Juan Antonio González Fuentes
El diabólico
Karl Kraus, asegura en uno de sus textos que es un pedante o un esteta el escritor que exige a su lector algo más que el percatarse de su pensamiento. Esta satírica definición de esteta puede aplicarse muy bien a
Oscar Wilde (Dublín, 1854-París, 1900), un artista que por encima de otras consideraciones siempre aspiró a que sus palabras y su propia vida fueran una perfecta encarnación de la Belleza con mayúsculas.
Quizá en esta íntima aspiración, como ha insinuado alguna vez
Luis Antonio de Villena, se encuentre la razón principal que explica el porqué Wilde fue perseguido y castigado por la sociedad de su época durante el tramo final de su vida, e incluso después de su temprana y tristísima muerte.
Me parece imprescindible señalar la trascendencia que en la conformación de las ideas estéticas de Wilde, y por tanto, en su forma de vivir y hacer literatura, tuvo su entusiasta y aplicado estudio de las culturas clásicas y del medievo y Renacimiento italiano durante sus años de estudiante universitario en Dublín y Oxford. Años en los que fueron decisivos tantos los viajes a Italia realizados junto a su antiguo profesor, el helenista
J. P. Mahaffy, como el contacto personal y con la obra de los teóricos
John Ruskin y
W. Pater, cuyas enseñanzas, a veces mezcladas por Wilde en llana confusión, cuando no en abierta contradicción, ayudaron a conformar algunos de los conceptos éticos y estéticos presentes en su obra: el rechazo del arte académico y de los valores de la nueva burguesía surgida de las modernas vías de desarrollo económico; el ideal de una vida consagrada a la belleza y a sus realizaciones y trabajos; entrega intensa a las pasiones que se presentan en el momento; el arte como un instrumento moral de caridad y compasión que conlleva una preocupación por los problemas de raíz social (tan presentes en varios de sus cuentos y en
La balada de la cárcel de Reading, por ejemplo).
Sí, Wilde hizo todo lo posible (y en no pocas ocasiones casi lo imposible) porque su tamizado ideal renacentista impregnase buena parte de su vida y de su variopinto trabajo literario. En este sentido, muy bien puede decirse que la obra poética de Wilde se presenta como eficaz paradigma de sus concepciones estéticas juveniles, aquellas desarrolladas en su primera etapa de escritor -nada más finalizados sus estudios en Oxford y recién instalado en Londres-, puesto que la mayor parte de los poemas que configuran sus
Poesías completas (DVD, Barcelona), aparecieron en junio del año 1881, cuando el poeta contaba veintisiete años de edad, conformando el volumen titulado
Poems, publicación que corrió a cargo del autor, alcanzando en el transcurso de un año las cinco ediciones, aunque la tirada global llegó sólo a los 750 ejemplares.
Estos poemas, que quiero denominar “de juventud”, pueden leerse también como un fidedigno compendio de las propuestas del esteticismo británico del momento, dejando sus versos entrever rasgos simbolistas y prerrafaelisas, y la influencia de autores tales como
Shakespeare, Lord Byron, Keats, Donne, Browning, o los coetáneos,
Swinburne, Dante Gabriel Rossetti o
William Morris.
Cuando en 1881 apareció
Poems, buena parte de la crítica británica (
Punch o
Athenaeum, por ejemplo) lo recibió como la obra de un apreciable poeta menor. Hoy, más de cien años después, no veo suficientes razones para variar dicho juicio. Aunque perfecto conocedor de la estética que abraza y le ampara, Wilde no logró plasmar en sus primeros versos un mundo poético propio, de verdadera encarnadura personal. Cierto es que a menudo se muestra como un poeta de brillante sensibilidad, capaz de regalarnos versos casi cegadores, pero en mi opinión el conjunto adolece de un exceso de pompa y circunstancia y de subrayados sentimentales, de una inclinación artificiosa, forzada y fingida por la “mascara”. Sin embargo, y a pesar de lo señalado, sería ocioso por completo el discutir ahora la importancia histórico-literaria de estos poemas, una obra –resumen de la lírica de su época, según
Arthur Ransome- que sitúa a Wilde en un significativo lugar dentro de las corrientes del esteticismo inglés de finales del siglo XIX.
Quizá porque la crítica no recibió con entusiasmo su primer libro de poemas, o porque descubrió que el camino del dinero, la fama y el éxito no coincide precisamente con el de la poesía, lo cierto es que Wilde dejó que pasara más de una década antes de publicar, en el número del mes de julio de 1894 de la revista
The Spirit Lamp, su largo poema
La esfinge, en el que había estado trabajando desde los lejanos tiempos de la universidad.
Símbolo inequívoco de un
spleen mucho más cercano a una línea snob y estetizante que a una baudelaireriana (condición existencial de un hombre asido con angustia a la vida), y a la vez símbolo de la lujuriosa, pagana e insatisfecha pasión carnal, en
La esfinge – un ser mitad leopardo y mitad mujer- Oscar Wilde consiguió, por fin, una ambiciosa, madurada y personal pieza poética en la que el manejo de recursos (ritmo, rima, vocabulario...) alcanza cimas de puro virtuosismo, a pesar de la incontinencia del autor a la hora de adornar su poema de exotismos cientos. Para L. A. de Villena
La esfinge supone la definitiva consagración de Wilde como poeta simbolista, y no seré yo quien se muestre en desacuerdo.
Si la “carrera” literaria de Oscar dio comienzo con la poesía, también finalizó con ésta. Después del sensacionalista proceso que le condenó a dos años de trabajos forzados, y ya en el “exilio” francés, en 1897 Wilde inició la redacción de su más logrado poema,
La balada de la cárcel de Reading, que fue editado al año siguiente en Londres con bastante éxito de público, alcanzando siete ediciones en pocos meses.
El poema está dividido en seis partes y estructurado en estrofas de seis versos. El asunto del poema es la descripción de los sufrimientos experimentados por el propio Wilde en la prisión de Reading, pero utilizando como motivo narrativo la historia de los días anteriores a la ejecución, muerte y posterior enterramiento de
Charles Thomas Wooldridge, antiguo soldado de la Guardia Real de Caballería, quien sufrió castigo en la cárcel de Reading en 1896.
Dentro de un explícito marco simbolista, Wilde construyó un alegato de arrolladora potencia poética contra la situación de tortura física y moral a la que estaban sometidos los presos en las cárceles británicas durante los años finales de la época victoriana, y por extensión, contra los valores sobre los que sustentaba la sociedad de aquella etapa histórica.
Partiendo de su terrible experiencia personal en Reading, Wilde logró trascender la misma para ofrecer un testimonio único por su emoción, perfección técnica y planteamiento ético (en este punto puede muy bien vislumbrase la sombra de Ruskin) sobre la final dignidad del ser humano sometido al escarnio, la tortura, el sometimiento y la desesperanza.
La balada de la cárcel de Reading supone el punto más alto de la poética wildeniana, una poética aquí personal, plena de madurez y sinceridad, desnuda de los afeites simbolistas más superficiales que habían inundado, hasta casi ahogarla, buena parte de su poesía anterior.
La balada supone, además, el último y conmovedor testimonio literario de un hombre que, después de abandonar la cárcel tras experimentar la tortura física y espiritual, se supo ya definitivamente destruido para continuar con su obra y, en consecuencia, para continuar con su vida.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente .