La
intensidad de los esfuerzos ha respondido a las resistencias que se oponen a la
manifestación de las distintas preferencias —políticas, sexuales, religiosas o
de pensamiento— o que intentan evitar que éstas alcancen un lugar entre los
miembros de la sociedad. A veces no se trata sólo de resistencias sino de una
oposición abierta y declarada a admitir que hay otro distinto que tiene el mismo
derecho de mostrar la diversidad, una diversidad en ocasiones elegida y en otra
no, como son las diferencias raciales.
La
intolerancia es, entonces, una cuestión de poder, de cómo se ejerce, si existen
o no acuerdos para ello y el tipo de sociedad que se pretende lograr con tales
características del ejercicio del poder.
Las
características más lamentables de la intolerancia aparecen por la resistencia a
admitir que hay otro distinto que pone en cuestión una forma de ser ya admitida,
una estructura de poder o de pensamiento que logró la aceptación voluntaria o
impuesta. ¿Qué otra cosa si no, son los fundamentalismos políticos o religiosos,
el racismo, el sexismo, el autoritarismo o la homofobia?
Por
eso la tolerancia es
uno de los valores fundamentales de la democracia y aunque esto es algo que
claman todos los días en sus desiertos los apóstoles del pluralismo, lo cierto
es que la intolerancia sigue hoy tan campante como el conejito
de las pilas energizer.
El
término tolerancia se
usa mucho, pero se queda en un nivel muy elemental, como en el de soportar al
otro aunque tenga diferencias con mi punto de vista o mi visión del
mundo
La
tolerancia es un concepto más complejo, que incluye un proceso de recomposición
de mi propio punto de vista para colocar en un cierto lugar las diferencias que
tengo con el otro. Por eso creo que nos hemos quedado en un nivel de debate muy
elemental: acepto —porque la ley así lo determina y no por otra cosa— que otro
piense diferente; pero mi cosmovisión no lo admite y en el momento que sea
oportuno intentaré arrebatarle esa opción de ser, de tener un lugar, para que
sólo haya otros que comulguen conmigo.
La
tolerancia, nos dice Amos Oz, implica también compromiso. Tolerancia no es hacer
concesiones, pero tampoco es indiferencia. Para ser tolerante es necesario
conocer al otro. Es el respeto mutuo mediante el entendimiento mutuo. El miedo y
la ignorancia son los motores de la intolerancia.
La Declaración
de principios sobre la tolerancia de la UNESCO, promulgada en
1995, reza: “La tolerancia consiste en el respeto, la aceptación y el aprecio de
la rica diversidad de las culturas de nuestro mundo, de nuestras formas de
expresión y medios de ser humanos. La fomentan el conocimiento, la actitud de
apertura, la comunicación y la libertad de pensamiento, de conciencia y de
religión. La tolerancia consiste en la armonía en la diferencia. No sólo es un
deber moral, sino además una exigencia política y jurídica. La tolerancia, la
virtud que hace posible la paz, contribuye a sustituir la cultura de guerra por
la cultura de paz.
La
tolerancia, abunda Teresa de la Garza, “es la virtud indiscutible de la
democracia, y la intolerancia conduce directamente al totalitarismo. Una
sociedad plural descansa en el reconocimiento de las diferencias, de la
diversidad de las costumbres y formas de vida”
La
reciente agresión -en realidad una masacre- de la policía sudafricana contra
mineros en huelga, en la que perdieron la vida 34 trabajadores, es una muestra
extrema de intolerancia que antes era propia del apartheid.
Ese acto bárbaro borra de un plumazo años de lucha obrera y los acuerdos
logrados para normar las relaciones laborales. Es por eso que horrorizan las
imágenes de los policías -hoy negros, ayer blancos- ejerciendo un poder al
extremo de segar vidas de hombres que se niegan a aceptar condiciones salariales
al gusto de los dueños de la mina. Lastiman porque nos recuerdan que hace años
circunstancias parecidas podían pasar como “normales”, porque los mártires de
Chicago, los muertos de Cananea y de Río Blanco parecían haber quedado literal y
simbólicamente sepultados, pero no fue así.
La
sentencia dictada en contra de las jóvenes rusas del grupo Pussy
Riot por la cantata anti Putin
que ejecutaron en el altar de una iglesia, devuelve a Rusia a los tiempos de las
purgas stalinistas y pone en duda los “avances” de la nueva nomeklatura del
Kremlin: la libertad de expresión y la libertad de pensamiento
post glasnost son
una rueda de molino que los herederos de Rasputín pretenden dar en comunión al
mundo.
La
mazmorra a la que fueron arrojadas las jóvenes gamberras enriquece
el cóctel de la intolerancia con una generosa dósis de fundamentalismo
religioso. Éste parecía un asunto menor, la cereza del pastel en el cúmulo de
irregularidades que ha mostrado el manejo del padrón electoral y le ha permitido
al presidente Putin conservar el poder, pero el manotazo fue tan fuerte que las
repercusiones están creciendo.
Otro
caso espectacular de intolerancia está a cargo de la Pérfida
Albión,cuyo gobierno amenaza con tomar por asalto la embajada de
Ecuador para detener al fundador de Wikileaks,
Julian Assange. Se trata de demostrar –en el mismo espíritu con el que el
general británico Reginal Dyer asesinó a 379 personas e hirió a otras mil 200
con tan sólo mil 620 cartuchos percutidos el 13 de abril de 1919 en el
Jalliangwala Bagh de Amristar, India- que el Imperio no tolerará a los
levantiscos, en particular si proceden del tercer mundo. Hoy como ayer, la
unipolaridad mundial, sin contrapesos para las potencias, mantiene abiertas de
par en par las puertas a los excesos de poder.
Un
recuento de las muestras actuales de intolerancia no cabría en las breves
cuartillas de JdO. La
situación en Siria, el desalojo de escuelas en Chile, las matanzas en Noruega y
Aurora ejecutadas por asesinos solitarios; el hostigamiento contra minorías
desprotegidas, los casi cotidianos hallazgos de entierros clandestinos de
migrantes en nuestro país y muchos etcéteras. Si el recuento fuera histórico, la
lista no sería larga sino interminable.
Los
hechos que se mencionan destacan por su dimensión o por su crueldad. Sin
embargo, es importante considerar que no hay intolerancia pequeña; no existe la
intolerancia inofensiva. En ocasiones hay fenómenos acumulativos. Cuando en el
gobierno del Distrito Federal se habló de aplicar una política de tolerancia
cero contra la delincuencia se alzaron muchas voces en contra, porque se pensó
que la intolerancia sería contra los derechos humanos y no contra el delito. Hoy
los capitalinos pagan las consecuencias de no haber atajado el crimen que en sí
mismo es una demostración de intolerancia contra el derecho a la seguridad y la
paz.
La
agresión verbal hacia las mujeres, muy común en la violencia de género, puede
escalar a la violencia física y terminar, como lamentablemente sucede, en
feminicidio. Ocurre igual con otros hechos, en apariencia simples, que van
degradando la convivencia social y pueden terminar en problemas de magnitud
importante, como discriminar a los jóvenes por su apariencia, estacionarse en
lugares reservados, entregar o recibir una “mordida” o simplemente no saber
respetar los turnos de una fila. Hoy, México ocupa uno de los primeros lugares
en corrupción, prima hermana de la intolerancia y la
antidemocracia.
Quizá
la única buena noticia es que siempre surgen los sectores que reivindican los
sacrificios de la humanidad contra la intolerancia en cualquiera de sus
manifestaciones. Por eso arrecian las críticas contra Rusia debido a la condena
de las jóvenes de Pussy
Riot, el gobierno ecuatoriano ha tomado una actitud digna frente a la
intolerancia política y diplomática de Gran Bretaña y los mineros sudafricanos
sobrevivientes, pese a la represión y los despidos, se niegan a volver al
trabajo para que la muerte de sus compañeros no sea en vano.