Tribuna/Tribuna libre
Fascinación por el Islam: Cide Hamete Benengeli
Por Antonio Medina, miércoles, 3 de mayo de 2006
Hasta que no se dieron a conocer los trabajos de Américo Castro en el año 1925, carecían de auténtico interés las reducidísimas reflexiones sobre la significación de Cide Hamete Benengeli en el Quijote. Incluso, hasta el año 1957, no reconoce con modestia el propio Castro su punto de partida equivocado: “Hace años intenté interpretar el Quijote con criterios excesivamente occidentales”. A partir de aquel momento, la nueva lectura de Américo Castro va a ser más intercultural, mudéjar; va a estar ligada a un trabajo más exhaustivo de investigación que cambia totalmente la visión uniformizadora y reduccionista de la historia (*).
Esta revisión profunda le lleva a la conclusión de que no se puede comprender plenamente el Quijote en el horizonte estrecho y exclusivista de la historia de Occidente. Escribe Juan Goytisolo: “A causa del secular complejo de inferioridad respecto a nuestros vecinos del Norte, somos a menudo incapaces de percibir que la principal aportación española al conjunto europeo consiste precisamente en esta diferencia: no sólo la presencia en la Península del arte y los monumentos de Al–Andalus, sino también nuestra extraordinaria arquitectura y literatura mudéjares, desde el Libro o Librete del Arcipreste hasta el Quijote y Gaudí.”
Es difícil rebatir el aserto: el mozarabismo, Al– Andalus, el mudejarismo y por supuesto Andalucía, o fueron y son interculturales o ni fueron ni son. Fue intercultural su poesía y pensamiento, fue mestiza su pasión y goce por la vida, su sentimiento e instinto de libertad, su magia y transcendencia, y hasta el oasis de encuentros y deserciones. Y, ciertamente, Cervantes, transita por esta herencia y vocación a pesar del exclusivismo tridentino, de las leyes casticistas y los decretos de expulsión; atreviéndose a urdir ante aquel sórdido presente, formas mestizas para eliminar exclusivismos y alteridades irreductibles, demostrando una vez más que para un gentil caballero sólo tienen interés las causas perdidas: “... desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas...”
Pone en boca de su filósofo mahomético (personaje y verdadero autor que permite desdoblar o hacer de Cervantes un hecho intercultural),una reflexión inmensa y muy comprometedora: “...porque esto de entender la ligereza e inestabilidad de la vida presente y la duración de la eterna que se espera, muchos sin lumbre de fe, sino con la luz natural, lo han entendido...”
Aquella declaración que le nacía del vientre, suponía una concepción del cristianismo que él mismo no podía apoyar abiertamente sin gravísimas consecuencias: un cristianismo despojado de sus ritos y de sus cánones, paraíso de la imaginación y la inteligencia, con apertura y reconocimiento del otro, resultaba algo del todo imposible.
El Quijote dotó de fibra y atalaya el sueño sin límites de la interculturalidad en el interior del espacio más exclusivista y limitado, descacharrando las amarras de la opinión vulgar, prepotente y dogmática de aquella sociedad casticista con inmensa corte de gurús y fantasmas de toda laya. Se trataba también de una operación de interculturalidad contraria a todo tipo de normativización que buscara encorsetar la vida, rompiendo con la obligación de repetir siempre y una vez más, la misma cantinela de ruinas colectivas que tal vez es lo que se ha venido entendiendo aquí verdaderamente por historia.
En aquella creciente oscuridad y no sin cierta ironía, Cervantes busca zaherir, en tono de broma, aspectos fundamentales de la doctrina oficial. Inspirado por un cuidado y un temor casi patológicos, y poniendo hasta el más mínimo de sus pareceres en boca de sus personajes o del primer autor del Quijote, Cide Hamete Benengeli (que le permitía a nuestro autor cierto desdoblamiento y distancia), el cual se expresa con ironía, con gracia, poniendo al descubierto, por ejemplo, cuestiones tan significativas como la crueldad del ideal ascético, del ideal sacerdotal que diría Nietzsche, uno de los principales transfondos de la cultura judeo–cristiana: “¡Oh pobreza, pobreza¡ ¡No sé yo con qué razón se movió aquel gran poeta cordobés” a llamarte “dádiva santa desgraciada! Yo, aunque moro, bien sé, por la comunicación que he tenido con cristianos, que la santidad consiste en la caridad, humildad, fe, obediencia y pobreza; pero, con todo eso, digo que ha de tener mucho de Dios el que se viniere a contentar con ser pobre, si no es de aquel modo de pobreza de quien dice uno de sus mayores santos: `Tened todas las cosas como si no las tuviésedes´ y a esto llama pobreza de espíritu; pero tú segunda pobreza (que eres de la que yo hablo), ¿por qué quieres estrellarte con los hidalgos y bien nacidos más que con la otra gente?”.
Esa mirada socarrona y mestiza de Cervantes, manifiesta lo mejor de sí mismo a través de Cide Hamete Benengeli, capaz de llegar hasta la génesis donde se originan los valores occidentales y sutilmente derribarlos, siendo investido como cervantino artífice de la gran demolición. Cervantes, a través de Cide Hamete como primer autor, transfigura la razón y la realidad en locura y sueño, ofreciendo otro modo distinto de ver y de estar en el mundo.
Con este sentido intercultural, alegre y cuestionador, camuflado en la inteligencia de la locura y la risa, sigue empeñado Cervantes en su decidida disposición a integrar la herencia andalusí, porque para él los hechos alegres y trágicos, como la vida misma, están fuera de la historia: confiesa ser el segundo autor del Quijote, ya “que el autor de la historia se llama Cide Hamete Berenjena”.
El acto de tomar la identidad del otro de manera tan destacada y simpática, hunde sus raíces en una aventura fascinante de deseos y frustraciones del personaje Cervantes, hasta el punto que ya resulta inconcebible sin ello. En su última amonestación a Avellaneda, dice Cide Hamete a través de su pluma: “Para mí solo nació don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir, solos los dos somos para en uno”. Y, sin embargo, como veremos, el hecho parece ser en un principio algo que no sobrepasa la mera casualidad para muchos comentaristas; aunque, sin lugar a dudas, sea una de las claves más enigmáticas y significativas del Quijote, así como una de las expresiones o evidencias de la atracción irremediable que tuvo Cervantes por el Islam.
Queremos referir una significativa relación de testimonios de encumbrados autores e investigadores,acerca de la fascinación que Cervantes sintió por el Islam y la cultura andalusí. Ello no quiere decir, probablemente, que ésta no sea una tarea exenta de cierta dificultad de comprensión por los prejuicios existentes, aunque a la par, quizá sea una de las más procedentes para la imprescindible contextualización de la interculturalidad cervantina y quijotesca. La grandeza y miseria de los estudios cervantinos difícilmente podrían expresarse con más fuerza que respecto a esta cuestión. La aceptación de Cide Hamete Benengeli como genial, primer y verdadero autor del Quijote, continuará sorprendiendo e iluminando el universo cervantino. Para ello comenzamos con el testimonio del propio autor: nos cuenta que había comprado en el “Alcaná de Toledo” la Historia de Don Quijote de la Mancha, escrita por el “historiador arábigo” Cide Hamete Benengeli, y que la hizo traducir al castellano por un morisco que conocía la lengua árabe.
A este propósito, escribe Juan Goytisolo: “No es simplemente un capricho de su transcriptor Miguel de Cervantes, ni obedece tan sólo al expediente, entonces muy común, del `manuscrito hallado´. La elección del encuadre narrativo, al engastar idealmente el libro en una cultura peninsular recién abrogada, va mucho más allá de la anécdota o la mera concesión a la moda del día. En realidad, traduce la existencia de una vena inspiradora profunda que aflora a lo largo de la escenografía mental cervantina, arropada con mil sinuosidades y meandros: me refiero a las complejas y obsesivas relaciones del autor con el mundo morisco–otomano y su fascinación por el Islam. La incidencia del tema muslímico en la narrativa y teatro de Cervantes ha suscitado, como es lógico, una copiosísima bibliografía y los cervantistas profesionales o aficionados se han esforzado en explanar, con mayor o menor fortuna, las distintas facetas y aspectos de dicha fascinación”.
También para Santiago Fernández Mosquera, “Hamete es el primer autor de la novela; primero en el sentido de `inicial´ y primero también en el sentido de principal”. “Dicho de forma mucho más sintética –refiere López Navia–, entendemos que Benengeli realiza siete funciones precisas en el texto del Quijote: estructuración y ordenación del relato, autoría de la historia, garantía de la veracidad de la misma, aclaración de puntos oscuros, seguimiento de los personajes, crítica o reflexión moralizante y recurso de carácter lúdico.
A este propósito señala Romo Feito los estudios en que ha dejado su huella la deconstrucción –y que mencionan a Cide Hamete–, como los de Friedman o Parr, ambos de 1991, coincidiendo en considerar al autor como una inferencia del lector, en oponer la dispersión del sentido a cualquier pretensión de lectura preferible, y en leer el Quijote como des–construcción de las oposiciones lectura/escritura o escritura/oralidad, en una supuesta línea que enlaza el Fedro platónico con Derrida.
Jean Canavaggio, por lo que toca a esta cuestión, contempla con cierto temor e incluso repulsión la identidad mora de Benengeli, lo que en ocasiones le provoca una situación como poco contradictoria: dice de Cide Hamete que es “la más fascinante de las máscaras inventadas por Cervantes para disimularse y excitar así nuestra curiosidad.”
Si se admite la etimología propuesta por Bencheneb y Marcilly, como recoje Canavaggio, el mismo nombre de Cide Hamete Benengeli conlleva, en sus tres segmentos, además de una notable carga autobiográfica, también una significación claramente musulmana y andalusí: Cide, tiene el sentido respetuoso de `señor´ o `mi señor´; Hamete, es uno de los nombres más reconocidos entre los musulmanes por tener la misma raíz árabe que Muhamad; y Benengeli, “no sería, a despecho de Sancho, moro aberenjenado –como dice Canavaggio–, sino, paradógicamente, Ben–engeli o `hijo del Evangelio´”. De todo ello, se puede sacar una consecuencia completamente distinta a la que pretende concluir Canavaggio que, para más rizar el rizo, quiere ver una identidad cristiana oculta en Benengeli.
Entendemos, en primer lugar, que Cervantes no tuvo necesidad de ocultar su identidad cuando fue apresado por la armada musulmana y menos durante su cautiverio argelino, ya que fue aprehendido como soldado de la armada cristiana, por lo que estaba muy claro el porqué de su cautiverio. Y, en segundo lugar, curiosamente tras pagar su rescate y con motivo de su regreso a los dominios de los reinos de las españas, quiso demostrar a cualquier precio, incluso en gramática parda, su acendrada creencia cristiana, poniendo un especial y sospechoso empeño de que jamás se contó entre los apóstatas durante el cautiverio argelino. Actitud que por su especial porfía, a veces sin venir a cuento, resulta más que cavilosa para muchos investigadores.
Cada rincón de la biografía profundísima del reconocido como Príncipe de las Letras resulta de lo más seductora para el investigador. Y cuando el mismo Cervantes reviste de mestizaje su propia identidad cultural al presentar a Cide Hamete Benengeli como el primer y verdadero autor, tiene la valentía de reconocer su propia sombra transcendente; todo un ejemplo de decir poético. Por ello, suponemos que un reconocido cervantista como Canavaggio, tal vez por desconocimiento de la lengua árabe y de la tradición musulmana, interpreta que engeli (del árabe Inyil) se refiere a los evangelios canónicos de la tradición trinitaria. También le parece a Canavaggio descubrir en este nombre Benengeli, la identidad cristiana oculta del musulmán Hamete. ¿No podría ser justamente al revés, que en este nombre claramente musulmán se encontrara abrigada, disimulada, la verdadera fascinación por el Islam del cristiano nuevo Cervantes? Y, sin embargo, está claro que nuestro autor sí tuvo que disimular su condición de cristiano nuevo en aquel mundo casticista establecido por los autollamados cristianos viejos.
¿Por qué no pudo querer Cervantes revelarnos con este nombre del primer autor del Quijote su alter ego, así como hacer un reconocimiento público y notorio como musulmán de genealogía andalusí?: “De ahí –manifiesta Canavaggio– que Cide Hamete venga a reclamar para sí la responsabilidad exclusiva de la narración (...) Así se entiende mejor cómo, en esta proliferación de voces narrativas, se expande y diluye a la vez el autobiografismo del Quijote: un autobiografismo disperso, fragmentado, que se descubre al lector en el fluir de la narración, detrás de unas alusiones no siempre fáciles de entender y apreciar como se deben”.
Hay que defender pues, este bello decir poético del más que probable nombre musulmán de Cervantes en el genial autor Hamete Benengeli (Ahmed). La desnudez de este lenguaje poético y sus artificios cervantinos, no restan un ápice a la genialidad y grandeza de Cervantes y el Quijote ¡Todo lo contrario!; Cide Hamete Benengeli sería el auténtico padre del Quijote y, Cervantes, el fruto del hijo avellanado, pues como bien nos recordó el provocador Unamuno: “cada uno es hijo de sus obras”.
Sostengo que muchas polémicas en literatura, como en filosofía e incluso en ciencia, son transcritas de viejas trifulcas teológicas. Por ello no es de extrañar que Canavaggio incida desde el supuesto cristiano en este debate. Tampoco debe resultar nada peregrino que Cervantes, siendo un escritor de historias y personajes cotidianos, busque a su vez desentrañar (de forma sutil) otra forma de estar en el mundo más velada y transcendente, el universo musulmán, a través de su alter ego Cide Hamete Benengeli.
Así, pues, siguiendo la trayectoria marcada por Canavaggio, se pueden sacar conclusiones totalmente contrarias a las que él mismo pretende llegar. A nuestro entender, queda muy claro que Cervantes muestra en esta elección de seudónimo musulmán, una clave para discernir la apuesta intercultural de su metamorfosis, así como la práctica de la taquiyya musulmana, de la que tanto hicieron gala los andalusíes de la época. Sin ir más lejos, tenemos como ejemplo semejante, la cuestión de los Documentos Plúmbeos del Sacromonte y el enmascaramiento de sus autores. Era habitual hacer empleo de esta doble personalidad como auténtico mecanismo de camuflaje y supervivencia, reafirmándose con ello (más si cabe en el caso de Cervantes) su apuesta intercultural.
El planteamiento de Cervantes respecto a Benengeli es muy lúcido: ¿Se trata, ciertamente, de un recurso sin más, como pretende el cervantismo menos cuestionador? ¿De una ficción? Es importante saber por qué Cervantes recurre a este símbolo y qué papel desempeña, pues este enigma es una de las claves fundamentales para la interpretación de la inmortal novela.
Ante todo, destacamos por muy significativo que Cervantes haga referencia a Cide Hamete Benengeli hasta treinta y siete veces en el Quijote, de las que treinta se encuentran en la segunda parte, publicada en 1615, es decir, seis años después del decreto de expulsión de los moriscos en 1609. Al mismo tiempo, y para evitar la cólera y el fuego sagrado de la Inquisición que ya le había censurado, toma toda suerte de precauciones, transcribiendo antes que nada el discurso oficial contra los musulmanes cuantas veces considera precisas: “su autor era árabe, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos”; para, acto seguido, como por arte de birli birloque, se opone en la Segunda parte al falso Quijote de Avellaneda utilizando y piropeando “el verdadero, el legal y el fiel que nos describió Cide Hamete Benengeli, flor de los historiadores”. Antes de expresar dicho elogio, Cervantes había tomado precauciones por miedo a la Inquisición, tratando anteriormente a Benengeli como “perro autor”, y diciendo que a Don Quijote “desconsolole pensar que su autor era moro (...) y de los moros no se podía esperar verdad alguna”.
El reproche de falsía o de hipocresía no le preocupa a Cervantes –¡en absoluto!–, que con frecuencia nos recuerda en su obra –como ya he señalado–, que el disimulo y el doble lenguaje (la taquiya musulmana) son necesarios para sobrevivir. Nadie puede ignorar que dicho talante es un conocido mecanismo de defensa propio de la cultura del Sur. Uno de los héroes del Viaje al Parnaso, declara en el capítulo VIII: “Soy un gran disimulador.”
En Persiles y Segismunda, Cervantes explica las razones de esta actitud de doblez, diciendo seguir las costumbres de su patria (¿Andalucía?). Para rebullirse a la España inquisitorial, Cervantes requiere de un invencible propósito: la obligación de enmascararse como en un permanente carnaval. Pero Cervantes no es el único, también el mismísimo filósofo francés Descartes, con muchos menos motivos y tras la condena de Galileo, toma toda suerte de precauciones escondiendo su juego: larvatus prodeo. Cervantes tuvo claro que su situación le conducía al disimulo, a la obligación del sueño como vigilia, en ocasiones incluso a la afasia y siempre a practicar el enmascaramiento sutil.
El propósito del papel de ficción otorgado a Cide Hamete Benengeli es justamente ese: le permite un distanciamiento que le da más libertad ante la imposibilidad de expresarse con claridad. Le faculta soñar el Quijote con integridad minuciosa y presentarlo ante la realidad imperante sin que ésta le estallara en la cara. Cervantes no quería que el miedo y la tristeza le encadenaran, por ello, Cide Hamete Benengeli, como autor arábigo del Quijote, expresa lo mejor de Cervantes: su apuesta intercultural, a pesar de todos los miedos.
Este proyecto lleno de sutilezas parece agotar el espacio entero de su alma. Y, sentimos, paradójicamente, que su temor viene a ser su fuerza. También se trata de algo más allá del distanciamiento: en todo ello hay rebeldía. Cervantes rinde el mejor de los homenajes, el más emocionado, a Cide Hamete Benengeli ¿acaso su oculta personalidad musulmana? Para nosotros hay más: el nombre musulmán de Hamete (Ahmad), pertenece, como antes hemos referido, a la misma raíz que los nombres Hamid, Mahmud y Muhammad, (“h m d”), que se traduce por elogiar, alabar a Al´lah, y que gozan de la mayor de las consideraciones en todo el universo musulmán.
Ibn al–´Arabi, el gran maestro sufí andalusí, dice que el significado de esta raíz es poner en acto algo que estaba en potencia, lo que también dice mucho en relación con el enmascaramiento de Cervantes y la metamorfosis intercultural del Quijote. Para nuestro autor no puede ser casualidad la elección del nombre de Hamete que, incluso en ocasiones y a propósito, confunde con Mahamate (Muhammad) en la cita de Maritornes, para referirse al primero y verdadero autor de su Quijote; regalándole además toda suerte de elogios cuando la ocasión lo permite: “Cide Mahamate Benengeli fue historiador muy curioso y muy puntual en todas las cosas”.
Tanto por herencia familiar como por su cautiverio en Argel, sabía a la perfección las implicaciones de este nombre: pertenece a la misma raíz que Muhammad (Mahoma), nombre del último mensajero que es a su vez el sello de la tradición profética para los musulmanes. Así, pues, Cervantes elige como denominación para el primer autor de su más genial obra el nombre musulmán por excelencia. ¿Cómo no hacer verosímil ante tan evidente elección, una fascinación más que desmedida de este autor por el Islam?
De nuevo, para valorar el significado de Cide Hamete nadie mejor que uno de sus cuestionadores, Jean Canavaggio: “Aventura, por cierto, azarosa, y que el propio Cervantes nos induce a emprender con cautela, al disimularse, como lo hace, detrás de unas máscaras, delegando sus poderes en supuestos narradores al estilo de Cide Hamete Benengeli”. Cervantes vive agazapado a la sombra alegre y eternamente mestiza, fronteriza, del verdadero autor musulmán: “Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor arábigo y manchego (por sucio de sangre), en esta gravísima, altisonante, mínima, dulce e imaginada historia”.
Los ecos de todo ello los refiere Juan Goytisolo: “Vivió el problema desde dentro y supo dotarlo de una dimensión creadora tan genial como ambigua. Su experiencia como cautivo, el trato íntimo con los musulmanes, le confieren la posibilidad de abordar la materia desde una atalaya privilegiada, simultáneamente literaria y vital. Bajo este concepto su obra es única en Occidente. Como en el caso de Dante y el Arcipreste, sería inexplicable, y en cualquier caso diferente, sin el influjo fecundador del Islam”.
___________________________________
(*) Este texto pertenece al ensayo escrito por Antonio Medina que lleva por título Cervantes y el Islam. El Quijote a cielo abierto (Ediciones Carena, Barcelona, 2005). Queremos agradecer a José Membrive y a su equipo de Edciones Carena su gentileza por facilitarnos su publicación en Ojos de Papel.