Juan Antonio González Fuentes
Me han llegado hoy por correo los primeros ejemplares de la antología poética de
José Luis Hidalgo que he trabajado para la editorial malagueña Veramar, editorial que como curiosidad, ilustra las cubiertas de sus libros de poesía con una fotografía del poeta cuando era niño. No es ni mucho menos la primera vez que me ocupo de la obra de este poeta, siendo, por ejemplo, el editor de sus
Poesía completas que editó la barcelonesa
DVD en el año 2000.
La historia de la poesía montañesa, desde los años de la posguerra española hasta mediada la década de los sesenta del siglo XX, es generosa en malogrados, es decir, en poetas que, debido a unas u otras circunstancias, no pudieron dar término a una obra que en sus inicios prometía abundancia de páginas y una nada desdeñable altura. La temprana muerte, como así ocurrió en los casos de
Carlos Salomón y
Miguel Ángel Argumosa, o la irrupción en la vida de los poetas de otras vocaciones con carácter sustantivo (la vocación religiosa y pictórica en
Julio Maruri, la cinematográfica en
Marcelo Arroita-Jauregui, o la de editor, galerista y novelista en
Manuel Arce…), son algunas de las razones que explican el hecho cierto que en estas líneas apuntamos.
De entre todas aquellas aventuras poéticas truncadas surgidas después de la Guerra Civil española del 36, sin duda la que apuntaba con menos confusión rasgos llamativos de madurez y calidad fue la de José Luis Hidalgo, un poeta al que la muerte se llevó cuando contaba tan sólo con veintisiete años de edad y tres libros de poemas en su haber, el último de ellos,
Los muertos, considerado hoy por buena parte de la crítica como uno de los más logrados de aquel periodo de la historia de la poesía en nuestro país.
Como ya he escrito en otro lugar, lo natural es que la vida de un hombre no sea rica en acontecimientos reseñables durante sus primeros 27 años de vida. Sin embargo, la existencia de José Luis Hidalgo no se atiene del todo bien a dicha presunción. Nacido en Torres (Cantabria) en 1919, y muerto en el sanatorio madrileño de Chamartín de la Rosa a comienzos de 1947, las casi tres décadas que vivió el poeta le fueron suficientes para vivir en cuatro ciudades distintas: Torrelavega, Santander, Valencia y Madrid; participar en la Guerra Civil; concluir en Valencia estudios de Bellas Artes; colaborar con artículos y poemas en algunas de las revistas literarias españolas más importantes del momento; ilustrar con sus dibujos publicaciones de variada tipología; dejar inconclusa una novela; obtener una mención en la primera convocatoria del premio de poesía Adonais; exponer sus pinturas y dibujos en el Ateneo de Santander; ejercer como profesor de dibujo en diversas instituciones académicas; colaborar en la consolidación de dos de las revistas literarias más significativas de su tiempo, la valenciana
Corcel y la santanderina
Proel; cultivar la amistad de escritores, poetas y pintores relevantes en el panorama cultural y artístico español de aquel entonces (
Gerardo Diego, Pancho Cossío, Vicente Aleixandre, Gutiérrez Solana, José María Cossío...), o la de algunos de los que estaban llamados a ser relevantes en cuestión de unos años:
Bousoño, Blas de Otero, José María Valverde, José Hierro...; y, para poner el necesario punto final a esta ya prolija lista de hechos y actividades, también le dio tiempo a José Luis Hidalgo a publicar tres libros de versos que lo situaron como uno de los poetas jóvenes españoles más auténticos e interesantes surgidos en la posguerra, y uno de los que más y mejores cosas podían esperarse.
Los tres libros de los que acabo de hacer mención unas líneas más arriba son
Raíz (1944), que obtuvo mención honorífica en el Premio Adonais de 1943;
Los animales (1945); y el último,
Los muertos (1947), que apareció póstumo en la colección Adonais por cuestión tan sólo de unos pocos días.
Mi antología propone un primer acercamiento a la poesía de Hidalgo, y en consecuencia, lo que ofrezco al lector es una selección realizada entre los poemas que el propio poeta consideró parte definitiva de su
corpus poético, sin incluir muestras de los variopintos ensayos que el autor realizó entre los años 1935 y 1947, pero que, por motivos nunca explicados a fondo, no incluyó en sus libros.
Decidido este primer criterio de selección, mi antología consta de medio centenar de poemas de Hidalgo atendiendo sólo a dos elementos de juicio, ambos estrictamente personales y, en consecuencia, tan susceptibles de encarnizada defensa como de abierta y lacerante crítica. Primero, mi propio gusto como lector de poesía y poeta. Segundo, la intención de darle al lector una buena oportunidad de acercarse con alguna precisión a los diversos temas y asuntos que más interesaron al Hidalgo poeta (los paisajes, Dios, la muerte, la naturaleza, el mar, la ciudad...), y hacerlo también a las distintas formas en las que éste planteaba y resolvía sus poemas.
Los poemas recogidos, creo que son una expresiva muestra del evolutivo quehacer poético hidalguiano a lo largo de su breve existencia; o dicho de otra manera, una antología de las sendas de escritura por las que discurrió la obra de Hidalgo durante el periodo comprendido entre mediados los años treinta del siglo XX y el año de su muerte, 1947.
En este sentido, el lector encontrará en estas páginas, sí, algunos ejemplos de los ensayos poéticos realizados en sus comienzos por Hidalgo y que él mismo seleccionó y publicó en
Raíz; ensayos que incluyen piezas surrealistas con tintes neorrománticos, poemas de corte creacionista y sonetos confeccionados un poco “a la manera de
Gerardo Diego”. También hallará los once poemas que integran el libro
Los animales, libro que le fue dedicado a Gerardo Diego, y creo que como apuntó el autor de
Manual de espumas en un comentario escrito al respecto,
Los animales fue “uno de los libros más breves, pero también de los más intensos y originales de la joven poesía contemporánea”. Este pequeño “bestiario hidalguiano” sobresale a mi juicio por mantenerse ajeno a los tópicos, mostrando una singular riqueza de imágenes deudoras del superrealismo español de naturaleza aleixandrina, y también de algún modo del creacionismo apuntalado por Gerardo Diego.
Finalmente, quien abra esta antología hallará algunos versos pertenecientes a
Los muertos, sin ninguna duda, uno de los poemarios españoles más impresionantes escritos en aquel tiempo; un libro póstumo en el que en mi opinión Hidalgo supo plasmar con ruda austeridad y sinceridad conmovedora el saberse ya consciente memoria de su propio tiempo, de su propia vida y de su propia muerte.
Como podrá comprobar quien consulte la abundante bibliografía existente en torno a
Los muertos, se percatará con rapidez de que mucho se ha escrito sobre este libro imprescindible, sobre la relación que se deja entrever con la obra de autores como
Unamuno,
Kierkegaard o
Rilke, sobre el intento baldío de Hidalgo de entablar un diálogo abierto con Dios, sobre el evidente carácter religioso de los poemas, o sobre si estamos ante el trabajo de un fervoroso creyente o ante el de un convencido descreído...
Pero lo que he pretendido con esta antología sólo es, repito, propiciar un primer y fructífero acercamiento a la obra poética de un poeta que vivió en una de las etapas más duras y terribles de nuestra historia reciente, y que murió con sólo veintisiete, como uno más de los muchos malogrados que entonces fueron legión, dejándonos, eso sí, un buen puñado de poemas, algunos en mi opinión inolvidables.