Juan Antonio González Fuentes
El sábado pasado no estaba ella. Por la mañana se marchó en avión hasta Madrid para reencontrarse con una buena amiga sevillana. A eso de la doce menos cuarto sobrevoló su avión el campo de fútbol en el que yo, en ese mismo instante, marcaba con facilidad un gol después de varias semanas sin hacerlo.
Como todos los sábados, comí en casa de mi madre. Y después de ver en casa una película de
Tim Burton, me enfrenté al hecho de la soledad. Toda la tarde y noche del sábado por delante para pasarla solo. Cuando no está ella el mundo es zozobra. Ni siquiera me afeité después de ducharme, ni me eché unas cuantas gotas de
M-7 de
Yves Sant-Laurent, ni me cambié de ropa... Sin ella me abandono a la desidia cotidiana, al spleen más errabundo.
Bueno, decidí bajar al despacho a trabajar un rato. Sí, iba a corregir las pruebas de una revista, a escanear algunos textos, preparar las diapositivas para la clase de historia del lunes... No faltaba tarea para entretenerme solo, en la soledad del despacho del vacío edificio de tres plantas.
Dejé al perro en casa con esa mirada que pone cuando me voy, como si se despidiese de mi para el resto de su vida, y bajé a las calles. Bullían las aceras de gentes que iban y venían. Los cafés estaban abiertos y de su interior brotaban luces doradas y olor a infusiones y mantequilla dulce. Planeaba ya en el ambiente el olor provinciano a castañas asadas, a fritura de churros con azúcar en las plazas, a risas adolescentes que van al cine como si de la mayor aventura posible se tratara.
Me entró de repente hambre, pero hambre de goloso exquisito, de capricho confitero. Como iba caminando por el atestado Paseo de Pereda, entré en la
confitería Gómez y pedí dos sobaos de los grandes. Quien no haya probado jamás los sobaos de Gómez no ha probado nunca un sobao de verdad: nada que ver, pero nada, con los que venden estuchados en los bares y en los supermercados. El sobao que venden en Gómez es una delicatessen pensada para los paladares dulces de los dioses, una delicatessen bastante consistente, eso sí, pues basta comer uno solo para estar sobradamente alimentado durante al menos dos o tres días.
Con el paquetito de sobaos en la mano, seguí caminando por el paseo y deteniéndome cada treinta o cuarenta pasos en los kioskos que jalonan la ancha calle: periódicos, prensa extranjera, juguetes, mil y una revistas, discos compactos, dvds, golosinas, libros, fascículos, videojuegos..., todo un escaparate para asomarse al ancho mundo desde la estrechez pasmosa de estos increíbles y abigarrados bazares del todo y la nada.
Entonces vi el libro:
La leona blanca, de
Henning Mankell. Lo compré inmediatamente y me encaminé ya sin demora hacia el despacho. Abrí, entré, encendí los ordenadores, las impresoras, los escáner..., me senté en la silla giratoria. Corté el nudo del hilo que cerraba el paquete de sobaos, cogí uno y lo desvestí de su capa de papel encerado y comencé a comerlo. Abrí el libro para hojearlo sólo unos instantes, pero me atrapó de tal modo que no pude dejarlo hasta consumidas doscientas y pico páginas.
Henning Mankell
Había visto los libros de Mankell, claro, en las librerías, pero como buen prejuicioso que soy, jamás me decidí a leerlos: eran sólo novela negra, y además, escritos por un sueco. Pero a finales de este verano, estábamos cenando en un conocido restaurante de mi ciudad, mi amigo el decano
Dámaso López, su mujer, la profesora de literatura
Juana Victoria Gallego, ella y yo.
Recuerdo que hablábamos de
Jane Austen y de
George Eliot, lecturas veraniegas de las dos féminas presentes, cuando Juan Victoria “confesó” que había leído una historia de Mankell, y le había atrapado de tal modo, que no había podido soltar el libro casi ni durante los saludables baños de ola en las playas de El Sardinero.
Entonces recordé que a mí siempre me habían gustado las novelas negras cuando sus autores eran de los buenos, y me vino a la memoria una frase que no sé ahora quien pronunció, pero que era algo así como que la literatura duradera del siglo XX será la negra, la novela negra, o no existirá. Coincidió, además, aquella cena veraniega y el charlar sobre Mankell con la aparición en los kioskos de una colección de libros con el nombre “Novela negra actual”, y en la que se ofrecían y ofrecen títulos de dos de sus más conocidos cultivadores de nuestros días, Donna Leon y el propio Mankell.
He leído ya cuatro obras de Mankell, las cuatro protagonizadas por ese policía de la ciudad sueca de Ystad llamado
Kurt Wallander, un héroe-antihéroe que ya está sin duda en los anales de los más grandes protagonistas de la novela negra de toda la historia de la literatura.
Los libros de Mankell, con Wallander en primer plano, me han interesado y conmovido. Me ha interesado cómo está situada la típica acción y trama de una novela negra, es decir, asesinatos, robos..., en la geografía en apariencia calmosa, civilizada y aburrida de una pequeña ciudad de Suecia, país en principio al que situamos completamente ajeno a las virulentas pasiones e intrigas que debe llevar consigo cualquier asesinato. Me ha interesado cómo Mankell desarrolla la acción de sus historias en un clima helado, en unos paisajes grises, nevados, lluviosos..., en unas carreteras en las que nadie circula a velocidad excesiva y se conducen domésticos Peugeot. Me ha interesado la reserva y normalidad de una policía sueca, en las antípodas de los superpolicias violentamente tecnificados de EE.UU, que trabaja paso a paso, con medios escasos y asequibles, errando aquí y allá, pero resolviendo los casos en la medida en que se pueden, a veces, resolver.
Y me ha emocionado Kurt Wallander. Ese policía imperfecto, con una vida personal bastante deteriorada, pero en la que no falta la esperanza, y tampoco la desesperanza...; ese policía desarmado, que no comprende a su hija, a su padre..., pero que es capaz de entender el crimen, como algo nada ajeno a la humanidad.
Es Mankell un escritor hondo y sabio, capaz de levantar un universo complejo, lleno de claroscuros, de incomprensiones fatales, de seres humanos cargados con todo sentimiento y toda condición, y es capaz Mankell, insisto, de conducirnos por ese mundo mostrándonos todos y cada uno de sus rincones, y haciendo de ese viaje, una experiencia literaria y humana de primer nivel.
No adelanté nada de trabajo la solitaria tarde del sábado. La eché de menos a ella, comí dos sobaos exquisitos, y estuve de viaje en una pequeña, fría y húmeda ciudad sueca. Pasé la tarde en compañía del inspector Wallander. Se lo debo agradecer a un magnífico escritor llamado Mankell.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente .