Magazine/Cine y otras artes
Crítica de la película "Banderas de nuestros padres", de Clint Eastwood
Por Juan Antonio González Fuentes, miércoles, 10 de enero de 2007
El libro que escribió el crítico Robin Wood sobre el director de cine Howard Hawks, está dividido en capítulos atendiendo a los temas o asuntos en torno a los que pueden agruparse sus grandes películas: dignidad y responsabilidad, el grupo, relaciones masculinas, la conciencia instintiva… Las grandes películas de Hawks, como muy bien subraya Wood, casi siempre muestran a un grupo de hombres enfrentados a un peligro, prueba de la que salen moralmente victoriosos gracias a su competencia profesional y a la fuerza impulsiva y generativa que proporcionan los lazos que unen e integran al grupo.
En Fort Apache (1948), John Ford narra cómo un despótico, engreído, irresponsable e incompetente oficial de West Point, el Coronel Owen Thursday, interpretado con apostura y ademanes geniales por Henry Fonda, lleva a la catástrofe más absoluta a su regimiento en una inútil y absurda batalla contra los apaches. Testigo incrédulo y doliente del desastre es el Capitán York (John Wayne), quien poco antes de contemplar el final absurdo y terrible de sus compañeros, recrimina al Coronel su actitud idiota y su falta de aptitudes de mando y estrategia. El Coronel, paradójicamente, libra de la muerte segura al Capitán al ordenarle que se sitúe en la retaguardia, después de prometerle el consabido consejo de guerra.
El final de la película, pasado ya un tiempo de la aniquilación casi completa del regimiento, nos muestra a un ascendido Capitán York reunido en su despacho con un grupo de periodistas, quienes preguntan entusiasmados y anhelantes por todos los detalles habidos y por haber relacionados con el nuevo héroe de los niños americanos, el Coronel Owen, el oficial que con valentía inaudita y dando muestras de un heroísmo extremo, se había enfrentado con valor y al frente de sus hombres a los terribles apaches.
Gracias a la correa de transmisión puesta en marcha por los medios de comunicación, el chiflado incompetente es transformado por la necesidad que toda sociedad tiene de mitos y referentes en una dorada leyenda de heroísmo y entrega. El Capitán York deja vagar su mirada a través de la ventana y guarda significativo silencio. Sólo abre la boca para hablar con calor y camaradería del regimiento, de los hombres que lo forman, de sus compañeros y amigos.
Banderas de nuestros padres, con guión de William Broyles Jr. y Paul Haggins (...) cuenta mediante la utilización constante de flash back, una historia construida en torno a un suceso en principio anecdótico: la realización de la célebre foto de los marines norteamericanos izando la bandera con las barras y las estrellas en la colina conquistada de la isla de Iwo Jima
En El hombre que mató a Liberty Valance (1962), Ford cuenta la historia de cómo el abogado Ransom Stoddard (James Stewart) se convierte en una leyenda para sus vecinos y para toda la sociedad de su estado, tras enfrentarse y matar a tiros al temible forajido Liberty Valance (Lee Marvin). Ser el hombre que dio muerte a Valance le abrió las puertas de Stoddard al mundo de la política, al éxito social y económico, y lo que es más importante, le abrió el corazón de sus paisanos, le otorgó su admiración eterna.
Llegado a su pueblo para asisitir al entierro de un viejo amigo que ha muerto olvidado y pobre, Stoddard se enfrenta a los periodistas de la ciudad que le asedian a preguntas sobre su regreso: ¿qué hace todo un senador de los EE.UU, un futuro vicepresidente, en el entierro de un oscuro vagabundo llamado Tom Doniphon (John Wayne).
Stoddard cuenta su historia en un larguísimo flash back que se convierte en el grueso de la narración fílmica. Cuenta, insisto, toda su historia, desde la llegada al pueblo recién licenciado en leyes, hasta su marcha a iniciar la carrera política. Y cuenta, claro, el enfrentamiento con Valance, cuenta la verdad sobre el hombre que mató a Liberty Valance. Fue Tom Doniphon quien mató al forajido, fue Tom quien se enfrentó a él en innumerables ocasiones, fue Tom el verdadero protagonista de la leyenda, el auténtico héroe, y no él, el corajudo, inteligente y pusilánime Ransom Stoddard. Pero ante el despliegue desnudo de la verdad, el director del periódico rompe en mil pedazos los papeles con todas las notas tomadas, y dice: “Esto es el Oeste, señor, y cuando los hechos se convierten en leyenda, sólo se escribe sobre la leyenda”.
Recapitulemos. Tenemos que los que son considerados por buena parte de la crítica como los dos más grandes directores de cine del clasicismo norteamericano, plantearon a lo largo de su obra, de manera casi obsesiva, uno el tema del grupo como verdadera patria y elemento clave de vinculación ética y sentimental, y el otro, el asunto de la necesidad social de crear en su seno héroes y referentes épicos o legendarios, y la creación/invención de estos transformando si es necesario la terca realidad, desfigurándola, recreándola.
Lo que interesa a Eastwood de la historia narrada por James Bradley y Ron Powers (...) es que ninguno de los soldados utilizados por el gobierno para obtener fondos y continuar la guerra izó de verdad la bandera, ninguno conquistó la colina plagada de japoneses y ayudó a levantar la gran bandera como símbolo inequívoco de victoria y conquista
Pues bien, toda esta larga introducción sirve para contextualizar, dentro de la mejor tradición cinematográfica norteamericana, el último trabajo del director Clint Eastwood, Banderas de nuestros padres, película que, en mi opinión, plantea, desde un punto de vista estrictamente temático, las mismas cuestiones que hemos ya mencionado respiraban por muchos de los poros de la obra de los artistas Hawks y Ford.
Banderas de nuestros padres, con guión de William Broyles Jr. y Paul Haggins, basado en un best sellers de James Bradley y Ron Powers que recrea hechos reales, cuenta mediante la utilización constante de flash back, una historia construida en torno a un suceso en principio anecdótico: la realización de la célebre foto de los marines norteamericanos izando la bandera con las barras y las estrellas en la colina conquistada de la isla de Iwo Jima, ya casi en los últimos momentos de la II Guerra Mundial, en el frente establecido en las islas del Pacífico, donde se enfrentaron a lo largo de meses y meses los aliados contra el ejército imperial japonés.
La película expone cómo la foto fue reproducida por centenares de periódicos estadounidenses en un momento en el que los fondos para continuar la guerra estaban agotados y el gobierno barajaba la posibilidad incluso de poner punto y final a su intervención en el conflicto, y narra a la vez cómo la repercusión sentimental y moral producida por la imagen en el imaginario de cientos de miles de ciudadanos, fue aprovechada por el gobierno para iniciar una espectacular campaña publicitaria y de imagen destinada a obtener fondos mediante la compra de bonos de guerra. Así, el gobierno presidido por Truman, valorando el impacto producido por la foto de los soldados levantando la bandera victoriosa en la sociedad americana y en los medios de comunicación de masas, organizó una gira por las ciudades más importantes de la nación en la que los tres únicos soldados supervivientes que aparecen en la imagen, contaban a las masas de contribuyentes su heroica historia y pedían un esfuerzo económico para proseguir la guerra en memoria de los miles de compañeros caídos en el campo de batalla.
Hasta aquí estaríamos ni más ni menos que ante una historia épica construida sobre la base del heroísmo de los marines en Iwo Jima, pero a Eastwood, al igual probablemente que le hubiera ocurrido a John Ford, esa historia no le interesa ni mucho ni poco. Lo que interesa al veterano cineasta de la historia narrada por James Bradley y Ron Powers, uno de los cuales es hijo del soldado enfermero coprotagonista de este mito de la historia contemporánea norteamericana, es que ninguno de los soldados utilizados por el gobierno para obtener fondos y continuar la guerra izó de verdad la bandera, ninguno conquistó la colina plagada de japoneses y ayudó a levantar la gran bandera como símbolo inequívoco de victoria y conquista. Todos los soldados que sí lo hicieron cayeron en combate antes de que la imagen se hicieses famosa en el mundo entero. Los tres soldados protagonistas de la película sí izaron una bandera americana en el mismo lugar, pero fue una segunda bandera, una bandera que se elevó a los cielos ya en terreno conquistado y sin ningún peligro dando lugar a una segunda foto que serviría para refrendar la leyenda. La primera bandera fue sustituida por una segunda para que pudiera servir de elemento decorativo en el salón privado de algún alto cargo político o militar de Washington.
Clint Eastwood, en una hermosísima y sobrecogedora secuencia final que resume el espíritu y el ideario defendido a lo largo de toda la película, subraya que en último término la patria por la que murieron a cientos los marines en Iwo Jima, la auténtica bandera por la que estaban decididos a ser enterrados bajo la tierra de cualquier lugar del planeta esos héroes jovencísimos, no era una abstracción simbólica o un discurso susceptible de ser incorporado a las páginas de un libro, sino el rostro, la mirada, la sonrisa, el latido vital de unos compañeros
Por tanto, el asunto que reclama la atención de Eastwood es muy semejante al que sobrevuela Fort Apache y El hombre que mató a Liberty Valance: la leyenda, el mito, muchas veces se construyen sobre una falsedad, pero una vez puestos en marcha por los diferentes intereses que pueden entrar en juego, y una vez difundidos por los medios de comunicación de masas, siempre proclives a jalear lo sensacional, lo que va a desencadenar la lágrima o el entusiasmo en el seno de la sociedad, ya nada puede hacerse, y como dice el periodista fordiano, “cuando un hecho se transforma en leyenda, ya sólo se escribe sobre la leyenda”.
Pero Banderas de nuestros padres va aún más allá, pues además de denunciar con contundente elegancia y serenidad, es decir, sin recurrir al grito ni al desgarro, al trazo grueso o a la demagogia partidista, la manipulación que lleva a cabo el Poder con la Historia, buscando beneficios varios y conduciendo con engaños al pueblo que gobierna; además de introducir con sutileza a lo largo de la narración de los hechos descritos elementos tales como el racismo (uno de los tres soldados es un indio), la estulticia inmoral de los que toman decisiones que afectan a los demás sin pensar en ellos y a los que son capaces de engañar sin pestañear siquiera, la fuerza tergiversadora del marketing y la publicidad...; además, insisto, Eastwood concluye al final de su trabajo que en el fondo da exactamente igual quién izase la bandera, quién llegara primero a la colina, quién estuviera de verdad en la célebre foto (en la que, por cierto, no se distingue a nadie), pues todos, todos fueron verdaderos héroes.
Y no lo fueron porque luchasen con ahínco por su país y los ideas que éste representa o sostiene, no lo fueron porque amasen hasta dar la vida por ella la bandera que levantaron al cielo azul de una isla japonesa en el Pacífico. No, fueron héroes la inmensa mayoría de ellos porque estaban dispuestos a dar la vida por sus compañeros, por sus camaradas y amigos, por el grupo con el que estaban comprometidos física y moralmente, hacia el que sentían la responsabilidad ética de la camaradería (uno de los temas hawksianos por excelencia). Clint Eastwood, en una hermosísima y sobrecogedora secuencia final que resume el espíritu y el ideario defendido a lo largo de toda la película, subraya que en último término la patria por la que murieron a cientos los marines en Iwo Jima, la auténtica bandera por la que estaban decididos a ser enterrados bajo la tierra de cualquier lugar del planeta esos héroes jovencísimos, no era una abstracción simbólica o un discurso susceptible de ser incorporado a las páginas de un libro, sino el rostro, la mirada, la sonrisa, el latido vital de unos compañeros anónimos, de los que poco importa el nombre y apellido, con los que se disparaba dentro de las trincheras, con los que hablabas de chicas y compartías un cigarrillo, o con los que te dabas un baño en la misma playa en la que habías desembarcado para matar o morir. Las banderas de nuestros padres, recalca Eastwood, eran los camaradas.
Esto por lo que respecta al ámbito temático. Desde un punto de vista de estricta narración fílmica, Eastwood estructura su último trabajo visto en nuestras pantallas, a la espera de que en febrero se estrene la historia de Iwo Jima pero desde el punto de vista japonés, en tres discursos o ámbitos distintos pero hilados ente sí en el tiempo, saltando constantemente de uno a otro por medio de la utilización de la técnica del flash back.
El primero es la propia batalla de Iwo Jima, planteada con energía y ritmo contundente y trepidante, pero donde el espectador quizá vislumbra en exceso la influencia de las secuencias que rodó Steven Spielberg, productor en esta ocasión de Eastwood, para mostrar el desembargo en las playas de Normandía en su obra Salvar al soldado Ryan.
El segundo ámbito narrativo al que se va y viene a lo largo del metraje es el que muestra la gira de los tres soldados protagonistas por las ciudades americanas tergiversando la verdad de su historia y recaudando dinero a cambio. En mi opinión esta es la parte más floja de la película, la más reiterativa y la que se alarga de forma innecesaria. Son unas secuencias probablemente en exceso explicativas, sin el lirismo anhelado, y en las que la sombra del cine más político y explícitamente social de Elia Kazan, por ejemplo, carga de pesada y subrayada retórica el tempo y el desarrollo de las escenas.
El tercer ámbito, en mi opinión el mejor, el más hermoso, el que más acerca en su lírica contención expresiva el trabajo a la indudable obra maestra, es el que se desarrolla en el tiempo presente, mostrando entre otras cosas las entrevistas que el hijo de uno de los tres soldados realiza a los pocos supervivientes que pueden contar de primera mano la historia. Es este hilo expresivo el que alcanza en su realización cotas altísimas de emoción y de pura contundencia y valor cinematográfico. Insuperable en este tramo discursivo la secuencia de la muerte en el hospital del padre tras hablar brevemente con el hijo escritor, o la que cierra la película, en la que se ve al grupo casi anónimo de soldados despojándose de sus uniformes y adentrándose con vital camaradería en las olas del mar que ha visto morir a muchos de los suyos, mientras la cámara se aleja lentamente ampliando el plano y mostrando entre las dunas de la inmensa playa un mástil con la bandera norteamericana ondeando al viento, e invitando a la identificación simbólica del grupo de jóvenes con el país, con el país verdadero y hecho carne amiga y joven dispuesta al sacrificio.
En principio, a Clint Eastwood no le ha salido la película redonda que todo el mundo esperaba, quizá porque su estructura manierista y un tanto alambicada, el no hacer nada por identificar con precisión prístina (¡qué decisión a largo plazo tan inteligente!) a los héroes y a cada uno de sus compañeros en las secuencias de guerra, lleve al espectador a una cierta confusión, a tener algunas dificultades a la hora de acercarse y comprender el discurso general de la obra. Algo semejante le ocurrió a John Ford con la estructura compleja y desequilibrada de su obra maestra Centauros del desierto. Pero estoy plenamente convencido que el tiempo jugará a favor de esta película de Eastwood, un tiempo que dará el certificado de excelencia a este historia sobrecogedora, contada con un alarde de barroca maestría por el último de los directores clásicos del cine americano.