El contexto general no puede resultar
más favorable a este respecto. La Comedia siempre fue un texto que estuvo
situado en el centro de incesantes controversias y disputas. El número de
comentarios de la obra sigue sorprendiéndonos y basta conocer que sólo en el
siglo XIV –Dante murió en 1321– se redactaron al menos una docena, incluyendo
los que le dedicaron los hijos del poeta, Jacopo y Pietro, o el incompleto que
firmara Bocaccio, para hacernos una idea de la celebridad que pronto alcanzó una
obra que propició el nacimiento de una especie de cursos, a modo de lo que hoy
llamaríamos «clubes de lectura», conocidos como Lecturae Dantis, en los que se
analizaban y discutían los diferentes aspectos alegóricos, retóricos, teológicos
o filosóficos que encerraban los 14.233 versos distribuidos en cien cantos que
conforman la obra.
La presencia predominante de Petrarca
y otros poetas en los siglos siguientes pudo ensombrecer la autoridad del sacro
poeta, que en ningún caso, a pesar de numerosas incomprensiones, cayó en el
olvido, como pone de manifiesto la aparición en 1472 de las tres primeras
ediciones impresas de su obra mayor, lo que no impidió en todo caso que su
influencia y reconocimiento sufrieran constantes altibajos hasta que durante el
Romanticismo fuese totalmente rehabilitado. Sin embargo, en el periodo que
precede inmediatamente a la vida de Galileo, los comentarios de la Comedia, vuelven a cobrar actualidad. A
pesar de que «Dante –la afirmación es de Harold Bloom- era un partido político y
una secta de un solo miembro», las décadas anteriores, como explica Matías
Alinovi en su posfacio a esta edición de Dos lecciones infernales publicada por
La Compañía y Páginas de Espuma, habían conocido el desarrollo de una avivada
polémica entre comentadores del poema alentada por motivos más puramente
políticos, de índole nacionalista, que filológicos. Entre estos estudiosos se
encontraba un florentino, Antonio Manetti, que en el último cuarto del siglo XV
había arriesgado una serie de cálculos, elaborados a partir de ciertos datos
obtenidos o inferidos del texto de Dante, acerca de la precisa arquitectura de
su infierno. Manetti, que nunca llegó a poner sus ideas por escrito –labor que
realizaría a su muerte su amigo Girolamo Benivieni- se convirtió, no obstante,
en una verdadera fuente de autoridad en la materia y pasó a encarnar un modelo
ejemplar para aquel templo cultural, heredero de la Academia de los Húmedos que,
bajo el impulso militante de Cosme I de Médicis, ampliaría su campo de acción,
desbordando los límites literarios, hacia los ámbitos científico e histórico,
con la lengua vulgar toscana actuando de ariete.
Cuando a medios del siglo XVI aparece
en Venecia una edición de la Comedia
preparada por Alessandro Vellutello, intelectual de la ciudad de Lucca, que
cuestiona, incluso haciendo gala de una punzante ironía, los cálculos
establecidos más de medio siglo antes por el florentino y que serían asimilados
por Cristoforo Landino en su edición del poema de 1481, el hecho fue considerado
por la eximia institución como una injuriosa afrenta que tarde o temprano habían
de reparar. El contraataque se haría esperar, en todo caso, otros cuarenta años,
recayendo en un joven matemático al que aguardaba un brillante porvenir, la
tarea de poner las cosas en su sitio reivindicando de paso la «florentinidad» de
«il Sommo Poeta», de aquel que
encarnaba a la perfección –como nos recuerda el poeta y traductor Ángel Crespo
en su estudio recogido bajo el título Dante y su obra– aquel ideal que Galetti
vio cumplirse en Guittone d´Arezo,
de un poeta religioso y civil «en cuyos versos fantasía y doctrina,
ciencia y fe, persuasión política y fuerte sentimiento moral, unidos en armónica
síntesis, concurren a hacer de la poesía la guía espiritual de la
nación».
Ilustración de Gustavo Doré para la Divina
Comedia (Inf. XVIII, vv. 133-135) realizada entre 1861 y
1865
¿Pero, por qué Galileo y por qué el
Infierno? Al lector contemporáneo
este tipo de cuitas pueden resultarle difícilmente comprensibles. ¿Qué sentido
tendría, a partir de unas referencias con frecuencia difusas –el propio
intérprete advierte al comienzo de su primera lección que Dante dejó su Averno
«algo ofuscado en sus tinieblas»–, ponerse a especular «acerca de la forma, la
ubicación y el tamaño del infierno» soñado por el más insigne representante de
aquella escuela de gran poesía itálica de los “fieles de Amor”? ¿Es posible
ejecutar un análisis científico, matemático, de un edificio literario que, según
Dante advertía en el Convivio o El convite, se prestaba a múltiples
niveles de interpretación: literal, alegórica, moral y anagógica? O dicho, de
otro modo, ¿era posible ya en tiempos de Galileo intentar armonizar las órbitas
de la geometría y la poesía como en la Edad Media, en la que tales esferas no se
excluían mutuamente?
Evidentemente, a Galileo, dotado
también de una sólida formación literaria en un tiempo en el que los saberes
humanísticos y científicos aún no se habían escindido por completo, estas
conferencias le brindan una oportunidad de poner a prueba sus conocimientos
matemáticos y geométricos, para lo que se valió de una serie de dibujos que se
mencionan en el texto pero que se han perdido, no encontrándose desgraciadamente
tampoco entre los documentos que el pedagogo Ottavio Gigli halló por azar en una
biblioteca pública de Florencia en 1850, entre los que se encontraban estos
cuadernos prácticamente desconocidos. En cualquier caso, como apunta Riccardo
Pratesi en su introducción a Dos
lecciones infernales, el único principio matemático explícitamente
mencionado por Galileo es el de las proporciones, que se remonta a Tales, siendo
el instrumento principal de su análisis el valor π, descubierto por Arquímedes y
conocido en toda la Edad Media.
Todo esto nos conduce a pensar que no
era lo que tenía de reto científico lo que más podía preocupar al autor. Sabedor
de que está fuera de todo método el intentar ajustar unas reglas “reales” de
construcción a un universo de ficción, por importante que éste fuese, y por
sugestiva que resultase la visión del poeta, parece decidido a hacer conducir
sus conclusiones desde el comienzo a aquella tesis más conveniente, que no es
otra, lógicamente que la que defiende, como diríamos actualmente, su
patrocinador. Su «estética matemática» no puede permitirse ser neutral y cuenta
con el suficiente margen de ambigüedad como para que el intento pueda pasar por
sincero. Como dice Alinovi: «intuimos en Galileo un conocimiento acerca de la
naturaleza del problema y una parcialidad respecto a la valoración de la
situación de Manetti».
Y tal vez en este contexto, puestos a
conjeturar, es donde hay que inscribir una de las afirmaciones que más han
sorprendido a algunos críticos después de conocer el texto: allí donde Galileo,
el gran enterrador del aristotelismo aún hegemónico en su tiempo, se declara
partidario del geocentrismo. Caben, a este respecto, como se señala en los
estudios que acompañan a las lecciones, dos posibilidades: que Galileo abjurase
de sus verdaderas creencias en este punto para no granjearse el encono de
aquellos que debían promocionarlo y a los que «por muchas causa me siento
obligadísimo», como él mismo señala al final de su segunda intervención; o bien,
que realmente el genio de Pisa aún no se hubiese alineado definitivamente entre
los defensores de la tesis copernicana. Nuestro conocimiento retrospectivo del
personaje, así como su evidente parcialidad a la hora de considerar las
afirmaciones de Vellutello, parecen dar aliento a la primera opción, poniéndonos
en guardia y haciéndonos desconfiar tanto de su sinceridad, como de su presunta
ingenuidad. Por otro lado, existen determinados indicios (por ejemplo en el Diálogo sobre los dos grandes sistemas del
mundo, obra escrita en lengua vulgar que desencadenará su dramático proceso
y posterior confesión) que apoyan la tesis de que Galileo realmente seguiría
recelando por entonces de una idea que en un tiempo a él mismo se le antojó una
insensatez –y que al Santo Oficio le resultaría además «un absurdo en filosofía
y formalmente herética», como la que, según dictaba el modelo copernicano,
colocaba al sol en el centro del universo.
Uno
de los dibujos con que Girolamo Benivieni ilustró las ideas de Manetti, recogido
por Octavio Gigli, el descubridor de los manuscritos, en la edición de
1855
Que la Comedia,
por otra parte, contribuye a ampliar los ya de por sí borrosos límites de toda
ambigüedad, ya no solo en lo que concierne a una arquitectura infernal sugerida
y que solo puede alimentar la aspiración entre los comentadores a alcanzar el
sello de lo “verosímil", sino dado que la obra en su conjunto es aceptada desde
sus orígenes como indudablemente polisémica, parece un hecho evidente. De modo
que si tratar de adivinar la «intentio
Dantis» ya resulta, como poco, una tarea reservada a un grupo de audaces,
ensayar una estimación del grado de convicción con el que el científico expone
sus conclusiones sobre el particular casi tres siglos más tarde de que
apareciera publicada la obra, parece todavía más difícil que calcular con
precisión el tamaño del «César del imperio doloroso», esto es, de Lucifer, según
lo designa en el Canto XXXIV el poeta dentro de una cosmogonía en la que aquel que «todo luto cría»
habría caído sobre la tierra abriendo el pozo del infierno y provocando el
levantamiento de las tierras que lo cubrían en la montaña del Purgatorio, en los
antípodas de Jerusalén. Ahí es nada.
Resulta, pues, inevitable descubrir
que estamos en un callejón sin salida. Si a la combinación de geometría y
poesía, tenemos que añadir una tercera incógnita, en este caso política o de
conveniencia personal del exégeta, el margen de incertidumbre se amplía
considerablemente. Pero, esto, lejos de restarle valor a estas dos lecciones de
Galileo las hace aún más interesantes, insertándolas en una nueva dimensión, en
un plano en el que ciencia y teología, poesía y moral, creación y creatividad,
se entrecruzan. No podemos olvidar, en este sentido que al igual que el Infierno
adecúa su topografía a una escala moral en la que los pecadores son castigados
más arriba o más abajo, esto es, más leve o duramente, en función de la gravedad
de sus culpas, toda la concepción del universo de Dante, «coreógrafo y
arquitecto del más sublime juicio», como lo define Galileo al comienzo de su
primera lección, está encaminada a dotar a la Creación de un objetivo último,
según observa Pratesi, que cumple «su misión final una vez completada la Cándida
Rosa, conciencia universal», con lo que igual la operación emprendida por
Galileo resultará a la postre menos ociosa de lo que pudiera parecer,
contribuyendo a darle al texto su sabor especial, su rareza indesligable de la
propia trayectoria personal del autor.
Si como señala George Steiner en Gramáticas de la creación, Dante “es
nuestro meridiano”, de ahí que volver a él equivale “a medir con la mayor
precisión posible la distancia que nos separa del centro, la longitud de las
sombras de nuestro atardecer actual, aunque tales sombras anuncien un día nuevo
y distinto, eso que el mismo Dante hubiera llamado vita nuova”; si no resulta descabellada
la tesis de Harold Bloom –de nuevo referenciada en El canon universal– de que el poeta
trata en esta obra «sublimemente escandalosa» de asumir «la función de un Tercer
Testamento», de más está decir que no es el presente un momento en absoluto
inadecuado para acompañarlo en su itinerario por los tres mundos en los que se
adentra en la Comedia, territorios
que dejan –siguiendo la imagen del propio Steiner– a «los viajes de los
navegantes de finales de la Edad Media y del Renacimiento», a la altura de meros
«paseos».
Quienes, además, tomen en
consideración, como se lee en el Libro de
la Sabiduría, que «Dios lo dispuso todo, según medida y número y peso», y
sopesen el papel que el valor simbólico de los números, por influencia de la
exégesis bíblica, tenía en la Edad Media, el hecho de que puedan cumplirse
exactamente 700 años desde la publicación de El infierno, no deja –en este año de
profecías, de anuncios de fin de ciclo, de muerte y renovación–, de suponer un
nuevo aliciente para adentrarse en la magna producción de Dante. Al fin y al cabo, el 7 es el
número que se deriva de sumar las virtudes teologales más las cardinales, y
esto, seguro que si pudiéramos consultárselo a los alucinados editores
protagonistas de El péndulo de
Foucault de Umberto Eco, nos dirían que no puede ser fruto de la casualidad.
Lástima
que Galileo, como se encarga de recordarle el profesor madrileño Antonio
Escohotado a sus jóvenes alumnos de Filosofía y Metodología de las Ciencias
Sociales, a pesar de ser un «platónico, y por tanto, un cierto tipo de
pitagórico», sea «singularmente opuesto a la numerología mística». Y es que
entre el «dolce stil nuovo» del
primero y la «scienza nuova» de su
egregio comentarista se abre un abismo tan ancho como la misma boca del
infierno, que es el mismo que separa a la razón como sierva de la fe, del método
científico, y en cuyo profundo fondo caben desde la vieja Escolástica al
I-Ching, desde la Santísima Trinidad a la escatología maya. «No esperéis
demasiado del fin del mundo», rezaba un célebre aforismo de Stanislaw J. Lec. Y
es que quien, en cualquier época, ha avanzado por esa inestable pasarela,
traspasando ese umbral que muchas veces conduce también a una «ciudad doliente», poblada en este caso
por la duda y la búsqueda con frecuencia estéril, ya no podrá refugiarse en los
viejos mitos y supersticiones. Ese peregrino, a su modo, también ha perdido toda
esperanza.