Son muchas las veces
que he visitado ese país, incluso tuve la suerte de haber podido vivir allí
durante un tiempo. Es un país extremo y, como tal, puede provocar reacciones
extremas. Atenas es, pues, una ciudad límite: el caos del tráfico de una ciudad
que nunca duerme, frente a la calma infinita de una noche en el Areópagos
contemplando la ciudad, abolido el tiempo en un instante. Sus veranos de
terrible calor, frente a la nieve de su invierno.
Este verano fue la
última vez que visité Grecia. Siempre que llego allí, la maleta va cargada de
versos que dan orden a ese destino.
Bienamadas imágenes de Atenas –verso de Jaime Gil de Biedma-, rezaba esta
vez mi presencia en el aeropuerto Elefcerios Veniselos, después de un viaje de
algo más de tres horas. Era muy consciente de que iba a llegar a un país herido
de crisis, de desasosiego, de oscuridad tan antinatural para un lugar donde la
luz, el Jónico y el Egeo siempre fueron capaces de velar una historia trágica,
de sobrevivirla. Y es que la historia de Grecia es trágica, a pesar de la eterna
alegría de la gente que allí habita. Llegué a Atenas expectante, con los
sentidos puestos en ver las huellas de esa crisis devastadora que hace agonizar
al país del azul exaltado y el blanco cegador.
Las primeras
impresiones confirmaban lo que los periódicos españoles escribían: negocios
cerrados, en alquiler, el extraño abandono de una presencia que poco mira hacia
aquello que deja. Era una visión cruel. La entrada por la periferia de Atenas
mostraba una ciudad desalojada.
La llegada a la plaza
de Síndagma –núcleo de las protestas sociales- fue extraña. Era la misma luz
reflejada en los muros del Parlamento, el mismo calor asfixiante y, sin embargo,
necesario, acosando a los hieráticos évsones. El recorrido era el mismo de
otras veces, el mismo olor a especias, pero había un silencio ensordecedor, a
pesar del tráfico de siempre. Por aquel entonces yo ya había leído algún
artículo que el escritor griego Petros Márkaris había escrito y que el diario El País había publicado. Nada de lo que
escribía me sorprendía. Grecia parecía haberse devorado a sí misma, como Cronos
a sus hijos. Por entonces, ya estaba al tanto de que Tusquets –editorial que se ha
encargado de publicar las novelas de Márkaris- sacaría a la venta en breve un
libro que recogía todos sus artículos. Lo esperaba con ganas. Era un libro
necesario. Mucho más ahora. Y no porque ahora parezca que Grecia ha caído en la
obscena moda de considerarla el hermano pobre que sólo trae problemas a los
esforzados dirigentes europeos y llene las portadas de los periódicos. Es
necesario ahora porque Grecia, como no podía ser de otro modo y dicho de manera
superficial, es una metáfora de lo que nos pasa. Creo que Grecia no sabe existir
de otra manera si no es de manera metafórica. Y eso nos muestra la lucidez
aplastante de Márkaris. Y es que el libro sobre el que vengo a hablar en estas
líneas es un viaje al origen de esta crisis, palabra tan griega que significa
“decisión” y, a su vez, derivada de χρίνειν , que significa “separar”,
“decidir”, “juzgar”. No habría mejor definición para lo que ocurre allí –y nos
ocurre a nosotros, españoles a los que nuestros políticos nos recuerdan que no
somos Grecia, pero tarde o temprano nos deberíamos dar cuenta de la mentira. Por
nuestro bien-. Y es que estamos
separados del bienestar soñado, deciden sobre nosotros y, además, nos juzgan,
como juzgan a los griegos como catástrofe económica. Juzgan a quien no es
culpable y alimentan al verdugo. La crisis, explica Márkaris en este magnífico
libro, debe hallarse en unos orígenes lejanos a este período cronológico tan
oscuro. Escribe: “Ni Grecia ni la población griega son el problema. La crisis
financiera es más bien la consecuencia de una falsa política a muchos
niveles…que hace décadas que dura”. Así es. Grecia pareció olvidar la verdadera
función de la política –todos nosotros también, no lo olvidemos-. Su historia
obstaculizó enormemente ese avance justo de la clase política. La clase política
enfermó antes de nacer, también la clase económica.
Azotado por períodos
históricos devastadores –guerra civil, ocupación nazi, dictadura de los
Coroneles-, cuando comenzó a gozar de los mismos beneficios que sus hermanos
europeos no supo administrar todas aquellas ayudas que habría facilitado
convertirse en un país próspero. El problema llegó cuando Europa quiso ver todo
aquello y condenó a los griegos a expiar su desfase económico. Se asoció a
Grecia con la corrupción, con el nepotismo y con una sociedad nada transparente.
Y es injusto mostrar algo así. Y así muy bien lo expone
Márkaris:
“No es cierto que diez
millones de griegos sean corruptos, como afirman muchos extranjeros, sobre todo
alemanes. Lo cierto es que los dos partidos gubernamentales –el Pasok
(centro-izquierda) y Nueva Democracia (centro-derecha)- han ido construyendo en
los últimos años un gigantesco entramado basado en el clientelismo político.
Este sistema no sólo ha arruinado al Estado, sino también a aquellos miembros de
la sociedad que durante estos años han impulsado los avances económicos y
sociales, y que son quienes más han
sufrido bajo este sistema”.
Con todo esto, quiero
decir lo inevitable, lo que todos sabemos. Una mala gestión –una corrupta
gestión de los principales partidos políticos- llevó a la condena a los millones
de griegos que –algunos- se contagiaron de ese fácil bienestar soñado. Sus vidas
no conocían el sospechoso beneficio de una sociedad globalizada y fueron
narcotizados con un falso desarrollo que sólo era cierto en su cultura. Márkaris
habla de una profunda formación y de un alto nivel cultural en algunas de las
generaciones que ya empezaron a vivir el martirio de una historia convulsa.
Recuerda a los grandes escritores que hicieron de Grecia el lugar del origen
durante el siglo XX y apela a esa
misma escritura para soportar unos tiempos que son ya irrespirables. Escribe
bellamente: “De eso se trata. De sobrevivir. Se trata de durar más que el
diluvio o, en su caso, que la crisis. La literatura y la poesía pueden aliviar
la supervivencia o, al menos, hacerla más tolerable”. No es un discurso utópico
el del escritor de Estambul. La literatura tiene el bello poder restaurador del
alma que ha sido sustituida durante mucho tiempo por la profunda herida. Y apela
a esta cultura porque nota cierto silencio por parte de la intelectualidad
griega al respecto. Continúa escribiendo: “Tampoco los escritores se ocupan de
la crisis. Tanto los ciudadanos como los literatos parecen haber decidido
ignorar la crisis y protegerse así de ella. Con lo que, al final, no se trata de
los árboles, sino de un profundo cambio cultural”. Parafraseando a Theodor W.
Adorno, parece que durante la crisis o después de ella no se pueda hablar de los
árboles. Y parece algo grabado a fuego en el ánimo de la cultura griega
contemporánea. Recuerdo ahora unos versos de uno de los más grandes poetas que
ha dado Grecia, el premio Nobel Yorgos Seferis, “Cuando empecé a crecer me
atormentaban los árboles”. Así aparece ahora la sociedad griega: atormentada por
los árboles. Grecia construyó siempre la belleza desde la delicadeza de las
cosas pequeñas. Su alma humilde –Márkaris la adjetiva como “pobre”- fue un
exponente del más alto valor artístico. Era capaz de hacer poesía de todo
aquello. Un árbol crece desde su lenta y humilde fragilidad. Piensa Márkaris –y
algunos añado yo- en Yannis Tsarujis,
Anguelópulos, Yannis Cunelis, Ritsos, Carolos Cun, Alecos
Fasianós…¿Quién no se ha emocionado, por ejemplo, con tantas secuencias de
“Paisaje en la niebla” de
Anguelópulos, mientras suena la delicada cadencia de Eleni Caraindru? ¿Quién no
ha visto regresar algo de sí mismo al oír a Manos Jatsidakis o Nicos Xidakis? Pero la tragedia
griega –la otra tragedia griega- llegó cuando el país empezó a crecer en sus
falsas ilusiones, y comenzó a -lo que los cerebros económicos llaman- “vivir por
encima de sus posibilidades”. Márkaris así lo afirma, aunque a mí no me guste
demasiado esa expresión. Yo creo que más que vivir por encima de sus
posibilidades –la vida debe vivirse siempre más allá de todo lo posible- Grecia
no supo administrar todos los beneficios económicos de, por ejemplo, entrar en
la UE por un organigrama político que se retroalimentaba con nepotismo y
avaricia. Escribe Márkaris: “Creo que no es necesario entrar en las devastadoras
consecuencias económicas que produjeron estas falsas ilusiones. Hace años que
todo el mundo las conoce. El país no sólo vivía por encima de sus posibilidades,
sino que dio la espalda por completo a su pasado”.
Es ahora cuando llego a
una conclusión. Grecia, además de ser víctima de un sistema político corrupto
–como nosotros, no lo olvidemos-, fue víctima de su propio pasado. Olvidó su
origen humilde, pero incluso fue víctima de algo peor, fue víctima de la idea
griega de su período más esplendoroso. Toda Europa miró a Grecia como el país de
Eurípides, de Sófocles, de Platón…y esa idea tan fundamentada durante el
romanticismo fue su condena. Mucha gente sabe que François Mitterrand apoyó
enérgicamente la entrada de Grecia en la UE por esa idea romántica del pasado
griego. Y luego llegó la decepción de ver que Grecia no era aquello. Yo lo miro
desde otra perspectiva: Grecia no era sólo aquello. Pero esta perspectiva fue
negada por gran parte de Europa, se negaban a verla. Pocos quisieron ver que
Grecia era la puerta a los Balcanes y Oriente –y que eso se plasma en su lengua,
su música, sus hábitos, su cocina-. Parece que las películas bellísimas de
Anguelópulos no fueron suficientes para explicarlo.
Comencé mis palabras
hablando de la metáfora que es Grecia, pero no dije de qué era metáfora de
manera profunda. Después de todo lo que llevo escrito ya puedo desvelarlo sin
sospecha. Grecia es metáfora de Europa, de la falsa idea que intentó construirse
después de la Segunda Guerra Mundial. Y esa falsa idea –máscara y engaño- ha
llevado a Europa a ser víctima, de nuevo, de sus sueños. Todo parece repetirse.
Márkaris hace referencia a la imparable ascensión del partido nazi Amanecer
Dorado. Son consecuencias de un país sin salidas, con las constantes vitales en
un coma inducido desolador. Tampoco olvidemos que Grecia no es el único país que
acoge en los asientos de su parlamento a un partido ultraderechista. Recordemos
el Frente Nacional francés, el Partido para la Libertad en Holanda y Austria, el
Partido Nacional Británico…y así un largo etcétera. Respecto a este estado de
coma inducido y desesperanza, recuerdo una conversación que mantuve este verano
con mi amigo el músico griego Vasilis Ketentsoglu. Caminando
por los bellos rincones de Cisío, fuimos a tomar un café. Las vistas eran
sobrecogedoras: un hermoso atardecer y la Acrópolis al fondo, algo se
vislumbraba también de la antigua Ágora. A veces, se oía el ruido de algún metro
que iba hacia el Pireo. La terraza mantenía aún la belleza de antes. A los pocos
instantes, un joven se acercó a nosotros para pedirnos de comer. La belleza
griega tenía hambre. Instantes después, pregunté a Vasilis cómo se sentía la
sociedad griega. Él respondió con un simple y claro adjetivo: “deprimida”. Esta
imagen tan bipolar es otra consecuencia más de este período. También es metáfora
de una política de la que Márkaris se hace eco en este libro. Nada es lo que
parecía ser: ni Grecia ni Europa. Ahora llegaron los problemas a un continente
en el que al fin y al cabo cada uno de los estados miembros miran tan sólo por
sus propios intereses, sobre todo los más poderosos –los beneficios de Alemania
con la asfixia del sur de Europa son innegables-. Ahora llegan los juicios
crueles, ahora es cuando interesa demostrar que nadie es Grecia –cuando antes
todo era Grecia-, país donde todo es violencia e inseguridad ciudadana, donde ya
no quedan árboles que no atormenten. Yo, sin embargo, animo a que se conozca el
país antes de dejarse llevar por crónicas periodísticas aberrantes que sólo
buscan demostrar lo bien que estamos en tiempos de crisis y lo mal que están
otros. Esa es la falta de madurez y de realidad europea –sobre todo, española-.
Grecia, a pesar de
todo, aún mantiene la ternura, el dejar vivir en la felicidad aunque ella misma
no lo sea. Mientras tanto, cada día atardece en el templo de Sunion, Delfos
espera a su Pitia, en la calle Acinás abre cada mañana su mercado, el barrio de
Psirí aguarda el paso del tiempo y su supervivencia –al igual que mi librería
favorita: “Politía”-, la casa en la que viví hace tiempo, en la calle Porinu,
sigue cerrada. Sin embargo algo no deja de sonreírnos, algo no deja de pedirnos
que lo miremos y lo aceptemos y lo queramos, que no nos marchemos nunca, a pesar
de todo. Yo creo que Grecia pide y espera nuevos árboles que no la atormenten.
Ya lo dije.
Lean este libro de
Márkaris. Comprenderán Grecia y se comprenderán a ustedes, comprenderán todo
aquello que nos pasa. Y no es poco.
NOTA
BENE: Para la transcripción de los términos y nombres propios del
griego moderno he empleado la normativa propuesta por Pedro Bádenas de la Peña.
Sin embargo, he respetado la grafía de Márkaris por ser la aparecida en la
edición del libro.