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José Membrive: "El rockero de Mollet y otros relatos" (Ediciones Carena, 1999)

José Membrive: "El rockero de Mollet y otros relatos" (Ediciones Carena, 1999)

    NOMBRE
José Membrive

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Andújar (Jaén), 1953

    CURRICULUM
Se licenció en Filología Hispánica en la Universidad de Granada. En 1979 se traslada a Cataluña y se dedica a la docencia. Ha realizado cursos de posgrado de español para extranjeros y de formación de editores en la Universidad de Barcelona. Ha escrito en diversos medios de comunicación. Entre sus obras publicadas destacan Del amor y la noche (1985) Reductos de silencio (1991), El rockero de Mollet (1999) y El pozo (2006).



José Membrive

José Membrive


Creación/Creación
Dos mujeres
Por José Membrive, miércoles, 28 de febrero de 2007
Me enteré casi por milagro de que mi madre estaba grave. El frío de los últimos estertores invernales dotaba a las ramblas de Barcelona de una quietud intemporal. Sobre las siete de la tarde me dirigía al barrio chino como cada viernes desde que, quince años antes, optara por restringir el acceso a mi vida sentimental sólo a quienes acreditasen una rica experiencia profesional.
Había dado tres vueltas a la misma manzana para observar a una morena basta y curtida que me resultaba lejanamente familiar. El cabello liso le caía sobre las espaldas hombrunas embutidas en un viejo jersey rosa muy escotado, quizás la única prenda que casaba con el nuevo oficio.
Reconocí a Liguria, la primera mujer que se me había entregado, cuando vi que me miraba y huía de mí echando el cuerpo hacia adelante y moviendo decididamente los brazos como si aún tuviese que ir abriéndose paso entre las ramas de los árboles. Decidí hacerme el sueco, como siempre que me encontraba con alguien que pudiera tener relación con mi vida en el sur. Di otra vuelta y, aunque en el tugurio siguiente había dos nuevas filipinas, no entré. De hecho me excitaba la posibilidad de revivir mi primera experiencia sexual con la misma mujer aunque en mi código particular estuviera prohibida la repetición.
Dejé el asunto en manos del azar mientras me tomaba un Oporto. Al poco rato, y sin tener que volver la cara, la sentí merodear a mis espaldas.
-¡Oye, perdona! -dijo con la misma desenvuelta familiaridad que se utiliza en los pueblos ante cualquier desconocido- ¿tú no eres el Juan, el de la María?
-¡Liguria! ¿qué haces por aquí? -pregunté con la máxima indiferencia de que fui capaz.
Ella me miró con inquietud. Se pasó una mano por la frente y se la limpió en los pantalones. Había engordado bastante, pero conservaba el vigor primitivo de quien sólo parece moverse por instinto. Su mirar, concentrado en aquellos ojitos negros, había perdido la ofensiva agudeza de otros tiempos y entonces, como trillado por la vida, se deslizaba con suave resignación.
-¿No te habrá enviado el Rafael? -preguntó atemorizada.
-¿Qué Rafael?
-Pues mi marido
-Hace dieciocho años que no sé nada del pueblo.
-Los he dejado a todos. Pero ayer, ¡fíjate que desgracia!, me topé con el Potito, el primo del Rafa que es camionero, tuve que estar toda la tarde con él, se fue sin pagar y, además, me dijo que si no lo esperaba cada jueves se lo contaría todo a mi marido. Vivo asustada -dijo mirándome como si esperase algo de mí.
Yo escurrí el bulto.
-No creo que el Rafa se aclare en este laberinto. Pensemos en nosotros. ¿Quién nos iba a decir que después de tanto tiempo nos encontraríamos en un lugar donde pudiéramos hacer nuestra santa voluntad sin tener que dar ningún tipo de explicaciones? ¿Por qué no te tomas un buen vaso de vino y después nos subimos a celebrar el encuentro? -propuse.
-¿Te acuerdas de la tarde de la chopera? -dijo llena de añoranza.

Después de ventilarnos un Rioja subimos por unas escaleras oscuras, encarando un largo pasillo hasta llegar a una habitación rojiza cuyos escasos objetos parecían desperezarse para emular las rondas circulares de un carrusel. El vino trajo la melancolía. Habíamos enredado nuestros brazos con la misma emoción de aquella tarde del verano remoto.
Volví a beber de nuevo su abundante saliva, a sentirla cabecear como si negase y afirmase simultáneamente. Había en ella dos mujeres, una repeliéndome, clavándome las uñas, mordiéndome con fuerza; la otra tirando de mí hasta el fondo de sí misma, injertándome en su piel, sorbiendo mi sudor, regalándome hasta el último aliento.
-Te quiero, te quiero, -gemía mordiéndome en la oreja mientras agitaba las caderas con un arrebato totalmente ajeno a mis usos.

-“Ha sido fabuloso pero en esta chopera hace un calor de narices” -dije incorporándome después de besar su frente.
-“Ha estado muy bien pero si mi marido se entera nos matará, es un cobarde, pero nos matará a los dos” -era la misma conversación que habíamos tenido en nuestro primer encuentro.
-Tienes buena memoria, ¿eh? -le dije.
-Recuerdo exactamente todo lo que hablamos. Tú me contestaste: “No te preocupes, es muy posible que pasado mañana, día en que cumpliré dieciocho años, me vaya a Barcelona”. Entonces te supliqué: “No te vayas sin mí no quiero seguir aquí”. “Pero ¿y los niños?”, me preguntaste, “Podemos hacer más”, te contesté. “Te escribiré”. Me prometiste. Y ya ves, podía estar esperando aún la carta.
-También se lo prometí a mi madre.

Cuando terminó de vestirse miraba al vacío, sus ojos eran más oscuros y una sonrisa le entristecía el rostro. Yo estaba aturdido. Sin saber cómo, se había colado en mi interior otra escena que me molestaba: la comparecencia ante mi madre, maleta en mano, para anunciarle que me iba en aquel instante al extranjero y que no volvería hasta que ella hubiera aprendido a vivir para sí misma. Intentó retenerme por todos los medios, incluido el de la fuerza cerrando la puerta y plantándose delante de ella. Al final optó por la súplica “No te vayas, por lo que más quieras. No me dejes abandonada. Eres lo único que tengo”.
Al final, cuando salí, ella se negó a darme un beso de despedida.

-Por cierto, hablando de tu madre ¿sabes que está muy enferma? -dijo sacándome de mi ensimismamiento.
-¿Mi madre? -pregunté asustado, como si me hubiera sorprendido en un delito.
En el tiempo que llevaba en Cataluña había hablado de ella una sola vez con un paisano que me informó -sin que le hubiera preguntado nada- de que mi madre había caído en un estado depresivo al no saber nada de mí y que mi primo José había jurado ante el vecindario que me partiría la boca cuando me localizara por descastado y mal hijo.
-Me tengo que ir, -dije en tono cortante- estoy borracho de recuerdos.

-Ven acá, tontito, por el verdadero amor no se cobra -
exclamó tratando de devolverme las diez mil pesetas que había dejado sobre la almohada.
-¿Cómo que no? ¿Entonces de qué vas a vivir? Mi ética amorosa me obliga a pagar al contado y en metálico. El amor, como todo en esta vida, tiene un precio y yo prefiero saldarlo con bienes materiales antes que con males espirituales.
Ella me miró con un asomo de ira.
-Eres un egoísta y no ves más allá de tus propias narices. ¡Cuánto has hecho sufrir a tu pobre madre!
-Por cierto, ¿qué le pasa? -dije como si cediese a alguna frivolidad innecesaria.
-Está muy malica. El día que me vine la internaron en el Hospital Infanta Elena de Sevilla.

Permanecí de pie, sin saber cómo despedirme. Ella aprovechó mi indecisión para colgarse el bolso y preguntar.
-¿A dónde vamos ahora?, me apetece un montón seguir contigo.
-Yo tengo un compromiso, he quedado a comer en casa de unos amigos -mentí.
Entonces Liguria se derrumbó.
-¡Ayúdame, Juan!, estoy aterrorizada, el Potito le irá con el cuento, estoy segura, y él me matará. Necesito tu ayuda.
Y entonces, como en la despedida de aquella lejana tarde de la chopera, disparó una mirada de profundísima ternura. No pude evitarlo esta vez tampoco. Siempre he identificado esas miradas de amor con la de un becerro que, cuando yo tenía seis años, encontré ahogándose enredado en la soga que lo ataba al pesebre. La misma súplica irreparable en sus ojos desorbitados, el mismo miedo a una muerte, a una soledad.

-Bueno, hacemos una cosa, yo voy a la cena y tú, sobre la una de la mañana, coges un taxi y te vas a mi casa. ¿Qué te parece?
A ella se le iluminó la mirada.
-Gracias, Juan, sabía que tú no me fallarías.
No me sentí excesivamente mal dictándole una dirección inventada.

En la litera del tren Barcelona-Sevilla soñé con la muerte de mi padre. Yo era un crío de unos cuatro o cinco años. Vivíamos en un cortijo. “Él no sabía lo que era un médico!”, repetía en el sueño mi madre, que llevaba aún una blusa azul de lunares blancos porque no le había dado tiempo a ponerse de luto. “Con sólo treinta y seis años”, repetía alguien.
Yo no lo vi muerto en la realidad. Pero me impresionaron los gritos épicos, roncos, extraños de mi madre en la neblina acuosa de aquella mañana de marzo.
Inmediatamente me mandó al cortijo de mi tía para que jugara con mis primos. A lo lejos, los rumores del llanto eran para mi mentalidad infantil una especie de extraño diálogo de emergencia que sostenían los mayores para entablar contacto con los dioses.
En el sueño veía a mis primos tal y como eran cuando niños. Aquel flequillo tapando los ojos del José, las trenzas de la Loli limitando su carita diminuta, la expresión de precoz tristeza que mostraba Julia, desaparecida poco tiempo después.
El día del velatorio nos fueron permitidas todas las travesuras: nos metimos en los corrales persiguiendo gallinas, azuzando perros, observando ratas, incluso abrimos el gallinero y la era se pobló de aves multicolores. Era fabuloso: nadie se ocupaba de regañarnos, así que dormimos revueltos en unos colchones que echamos al suelo. A la mañana siguiente la niebla dejó paso a una lluvia cansina que plateaba las lindes. Vi desde el balcón el avanzar del féretro a hombros del vecindario, escoltado por los gritos de dolor de mi madre y de mis familiares venidos de Almería, ellos con sus inconfundibles gorras de visera y ellas con sus pañuelos negros. Todos formando un enorme gusano negro que brillaba bajo las nubes plomizas.
Y en esto el sueño reflejaba, sin la más mínima distorsión, lo que había sucedido. Era como si el tiempo o la historia discurrieran en un vídeo gigantesco que Dios contemplase y por un descuido de algún ángel manirroto la cinta hubiese rebobinado treinta años.
Seguí viendo, pausadamente (y el sueño era entonces más intenso que la realidad que habían podido captar mis ojos a aquella distancia) el féretro y los rostros mojados por la lluvia, el sudor o las lágrimas; rostros de vecinos que había olvidado, veredas desaparecidas, frutales que habían sucumbido veinte años atrás a la voracidad de los tractores... Oí nítidamente el llanto de mi madre y las palabras calmadas de mi tía.
-¿Quién le iba a decir a él que no arrancaría los ajos que sembró el mes pasado? -iba gritando mi madre y las lágrimas le resbalaban por el rostro cayéndole directamente a los pechos en donde confluían con la lluvia.
Después el sueño nos trasladó a mi casa. A una escena vivida pero, esta vez sí, distorsionada. Estábamos vestidos de negro en el duelo que sigue al entierro: mi madre, mis tíos, mis cinco primos y bastantes vecinos. Y tomábamos caldo, mucho caldo. Todos llorábamos un llanto que poco a poco comenzó a tener acordes, a hacerse musical, como si ejecutásemos notas de una sinfonía llorosa pero que progresivamente iba adquiriendo un cariz alegre. Un llanto cantarino acompañado con redobles de cucharas y tenedores sobre los platos. Mi padre se levantó del ataúd que apareció en el lado derecho del comedor para dirigir el coro. Entonces cantábamos ya todos al compás de sus brazos tiesos y amarillos como enormes cañas. La canción tenía música de corrido mexicano y bailábamos vertiginosamente a ritmo de ranchera.
-Que sigan las fiestas, pollitos de Combray
dime, prima, ¿qué gano con ponernos a llorar?

Que sigan las fiestas, pollitos de Combray
decidme ¿qué ganamos con ponernos a lloraaaar?

Estábamos en pleno corrido, todos de negro, llorando y cantando al mismo tiempo, con las manos en las caderas danzando frenéticamente de una punta a otra de un comedor de grandes dimensiones y con una lámpara gigantesca. Incluso el muerto saltaba por las mesas llevado por su empeño de dirigir la orquesta con pasión y garbo mientras mis primos, formando un coro, giraban y botaban con furia hasta dar casi en el techo.

-Próxima parada, estación de Sevilla.
Cuando me despertó el literista yo tenía el pijama empapado de sudor. Quizá fuera fiebre o tal vez sólo, miedo.
¿Era sensato volver a ver a mi madre después de diecisiete años sin darle opción a que supiera nada de mí? ¿Le debería explicar que huí porque no podía soportar su blandenguería o exceso de celo en satisfacer mis deseos y caprichos? ¿Puede el amor perfecto desembocar en hastío?

El edificio enorme, blanco y con azulejos verde-amarillos en los ventanales, apestaba a cien leguas a Hospital. Deprimente, como todos. Con sus largos pasillos, sabor sepulcral, olor a enfermedad y rumor de lamentos. Médicos asépticamente compungidos y familiares desesperados.
En la recepción me habían informado de que María Serván estaba en la habitación treinta de la tercera planta y que un señor tenía una tarjeta de acompañante permanente. Pero no me quisieron decir nada sobre su estado.
Entré con el ramo de flores tapándome la cara y me planté ante ella sin dar tiempo a reaccionar al campesino que allí se encontraba: alto, con pantalones de pana ámbar raídos y camisa de paño grueso a cuadros, con grandes ojos azules y el rostro muy arrugado.
La encontré tranquila, reclinada sobre unos cojines, casi calva, completamente amarilla, sin apenas poder levantar los párpados. Tenía la barriga muy hinchada, cubierta por una colcha blanca con ribetes verdosos. Apenas pude adivinar en sus ojos vidriosos la fuente de magnético cariño con que solía protegerme su mirada.
-Mamá, mamá, soy el Juanito -le repetí.
A los diez minutos alzó con lentitud los párpados. Me escrutó detenidamente. Sus ojos opacos parecieron congelarse, se cerraron un momento y después, como si quisieran corroborar que no estaban engañados volvieron a abrirse y entonces una gran inquietud se apoderó de ella. Intentó en vano hablar. La rigidez se había apoderado de sus labios.
-Juan, Juanito, -intentó articular con grandísimo esfuerzo
-Soy yo, mamá -alcancé a decir mientras le cogía la mano.
Poco después cerró los ojos, permaneció con la boca abierta, el gesto crispado y la respiración espesa. Al instante vi correr unas lágrimas por su hierático rostro.
Quise decirle algo más pero no pude. Todo estaba dicho. Ante la presencia de la muerte cualquier palabra de consuelo resultaba cruel.

Entonces el hombre arrugado, cuyo rostro rejuvenecido había visto, no sé si en el sueño o en mi niñez, me arrastró del brazo hacia el pasillo. En la mano izquierda llevaba mi ramo de flores, que arrojó al suelo para ocuparse de sacarme de la habitación.
-Soy su hijo -grité.
-Lo siento señor, pero sea quien sea, ha venido a hacerla sufrir. Ella no merecía esta última puñalada -dijo echándose a llorar y reforzando sus empujones hasta que me alejó por el pasillo.
-¡Ha venido para rematarla! -gritaba el hombre entre amenazante y lloroso.

Bien fuera por la justa humillación o simplemente por la impotencia que a todo humano asola cuando trata de enfrentarse con la muerte, la cuestión es que me sentí invadido por una súbita e incontenible pena, comencé a gemir como el cerdo cuando lo están matando. Un llanto incontenible, ruidoso. Corrí a los aseos cerré por dentro y me tiré en el suelo encogido sobre mí mismo, llorando a lágrima viva como si un pantano de aguas podridas se hubiese roto dentro de mí.
Salí más desahogado aunque maldiciéndome en unos momentos por haber vuelto, en otros por no haber ido antes, por haberme marchado, por haber jugado a niño bueno y a niño malo al mismo tiempo... Al parecer, algo había hecho mal, pero yo no sabía determinarlo.
Cuando volví para hablarle al día siguiente sólo me había puesto de acuerdo conmigo mismo en que debía pedirle perdón, aun así, siendo consciente de que traicionaba al joven que yo era cuando la abandoné para poder crecer por mí mismo. De nada me sirvió porque ella había caído en estado de coma y así permaneció una semana, durante la cual la visité cada día sin intercambiar ni una frase con el campesino que, respetuosamente, salía la habitación cuando yo entraba.

El día del entierro volví a recorrer con emoción las blancas calles de Andújar parapetado en el interior de un taxi y protegido por unas amplias gafas oscuras. Dejé mi maleta en un hostal cercano después de que las campanas de San Miguel hubiesen anunciado el comienzo de la ceremonia. Accedí a la Plaza del Mercado bajo el arco-cúpula de correos, cuya antigua lámpara acristalada había pasado a servir de nido a las palomas.
La torre de la iglesia, con su estructura afilada alanceando las nubes, me pareció más hermosa y diminuta, así como los naranjos y la fuente en ruinas donde vi por primera vez los peces de colores.
Un enorme gentío abarrotaba la iglesia y gran parte de la plaza. Al entrar vi dos ataúdes, uno, el de mi madre, la derecha del altar y otro, más largo, a la izquierda. La ceremonia había comenzado, tal como yo había previsto y me senté en la última fila de los bancos de la derecha sin quitarme las gafas oscuras. El sacerdote estaba hablando.

-... ambas han sido tocadas por la vara del infortunio. Una, María Serván, que enviudó en plena juventud y Dios sabe cuánto tuvo que sufrir para criar a un hijo desagradecido, la otra Liguria Corrientes
(Al escuchar este nombre, y tras unos segundos de incredulidad, me sobrevino una náusea que me obligó a agarrarme a la barra del asiento delantero y a dejarme caer aplastado por la tribulación); Liguria Corrientes a quien el Señor le deparó el trágico destino de morir a manos de su propio marido en pleno barrio del pecado barcelonés. Bienaventurados los que sufren, dijo Nuestro Señor Jesucristo, y estas dos mujeres han sucumbido ante el sufrimiento...
Dejé de oír las palabras del sacerdote. La sensación de irrealidad se acentuó y creí estar inmerso en otra vida. Miré a ambos ataúdes y me pareció que algo se desplomaba en mi interior. Recordé la última mirada que Liguria me había dirigido, plena de esperanza e ilusión. Después me arrodillé aplastado por la angustia.

Al parecer, hacía ya un rato que unas manos rudas trataban de incorporarme sin que yo me percatase. Cuando me di cuenta fue porque el fuerte tirón me levantó literalmente del asiento arrastrándome hacia atrás.
Me encontré frente a un hombre cano, de aspecto serio y ojos enrojecidos. Nos miramos un momento antes de abrazarnos. Era mi primo José:
-Vente, tienes que ocupar tu sitio. Ahora ya de nada valen los rencores -y me sentó en el segundo banco de la fila derecha, detrás del hombre que había visto en el hospital y delante del resto de mis familiares.
En la puerta de la iglesia formé con el campesino y mis primos una enlutada fila para recibir el pésame de los allí congregados.
-Le acompaño en el sentimiento.
-Gracias, muchas gracias.
Tantos rostros levemente conocidos y degradados, tanto paisaje pretérito me aplastaba. Parecía como si durante aquellos dieciocho años yo hubiera estado muerto y, de repente, un espíritu maligno me hubiera resucitado para inculparme de la muerte de las dos únicas mujeres que me habían amado y, cada una a su manera, habían esperado algo de mí.

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Nota de la Redacción: agradecemos a Ediciones Carena su gentileza por permitir la publicación de este cuento que forma parte del libro de José Membrive, El rockero de Mollet y otros relatos (1999).
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    La cabeza en llamas, de Luis Mateo Díez (por Ana Matellanes García)
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