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José Ignacio Sánchez Sánchez es Licenciado en Historia por la Univ. de Valencia, en Filología Árabe y Hebrea por la Univ. de Salamanca. Actualmente trabaja en una tesis sobre la formación de la sociedad cortesana en el Islam Clásico

José Ignacio Sánchez Sánchez es Licenciado en Historia por la Univ. de Valencia, en Filología Árabe y Hebrea por la Univ. de Salamanca. Actualmente trabaja en una tesis sobre la formación de la sociedad cortesana en el Islam Clásico

John Le Carré

John Le Carré

Francis Fukuyama

Francis Fukuyama

Samuel P. Huntington

Samuel P. Huntington

Bernard Lewis

Bernard Lewis

Aziz al-Azmeh

Aziz al-Azmeh

José Luis Rodríguez Zapatero

José Luis Rodríguez Zapatero

Alain Touraine

Alain Touraine

Tayip Erdogan

Tayip Erdogan

Kofi Annan

Kofi Annan

Mohmmad Khatami

Mohmmad Khatami

Desmond Tutu

Desmond Tutu

Felipe Maíllo: "Diccionario de derecho islámico" (Ediciones Trea, 2006)

Felipe Maíllo: "Diccionario de derecho islámico" (Ediciones Trea, 2006)

Salman Rushdie

Salman Rushdie

Bhikhu Parekh

Bhikhu Parekh


Tribuna/Tribuna internacional
La Alianza de Civilizaciones y el discurso culturalista de la izquierda
Por Ignacio Sánchez Sánchez, miércoles, 3 de mayo de 2006
La última novela del genial John Le Carré, Amigos absolutos, está inspirada directamente en los sucesos que han cambiado la faz del mundo en los últimos años. Superada la guerra fría, Le Carré recupera a dos personajes que aún viven de los recuerdos y los ideales gestados en aquella época y los sitúa en un desolado paisaje huntingtoniano, absortos y perdidos ante un choque de civilizaciones tan inevitable como deseado. Los dos amigos, Mundy y Sasha, espías dobles que han mantenido una estrecha amistad a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XX, se ven atrapados en una conspiración para legitimar definitivamente la guerra contra el terror de la administración Bush y su escudero Tony Blair.
El escritor británico, de reconocida militancia izquierdista, no escatima críticas contra el unilateralismo americano. De hecho, se le ha reprochado que la novela adquiera en su parte final un tono panfletario, fruto de la indignación que le había provocado la guerra de Irak y sus consecuencias. Tras el 11 de septiembre, ha dicho Le Carré en más de una ocasión, los Estados Unidos han perdido la cabeza. Este desvarío es el que quiso plasmar y denunciar en esta obra.

Ni que decir tiene que, a pesar de su marcado tono político, la novela es una delicia para todos los que disfrutan de la literatura. Sin embargo, querría detenerme en su beligerante denuncia, en su intento por desenmascarar el discurso dominante que ha recuperado la “gran dicotomía”, expresada esta vez en forma de civilizaciones enfrentadas. Uno de los protagonistas, Mundy, antiguo espía británico que malvive como guía en la multicultural Alemania, casado incluso con una joven turca, es convencido por su viejo amigo Sasha para participar en un proyecto utópico que aspira a redimir al mundo de sus pecados capitalistas, y que, evidentemente, marchará por unos derroteros muy distintos a los planeados. Ambos pretenden formar parte de una organización que eduque a las nuevas generaciones, que les instruya poniendo a su disposición un utillaje intelectual verdaderamente crítico, capaz de desenmascarar las mentiras que instilan en nuestras almas, día a día, los medios de comunicación. Para ello se creará un instituto en la emblemática ciudad de Heidelberg, centro cuya biblioteca estará dotada de obras que luchen contra la “restricción intencionada del libre pensamiento”. Le Carré nos ofrece los nombres de algunos autores, de algunas obras que merecen estar en los anaqueles de esa biblioteca utópica: la autora de No Logo, Naomi Klein, la escritora hindú Arundhati Roy, el Nobel Joseph Stiglitz, el inevitable Chomsky e, incluso, Manuel Castells. Esta misma novela de Le Carré y muchas otras obras suyas encontrarían acomodo en estas estanterías, basta pensar en El jardinero fiel, de la que se ha hecho una estupenda película.
La expresión “choque de civilizaciones” apareció por vez primera en un artículo publicado en 1990 por Bernard Lewis con el título de “The roots of Muslim rage”. Lewis se centraba en la oposición entre la “civilización judeo-cristiana” y la “civilización islámica”. Posteriormente, Samuel Huntington retomó esta categoría y la aplicó al mundo entero. El resultado es el famoso artículo de 1993 en Foreign Affaires, “The Clash of Civilizations”, convertido después en un libro (...) La tesis que plantea Huntington es de todos conocida: en el mundo actual, las principales causas de conflicto no serán ni ideológicas ni económicas, sino que “las grandes divisiones en la humanidad y las principales fuentes de conflictos serán culturales”

El escritor británico, que hizo de su novela un panfleto combativo, lucha a su manera contra el discurso imperante en los últimos años, gestado en think tanks americanos por intelectuales neoliberales como el ahora arrepentido Fukuyama o, sobre todo, Samuel P. Huntington. En España, los atentados de Madrid nos hicieron conscientes de que el problema también nos afectaba. Los avatares que la masacre deparó en el ámbito de la tormentosa política nacional son de todos conocidos, basta con seguir el rastro de la maleta de marras. A nivel internacional la administración de Rodríguez Zapatero reaccionó con una propuesta polémica: la Alianza de Civilizaciones. Un proyecto bienintencionado que aspira a enderezar la errática política exterior española. Y sin embargo, y a pesar de las continuas denuncias que el gobierno de Rodríguez Zapatero sufre por su presunto extremismo, ¿habría un lugar para el texto de la propuesta en la biblioteca izquierdista de Le Carré?, ¿o para los manuales de texto de la escuela diplomática que hacían tronar, con patriótica ira, a los editorialistas de ABC? Mucho me temo que no pues, en el fondo, la retórica de la Alianza de Civilizaciones es la misma que la del manido choque.

No está de más remontarse a los orígenes de este discurso para contemplar como ha conseguido llegar a ser hegemónico. El padre de la criatura, por así decirlo, no es Samuel P. Huntington sino un orientalista tan reconocido -sus méritos y su erudición son indudables-, como cuestionado -nadie puede negar que es enormemente tendencioso en sus juicios-; me refiero, obviamente, a Bernard Lewis, profesor de la Universidad de Princeton y consejero de la administración Bush.

La expresión “choque de civilizaciones” (clash of civilizations) apareció por vez primera en un artículo publicado en 1990 por Bernard Lewis con el título de “The roots of Muslim rage”. Lewis se centraba en la oposición entre la “civilización judeo-cristiana” y la “civilización islámica”. Posteriormente, Samuel Huntington, profesor de ciencias políticas en Harvard e igualmente ligado a la administración americana desde los tiempos de la guerra de Vietnam, retomó esta categoría y la aplicó al mundo entero. El resultado es el famoso artículo de 1993 en Foreign Affaires, “The Clash of Civilizations”, convertido después en un libro que se puede encontrar fácilmente en cualquier librería dado el gran número de reediciones que de él se han hecho, e inspirador de una segunda obra en la que el blanco de sus críticas eran los rasgos de civilización que caracterizan a los inasimilables inmigrantes hispanos en los Estados Unidos, traducida al español como ¿Quienes somos? Los desafíos a la identidad nacional. La tesis que plantea Huntington es de todos conocida: en el mundo actual, las principales causas de conflicto no serán ni ideológicas ni económicas, sino que “las grandes divisiones en la humanidad y las principales fuentes de conflictos serán culturales”.
El gran éxito de este pastiche spengleriano, como lo denominó Aziz al-Azmeh, se debe tanto a los epígonos del politólogo americano, ya sean vocacionales u ocasionales, como a los intelectuales y políticos de izquierda que, tratando de hacer frente al discurso neoliberal, han asumido las reglas del juego por completo (...) Incluso intelectuales de clara trayectoria socialdemócrata, como el sociólogo Alain Touraine, declaran difunto un paradigma basado en lo social y creen imprescindible dotarnos de nuevas categorías fundamentadas en el concepto de cultura

El gran éxito de este pastiche spengleriano, como lo denominó Aziz al-Azmeh, se debe tanto a los epígonos del politólogo americano, ya sean vocacionales u ocasionales, como a los intelectuales y políticos de izquierda que, tratando de hacer frente al discurso neoliberal, han asumido las reglas del juego por completo. Los ejemplos son numerosos, empezando por el mismo Régis Debray, que alertaba hace más de una década contra el “peligro verde” y decía preferir un desafío entre una potencia nuclear del oeste como Estados Unidos y una del este como la Unión Soviética, ambas caracterizadas por formar parte de una misma cultura modelada por la racionalidad; antes que una oposición entre un norte racional y un sur místico dotado de armas nucleares. Los argumentos de quienes hacen apuestas hoy día sobre si Irán será la décima potencia en tener la bomba nuclear o la segunda en sufrirla se basan en argumentos similares.

Incluso intelectuales de clara trayectoria socialdemócrata, como el sociólogo Alain Touraine, declaran difunto un paradigma basado en lo social y creen imprescindible dotarnos de nuevas categorías fundamentadas en el concepto de cultura. La representación social de las sociedades, dice en el último de sus ensayos que acaba de aparecer en español, no permite comprender el mundo actual; es imprescindible recurrir a un “nuevo paradigma” -éste es precisamente el grandilocuente y kuhniano título de su libro-, un paradigma cultural, ya que la identidad de los grupos sociales se define culturalmente y la reivindicación de los derechos de las minorías se fundamenta en la cultura. No en vano, uno de los capítulos de esta obra lleva por título “Los derechos culturales”.

Dudo que el ensayo de Touraine pasara el examen de los encargados de la biblioteca utópica de Le Carré, a pesar de que el concepto de cultura que utiliza el sociólogo francés es dúctil y las “minorías” de las que se ocupa engloban a colectivos nada minoritarios, como el de las mujeres. Pero lo que no merece ni siquiera el beneficio de la duda son las logomaquias que han dado forma a la versión más pobre intelectualmente y más dañina políticamente de estos experimentos de la izquierda desnortada: la Alianza de Civilizaciones propuesta por el presidente español, Rodríguez Zapatero, y secundada por el primer ministro turco Tayip Erdogan.
Lejos de recordar el discurso de la izquierda, el dossier sobre la Alianza de Civilizaciones exhala un reconocible aroma a sacristía, y no sólo porque entre los miembros del grupo de alto nivel encontremos a un teólogo como Khatami, un arzobispo como Desmond Tutu o a la ubicua e inefable Karen Amstrong, sino porque el referente último que ha inspirado esta propuesta parece ser el del diálogo ecuménico. Diálogo que inspiraba también el precedente presentado en el 2000 por el entonces presidente iraní, Mohammad Khatami

La iniciativa de crear un grupo de alto nivel para fomentar una Alianza de Civilizaciones fue hecha en el debate general del 59º periodo de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, precisamente en el discurso que el presidente español pronunció el 21 de septiembre de 2004. El secretario general de la ONU, Kofi Annan, hizo el anuncio oficial en julio de 2005 y se formó un grupo de trabajo que debe entregar sus conclusiones a finales de 2006. Mientras tanto, el gobierno español emprendía contactos diplomáticos para sumar socios a esta iniciativa, especialmente en el mundo árabe e islámico, y la propuesta fue presentada y bien recibida en 17ª Cumbre de los Estados Árabes, que se celebró en marzo de 2005 en Argel.

Los objetivos de la propuesta parten de una idea de resonancias huntingtonianas: muchos de los problemas que azotan al mundo moderno se deben a “la incomprensión mutua entre las sociedades islámicas y occidentales”. La Alianza, por tanto, “considerará los discursos dominantes en las distintas sociedades, con miras a dar una respuesta eficaz a las nuevas amenazas a la paz internacional derivadas de las percepciones hostiles que fomentan la violencia”. Si la violencia nace de la mutua incomprensión entre las dos civilizaciones, los gobiernos deben reaccionar, contrarrestar la influencia de quienes “pretenden tener el monopolio de la verdad” y “fomentar los valores comunes entre distintos pueblos, culturas y civilizaciones”. Todo esto, obvia decirlo, sin olvidar que la cooperación en la lucha antiterrorista es “un requisito indispensable”. La misión que tienen encomendada los miembros del grupo de trabajo de la ONU es, por tanto, “establecer un paradigma de respeto mutuo entre civilizaciones y culturas”.

Si alguien se toma la molestia de leer el documento de planteamiento y los insufribles discursos que el Ministerio de Exteriores pone a disposición en su página web, adivinará inmediatamente qué harían los protagonistas de Le Carré con este texto –sí, la academia de Heidelberg tenía chimenea-. Lejos de recordar el discurso de la izquierda, el dossier exhala un reconocible aroma a sacristía, y no sólo porque entre los miembros del grupo de alto nivel encontremos a un teólogo como Khatami, un arzobispo como Desmond Tutu o a la ubicua e inefable Karen Amstrong, sino porque el referente último que ha inspirado esta propuesta parece ser el del diálogo ecuménico. Diálogo que inspiraba también el precedente presentado en el 2000 por el entonces presidente iraní, Mohammad Khatami.
La ley islámica, la sharía, es la fuente de la que emana el discurso político de los partidos islamistas (...) pero la sharía no es un código, ni un texto religioso, desde luego no el Corán. La sharía es una construcción política, una invención que sus forjadores sitúan en una edad dorada mítica, en una sociedad arcádica a la que sirve de inspiración y de guía

En efecto, el Diálogo de Civilizaciones fue también una respuesta a las tesis de Huntington que tenía unos objetivos muy similares a los de la iniciativa del presidente español. Khatami pronunció en septiembre del año 2000, en el marco de una conferencia destinada a presentar esta iniciativa, un discurso titulado significativamente “Empatía y compasión”. La propuesta fue bien recibida por las Naciones Unidas y el año 2001 fue declarado oficialmente “Año del Diálogo entre Civilizaciones”. El objetivo: “fomentar un diálogo que previene conflictos –cuando esto es posible- y es de naturaleza inclusiva”. El origen de los conflictos se situaba también en la incomprensión, en la falsa percepción del otro que transmiten las representaciones deformadas de los medios de comunicación y los extremistas de uno y otro bando.

Una de las principales discusiones en torno al fenómeno del terrorismo, sea nacional o internacional, gira en torno a la forma de combatirlo. Si simplificamos, podemos destacar dos posturas opuestas: la de quienes privilegian el uso de la fuerza para combatir la violencia y minimizan el papel de las posibles causas del terrorismo a la hora de hacerle frente, y la de quienes proponen concentrar los esfuerzos en combatir las causas que puedan identificarse como factores condicionantes de la violencia. Siguiendo con la simplificación, la primera opción sería la defendida por los sectores más conservadores y la segunda por los progresistas. La Alianza de Civilizaciones señala las causas que pretende combatir como principal generador de conflictos, y expresa la esperanza de que el entendimiento entre las civilizaciones pueda erradicar la violencia generada por los extremistas. Partiendo de un gobierno socialista parece natural enmarcar la iniciativa de Zapatero en el segundo grupo, se apuntan las causas y se abusa de buena voluntad al proponer soluciones, pero ¿qué tipo de causas son esas?

La pobreza, el hambre, la humillación y la desesperación de las poblaciones que muchos señalan como detonante del terrorismo no aparecen en el texto de la propuesta, sino en los discursos del presidente y el ministro de exteriores españoles. No pasan de ser mera retórica o, en el peor de los casos, una exhibición de los logros de la política de cooperación desarrollada por España. La poca insistencia en estos factores salta a la vista en las conclusiones de la primera cumbre celebrada entre países de América del Sur y países árabes, celebrada en Brasilia en mayo de 2005, que reinterpretaron los contenidos presentados por Rodríguez Zapatero retomando la dialéctica clásica de pobres y ricos. Pero estos argumentos quedan anulados, en cualquier caso, incluso en una América Latina que ve como el indigenismo se convierte en promotor de “derechos culturales”, por la hermenéutica culturalista que inspira el “paradigma” de entendimiento de la Alianza de Civilizaciones, ya que la definición de “civilización” no permite inferir muchas más cosas. No es necesario recurrir a sesudas digresiones para definir el concepto, la propia UNESCO ofrece una definición que es la que se aplica a estos documentos: “Las civilizaciones son entidades de fe, de memoria histórica, de imaginación moral y de relación humana. Engloban a culturas históricamente únicas y se afirman como formas irremplazables de creatividad humana y como las sensibilidades intelectuales y morales de grupos humanos extensos”. Mucho se podría decir acerca de las bondades y defectos de esta definición, lo mismo que de la de un concepto tan esquivo y polisémico como el de cultura, pero lo que está lejos de cualquier duda es que la definición no es operativa. No permite comprender nada y, si el propósito de la Alianza es el de la mutua comprensión, no parece que vayamos bien encaminados. Fundamentalmente porque, a pesar del adjetivo y el adverbio que nos recuerdan el peso de la historia, tanto la definición como el uso que de ella se hacen son profundamente ahistóricos.
Si en algo han estado siempre de acuerdo los pensadores y filósofos musulmanes es en que la sharía es el verdadero camino para reformar la sociedad; han coincidido también en que los males que han afectado a las sociedades musulmanes se deben a que nunca, en ningún momento de la historia, se ha aplicado realmente la sharía. Y tienen razón. Basta hacer cuentas, mirar las leyes relativas a la fiscalidad y preguntarse de dónde han sacado omeyas y abasíes el capital para erigir ese imperio con tan pocos ingresos legales

Ni qué decir tiene que el diagnóstico -¡esa mutua incomprensión!- es un disparate, pero lo peor de todo es que, de asumir este paradigma interpretativo no conseguiremos comprender nunca nada, empezando por las sociedades islámicas sobre las que se han abatido infinidad de “especialistas” y “analistas” de toda laya. El mejor ejemplo para ilustrar este punto es, sin duda alguna, el de la génesis del islamismo y su posterior deriva radical. Aplicar, como suele ser habitual, la medida de las dos civilizaciones o, sencillamente, la diferenciación entre civilización y barbarie lleva a un discurso que es precisamente el más querido por aquellos extremistas que la Alianza de Civilizaciones pretende combatir.

La reivindicación de todos los sectores islamistas, incluso los más moderados, y de muchos musulmanes que tal vez den su voto a otros partidos pero miran con buenos ojos a las medidas que promueven estas agrupaciones, tiene un origen evidente: la religión. La ley islámica, la sharía, es la fuente de la que emana el discurso político de los partidos islamistas. Las constantes denuncias de intelectuales como Antonio Elorza, que en cada artículo recuerdan el papel que la religión islámica desempeña en la génesis del terrorismo islámico, así como el desdén que merecen estas consideraciones pseudoteológicas, tanto por los intelectuales musulmanes que toman parte en estos debates como por los arabistas españoles, serían dignas de ser tenidas en consideración siempre y cuando no reificaran la religión convirtiéndola en un fósil del siglo VII. La sharía nutre el discurso político de los islamistas, pero la sharía no es un código, ni un texto religioso, desde luego no el Corán. La sharía es una construcción política, una invención que sus forjadores sitúan en una edad dorada mítica, en una sociedad arcádica a la que sirve de inspiración y de guía.

La irrupción en nuestras vidas del vocabulario propio del derecho islámico ha sido rápida, brusca, apenas hemos tenido tiempo de asimilar unas palabras de cuya misma pronunciación dudamos. El uso de estos términos en los medios de comunicación es calamitoso y la confusión que causa en los espectadores, por lo general legos en la materia, es absoluta. Uno de los principales errores es el de confundir derecho islámico con prescripciones religiosas, incluso con el Corán. El profesor Felipe Maíllo acaba de publicar un Diccionario de derecho islámico que debería ser obra de consulta obligada no sólo para los interesados en las leyes o en la historia del mundo islámico sino, fundamentalmente, para los periodistas. La entrada que se ocupa de las bases del derecho –usûl al-fiqh- dice lo siguiente: “Estas bases serían el Corán, la sunna (la tradición profética), el igmâ´ (el consenso, por lo general el de los doctores de la comunidad) y el qiyâs (el método de razonamiento por analogía); o sea, dos fuentes materiales, a más de la expresión de una autoridad (instancia decisiva que garantiza la autenticidad de las dos fuentes materiales y determina su correcta interpretación) y un método”. A estas fuentes habría que añadir una quinta, el derecho consuetudinario –`urf- que, lejos de ser un derecho supletorio, se desarrolló autónomamente en algunos campos, llegando incluso a contradecir a la sharía y a sustituirla.
La propia tradición literaria árabe clásica ya tuvo la enorme osadía de convertir el gobierno de los cuatro primeros califas, los llamados “califas bien guiados” en una edad de oro, a pesar de que los tres últimos murieron asesinados. Los modernos movimientos islamistas han hecho lo mismo, han inventado un pasado inexistente que hay que recuperar acudiendo a la verdadera religión, a las leyes puras que permitieron la emergencia de la civilización islámica. La Alianza de Rodríguez Zapatero asume el discurso culturalista, asume que existe una civilización, una cultura previa, anterior a las bombas y al terror, cuyas asperezas hay que limar para recuperar el esplendor pasado. Ambos buscan la pureza en el quintaesenciado elixir de la cultura. Una pureza que, obvia decirlo, no existe

Si en algo han estado siempre de acuerdo los pensadores y filósofos musulmanes es en que la sharía es el verdadero camino para reformar la sociedad; han coincidido también en que los males que han afectado a las sociedades musulmanes se deben a que nunca, en ningún momento de la historia, se ha aplicado realmente la sharía. Y tienen razón. Basta hacer cuentas, mirar las leyes relativas a la fiscalidad y preguntarse de dónde han sacado omeyas y abasíes el capital para erigir ese imperio con tan pocos ingresos legales. O, en periodos más recientes, leer el denominado “testamento” de Jomeini y preguntarse dónde queda el respeto a la ley divina -incluso a la hora de la sucesión ya que el heredero, Jamenei, ni siquiera era ayatolá cuando fue nombrado-.

Si la sharía no es un código definido de reglas, ni un sistema susceptible de ser codificado pues los razonamientos que afectan a la ley islámica se fundamentan en pura casuística, ¿cómo considerarla? De los países islámicos que se han dotado de una constitución no hay ninguno –con la excepción de Turquía- que no comience apelando a la sharía como fuente principal de derecho –aunque no se aplique más allá de los códigos que afectan estatuto personal-, o bien invocando al islam como religión de Estado. La sharía es un concepto omnipresente, eternamente evocado, pero inconmensurable en tanto que reificación ahistórica emanada de un complejo sistema de luchas de poder y necesidades de legitimación. Para comenzar, las que afectan a las jóvenes naciones que han escrito las constituciones mencionadas. No es extraño que el filósofo sirio Aziz al-Azmeh recurra a Hobsbawm y a su “invención de la tradición” para definir la sharía, y a las “comunidades imaginadas” de Benedikt Anderson para describir procesos de mistificación que sitúan los orígenes míticos de la “nación musulmana”, la umma modelada por la ley islámica, a la altura de las bucólicas alegorías políticas pergeñadas por los ideólogos nacionalistas del XIX e incluso de nuestros días.

La propia tradición literaria árabe clásica ya tuvo la enorme osadía de convertir el gobierno de los cuatro primeros califas, los llamados “califas bien guiados” en una edad de oro, a pesar de que los tres últimos murieron asesinados. Los modernos movimientos islamistas han hecho lo mismo, han inventado un pasado inexistente que hay que recuperar acudiendo a la verdadera religión, a las leyes puras que permitieron la emergencia de la civilización islámica. La Alianza de Rodríguez Zapatero asume el discurso culturalista, asume que existe una civilización, una cultura previa, anterior a las bombas y al terror, cuyas asperezas hay que limar para recuperar el esplendor pasado. Ambos buscan la pureza en el quintaesenciado elixir de la cultura. Una pureza que, obvia decirlo, no existe.

En el seminario convocado en junio de 2005 por la fundación FRIDE, afín al partido socialista, y el Instituto Complutense de Estudios Internacionales para debatir acerca de la propuesta del gobierno español, se llegó incluso a invocar el ejemplo de Al-Andalus como modelo de comprensión mutua. Y en efecto es un buen ejemplo, pero no para inspirar iniciativas ecuménicas, sino para comprobar hasta qué punto se aproximan los dos extremos, el de quienes han inventado una reclamación histórica que afecta al antiguo territorio de Al-Andalus y el de quienes dibujan un pasado idílico de convivencia donde no lo hubo.
Aziz al-Azmeh define el culturalismo como “la gran narrativa del capitalismo exultante” y se exaspera ante la complicidad de las tres partes que sostienen la retórica culturalista: la xenofobia occidental, la xenofobia y la xenofilia posmodernas, y los nacionalismos y para-nacionalismos de Europa del Este y países del sur, entre los que incluye al islam político y el comunalismo hindú. Desde la perspectiva española, a buen seguro podría añadirse un buen puñado de adalides de la cultura autóctona que serían perfectos cómplices del trío enunciado por el filósofo sirio

Lo peor del recurso a estos conceptos es que enmascara los verdaderos procesos sociales, busca y encuentra explicaciones a fenómenos contemporáneos en un pasado mítico y, consecuentemente, obvia el hecho de que lo realmente instructivo es el proceso de invención de la tradición y la apropiación que de ésta hacen los individuos. La llamada crisis de las viñetas, de la que me ocupé en un artículo anterior, es muy ilustrativa al respecto. Los epígonos de Huntington lo consideraron una corroboración de sus tesis: los musulmanes son así, el islam es ontológicamente incompatible con derechos como el de la libertad de expresión pues, de otra manera, dejaría de ser islam y sería otra cosa. Los defensores del diálogo intercultural apelaron al entendimiento y al respeto de los derechos y los sentimientos religiosos, pero sin dejar de señalar que la verdadera tradición no prohíbe la representación, y denunciando el carácter espurio del aniconismo propio del arte islámico, como si esto tuviera alguna relación con la quema de embajadas. En realidad el concepto de blasfemia aplicado al profeta Mahoma es completamente ajeno a la tradición de la ley islámica, no podría ser de otro modo cuando una de las grandes obsesiones de los teólogos musulmanes ha sido marcar las distancias respecto al cristianismo, tachando de idolatría la creencia en la naturaleza divina de Jesucristo. Mahoma no es divino, no puede haber, por tanto, blasfemia al representarlo o ridiculizarlo. El concepto de blasfemia como argumento acusador es nuevo, una invención ad hoc, que hace aparición en el discurso musulmán a propósito del caso Rushdie y se repite en la crisis de las caricaturas, pero, como afirma Aziz al-Azmeh comentando el primer caso, las apelaciones a “aplicar la ley islámica” contra el blasfemo no tienen fundamento en la tradición legal. En este caso, como en otros similares, se trata de un eslogan político, no de un retorno a un pasado respetuoso con la ley pues éste nunca existió. La reacción a las caricaturas de Mahoma o a la publicación de los Versos satánicos sólo puede entenderse localmente, en el contexto de las sociedades donde estos eslóganes tienen efecto, las más de las veces para movilizar a la población en pos de objetivos políticos, como en el caso de los musulmanes ingleses que abogaban por el reconocimiento normativo de su comunidad por su condición religiosa y no según criterios raciales. Ninguna apelación a una hipostasiada “civilización islámica” permitiría ver estos hechos, al contrario, los enmascara.

El respeto a las religiones, que se enfrentaba al derecho de expresión en este caso, es extensible al debate sobre la universalidad de los derechos humanos. Los escritos a propósito de este tema son incontables. El relativismo que ha cuestionado la hegemonía occidental y ha denunciado, como si fuera un capítulo más de la colonización, la universalidad de los derechos plasmados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, supone un desafío para los filósofos que aún reclaman la herencia del universalismo ilustrado. Pero no se pueden confundir las objeciones filosóficas con las reclamaciones fundamentadas en circunstancias puramente contextuales. Éste es el caso de uno de los mayores desafíos a uno de los pilares del orden mundial, la Declaración de los Derechos Humanos en el islam, presentada en 1990 en la 19ª Conferencia Islámica con la intención de hacer valor sus derechos culturales, en tanto que civilización; derechos cuya mayor diferencia respecto a los reconocidos en el resto del mundo desde 1948 se centra, desde el punto de vista teórico, en la negación de la libertad de culto en tierras del islam. Y, desde el punto de vista práctico, en la negación de casi todos los demás derechos. El uso y abuso del lenguaje religioso para legitimar las dictaduras y satrapías que padecen la mayoría de los ciudadanos musulmanes dará una explicación infinitamente más clara que las especulaciones culturalistas y el esfuerzo de comprensión que promueve el gobierno español.

Volviendo al discurso intercultural en el seno de nuestras sociedades, incluso teóricos del multiculturalismo como el politólogo Bhikhu Parekh insisten en la necesidad de plantear estos diálogos en su contexto, y en no considerar a los interlocutores portavoces de opiniones inflexibles o fundamentadas en arcanos inmemoriales imposibles de asimilar: las posturas, como las culturas, cambian. En una de sus obras mayores traducida recientemente al español con el título de Repensando el multiculturalismo, un ensayo discutible en muchos aspectos pero imprescindible para comprender el mundo actual, Bhikhu Parekh lo afirma claramente: “La evaluación de las prácticas minoritarias es necesariamente contextual en el sentido de que ha de hacerse en el contexto de una comunidad política concreta cuyos valores públicos operativos conforman tanto el punto de partida como el marco de referencia”. Puntualiza a continuación que, aunque la evaluación intercultural sea contextual, “no hay razón alguna por la que quienes participan en ella no puedan alegar en su favor valores universales”.

El contexto, tanto social como normativo, no sólo afecta a las condiciones que determinan la falsa percepción del otro que el documento de la Alianza de Civilizaciones señala como desencadenante de conflictos. Afecta también a la propia percepción de la identidad y la propia percepción de la cultura. Este aspecto es el que haría de la propuesta de Rodríguez Zapatero pasto de las llamas en la chimenea de la biblioteca izquierdista imaginada por Le Carré, porque las categorías y el discurso que emplea remiten, como ya hemos dicho, al discurso del orientalismo más recalcitrante o de los islamistas conservadores: las civilizaciones que se proponen como interlocutores del diálogo, abstracciones eternas e inmutables, esconden a quienes verdaderamente están dotados de palabra, a las personas.

Si bien el concepto de diálogo está presente en la tradición política de la izquierda, desde Habermas y su “acción comunicativa” hasta el neopragmatismo de Richard Rorty, o en filósofos liberales como Rawls, el discurso posmoderno y su ataque a la hermenéutica adoptado por buena parte de lo que Savater ha llamado “la izquierda lerda”, han sido denunciados como el origen de la deriva relativista que atenta contra los valores básicos en los que se sustentaban los logros sociales conseguidos en los dorados tiempos keynesianos de la posguerra. El posmodernismo dice el filósofo Fredrik Jameson es el discurso legitimador del capitalismo tardío, historiadores de la talla de Perry Anderson, editor de una de las revistas señeras de la izquierda “no lerda”, New Left Review, secunda esta postura. Slavoj Zizek dice lo mismo del multiculturalismo. Y Aziz al-Azmeh define el culturalismo como “la gran narrativa del capitalismo exultante” y se exaspera ante la complicidad de las tres partes que sostienen la retórica culturalista: la xenofobia occidental, la xenofobia y la xenofilia posmodernas, y los nacionalismos y para-nacionalismos de Europa del Este y países del sur, entre los que incluye al islam político y el comunalismo hindú. Desde la perspectiva española, a buen seguro podría añadirse un buen puñado de adalides de la cultura autóctona que serían perfectos cómplices del trío enunciado por el filósofo sirio.

La “nueva vulgata interplanetaria” que denunciara Pierre Bourdieu como lenguaje del neoliberalismo ha visto, por tanto, una de sus versiones más logradas en el texto de la Alianza de Civilizaciones. Un texto emanado de un gobierno socialista que elimina las categorías más esenciales del discurso de la izquierda a la hora de analizar las sociedades y buscar soluciones a sus problemas, arrumbándolas en el desván de la retórica de los discursos oficiales. Y lo peor de todo es que el único logro de este lenguaje, que poco a poco amenaza con invadirlo todo, es que hace del todo imposible lograr los objetivos que, en un alarde de buenas intenciones, se propone. Basta con comparar los términos en que se plantea con los de otras iniciativas para darse cuenta de lo mucho de malo que encierra esta retórica.

La revista italiana Reset, por ejemplo, acaba de crear una asociación para fomentar “la cultura del diálogo”. En la asociación hay intelectuales de la talla de Timothy Garton Ash, Bassan Tibi, Anthony Giddens, Olivier Roy o el ex presidente alemán Roman Herzog. Un somero vistazo a los títulos de las conferencias y a la obra de los conferenciantes es suficiente para darse cuenta de la enorme diferencia que hay entre “la cultura del diálogo” que promueven estas figuras y “el diálogo entre culturas” que publicita la ONU. No en vano, el nombre de la asociación es Reset Dialogues on Civilizations.

No se trata de un simple juego de palabras. Creo sinceramente que uno de los requisitos imprescindibles para entender el mundo actual es el del abandono de la hermenéutica culturalista. La globalización ha convertido nuestros países en naciones multiculturales, es un hecho innegable y puede ser enormemente positivo, sobre todo para quienes encuentran acogida en el mundo occidental huyendo de esas causas que no se mencionan en el texto de la Alianza de Civilizaciones. Debemos desechar la categoría de civilización porque remite a una entidad estática que rompe cualquier lazo de causalidad histórica, porque nos impide recordar que los musulmanes buenos y los musulmanes malos de hoy no son los mismos de hace apenas una década –tan sólo basta recordar a Sadam o a Bin Laden-. Es necesario así mismo rechazar un concepto de cultura predeterminado, y evaluar los cambios sociales en función de la interacción entre los individuos que forjan sus múltiples identidades según los contextos en los que se inscribe su existencia, ya que los caracteres definitorios de la cultura propia sólo pueden inferirse en función de la caracterización que el otro hace de nosotros y de las respuestas y estrategias que esta relación exige.

Si algo nos enseñó la modernidad es que los caracteres culturales son, en buena medida, más electivos que heredados. Ésta es la gran diferencia entre unas sociedades y otras, nosotros podemos elegir por tener bienestar, libertad y acceso a la información a pesar de los diversos intentos de adoctrinamiento. Otros no. Y, por muy bienintencionada que sea la propuesta de Rodríguez Zapatero, lo que conseguiría –si es que consigue algo- sería perpetuar el dominio de los pasados imaginarios, reducir las posibilidades de elección, poner trabas al acceso a un rincón del mundo, en suma, cuya civilización bien podría definirse por la libertad de la que gozan los ciudadanos para construir una cultura propia.
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