Sin embargo, en ese momento fuerzas de la Guardia civil invadieron el
lugar cargando sobre los manifestantes, por lo que varios de ellos se refugiaron
en el interior de la Universidad. Entonces, una sección de infantería comenzó a
abrir fuego contra la fachada del edificio y, al empezar la descarga, tres
estudiantes se asomaron a la ventana de una de las clases, para presenciar desde
allí los hechos. Alcanzado por las balas, el menor de ellos caía muerto mientras
sus compañeros se arrojaban al suelo para intentar salvar la vida. No habían
tirado piedras ni podían tirarlas hallándose dentro del aula y con las ventanas
cerradas; los proyectiles atravesaron los cristales, horadándolos, sin rajarlos.
Al mismo tiempo, en el edificio del Instituto, situado detrás de la Universidad,
una nueva partida de guardias civiles disparaba sin previo aviso sobre los
estudiantes allí concentrados: otro más perdía la vida y el catedrático de
francés, Antonio Boyer, resultó milagrosamente ileso, con su capa perforada
hasta por nueve balas… Al día siguiente se verificaría el entierro de las
jóvenes víctimas, presidido por las autoridades locales y por diferentes
miembros de la Universidad –alumnos incluidos–. Las revueltas estudiantiles se
reprodujeron como protesta en diversas ciudades españolas y, en un motín
registrado en Madrid, moriría otro muchacho apodado “el Hospicia”, cuyo cadáver
sería alzado por la oposición gubernamental, a guisa de bandera, contra
Maura…
Uno
de aquellos tres jóvenes que, tras asomarse a la ventana de la Universidad,
logró por fortuna sobrevivir esquivando las balas de los Mauser, se llamaba
Federico de Onís,
había nacido en Salamanca el 20 de diciembre de 1885 y era
hijo del bibliotecario y encargado del Archivo de la Universidad salmantina,
amigo íntimo de Unamuno desde la llegada del catedrático vasco a la ciudad del
Tormes. Brillantísimo estudiante de la Facultad de Letras, donde estaba
matriculado, continuaría el vástago Onís, pues, tras el penoso incidente
referido, recibiendo la impronta del magisterio unamuniano –su primer gran
referente intelectual y moral–, de quien habría de asimilar un espíritu crítico
y europeísta fruto de la crisis histórica del fin de siglo y del agravamiento
del “problema de España”, bajo la impresión de la humillación nacional sufrida
tras la pérdida de las últimas colonias, del que podían constituir un síntoma
aquellas protestas juveniles como anteriormente las huelgas de contribuyentes y
el cierre de tiendas sucedidos entre 1899 y 1900, la
oleada anticlerical que envolvió al país tras el estreno de Electra (1901) o el resultado
–desolador– de la encuesta sobre “Oligarquía y caciquismo como la forma actual
de Gobierno en España” organizada por Joaquín Costa en 1902. El problema de
España fue uno de los principales ejes temáticos de la obra de Unamuno, en la
cual, durante su juventud, la exaltación casticista, la valoración de la tierra
castellana –reveladora de una nueva sensibilidad estética– y la idea de
“intrahistoria”, de lo esencial y permanente de nuestro país en su decurso
histórico, se combinará con el anhelo de europeización, de articulación del
españolismo con la cultura europea (“Tenemos que europeizarnos y chapuzarnos de
pueblo”, proclamaría).
Tras
obtener su licenciatura, Onís se trasladó en 1905 a Madrid, para realizar el
doctorado en Filosofía y Letras; y tuvo como director de tesis a Ramón Menéndez
Pidal, el segundo de sus grandes maestros, figura gigantesca de la erudición
española del siglo XX, comenzando una fructífera relación mutua proseguida
después en el Centro de Estudios Históricos, donde tendrían oportunidad de
compartir su visión castellanista del alma española desde la ciencia histórica y
filológica. Entre tanto hizo oposiciones al Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios
y Arqueólogos, siendo destinado a León en 1907 y, en 1909, tras obtener el grado
de doctor, logró un puesto de profesor auxiliar en la Facultad de Letras de la
Universidad de Oviedo, comenzando así su carrera docente como profesor de Lengua
y Literatura españolas. Sería entonces cuando conociese a quien encarnaría su
tercera gran influencia intelectual, el filósofo Ortega y Gasset, regresado de
Alemania con un ímpetu y prestigio extraordinarios para proclamar la
“europeización” de España como camino inexcusable
para el país,
entendiéndola
como una necesidad de mayor ciencia y cultura (“España
–sentenciaba Ortega– es el problema y Europa la solución”).
Su
vocación europeísta sumó a un fiel aliado, entre otros varios intelectuales, en
Onís quien, en un célebre discurso de apertura del curso 1912-13 en la
Universidad de
Oviedo,
calificaría a Ortega como “la capacidad más fuerte y original que hemos tenido
en filosofía desde hace mucho tiempo, y el creador de toda una nueva visión de
los problemas nacionales”.
Ligado,
por tanto, a uno de los
más activos núcleos krauso-institucionistas por su docencia en la
Facultad
ovetense,
a los
trabajos filológicos pidalianos a través del CEH, y a las actividades
orteguianas mediante la Residencia de Estudiantes y después en la llamada Liga
de Educación Política, la figura intelectual de Federico de Onís iba adquiriendo
contextura propia y, como todo buen discípulo, entraría en pugna y se
distanciaría –para acabar volviendo a él, antes o después– de su primer mentor,
Unamuno, cuya
evolución ideológica le había llevado a postergar los problemas materiales para
atender más los espirituales; y sustituir –tal vez por su talante paradójico y
prurito de ir contracorriente, además de otros factores, semiocultos, de
competencia generacional y afán de liderazgo– su anhelo de “europeizar a España”
por la pretensión de “españolizar a Europa”, acompañada de una reafirmación de
los valores castizos y del famoso “¡Qué inventen ellos!” España no podía
limitarse, según Onís, a ser reserva espiritual del mundo moderno como pretendía
el rector salmantino; sino que había que invocar su indispensable europeización
aunque –eso sí– en
un sentido profundamente nacionalista, como una reacción característica a la
modernidad semejante a la de otros países europeos, enfrentando la cuestión
europeísta, aunque parezca paradójico, en clave puramente nacionalista y
liberal, al replantearse cómo avanzar hacia la modernidad conservando al mismo
tiempo los valores considerados propios, que se veían amenazados.
Su
espíritu, en una controversia muy de época, se dividía así –en palabras de
Alfonso García Morales– “entre el enamoramiento romántico de la excepcionalidad
española y el proyecto ilustrado de normalidad europea”. En 1915, ya como
catedrático, regresaría a Salamanca para ejercer funciones docentes en la
Universidad, su “casa”, casualmente cuando Unamuno acababa de ser destituido
como rector, a causa de turbias maniobras de la llamada “alta” política. Un año
después, sin embargo, la trayectoria vital de Onís iba a dar un giro decisivo al
desplazarse a Nueva York –en un principio, solo de forma temporal– para
reorganizar los estudios hispánicos en Columbia University. Ya no regresaría más
a España… Y desde entonces, el hispanoamericanismo progresista, la búsqueda de
una comunidad cultural transnacional tras la ruptura de la unidad política
imperial entre España e Hispanoamérica, se convertirá en un leitmotiv y en su anhelo crítico
fundamental, erigiéndose como el vértice del impulso americanista que se produjo en
España en las primeras décadas del siglo XX, favorecido por el
suceso de la Gran Guerra –derribador en buena medida del mito europeo– y por
la
presencia en nuestro país de figuras como Alfonso Reyes o Henríquez Ureña que
fortalecieron en esos años los intercambios culturales e intelectuales que ya se
venían produciendo desde mediados del XIX. Su
europeísmo cultural adquiría así tintes “panhispánicos” al reclamar un
replanteamiento del papel de España frente a los países del Nuevo Continente,
certificando la necesidad de un giro en su proyección que sobrevolase las
repetidas escenografías, plagadas de fáciles tópicos sobre los lazos cordiales
entre España y América, para situarse en los terrenos de la realidad social y
cultural de forma más intelectual que sentimental, sobre la base del pleno
reconocimiento mutuo.
Onís
aprovechó la oportunidad que le brindó el continente americano para desarrollar
los estudios hispánicos, y decidió fijar allí su residencia. Durante su estancia
en Columbia, fundó el Instituto de las Españas (1920), representó a las Juntas
de Relaciones Culturales y de Ampliación de Estudios y realizó frecuentes viajes
a otras universidades, como las de Oxford y Puerto Rico. Y sobre todo, durante
más de quince años, trabajó en la preparación y edición de su magna obra
Antología
de la poesía española e hispanoamericana (1882-1932),
fundamental –todavía hoy– a modo de testimonio del buen hacer tanto compilador
como crítico, con la que buscaba perfilar la imagen de una época con criterio
historicista, fijando un paradigma vigente en la comprensión del modernismo
español e hispanoamericano. El
hispanoamericanismo sería indudablemente el fundamento ideológico de la misma: “España e Hispanoamérica
—confirma García Morales, profesor de la Universidad de Sevilla y encargado de
esta presente reedición, la primera efectuada en España— aparecen en ella juntas
e iguales, como una sola entidad cultural basada en la lengua y amparada bajo la
fórmula armónica de «unidad y variedad»”. Y es el modernismo la época en la que
ese hispanoamericanismo “…alcanza su mejor expresión, en la que la poesía
española e hispanoamericana, en libre unión llegan a la originalidad y a
la universalidad”, motivo por el cual cabe considerarlo no únicamente un
movimiento literario sino una época y una actitud; célebre se haría la
definición de Onís inserta en esta Antología: “El modernismo es la forma
hispánica de la crisis universal de las letras y del espíritu que inicia hacia
1885 la disolución del siglo XIX (…) con todos los caracteres de un hondo cambio
histórico”.
Por
todo ello, es el modernismo el que marca los límites de la obra; modernismo que
Onís define como “negación” y “reacción” contra la literatura precedente.
La
distinción posterior de Salinas entre 98 y modernismo fue muy combatida por Onís
(y por Juan Ramón Jiménez, Gullón… y casi toda la crítica actual). Aunque no
quiere dar sentido monolítico, de bloque, a este movimiento que no es escuela
sino época –como un nuevo Renacimiento–, no cabe duda de que el enfoque “epocal” del
modernismo, acuñado por Onís, deriva del deseo de englobar toda la literatura
hispánica del fin de siglo bajo el marbete de modernismo, o alrededor de él como
eje fundamental, desterrando
explícitamente la idea más extendida de aplicar ese término a la poesía
caracterizada por “ciertas formas y espíritu que puso en circulación Rubén
Darío”, así como la acusación de “afrancesamiento”. El resultado final son 1.200
páginas, 153 poetas antologados (“solo” 39 españoles) y más de un millar de
poemas, con un diseño general configurado por seis grandes bloques que cubren
desde la transición del Romanticismo al Modernismo (donde incluye a Ricardo Gil,
Manuel Reina y Salvador Rueda, que quedan a partir de aquí como una tríada casi
indisoluble) hasta lo que él llama “ultramodernismo” (con la irrupción de los
primeros nombres del 27: Salinas, Guillén, Gerardo Diego, García Lorca –quien
colaboró directamente con Onís en la Antología– y Alberti). Dos de estos
bloques se centran de forma exclusiva en la obra de Rubén Darío y de Juan Ramón,
cimentando su papel de iniciadores y maestros en dos momentos distintos de la
evolución lírica. No podía –desde luego– faltar Unamuno en esta compilación,
pero poéticamente Onís tenía su propia “debilidad” personal, que no era otra
sino Antonio Machado, a quien le dedica la obra.
Durante
la trabajosa gestación de tan monumental empresa, Federico de Onís –nos explica
García Morales– vivió “el pequeño pero torturante drama del perfeccionista” en
pos de la obra ideal, total, mientras la vida literaria no se detiene, la
bibliografía aumenta y otros colegas se le adelantan. Al aparecer al fin, en
diciembre de 1934, la crítica se mostró casi unánime en sus alabanzas, y en
estudios posteriores Onís siguió profundizando y matizando la concepción del
modernismo expuesta en la Antología.
La tragedia de la Guerra Civil le retrotrajo al pesimismo sobre el ser de
España de su primera juventud: dedicó a Unamuno varios de sus últimos trabajos e
–ironías del destino– aquel hombre que lograra milagrosamente sobrevivir, siendo
un muchacho, a aquel asalto universitario por parte de la Guardia Civil,
acabaría sus días por voluntad propia un 14 de octubre de 1966. Pero quedaba
para siempre su florilegio admirable como resumen y acopio de lo más notorio de
una de las más esplendorosas épocas literarias.
Más allá de su aparato filológico, válido aún y sin precedentes, está ante todo
el gusto por leer y releer a un elenco de poetas –bien conocidos unos, otros no–
de irrepetible calidad. Juan Ramón Jiménez, que acompañó su proceso de edición,
diría a sus alumnos portorriqueños, dos décadas después de su salida, que “este
libro, agotado hace bastantes años (…) es el único texto serio que hay sobre el
tema de mi clase (…) No hay nada más completo que quede. Es decir: no existe
ningún libro que pueda parecerse, no hay nada que pudiera suplirlo”. Cabe
agradecer, por tanto, la oportunidad que nos brinda de nuevo Renacimiento de
poder disponer de él y disfrutarlo. Porque hoy, más que nunca, en los
problemáticos tiempos presentes, como diría otro gran lírico posterior,
“…poesía
necesaria / como el pan de cada día”.