No obstante, en el libro de Jon Lee Anderson aparece un Guevara de carne y
hueso quien, sin perder su perspectiva personal, con el tiempo se convierte
voluntariamente en una figura pública que está dispuesta a desempeñar su papel
sin artificio alguno, asumiendo las consecuencias negativas que conlleva para su
individualidad. Algo que finalmente condujo a un encorsetamiento que influyó en
la deshumanización del personaje hasta extremos que unos pueden juzgar como
heroicos y otros como grotescos y fanáticos, según el punto de vista ideológico
desde el que se parta en la valoración. En cualquier caso, lo que Jon Lee
Anderson expone son hechos y con ellos hay que contar para argumentar una
posición crítica o laudatoria, siempre, por supuesto, con la perspectiva del
tiempo en el que se produjeron los acontecimientos y circunstancias que rodearon
la vida de Ernesto Guevara.
Este condicionante, la época, es capital para
entender la biografía del Che. Se trata del apogeo de la Guerra Fría, años 50 y
60 (Corea, Vietnam), de la etapa histórica de la descolonización motivada por
las luchas de independencia en los continentes asiático y, principalmente,
africano (Congo, Argelia, Suez y Oriente Medio,...), de la pugna, dentro del
bloque comunista, entre la China de Mao y una Unión Soviética a cargo de los
gestores de la herencia de Stalin, Jrushov y Brezhnev. En definitiva, un periodo
complejísimo donde el empleo de la violencia como instrumento político estaba en
toda su plenitud y contaba con amplia legitimidad entre los intelectuales y
medios de la izquierda, incluyendo a buena parte de los sectores más moderados.
De su vocación aventurera, lo que sí
conviene retener pues es un factor que subyace a lo largo de toda su
trayectoria, espíritu que compaginaba perfectamente con un personalidad
irreverente y anticonvencional, parten sus ansias por viajar, por conocer y
experimentar, un método que más adelante el propio Guevara interpretó como una
búsqueda de sí mismo
En el caso particular de la lucha de
guerrillas, todavía era incluso mejor vista, revestida como estaba por un halo
romántico muy propio de la época que incluso tuvo graves repercusiones en Europa
(entre otros, IRA en Irlanda del Norte, RAF en Alemania, Brigadas Rojas en
Italia, ETA en España). Y no digamos ya si esta perspectiva se aplica a América
Latina, donde el elemento romántico y los factores de la explotación y el
imperialismo convergen con los excesos de los Estados Unidos en lo que se ha
denominado, nada desencaminadamente, su “patrio trasero”. Todos estos aspectos y
elementos dejan su huella en la historia del Che escrita por Anderson, una obra
que, a menudo, más bien parece la materialización de los anhelos biográficos de
toda una generación.
Como tantos revolucionarios, Guevara, que pertenecía
una familia argentina venida a menos pero de clase acomodada, tuvo una infancia
y adolescencia relativamente desahogada. No es que el clan nadara en la
abundancia, pero lo relevante fue que mantuvo un nivel de vida, de confort, de
educación y de relaciones sociales que lo asimilaban a la gente bien de la
sociedad argentina. Es sobradamente conocido que el principal problema del joven
Ernesto fue la salud, estaba aquejado por una enfermedad asmática crónica que le
condicionó durante toda su vida. La cual, por un lado, tantas veces puso su vida
en peligro, pero, por otro, también representó un desafío al que vencer,
convirtiendo la pugna en una escuela de afianzamiento y prueba de la firmeza de
su voluntad y de constante reto a la muerte, a la que, si se sigue el discurrir
de su vida y actos, terminó por acostumbrase a restarle valor desde muy
pronto.
La enfermedad y el difícil temperamento de su progenitor, Ernesto
Guevara Lynch, convirtió a su madre, Celia, en la figura de referencia desde sus
primeros años. Toda la familia tuvo que ceñirse a las necesidades del hijo
asmático, empezando por el lugar de residencia, y aquélla se convirtió en su
principal amparo y motor de empuje para emprender aventuras y arriesgar. Así,
señala, el autor, era el carácter de ambos, madre e hijo. No parece que haya que
ir muy allá en la interpretación de estos primeros datos, ha habido y hay
ejemplos históricos que como Stalin o Hitler o, por poner un ejemplo de signo
positivo, Vargas Llosa tuvieron grandes dificultades en las relaciones con sus
padres respectivos, en consonancia con esa celosa protección materna, sin que
ello derive necesariamente en la creación de una personalidad determinada por la
sociopatía, sea en versión de asesino de masas emancipador o de nacionalista
racial (por lo pronto, Vargas Llosa nos salva de caer en ese determinismo).
Habrá que quedarse con los datos de una familia acomodada, de una educación
esmerada, de unos contactos y relaciones y de una enfermedad que contribuyó a
forjar un carácter, pero que no necesariamente condujo hacia un camino dado.
Sobre el compromiso de Fidel con las ideas
comunistas, en el libro queda claro desde el principio de la lucha en Sierra
Maestra que aquél se había decantado desde antes por ellas y que su táctica fue
disimularlas para afianzarse en el poder, tanto frente al conjunto de los grupos
de oposición al régimen que operaban en las ciudades y el llano como entre las
distintas facciones guerrilleras. Nada hay de cierto, por lo tanto, en que la
posición de los norteamericanos obligase a Fidel a echarse en brazos del oso
soviético
De su vocación aventurera, lo que sí conviene
retener pues es un factor que subyace a lo largo de toda su trayectoria,
espíritu que compaginaba perfectamente con un personalidad irreverente y
anticonvencional, parten sus ansias por viajar, por conocer y experimentar, un
método que más adelante el propio Guevara interpretó como una búsqueda de sí
mismo. Aunque este apetito por ver mundo empezó antes, alcanzó su apogeo cuando,
a punto de acabar sus estudios de medicina, en 1951 decidió recorrer América
Latina con su amigo Alberto Granado, viaje iniciático bien retratado por Walter
Salles en su película Diarios de motocicleta (2004). Más decisivo aún fue
el siguiente periplo, con la carrera ya rematada, iniciado en 1953, aquel que
terminó llevándole a la Guatemala de Arbenz, un experimento político socialista
frustrado por la presión de los Estados Unidos, en conjunción con las fuerzas
interiores enemigas, y por las propias debilidades del gobierno progresista. De
aquí extrajo Guevara lo que consideró provechosas lecciones que incorporó a sus
concepciones y experiencias revolucionarias, sobre todo acerca de cómo
consolidarse en el poder una vez alcanzado.
Desde luego, la consolidación
de su odio al imperialismo, a los Estados Unidos, la creencia en la continuidad
de un impulso liberador de América Latina fruto de una comunidad de países
hermanos, la asunción de la vocación revolucionaria, la consideración del
marxismo como fuente y método de acción, entre otras, nacieron y fueron
consecuencia de su presencia en aquella Guatemala de Jacobo Arbenz, el
presidente derrocado en 1954. Sus opiniones y creencias, fruto de la lectura y
el estudio constante, se consolidaron en México, cuando estudió a fondo la
figura de Stalin, lo que cambió definitivamente su vida (p. 533). Allí tomó
contacto y se incorporó a la lucha de los hermanos Castro, líderes de Movimiento
26 de Julio, que pretendían liberar la isla de Cuba de la dictadura de Fulgencio
Batista. Tras un dilatado periodo de preparación y aprendizaje, partió con ellos
y sus hombres en el yate Granma y desembarcó en Cuba a principios de
diciembre de 1956.
Sobre el compromiso de Fidel con las ideas comunistas,
en el libro queda claro desde el principio de la lucha en Sierra Maestra que
aquél se había decantado desde antes por ellas y que su táctica fue disimularlas
para afianzarse en el poder, tanto frente al conjunto de los grupos de oposición
al régimen que operaban en las ciudades y el llano como entre las distintas
facciones guerrilleras (no hay que olvidar el asunto de Huber Matos, que
saltaría a finales de 1959). Nada hay de cierto, por lo tanto, en que la
posición de los norteamericanos obligase a Fidel a echarse en brazos del oso
soviético. La astucia de Fidel, frente al claro alineamiento de su hermano Raúl
y de Guevara con el comunismo, le permitió hacerse con la jefatura de la
revolución y consolidarla, primero ante el pueblo y, luego, ante occidente. Otro
comportamiento hubiera sido un proceder incauto y muy arriesgado para la
supervivencia de la revolución. Esos manejos incomodaban al Che, un tipo cuyo
dogmatismo le vedaba la flexibilidad suficiente para captar esas sutilizas.
También jugó mucho la sagacidad de Fidel a la hora de hacerse con las riendas de
la cúpula del Partido Popular Progresista que obedecía las directrices del
Kremlin, que no tuvo inconveniente en consagrar a Castro como líder comunista de
referencia en cuanto se percató del significado político de su conducta y la
relevancia estratégica que suponía tener ese formidable aliado en el Caribe para
contrarrestar la amenaza norteamericana emplazada en Turquía. El verdadero
artífice de la alianza con la URSS fue el Che, con la colaboración de Raúl
Castro.
En lo que respecta a la política
internacional, el Che, siempre con el respaldo de Fidel, situado en un plano de
menor protagonismo para no incomodar en exceso a los soviéticos, encarnó el
ariete de la revolución y la política antiimperialista allí donde fuera (giras y
reuniones internacionales, encuentros políticos, negociación de tratados,
etc.)
Tras la victoria de los rebeldes, en enero de 1959,
tiene lugar uno de los episodios más sórdidos de la vida de Guevara, cuando se
encuentra a cargo de la guarnición de La Cabaña, allí donde son juzgados los
esbirros de la dictadura de Batista, no los grandes jerifaltes, que habían
salido a escape de la isla, sino los torturadores, policías, espías, membrillos
y, en general, colaboradores, pero también aquellos otros que se iban oponiendo
a la deriva comunista de los nuevos amos de la situación, los católicos y
demócrata-liberales antibatistianos. El Che enfocó el asunto desde la
experiencia negativa de Arbenz, el de la ejecución preventiva: “...si no matas
primero te matan a ti” (julio de 1960, p. 452). Para Guevara, si no se depuraba
sobre todo el ejército (y la administración), aquél terminaría volviéndose en
contra del nuevo poder revolucionario. Conforme a este criterio, actuó en
consecuencia. Anderson atribuye más de 2.000 sentencias de muerto, la mayoría,
en opinión del autor, con las suficientes garantías procesales. Pero lo cierto
es que parece que Jon Lee Anderson no ha estudiado a fondo este capítulo de la
vida de Guevara.
Aparte de las tareas represivas, mientras estuvo en Cuba
desarrollando la revolución, el Che desempeñó sin mucho acierto puestos
administrativos de gran responsabilidad como la dirección del Banco Central, la
de ministro de Industria y director de la Planificación Central, donde sus
teorías, basadas en un voluntarismo sin concesión a los incentivos, que para él
conducían a un giro completo hasta volver el capitalismo, se comprobaron
finalmente calamitosas. Su intento de crear una base industrial fracasó, además,
por la sangría de técnicos y mano de obra capacitada que salieron de Cuba hacia
el exilio. Conservando buena parte de autonomía, sobre todo por la distancia y
su posición estratégica, Cuba pasó a depender económicamente de la Unión
Soviética y el modelo que finalmente se impuso fue el burocrático que allí
imperaba, como en todo el bloque socialista. Como gestor económico, pese a su
ejemplo y esfuerzo con el trabajo físico voluntario en los almacenes y la
dedicación espartana, Guevara fue una calamidad más para su pueblo de
adopción.
En lo que respecta a la política internacional, el Che, siempre
con el respaldo de Fidel, situado en un plano de menor protagonismo para no
incomodar en exceso a los soviéticos, encarnó el ariete de la revolución y la
política antiimperialista allí donde fuera (giras y reuniones internacionales,
encuentros políticos, negociación de tratados, etc.). El momento clave fue la
crisis de los misiles, octubre de 1962, cuando el mundo estuvo más cerca de la
hecatombe nuclear que nunca. Tanto el Che como Fidel eran partidarios de una
postura de fuerza, pero Jrushov jugó sus bazas en términos de los intereses
estratégicos soviéticos y se puede decir que obtuvo un trato satisfactorio, puso
a buen recaudo la seguridad de Cuba y, lo más importante para la URSS, se
desmontaron los emplazamientos de misiles norteamericanos en Turquía. El colofón
fue una política de distensión entre los dos grandes bloques, la denominada
política de “coexistencia pacífica” que repateaba el orgullo, los planes y
concepciones tanto de Fidel como del Che, pese a lo cual prosiguieron con su
intento de convertir la isla en una vivero exportador de revoluciones a todos
los continentes.
Guevara, pues, vivía por y para del
lanzamiento de una revolución mundial contra el imperialismo, había concebido la
creación de muchos Vietnam para debilitar el poder de occidente y nada ni nadie
le apearía dicho propósito. Para cumplirlo, nada mejor que las circunstancias
revolucionarias que ofrecía el panorama mundial en aquella época, con una
plétora de conflictos anticoloniales en Asia y, muy particularmente,
Africa
Antes, durante y después de estos acontecimientos
que tuvieron en vilo a la humanidad en el otoño de 1962, hay declaraciones y
confesiones de Guevara muy significativas, que explican hasta dónde había
llegado su extremismo ideológico. Proclamaba la belleza del sacrificio colectivo
por la liberación (p. 453), la necesidad del sacrificio de inocentes (p. 436:
“la sangre del pueblo es nuestro tesoro más sagrado, pero hay que derramarla
para ahorrar más sangre en el futuro” p. 503), la inevitablidad del choque entre
las dos fuerzas antagónicas, algo que no se debía detener (pp.568-569),
concepciones que explican la personalidad de un iluminado capaz de haber
disparado los misiles en octubre de 1962 si la posibilidad de hacerlo hubiera
estado en sus manos (p. 515). Y lo más terrible son estas palabras que Guevara,
un tipo poco dado a la baladronada, dirige a la concurrencia del Primer Congreso
de Juventudes latinoamericanas en La Habana (24-7-1960): “Y ese pueblo (el
cubano) que hoy está ante ustedes, les dice que, aun cuando debiera desaparecer
de la faz de la tierra porque se desatara a causa de él una contienda
atómica..., se consideraría completamente feliz y completamente logrado si cada
uno de ustedes al llegar a sus tierras es capaz de decir: `Aquí estamos. La
palabra nos viene húmeda de los bosques cubanos (...) tenemos nuestra mente y
nuestras manos llenas de la semilla de la aurora, y estamos dispuestos a
sembrarla en esta tierra y a defenderla para que fructifique´” (p.
453).
Guevara, pues, vivía por y para del lanzamiento de una revolución
mundial contra el imperialismo, había concebido la creación de muchos Vietnam
para debilitar el poder de occidente y nada ni nadie le apearía dicho propósito.
Para cumplirlo, nada mejor que las circunstancias revolucionarias que ofrecía el
panorama mundial en aquella época, con una plétora de conflictos anticoloniales
en Asia y, muy particularmente, Africa. Inicialmente, como Fidel no quería
malquistarse con los soviéticos, de quienes ya empezaba a depender económica y
defensivamente la isla, aquel continente se ofrecía como el mejor marco para
poner en práctica las teorías del Che sobre la revolución. Así, tras despedirse
del pueblo cubano, de sus más estrechos colaboradores, amigos y familia, ya
encumbrado como “alto sacerdote de la revolución internacional” (p. 453) se
produjo la aventura fracasada del Che en el Congo (1965), preámbulo del desastre
final en Bolivia (1967).
Allí fue fanáticamente coherente hasta el final,
para dar ejemplo de sacrificio y lograr que ese modelo de comportamiento que él
representaba (heroico, consecuente, firme hasta el final) calara hondo en las
almas de los jóvenes, simples rebeldes unos, revolucionarios en ciernes otros, y
entre las élites de los pueblos y minorías que se consideraban oprimidas. Esa
muerte voluntariamente buscada en plena juventud, a diferencia de la decrepitud
que exhibe ese otro gran baluarte de le revolución que fue Fidel Castro, el otro
gran líder de la liberación cubana que en su día tuvo una imagen tan poderosa
como la del Che, es la que le ha liberado de los tremendos lastres, en forma de
ejecuciones y errores, que salpicaron el corto recorrido de su vida.
En
definitiva, Jon Lee Anderson ha construido una biografía del Che muy
equilibrada. No incurre en el tono hagiográfico propio de la prensa progresista,
no hay que olvidar que colabora en New Yorker, aunque tampoco se puede decir que
haga una crítica acerba del personaje pese a los puntos siniestros de su
trayectoria (ejecuciones, muertes, ruina económica, etc.) y al pésimo resultado
que dieron sus directrices económicas y concepciones sobre el uso de la
violencia. En términos generales, mantiene esa distancia prudente a que nos
tienen acostumbrados los escritores anglosajones, un apasionamiento muy
contenido que permite que sea el lector quien juzgue y evalúe al retratado sin
presiones, ni en forma de manipulaciones ni con omisiones de los episodios más
oscuros, aquellos que van en detrimento de esa visión heroica que siempre ha
caracterizado la imagen pública del Che. Quizá lo más definitorio de la
personalidad del aquel que se convertiría en un mito se lo proporcionó Celia, su
madre, a Eduardo Galeano cuando le manifestó al escritor que su motivación era
“una tremenda necesidad de totalidad y pureza” (p. 571).