España es víctima de su propia
herencia, aparentemente cambiante pero en el fondo exactamente la misma. Parece
ser que aún en nosotros queda la imagen nebulosa de aquel imperio donde el sol
era aún más infinito que el horizonte del mar. Esa imagen se ha grabado en
nosotros, los españoles, de manera triste, a veces cruel y peligrosa. De todo
esto se dio cuenta una de las voces más importantes de ese mismo país del que
tuvo que marcharse en el gélido enero de 1939: María Zambrano. España, de este
modo, dejó de ser una ensoñación para convertirse en el centro articulatorio del
pensamiento zambraniano. Por ello celebro que Galaxia
Gutenberg haya iniciado el proceso de publicación de las
Obras Completas de esta figura trascendental del pensamiento español,
más silenciada de lo que debiera, por otro lado. Además, aparecen nuevas
ediciones revisadas que eliminan las posibles erratas que distorsionaban el
verdadero sentido de la obra zambraniana. La edición está dirigida por Jesús
Moreno Sanz y cuenta con la colaboración de Sebastián Fenoy, María Luisa
Maillard, Fernando Muñoz y Virginia Trueba. Este volumen tercero incluye los
libros El hombre y lo divino, Persona y
democracia, La España de Galdós, España, sueño y verdad, Los sueños y el tiempo,
El sueño creador, La tumba de Antígona. Como puede verse, el tema del sueño
es central en la mayor parte de los títulos incluidos en este volumen. Y es que
España, más allá del sueño metafísico calderoniano, siempre estuvo hecha de
ensoñación. Se sueña –que es una manera de desear- aquello que no se tiene,
aquello que se ha perdido. Y España sabe muy bien de pérdidas y de deseos
negados. Pienso ahora en Séneca, por ejemplo. En sus Cartas a Lucilio –que Zambrano se
encarga de citar- escribía “Si quieres suprimir el temor, suprime la esperanza”.
Ahí empezó la verdadera tragedia española: en su aniquilación de la espera.
Séneca marcó el devenir del espíritu español y, posiblemente, el cristianismo
hizo que ese estoicismo no se asimilara bien, provocando que esa extinción de la
esperanza se convirtiera en una terrible resignación. Cuando vivimos bajo la
resignación, tan sólo nos queda soñar. Es la huella que queda de estar vivos. Se
sueña un futuro que ha quedado ahogado de pasado. Así sigue viviendo
infelizmente España. Así lo escribía Zambrano en Persona y democracia:
El pasado pasa y se vive bajo ese
peso; el tiempo transcurre externamente y sólo es sentido como monotonía y
casi como materia. El tiempo, lo más fluido, se hace material, compacto.
¿Quién no ha sentido, en ciertas horas, este extraño condensarse del
tiempo?
Nada pasa, o más bien, es la nada
lo que pasa. Oprime el pasado dejando sentir su peso ligero y nada podemos
discernir en él, nada podemos actualizar de su unidad compacta, como si todo
acontecimiento desdichado o venturoso hubiera sido anulado en esa esfera
inmóvil.
El tiempo y el sueño son dos
constantes en las obras de Zambrano que se reúnen en este volumen III. Y es que
el pensamiento zambraniano se inicia desde esa razón poética que mira dentro del
hombre. La historia radica en el tiempo, pero también en el tiempo del hombre
–aquello que tanto se asemeja a la intrahistoria de Unamuno- y ese mismo tiempo
muestra algo terrible: la finitud. El hombre se siente acotado por el tiempo, le
indica que algo de él siempre acabará. De ahí la necesidad imperiosa de aspirar
a lo divino, condición indispensable de la eternidad. Así nació El hombre y lo divino, desde esa
angustia de lo finito que lleva al ser humano a la búsqueda de sentido. Esta
espiritualidad se convierte en la verdadera esencia del ser. Por ello el ser
está en eterno tránsito hacia esa infinitud. Es la manera de sustituir la
abolición de la espera –o la esperanza- por una necesidad de futuro. Quizá por
eso siempre el hombre necesitara habitar el futuro, ya que éste es aquello que
siempre sobrevivirá al hombre. El futuro es un estado de lejanías, infinito.
Aspirar a él es aspirar a lo divino. Para ello el hombre debe atravesar la
muerte, como los órficos. Platón ya decía que morir era ser iniciado, y ese
mismo juego de palabras usaban los órficos con su teleutân (morir) y su
teleîsthai (ser iniciado). Y estos preceptos, cuando la Iglesia vio que
no contaminaban las bases del cristianismo, fueron acercados a la sociedad
cristiana hasta asumir la vida de esta manera, irremediablemente. Ese
acontecimiento irremediable, como denominé, aboca al hombre a la desaparición
para alcanzar ese infinito. Escribe Zambrano en El hombre y lo
divino:
Y aun para el cristiano la
comunión no se consuma; no destruye definitivamente la diferencia que ha de
soportarse, ese sufrir de Dios, de su lejanía, de su inaccesibilidad. Y, así,
vino a surgir un tipo de cristiano desesperado ya de la comunión, cegado cada
vez más por la muerte, hasta dejarse fascinar por ella; son los atraídos por
la nada en busca del aniquilamiento, secreto último quizá del “quietismo”
español y de todo quietismo declarado o encubierto: la desesperación de
alcanzar una total, única comunión. Y la experiencia de esta imposibilidad, la
aparición de la muerte, de la nada en quien Dios y el hombre se igualan,
búsqueda, suicidio en la nada porque en ella ya no hay diferencia, como si
ella fuese el fondo del abismo divino.
La angustia del tiempo se convierte,
de este modo, en la anulación del hombre y su tiempo. Y esto se traslada
directamente al tiempo de la historia, de la historia de todos los hombres,
aquella que viene escrita en libros y que luego se interpreta, muchas veces, sin
demasiado éxito. Los absolutismos pretenden arrancar el tiempo del hombre para
nutrirse de él, apoderarse de él. ¿Qué sería de la historia española sin el
tiempo? ¿Cómo puede sobrevivir un país que halla sus relojes cuando ha debido
abolir la esperanza –es decir la existencia de futuro? El absolutismo,
engendrado en el sueño de la totalidad y de la infinitud con ciertos tintes
mesiánicos y divinos, se hizo con el tiempo para impedir la libertad íntima del
hombre. Se construyó sobre él. Ese impedimento de libertad provocó algo
terrible: el desconocimiento de su existencia. Desconocer la existencia del
principio de libertad ha sido la verdadera tragedia de este melancólico país
llamado España. Aniquilado su tiempo –de hecho, a título personal, diré que a
veces parece que no transcurra nunca en la razón de su pensamiento-, sólo le
quedó resignarse. Escribe Zambrano en Persona y
democracia:
Para el ansia de establecer un
poder que ordenara universalmente las cosas terrenas, el tiempo es el mayor
enemigo, la perenne obsesión. No deja de ser un dato curioso, acerca de la
sensibilidad de este momento, que el emperador Carlos V en su retiro en Yuste
tuviera la obsesión de mantener el funcionamiento de los innumerables relojes
que llenaban las habitaciones, en absoluta precisión y
sincronismo.
La razón situaba sus verdades más
allá del tiempo y la religión en la Eternidad. Y de las dos cosas habría de
nutrirse el sueño del absolutismo: construir, no fuera del tiempo, sino sobre
el tiempo.
Retener el tiempo para los
absolutismos es, como dice Zambrano, una necesidad de que “esto sea así para
siempre”. “Para siempre”, ¿acaso no es una manera vil de acercarse al futuro, de
parecerse a él? ¿Acaso algo así ocurrió, día tras día, durante los terribles
años de dictadura franquista? ¿Acaso ese “para siempre” no se ha inoculado y aún
seguimos mirando, en parte, con sus ojos? Por ello Zambrano propone un regreso
al tiempo, un reconocimiento de él como síntoma primero de su propia libertad.
Los griegos tenían sus oráculos para sentirse prolongados en el tiempo y formar
parte del futuro. Ir a Delfos era convertirse en presagio, un bello indicio de
supervivencia. Zambrano encuentra ese tiempo dentro del hombre, unido a lo
divino de quien siente nostalgia.
El pensamiento zambraniano que
reúnen estos siete libros circunda estos temas. De ahí el acierto de la
editorial de aunarlos en un mismo volumen. Es muy amplio el espectro filosófico
y literario de Zambrano –todo en ella fue filosofía, pero todo, también, fue
poesía, literatura de gran belleza- por ello cobra importancia esta división
temática para entender su España –que es la nuestra-, su sueño, su misticismo y
su realidad que sufre el tiempo y se resigna.
SELECCIÓN
DE TEXTOS
Un límite como lo son los espejos
que producen, más aún en lugar escondido o confinado, el espejismo de la
ilimitación. Y en realidad conceden a la visión algo, sí, precioso, un medio
distinto de visibilidad y, sobre todo, un medio apto como ninguno a la
reflexión. Y una constatación. Las figuras en el espejo aligeradas, sin peso,
imágenes, se aparecen como dotadas de entidad. Y si el espejo es metálico, si es
del metal que parece contener luz propia –mientras que la plata parece estarla
recibiendo como de una fuente, luna y agua un tanto temblorosa-, si es en el
oro, la figura tiene carácter de aparición impar, sagrada. Impronta y sello
perdurable de una luz que rebasa la luz solar; cambiante al fin, dada a
ocultarse, a nublarse en cualquier momento, sujeta a la alteración, en fin, no
invulnerable. La luz que irradia el oro es una dura, inexorable luz,
inalterable, perdurable.
El
hombre y lo divino
Entrar en nuestra soledad supone
disponer del tiempo, movernos en él, y si se hace bien, saber usarlo. El riesgo
del vivir humanamente es perder el tiempo que, en caso extremo, es matarlo,
según en castellano se dice. Y tanto se pierde o se mata el tiempo,
desentendiéndose excesivamente de lo que pasa en torno nuestro, como no entrando
en soledad, no ensimismándose. Y el tiempo se nos pierde por no saber usarlo,
por dejarnos llevar por él, o bien por olvidarnos de que existe y de que su
existir es…pasar quedándose.
Persona
y democracia
Y en esa mudez, en esa especie de
retirada de la palabra, el escritor, el que la soporta, recibe algo así
como el germen de una palabra nueva
y, con ella, el sello de su definitiva vocación.
España,
sueño y verdad
Los sueños son fragmentos absolutos.
Absolutos por su fijeza, y por brotar disparados en vista de la totalidad de la
vida, del ser entero en la figura irrenunciable aún no
habida.
No aparece la palabra en esta
modalidad de soñar. La palabra despierta, y si se da dentro del sueño es como un
aviso que llega de lejos y que deshace ese tramar que crea la estrofa de
calumnia, y la desgarra en un punto. La palabra así viene de otra dimensión, o
más bien de nada; la palabra suena sola, impersonal. Antes de venir de alguien,
viene de un campo, de un reino.
El
sueño creador
Pero mi historia es sangrienta.
Toda, toda la historia está hecha con sangre, toda historia es de sangre, y las
lágrimas no se ven. El llanto es como el agua, lava y no deja rastro. El tiempo,
¿qué importa? ¿No estoy yo aquí sin tiempo ya, y casi sin sangre, pero en virtud
de una historia, enredada en una historia? Puede pasarse el tiempo, y la sangre
no correr ya, pero si sangre hubo y corrió, sigue la historia deteniendo el
tiempo, enredándolo, condenándolo. Condenándolo. Por eso no me muero, no me
puedo morir hasta que no se me dé la razón de esta sangre y se vaya la historia,
dejando vivir a la vida. Sólo viviendo se puede morir.
La
tumba de Antígona