérboles. El panfleto no es un género propio de profesores, sino de agitadores: es una escritura que hace declaración de intenciones y a la vez la debelación enfática de los vicios, un discurso que aspira a corregir costumbres, a extirpar males, con una meta explícitamente pedagógica de ilustración. Para expresarse mejor o, al menos, para llegar más fácilmente a sus nuevos destinatarios, Sartori ha adoptado dicho género. Eso le permite trascender dichas barreras académicas llegando a unos lectores que, de otra manera, habrían permanecido ajenos a sus reflexiones. En italiano, al panfleto que decimos en español se le llama pamphlet y con ello se alude expresamente a su procedencia francesa, a su vez deudora del inglés. El pamphlet suele ser un opúsculo, un escrito breve, cuyos contenidos tienen un tono y un estilo combativos, polémicos o satíricos. De lo que se trata con un pamphlet es de erradicar desvaríos y de denunciar falsedades. Pues bien, en vez de seguir confortablemente instalado en la comodidad muelle del universitario, Sartori desciende, interviene panfletariamente y nos hace destinatarios de sus ideas y de sus críticas. Para ello se prodiga en textos ocasionales y políticos, que no politológicos.
El insulto, es una característica particular de este volumen, una violencia estentórea, quizá innecesaria, que conviene estudiarla pues de ella procede la naturaleza del librito y de otros del mismo autor que lo han precedido. Observemos esos pequeños detalles, las descalificaciones con que se enfrenta a sus oponentes, porque de lo presuntamente intrascendente o marginal, de esa ganga del lenguaje, se extraen enseñanzas aleccionadoras sobre un pensador

Esta intervención mía, la que el lector sigue ahora mismo, es deudora de alguna tribuna previa que ahora prolongo retocándola y tratando aspectos nuevos. Mi nuevo texto está motivado por la aparición de un pequeño volumen que añade algunas cosas abordadas en algún libro anterior de Sartori. Me refiero a Extranjeros e islámicos, continuación o apéndice de La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros. En este nuevo librito se emplea a fondo, no se anda con contemplaciones y se jacta de arremeter contra la estulticia y contra los desvaríos de sus contemporáneos. No sé si ejerce de tardío agitador o de viejo pensador; no sé si habla como un joven lenguaraz que arremete contra todo o como un anciano sabio y experimentado que al no temer nada se arroga el derecho de pronunciarse de manera tajante, con sarcasmo y con estrépito, insultantemente incluso. Esto mismo, el insulto, es una característica particular de este volumen, una violencia estentórea, quizá innecesaria, que conviene estudiarla pues de ella procede la naturaleza del librito y de otros del mismo autor que lo han precedido. Observemos esos pequeños detalles, las descalificaciones con que se enfrenta a sus oponentes, porque de lo presuntamente intrascendente o marginal, de esa ganga del lenguaje, se extraen enseñanzas aleccionadoras sobre un pensador.

Cuando en una obra polémica los argumentos se refuerzan con mandobles verbales, es posible que haya algo de impotencia razonadora. Hay un arte de injuriar, explicaba Borges en su Historia de la eternidad, una habilidad especial para denostar haciendo uso del humor, mostrando agudeza, atacando con una andanada ácida, irónica. Pero hay otra forma, la que se hace sin gracia precisamente y que sólo revelaría ferocidad, agravio e irritación, esa forma de insultar que adoptaría un autor que estuviera convencido de que a los adversarios no se les doblega con argumentos. En Extranjeros e islámicos son frecuentes dicterios pronunciados así. A sus adversarios, Sartori los reta llamándolos “simplones” o “bobos” o “bellas almas”. Se ganó una fama de politólogo grave, se granjeó reconocimiento como teórico de la democracia, se afianzó como uno de los autores importantes de la ciencia política. Pero ahora su modo de expresión parece otro, bronco, quizá. Una vida de severo académico ahormada por la corrección y la circunspección se reemplaza por una contundencia quizá destemplada, agraviada. Salvo Rusconi y alguien más, a los que algo concede, ninguno de sus contendientes parece ser capaz más que de simplezas, de boberías y de buenas intenciones. Sartori, por el contrario, adoptaría una posición sensata, razonable, realista. Sus oponentes profesarían la ética de la convicción, de las intenciones, en palabras de Max Weber, individuos llevados por nobles sentimientos, “almas emotivas”, entregados a una idea o a una creencia por cuyas consecuencias no se interrogan. Él, por el contrario, analizaría y se pronunciaría partiendo de una ética de la responsabilidad –que es lo que les pide a los gobernantes--, consciente de los efectos posibles de los actos y de las concepciones que se defienden. No puedo examinar ahora la presentación simple y discutible que Sartori hace de la ética del político y del científico. Me interesa más su modo de argumentar con el autoelogio, la contraparte del insulto. Que uno se atribuya a sí mismo la cualidad que más aprecia es un rasgo de incurable narcisismo o de arrogancia o de miopía: son en todo caso los otros quienes estarán en condiciones de juzgar, de someter a escrutinio lo que somos o decimos o en lo que nos apoyamos.
“Entre nosotros la escuela que ‘formaba’, que daba forma, está cada vez más arruinada (...). Sin contar con la progresiva erosión de la escuela pública. Especialmente en Italia, la Iglesia reclama cada vez más una escuela privada reconocida y financiada por el estado. Presionando así apunta, obviamente, hacia una multiplicación de sus escuelas. Pero si el Estado italiano acaba por sucumbir a la demanda católica, ¿cómo podrá oponerse después a una demanda análoga de los musulmanes?”

En el diagnóstico de Sartori, la mayoría de sus oponentes son unos irresponsables, desde el punto de vista weberiano, partidarios de abrir las fronteras y dejar entrar en Europa a todos los extranjeros pobres o refugiados que huyen de los infiernos del hambre y de la persecución. En gran número son musulmanes o subsaharianos sin preparación, sin formación, viajeros que llegan a un mundo globalizado en el que sólo la cualificación es lo que nos hace empleables. Su destino, pues, es el paro crónico, una mano de obra sin ocupación. No sólo esa primera generación, sino también las restantes, los hijos y los nietos de los primeros que llegaron --según añade en audaz predicción--, permanecerán en un estadio de miseria y desocupación, alimentando una rabia, un rencor hacia ese Occidente de Jauja que no ha satisfecho las expectativas. Dichos extranjeros suelen ser, además, creyentes de una fe religiosa, el Islam, que hace de la guerra su modo de expansión y de la comunidad vinculante su manera de sujeción. No es el caso, añade, del cristianismo, que nunca habría tenido poder temporal y que no habría dispuesto de ejércitos de combatientes que lucharan ferozmente por su difusión. Los cristianos hacen proselitismo, pero no la guerra, dice, para ensanchar la comunidad de los creyentes. Teniendo en cuenta que en los países de acogida hay redes de fundamentalistas que fuerzan o refuerzan los lazos de pertenencia, el efecto está claro: esos inmigrantes son una amenaza para la estabilidad y para la defensa de los valores occidentales. ¿Es, en todo caso, pensable la escuela pública como antídoto? Permítanme añadir algunas cosas más de las que dice Sartori en este punto, porque, desde mi perspectiva, este asunto es decisivo.

La instrucción pública fue en el pasado un modo de integración de los diferentes, de quienes procediendo de distintos sectores o geografías, eran educados en un cuerpo común de ideas. El laicismo o la secularización, que son logros de Occidente, funcionarían, además, como el refuerzo cultural de esa tarea armonizadora de la escuela. Desde los clásicos liberales, desde esos mismos referentes que Sartori invoca y que luego no siempre hace propios, sabemos que la política no es dictar el camino recto ni hacer el bien ni pretender lograrlo a costa de lo que sea y de quien sea. Gracias a esos clásicos, sabemos que la toma de decisiones políticas debe hacerse ocasionando la menor cantidad de daño posible, ya que el Estado no está para agravar las cosas ni nuestros representantes están para agrandar nuestros males. Los liberales siempre defendieron la ley como marco institucional y la intervención en materia de seguridad. La represión policial del delito o la protección militar frente a agresiones extranjeras no pueden abandonarse a los privados. ¿Por qué razón? Porque para que los particulares puedan hacer sus negocios, necesitamos estar defendidos y precisamos leyes universales que nos preserven frente a la arbitrariedad o a la conculcación de nuestros derechos. Pero hay algo más y ese algo más se llama instrucción pública. Thomas Jefferson sabía muy bien cuál era el fin de la instrucción: formar a ciudadanos y asegurar que esos jovencitos supieran cuándo y cómo defender la democracia. "Consideramos estas verdades como evidentes por sí mismas: que todos los hombres son creados iguales; que están dotados por su creador de ciertos derechos naturales; que entre estos derechos se cuentan la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad". Fijémonos: ideales tan nobles que los mejores liberales hicieron propios, son, sin embargo, olvidados, invocándose hoy para esa dejación la reducción del gasto, la amenaza de la ruina fiscal del Estado o la libertad de enseñanza. La libertad de enseñanza supone, de hecho, la reducción de la financiación a la escuela pública o la subvención estatal de los colegios privados, particularmente los confesionales. Nos recordaba Neil Postman en El fin de la educación que la escuela y que la instrucción pública norteamericana fueron ejemplo y modelo de ciudadanía, que fueron el gran instrumento de transmisión de las virtudes públicas, justamente porque había un itinerario de formación individual y colectiva que se no truncaba. Algo similar podríamos decir de la escuela laica francesa, el gran espacio en el formar la virtud republicana. Su actual abandono, insiste Postman, que es producto del deterioro económico y de la pérdida de referentes y de continuidad emocional y axiológica, sólo puede acarrear graves trastornos sociales y una anomia creciente entre chicos desorientados que no saben qué deben esperar de la educación y de sus maestros. Regresemos a Sartori.
Para que el individualismo y la virtud democrática arraiguen es preciso instruir públicamente. Sartori da por perdida la escuela pública y, por eso, no la concibe como remedio: es ya para él una institución degradada que estaría siendo reemplazada por esos colegios confesionales, privados, católicos, por ejemplo, a los que, por supuesto, no llegarán ni querrían llegar los hijos de los musulmanes. Por tanto, su argumento tiene una lógica perversa

“Entre nosotros la escuela que ‘formaba’, que daba forma, está cada vez más arruinada (...). Sin contar con la progresiva erosión de la escuela pública. Especialmente en Italia, la Iglesia reclama cada vez más una escuela privada reconocida y financiada por el estado. Presionando así apunta, obviamente, hacia una multiplicación de sus escuelas. Pero si el Estado italiano acaba por sucumbir a la demanda católica, ¿cómo podrá oponerse después a una demanda análoga de los musulmanes?” Nos hallaremos, apostilla Sartori, ante “escuelas que mantendrán a los hijos de los inmigrados bien encerrados en el recinto islámico. Lo que supone decir adiós a cualquier perspectiva de integración”. El diagnóstico o el pronóstico de Sartori parecen exactos y extensibles a los países de esa fortaleza que es la Unión Europea. Pero de ese cuadro no extrae nuestro autor la consecuencia adecuada: da por perdida la escuela, como por otra parte dictaminaba Postman, y de ello infiere la imposibilidad de integración de los hijos de los extranjeros, los hijos no de desempleados como insiste Sartori, sino los vástagos, esos sí, de subempleados, de aquellos que consiguen ocupaciones sin cualificación especial y que los naturales no quieren. Es decir, hay trabajo que los nativos de los países de acogida no desean y que pueden ser cubiertos por un número limitado, claro, de recién llegados; y hay una esperanza en todo emigrante que es la de ver a sus hijos prosperar, unos hijos que en parte lo desmentirán, rehaciéndose sin profesar y aceptar necesariamente pertenencias y fidelidades culturales de origen. A eso no lo llamamos multiculturalismo, justamente combatido por Sartori, sino individualismo. Pero para que el individualismo y la virtud democrática arraiguen es preciso instruir públicamente. Sartori da por perdida la escuela pública y, por eso, no la concibe como remedio: es ya para él una institución degradada que estaría siendo reemplazada por esos colegios confesionales, privados, católicos, por ejemplo, a los que, por supuesto, no llegarán ni querrían llegar los hijos de los musulmanes. Por tanto, su argumento tiene una lógica perversa: si se acepta a los musulmanes como inmigrados que llegan en gran número y se les da la ciudadanía de pleno derecho, ellos también reclamarán escuelas confesionales, con lo que esa amenaza fundamentalista antioccidental se consumará en el proceso mismo de socialización de las nuevas generaciones.

¿Qué propone, pues, frente a todo ello? Aunque en obras anteriores invocó el liberalismo, ahora esa palabra, o al menos esa virtud que el liberalismo encarna, están ausentes. Es un conservador y, por eso, no habla como lo haría un liberal, al modo, por ejemplo de Mario Vargas Llosa: el novelista hispano-peruano tiene una concepción radicalmente contraria a la de nuestro politólogo y profesa una moral laica e individualista para sí y para los otros, para los occidentales y para los inmigrantes que llegan, como defendía en alguno de los textos recopilados en El lenguaje de la pasión. Por el contrario, Sartori aspira a hacer de la Unión Europea una fortaleza que oponga freno o resistencia a los que llegan, confía en seguir encontrando cobijo a su bienestar, espera guarecerse encastillándose en leyes de extranjería que impidan el acceso a la ciudadanía de quienes arriban en patera y en oleadas amenazantes y que ni laboral ni culturalmente son asimilables. Probablemente no podemos obrar como aquellas almas bellas que creen posible la eliminación de las fronteras, probablemente no sea sensato adoptar una ética de la convicción que desatiende las consecuencias. Habrá, pues, que regular y dar orden a lo que no tiende a serlo, poner control a lo que amenaza con descontrolarse. Pero no es sensato invocar ética de la responsabilidad, el buen sentido, la prudencia, creyendo que los menesterosos, los individuos pobretones nos dejarán en paz, que renunciarán a sus sueños, a mejorar, a prosperar, a disfrutar materialmente aguardándolo todo del paraíso venidero que les promete el Islam. Permítanme proponer una modesta utopía, probablemente fracasada, bienintencionada pero inalcanzable, como todas las utopías: es ésta una meta cívica e individualista a la vez, una meta que postula el derecho a la felicidad, una meta que se funda en un egoísmo racional y que aúna materialismo, ciudadanía y democracia. Hay que difundir y promover los dones y los bienes del paraíso occidental, infundir la esperanza de progresar, de mejorar, que tanto hizo por la prosperidad del capitalismo; hay que educar a los que llegan en la democracia y en los derechos, en el interés particular y en el amor propio, que es una costosa enseñanza, y hay reconstruir la escuela rehaciéndola como institución básica de la colectividad. Nos tropezamos con muchos occidentales que, confundidos y engañados, creen que la familia sólo es una institución de acogida, de manutención y asistencia, rebasada por los asechanzas del exterior, que las figuras paternas son referencias simplemente autoritarias, que la instrucción pública es una antigualla, que el maestro es una figura superviviente del pasado, que podemos educarnos en soledad, con el auxilio de la televisión o de Internet, que los medios son dirimentes, que con ellos podemos autoabastecernos.
Después de la pasión política y después de las atrocidades del siglo pasado y vigente, lo único que nos queda, salvaguarda de una vida decente, es esa democracia, fundada en un Estado de derecho erigido como garantía de los débiles. No es preciso reivindicar comunidades ni afinidades culturales. No pedimos más ni menos para quienes llegan, el respeto a la ley y la garantía de sus derechos individuales

Equivocándose en el dicterio y anatemizando el medio, sin explorar, pues, usos, Sartori emprendió en Homo videns una hiperbólica condena de los mass media, como si la incapacidad crítica y la quiebra del pensamiento simbólico fueran consecuencia necesaria de la televisión, como si fueran efecto seguro de la exposición televisiva a que se someterían unos espectadores inconscientes, inermes y enajenados, sin ideas ni criterios regulativos. Resulta obvio que la televisión abrevia la comunicación entre individuos o que impone una centralidad ajena a lo cotidiano, que el espectáculo prima, que trivializa frecuentemente al mezclar lo alto y lo bajo. Pero sacar de ahí, en consecuencia, que una exposición frecuente anula nuestra capacidad simbólica o crítica es una exageración que daña más que sana, que enreda más que aclara. Ocupándose de la televisión, Sartori no decía nada o prácticamente nada de los usos reales de la televisión, de cuál es la pragmática de los destinatarios o de cómo contrarrestar imágenes con criterios culturales. En efecto, lo decisivo para niños y para adolescentes, para quienes crecen desorientados, que a la postre somos todos, es madurar con criterios, con puntos fuertes, individuales y colectivos, a los que poder asirnos. Occidente, pero también Internet o la televisión, nos recordaba muy juiciosamente Ignacio Echeverría en Telépolis y en alguna otra obra, se asemejan a una ciudad, con sus calles, con su anonimato, con su incertidumbre, sin señales de peligro, sin advertencias de riesgo. ¿Dejaríamos a nuestros hijos aventurarse en barrios de mala nota, en lugares peligrosos y amenazantes? ¿Hemos de dejar a los inmigrantes recién llegados sin criterios, como niños aún irresponsables ignorantes de los valores democráticos o de los derechos que los asisten?

Hay que transmitir esos valores democráticos, cívicos y individualistas, los propios de quien aspira a un espacio público hospitalario. Y hay que exigir el cumplimiento de las obligaciones, asegurando a los débiles con la Ley, que es en definitiva el logro del Estado de derecho, como bien nos recordaba un compatriota de Sartori, Paolo Flores d’Arcais, en El individuo libertario. Una cierta izquierda denostó la democracia liberal como régimen formal. Una cierta derecha creyó imposible realizar las promesas de la democracia, celosa del privilegio, de la prerrogativa, de los derechos heredados, temerosa de la irrupción de los advenedizos. Después de la pasión política y después de las atrocidades del siglo pasado y vigente, lo único que nos queda, salvaguarda de una vida decente, es esa democracia, fundada en un Estado de derecho erigido como garantía de los débiles. No es preciso reivindicar comunidades ni afinidades culturales. No pedimos más ni menos para quienes llegan, el respeto a la ley y la garantía de sus derechos individuales. Por eso, eran tan decepcionantes los tres errores en los que incurría Sartori en La sociedad multiétnica. Recordémoslos.
El inmigrante que procede de esa cultura fideísta o teocrática puede haber emprendido la huida de esa misma cultura y destino y, por tanto, negarle la acogida por su lugar de origen es vulnerar literalmente el individualismo liberal y universalista del sistema democrático

Al margen de pequeños disentimientos, al margen de pequeñas cosas que uno no diría o al menos no diría igual, con ese tono insultantemente arrogante, jactancioso, que al que parece resignarse el último Sartori, había tres cosas que nos irritaban y nos incomodaban. La primera tenía que ver con la idea de comunidad pluralista; la segunda con la noción misma de extranjería que allí empleaba, o mejor con la condición de “enemigos culturales”, de la que serían portadores esos inmigrantes denostados; la tercera con la radiografía del racismo, como patología de rechazo, como expresión morbosa y delictiva de una provocación inducida o externa. En aquel libro se hacía una defensa ardorosa de la democracia liberal, de los fundamentos de la democracia, y en ese sentido, se nos presentaba dicho régimen político como el único dotado de un auténtico principio de legitimidad, según ya pudimos leer en alguna obra suya anterior, en La democracia después del comunismo. El sistema democrático –decía muy juiciosamente Sartori siguiendo a Popper— se funda en una sociedad abierta y crea el marco de una convivencia pluralista, esto es, reconoce y admite la diversidad, el respeto de lo distinto, que se expresa en el valor liberal de la tolerancia y en la copresencia de partidos diferentes que encarnan y presentan agregados de intereses varios e incluso contrapuestos. El error en el que incurría el autor empezaba cuando quería llevar a cabo una aleación entre sociedad y comunidad o, mejor, cuando la sociedad pluralista que es la base de la democracia la identificaba –en el sentido que le diera Ferdinand Tönnies a esta expresión— con una comunidad de lazos primarios, la comunidad originariamente simbiótica. Los lazos primarios son el fundamento de la identidad, el fundamento de lo que me identifica con un grupo, el fundamento de una pertenencia de grupo, sea éste la familia o, como hemos visto en la contemporaneidad, la nación. La sociedad o la asociación --según las traducciones de la obra de Tönnies— son, por el contrario, un agregado de vínculos secundarios, un agregado al que me sumo o en el que participo.

Idealmente, la historia contemporánea sería la del debilitamiento de los lazos primarios, la pérdida de aquello nos ataba a los otros y que impedía el ejercicio individual del sí mismo o si se quiere el ejercicio del individualismo. De ahí procede, por ejemplo, la constación durkheimiana de la anomia, de la falta de ataduras y de valores compartidos, la ruptura entre una vida individual llena de promesas y unos recursos que la colectividad no me ofrece y que me impiden realizarme. Frente a ello, la nación se ha tomado como una de las fuentes contemporáneas de la identidad, del rescate comunitario frente al individualismo y el aislamiento. Nos gusta pertenecer, ser esclavos, porque esa dependencia nos libra del destino propio, nos rebaja la angustia individual. A juicio de Sartori, de lo que ahora se trata no es ni de rebasar el comunitarismo con el cosmopolitismo ni de regresar a formas preindividualistas o posindividualistas de comunidad. Se trata de crear y de afirmar comunidades pluralistas, que integren a ciudadanos con múltiples pertenencias, ciudadanos que se saben dependientes de numerosas asociaciones voluntarias y de las que extraen sus fuentes de identidad. Desde mi punto de vista, que asumamos distintos papeles y que participemos de distintas asociaciones a las que nos unen lazos secundarios son dos hechos que se compadecen mal con la idea de comunidad pluralista, en tanto la noción de comunidad alude irreparablemente a vínculos primarios. Poner el énfasis en que a la postre pertenecemos a un agregado superior que engloba grupos y que en ese agregado nos identificamos distinguiendo el nosotros del ellos es forzar las cosas y el lenguaje, puesto que el nosotros de la sociedad abierta no precisa comunitarismo alguno.
Las mejores ideas que Sartori ha prodigado en sus libros académicos son las propias de la democracia liberal en añeja aleación con las del republicanismo: derechos, ilustración y pluralismo. Pero hay en aquellas obras y, sobre todo, en sus panfletos un talante conservador que finalmente se manifiesta, que reaparece una y otra vez. Hay, en efecto, algo que contraría el mejor liberalismo democrático y que lo aproxima a ese conservadurismo que antes indicábamos, entre aristocratizante y elitista

El comunitarismo de la sociedad contemporánea se expresado en la nación, en las naciones, en esas naciones que han guerreado justamente invocando lazos primarios y pertenencias irrevocables. Pienso, por el contrario, que hay que crear un marco político de instituciones bien asentadas, unas instituciones que den amplitud y estabilidad a la esfera pública democrática, en la que nadie pueda verse excluido en función de ninguna pertenencia o identidad e incluso en donde nadie pueda verse perseguido por lo suyos al renunciar o abdicar a la identidad de grupo. Necesitamos --insisto— que ese marco institucional y constitucional haga suya la defensa universalista de los individuos, una defensa de la autonomía, integridad y dignidad de los individuos. Desde ese punto de vista, el inmigrante tiene el derecho de salir del infierno de determinaciones y miserias que lo coartan individualmente, y, por tanto, unas creencias religiosas no lo hacen de entrada en inasimilable, no lo hacen “enemigo cultural” como indicaba Sartori de aquellos que son portadores de una cultura fideísta o teocrática. El inmigrante que procede de esa cultura fideísta o teocrática puede haber emprendido la huida de esa misma cultura y destino y, por tanto, negarle la acogida por su lugar de origen es vulnerar literalmente el individualismo liberal y universalista del sistema democrático. Pero a la vez el inmigrante fideísta o teocrático que escapa principalmente de las determinaciones de la miseria material y que busca la riqueza de Occidente no podrá invocar la pertenencia cultural para guarecerse en el multiculturalismo, aquel que separa y demarca el espacio público en islotes soberanos y de mutuo reconocimiento. Si se aceptara eso –y ahí tiene toda la razón Sartori— fracasaría la democracia liberal fundada sobre el individuo. El inmigrante y el occidental deberán someterse a un proceso de aculturación individualista, a una aceptación del marco general que a todos obliga, a no hacer de la diferencia cultural atributo público. La escuela pública, laica y digna, tendría mucho que hacer para integrar a las nuevas generaciones de esos recién llegados. La secularización es un logro y no puede haber vuelta atrás.

Tomado así, pues, no habría enemigos culturales, porque todo rasgo o atributo que atentara contra el individuo o que vulnerara ese espacio pluralista sería perseguible. Esa constatación es precisamente la que nos hace lamentar el último error de Sartori: a su juicio, el racismo es sobre todo y principalmente una manifestación morbosa y delictiva de xenofobia provocada, inducida. O, dicho en otros términos, “un racismo ajeno genera siempre, y llegado un momento, reacciones de contrarracismo. Tengamos cuidado –apostilla--: el verdadero racismo es el de quien provoca el racismo”. Tomada así, literalmente, esa aseveración es un dislate peligroso, porque nos hace creer que esas conductas delictivas son fruto de un provocación en vez de decir que el racismo es fruto de lo que se percibe como una provocación. La tendencia xenófoba está arraigada en el ser humano, es decir, contemplamos con prevención, con temor o con odio lo que nos desmiente y lo que nos cancela o lo que creemos que nos cancela, y sólo una esmerada, tolerante, democrática y sofisticada educación nos hace aceptar al otro, a ese extraño que no encaja en nuestro mundo de evidencias. En las sociedades étnica y culturalmente homogéneas, en la sociedad cerrada, el otro no incomoda y es invisible; en cambio, en la sociedad abierta que no hace de la pertenencia comunitaria su fundamento y que permite un efectivo pluralismo, el extraño es una molestia con la que hemos debemos aprender a convivir y que nos ensancha; a la vez, ese otro debe aprender a aceptar y respetar las condiciones generales de la convivencia política que hacen posible la democracia liberal. Se trata de crear un espacio de acogida para disidentes, ellos y yo, un espacio en donde a nadie se le puede discriminar por sus ideas, creencias, etcétera, pero también un espacio en donde nadie puede pretender respeto por sus ideas y creencias, sino sólo respeto por su persona, el que hace posible la autonomía, dignidad e inviolabilidad de los individuos.
No es posible vivir como si el resto del mundo no me concerniera, como si pudiera oponer dique a las oleadas de miseria que me rodean, como si la educación sólo fuera asunto empresarial o confesional, como si los débiles debieran costearse por sí solos lo que son virtudes que a todos benefician. Uno de los derechos materiales que con tanta displicencia hablaba Sartori en La democracia después del comunismo es el acceso universal a la instrucción pública

Hay quien dice que Occidente invade culturalmente, que exporta sueños y quimeras, que intoxica con sus modelos, que asimila, que integra globalizando y armonizando lo diferente. Creo que es justamente lo contrario. Hay que lamentar el poco aprecio que los occidentales, parecen tener por sus mejores instituciones, quizá debilitadas por el abuso, por el abandono, por el escepticismo o por la indolencia. Piénsese, por ejemplo, en lo que acaece en la Italia reciente, cuyo sistema democrático estaría seriamente amenazado no por la irrupción de islámicos o de inmigrados inasimilables, sino por el deterioro mismo de la democracia: por los malos usos de sus gobernantes, por concentración de los recursos públicos y privados en manos de Berlusconi, auxiliado por Forza Italia y sus inquietantes aliados. Lo han denunciado prestigiosos intelectuales, como Umberto Eco, Nanni Moretti o Paolo Flores d’Arcais, que aspiran a salvaguardar el Estado de derecho, un Estado de derecho que inició una peligrosísima deriva y que ya examinaron con tino y con precisión Maurizio Viroli y Norberto Bobbio en Diálogo sobre la república. Los extranjeros pueden ser amenazantes, por su número, por su irreductible cultura antiindividualista. Pero si la democracia peligra es por las malas artes de los connacionales, por el menguado futuro y aprecio que conceden a sus mejores instituciones: entre ellas, la formación de ese patriotismo republicano, en palabras de Viroli, cuya sede es la escuela a la que Sartori considera irreparablemente perdida. La instrucción pública es horma de lo distinto y promesa de emancipación y es allí en donde se aprenden los valores de la democracia representativa, de la ciudadanía.

Las mejores ideas que Sartori ha prodigado en sus libros académicos son las propias de la democracia liberal en añeja aleación con las del republicanismo: derechos, ilustración y pluralismo. Pero hay en aquellas obras y, sobre todo, en sus panfletos un talante conservador que finalmente se manifiesta, que reaparece una y otra vez. Hay, en efecto, algo que contraría el mejor liberalismo democrático y que lo aproxima a ese conservadurismo que antes indicábamos, entre aristocratizante y elitista, expresado, además, de manera tajante y simple (él, que llama simplones a sus adversarios). Ya en aquel volumen prometedor que celebró la caída del Muro de Berlín, La democracia después del comunismo, había un tono arisco, sobrado y retador, y había un diagnóstico en parte objetable. Allí, justamente, decía ignorar la diferencia entre derechos civiles y políticos al entenderlos sin más como sinónimos. ¿Cómo podía defender tal cosa, cuando fue el liberalismo decimonónico la opción que había concedido derechos civiles restringiendo los políticos? Sólo después, cuando el liberalismo se fundó sobre una base democrática que nacía de la presión de los partidos de masas y del ejemplo americano, los pudimos concebir como una aleación inseparable, inextricable. En aquel mismo libro nos incomodaba el desdén con que trataba los derechos sociales o materiales, unos derechos que si bien no son absolutos, como él mismo advertía, forman parte del discurso de esa democracia liberal que él predica y en la que creemos. ¿Y por qué desdén? Fundándose en la idea orteguiana de hombre-masa, Sartori nos hablaba del “hombre protegido”, del ciudadano que aún lleva dentro al “niño mal educado”, un individuo que lo espera todo de unos derechos materiales justamente porque los contempla como absolutos, sin coste, cuando son gravosos y beneficios que alguien debe pagar. Hablaba nuestro denunciante del gasto público. Paradójicamente, añadía, aquel que es su destinatario es a la vez su “enemigo cultural”, aquel que puede hacer fracasar la democracia por lo mucho que espera de ella, por la cultura política en que nos adiestra la sociedad de las expectativas. Los derechos sociales –añadía— han creado una sociedad de las expectativas que no repara en el costo social. Es decir, se han confundido derechos formales, absolutos e incondicionales, con derechos materiales, que dependen de las disponibilidades.

El lector entiende esos distingos y acepta, por supuesto, que la materialización y la provisión de los derechos sociales a cargo del presupuesto público sea una de las causas de la crisis fiscal del Estado asistencial; acepta que haya quien impugne ese modelo de sociedad del bienestar y la confusa mezcla entre los derechos incondicionales y los que están sujetos a disponibilidad. Pero a lo que no renunciamos al menos es a entender también esos derechos como el marco discursivo de una vida decente, como lo mejor que ha producido Occidente porque son la salvaguarda que permite el acceso de los débiles y la superación de las pertenencias. Decía el antropólogo Clifford Geertz en Reflexiones antropológicas sobre temas filosóficos, que él se consideraba liberal, que él seguía profesando el liberalismo. ¿Cómo no profesar los principios de la tolerancia liberal, esos principios que –a juicio de Geertz—“son todavía nuestra mejor guía”? Hay que seguir defendiendo “su resuelto individualismo, su énfasis en la libertad, en el procedimiento, en la universalidad de los derechos humanos y (...) su preocupación por la distribución equitativa de las posibilidades de vida”. Quien hablaba así es un antropólogo que analizó el Islam, alguien que sabe de la desigualdad que se da en las posibilidades de vida, alguien que sabe de la dificultad de armonizar valores distintos, alguien que se identifica con el liberalismo agonista y social de Isaiah Berlin. Algo semejante podría decirse de Ernest Gellner, un afamado etnólogo que estudió las sociedades islámicas, que trató profundamente el fenómeno religioso y que, a la vez, hizo una de las mejores defensas de la democracia liberal en su obra Condiciones de la libertad. Ambos, Geertz y Gellner, se enfrentaron cortés y académicamente por el juicio o la simpatía que el posmodernismo les suscitaba; ambos se interrogaron sobre el etnocentrismo y sobre la pluralidad o relatividad de los valores y ambos son referentes intelectuales del mejor Occidente. A ninguno de los dos los emplea Sartori, que sólo cita al Gellner de Naciones y nacionalismo. Nuestro politólogo no se nutre de ellos, evita sus conclusiones y, además, ignora el difícil equilibrio al que ambos han aspirado entre modernidad y diversidad.

No es posible vivir como si el resto del mundo no me concerniera, como si pudiera oponer dique a las oleadas de miseria que me rodean, como si la educación sólo fuera asunto empresarial o confesional, como si los débiles debieran costearse por sí solos lo que son virtudes que a todos benefician. Uno de los derechos materiales que con tanta displicencia hablaba Sartori en La democracia después del comunismo es el acceso universal a la instrucción pública. Uno de esos derechos materiales de los que se desentienden quienes no profesan el liberalismo social y agonista de Berlin es el de la educación obligatoria, laica, incluso gratuita. Renunciar a ella es acabar a medio plazo con la salvaguarda moral de la ciudadanía. Pero, claro, en nuestros católicos países, en Italia y en España, el liberalismo parece haberse humillado ante la voracidad y el expansionismo de la Iglesia. No sé si el incremento de inversiones en la escuela pública, común, obligatoria, arruinaría al Estado, como podría arruinarlo una inversión creciente en seguridad y en defensa, capítulo público que ningún liberal se atrevería a discutir, pero sí sé que, sin esa institución de la ciudadanía, la democracia peligra, abandonada por sus beneficiarios, ignorantes de las amenazas que se ciernen sobre ella: ya no habrá escudo antimisiles que nos proteja de fundamentalistas armados ni frontera que nos separe de las hordas de los desharrapados
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