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Manuel Rico: <i>Fugitiva ciudad</i> (Hiperión, 2012)

Manuel Rico: Fugitiva ciudad (Hiperión, 2012)

    TÍTULO
Fugitiva ciudad

    AUTOR
Manuel Rico

    EDITORIAL
Hiperión

    PREMIOS
Premio Internacional «Miguel Hernández-Comunidad Valenciana»

    OTROS DATOS
ISBN: 978-84-9002-003-6. Madrid, 2012. 96 páginas. 10 €



Manuel Rico

Manuel Rico


Tribuna/Tribuna libre
Manuel Rico retiene con fuerza la memoria en su Fugitiva ciudad
Por Miguel Veyrat, lunes, 10 de diciembre de 2012
La certeza futura anida
En las verdades de la memoria

M. Rico

Ayer mismo tomaba yo unas notas en mi cuaderno de poeta. Por ejemplo escribía: “Yo vivo en la lengua, hablo con la vida misma. Y hablo porque la vida no me basta”. Pensé en un primer impulso convertirlas en la apertura de un poema por escribir; pero ya tenía en mente y sobre mi escritorio el último libro de poesía publicado por Manuel Rico, Fugitiva ciudad” (1) y él debía ser su primer destinatario. Porque también pensé que el mejor psicoanalista no lograría jamás establecer con exactitud cómo se dan los millones de asociaciones por nanosegundo que se ejecutan en las neuronas de un escritor… hasta hallar las palabras exactas que detallen causas y conclusiones de su propia vida en la sublimación escrita que se propone extender. Es más, creo que Manuel Rico (2) vive permanentemente en el lenguaje literario e ideológico y lo usa como elixir vital porque la propia vida no le basta, a pesar del amor por ella que derrama constantemente. Es uno de esos hombres de letras imprescindibles que providencialmente da una generación: Narrador de éxito en todos los géneros —a los que acaba de agregar el dietarismo resucitado por la moda editorial; poeta, periodista, militante político y social, diputado electo, crítico literario, agente cultural y director de una de las más prestigiosas y limpias colecciones de poesía en esta España de literatura vendida permanentemente al mejor postor.

Es pues éste un libro escrito por Manuel Rico “nel mezzo del cammin” de una vida vivida con plenitud sobre la práctica del lenguaje literario; más dantesco que machadiano, pues en su escritura no se cierran las estelas que abre su propia su propia quilla al dejar atrás la singladura—personal y colectiva— ya cumplida, para contemplarla meramente desde el acantilado al que llega en este libro; intenta por el contrario, desde lo alto, un descenso a los infiernos atisbados entre la monotonía del tiempo reseco del franquismo aliviado por los estiajes de una militancia clandestina. Es un libro que servirá para apoyar datos en su paradigma correlativo a los micro-historiadores que desde hace apenas medio siglo incorporan los hechos y emociones cotidianas narradas por poemas, novelas y periódicos. Mas para empuñar el gobernalle de un nuevo impulso en busca del sentido de su vida futura en lo desconocido, se apoya firmemente en un pecho amigo largamente estudiado y estrechado: aquel Manuel Vázquez Montalbán que comenzó a levantar, junto con algunos otros pocos, el borde de la manta que encubría nuestra miseria de españoles secuestrados. Y así, la primera parte del libro, en “los barrios inciertos”, se encomienda al gran poeta, periodista y militante antifascista que fue Vázquez Montalbán en sustancioso epígrafe tomado precisamente del libro de 1997 titulado “Ciudad”:

 

Pero sólo serás libre al llegar a Memoria

la ciudad donde habita tu único destino

el frío aguarda más allá de las patrias

más allá de los nombres conocidos.

 

Para avanzar, nunca olvidar lo cierto, sus verdades: esa patria que jamás engaña. Servirá pues para el empeño el sobrevuelo sobre lo “fugitivo” del recuerdo en la ciudad habitada antaño para conocer las ansias y escenarios de aquellos hijos de los perdedores de la guerra civil, que creyeron en la farsa de la sucesión ordenada al franquismo y cuyas cloacas comienzan a aflorar en nuestros días. Manuel Rico, para intuir cuál será a partir de ahora su destino viaja por las calles de su aprendizaje en el sentido del “efecto mariposa”; así se acerca a lo global de las ciudades y sucesos míticos que le marcaron desde el diminuto punto de partida del barrio donde nació y vivió como niño, adolescente y ahora adulto: el muchacho ya viejo que amó las periferias/ urbanas y mortales, intentando atrapar/ la sombra de un poema.

 

Un Madrid que se extiende y encoge alternativamente en el recorrido sentimental donde “Memoria” le lleva a los escenarios más íntimos de su estado de crisálida, como el humilde cuarto de una casa de citas  donde la carne se le encoge en el recuerdo de una breves bragas aún temblando de carne nueva… o en los domingos de una periferia pequeño burguesa y aburrida, tanto como “un día no laborable en el polígono industrial”, los ecos del Bukowvsky recién leído por el “huidizo muchacho”, los recorridos en trenes de cercanías con “el corazón desamueblado”, el entierro de un entrañable amigo o la soledad que atrapa el pecho a la cabecera de la madre muerta. Establecido ya el escenario para dar respuesta adecuada a los citados versos de quien hará el papel de Virgilio en tal viaje; tras conjurar el peligro del olvido —(…) El viento se deshace/ en la orfandad sin viento que vive el sustantivo,/ en el lugar nombrado o en la tierra/ de lo innombrable, de lo deshecho o roto, de lo humillado—, el poeta comienza precisamente su libro con esta evocación:  

 

Era en la nebulosa de las calles

de una ciudad tendida,

como ropa al sol, tras la ventana abierta

al resplandor del miedo. (…)

 

Y las páginas van abriendo en pleamares la lenta progresión de la vida de un hombre que ya se siente con la capacidad de poner sobre la mesa sus actos y contemplarlos con voluntad analítica, siempre en la inabarcable duda acerca de adónde le llevará el futuro; quizás allá mismo Donde agonizan los deseos, como en la confesión que cierra las guardas. Entre la decepción reflexiva de la colección de poemas también sabremos de otras ciudades que afincaron la realidad histórica en su frente, fijando lo fugitivo del pasado en la lenta progresión de sus certezas ideológicas,  en la conciencia crítica y madura: los años de plomo que se replican en Roma musitando acaso los versos de Pasolini rescatados de “Memoria” ante la tumba de Gramsci, aquél que iluminaba/ ciudades sin escoria en los “Cuadernos/ de la cárcel” (…) ; en la cena en Frankfurt con Juan Gelman, por la risa compartida “contra la incertidumbre de una Europa cobarde” y que el autor aprovecha para el recuento de los amores que también marcaron su quehacer literario, Gabo, Blas de Otero, Haroldo Conti con los que recupera el Silencio de pana y de ternuras/ de divisorias rotas, de fronteras/ que se deshacen/ al comprobar con sereno desengaño que sus propios fantasmas, sus demonios, sus terrores pequeños de “viajero que huye” para no volver en el aroma del viejo tango, no fueron patrimonio  exclusivo de su ciudad fugitiva; que el fermento de la nostalgia se halla siempre bajo los adoquines de cualquiera de las ciudades visitadas donde yace siempre contrariado por la Historia el espíritu  de toda primavera política y social —como aquel mítico ‘68 que su generación no pudo cumplimentar.

 

Capítulo esencial de esta elegía distribuída en poemas de diversa factura —que alcanza incluso arquitectura y metro de soneto en las páginas finales—, y que merece ser resaltado junto al recorrido por las pasiones con más calor guardadas como música y pintura, será el tributo que rinde Manuel Rico a la amistad, una de sus virtudes humanas esenciales. Ellos, sus amigos como el ya citado Manolo Vázquez Montalbán, Dulce Chacón o Diego Jesús Jiménez, aportan  en los versos que les dedica el complemento emocional indispensable para apuntalar “las verdades de la memoria” sobre las que ha reconstruido su trayectoria existencial de “Homo Viator” —como lo hubiese llamado aquel Gabriel Marcel conciliador entre el sentido de los dos itinerarios posibles para el Ser que trazaron  Sartre y Heidegger. Entre la Nada y el Tiempo, Manuel Rico decide final y humildemente  su propio camino: Clausura por de pronto el presente tramo de calzada con una reflexión que es “Herma”, al tiempo que  mojón poético  respirando exacto en sus vestiduras clásicas:

 

NO REVELA el poema necedades

sino rastros de una verdad antigua.

Cruza puertas y muros, atestigua

temblores del idioma, salvedades.

 

Que olvidamos a veces, las edades

que cruzamos a ciegas o la exigua

señal del tiempo roto: así es de ambigua

la lengua entre los versos. Las verdades

 

en el miedo se escriben o en el gozo.

Son realidad y vida, no poema.

Este miente y araña y así enciende

 

El núcleo de la vida, el turbio esbozo

de los sueños ajados, el emblema

de lo extraño, la luz que nunca ofende.

 


 
 

TRES POEMAS DE FUGITIVA CIUDAD

 

 

DE LA ORFANDAD COMPLETA

 

A Águeda Lucía (1920-1998), la madre.

 

El aire lleva indicios

de los días inestables donde habita

la primavera rota de la madre, la primavera

que nunca llegaría —ella soñaba,

en los pasillos de la muerte

de una casa prestada, jamás suya,

la floración de los frutales y la lluvia de abril—,

los días de aquel marzo de mil novecientos

noventa y ocho

que no llegaron pues la muerte

fue el anticipo del silencio, el olor de los éteres y de la metadona,

el frío de la calle y de la noche

desahuciada.

 

Estabas solo cuando el silencio negro.

Solo con ella cuando el silencio de afilado cristal

fue definitivo, agrio segundo, hueco

de eterna duración.

Solo con el tiempo desguazado

en la casa que no fue nunca suya ni de nadie.

 

Hay días que se sueñan y temen, días

que no  florecen,

en los que el aire, y la ciudad, y el agua,

se llenan de silencios y de niebla,

te saben a infancias ya prescritas y a bufandas de lana,

a mantas que no sirven, a días casi inmóviles

de pócimas inútiles: como aquel de febrero

de la orfandad completa y de la madre rota

de mil novecientos

noventa y ocho. 

 

 

CAMPOS DE TRABAJO. LAS HUELLAS.

(SIERRA NORTE DE MADRID)

 

A veces, en tierra conocida, al otro lado

de las cumbres que acogen tus veranos,

asoman monumentos

que cantan al silencio de los rotos. Involuntarios muros

de arenisca o ladrillo donde llora el recuerdo.

                                                                         Se alzan,

roídos por lluvia y vendavales, junto a pueblos

que enmudeció el terror. Sin tumbas ni lápidas, sólo

el silencio invernal o el chirrido

del grillo del verano contra el aire viciado

por la asustada memoria de los muertos

y de los encarcelados. Sin osamentas

ni cadáveres, sin placas que indiquen

el lugar de la noche,

en el aire se respira el temblor

de quienes vivieron poco y sufrieron lo indecible

junto a los muros de la desvergüenza. 

 

La arquitectura muerta, las ruinas.

Los barracones, la greda o el granito

viejo. El musgo de la noche, el llanto ahogado

de los solos, la cal de la memoria

manchando el siglo xxi, la más pura mirada

de los adolescentes que acuden los domingos

a beberse en la tarde los amores ocultos

detrás de los endrinos que acogieron dolor.

 

Los vencejos que anidan

en los rotos, las cornejas que acechan

en el pueblo que olvida y teme todavía,

tantos años después,

la ley de la venganza

universal, la que enmudece y lastra

al derrotado, la que extiende, como una alfombra negra,

la humillación, la trampa

que conduce al reverso y es abismo

todavía.

 

 

Hoy te miro y te sueño

de piel acariciable y medias negras,

de puta primeriza y sexo ineducado,

de habitación pequeña y colcha sin embozo,

de agridulce sonrisa y noche triste.

 

Tal vez porque el recuerdo pinte

a un mujer muy joven, esculpida

con la voz quebradiza junto a mesas ocultas

de perdidos cafés frente a innombrados parques

cercados por el ocre en la puerta de octubre,

te sueño de esa guisa y me estremezco

al oír tu pasado: la madera

del banco donde, a veces, nos hablaba

la soledad. La noticia del agua acariciando

puertos que te acogieron mientras leías

relatos de Cortázar o confusos informes

prescribiendo utopías y huelgas generales, la barraca

muriéndose en la tarde de un diciembre de hielo

mientras yo disparaba a inseguros muñecos

en un carrusel de invierno, justo al borde

de la ciudad que despertaba

de la más larga noche.

 

Pero hoy te miro. Los años

no te desdibujan ni te vencen.

Te han llenado de vida y de señales.

hablan de mí también, de nuestra historia

de perezas y dudas, de fiebres y de olvido,

de entregas algo fútiles

mas siempre generosas, casi ciegas

de juventud incandescente.

 

NOTAS

(1) Fugitiva ciudad, Premio Internacional Miguel Hernández-Comunidad Valenciana. Poesía Hiperión, 2012.

(2) Manuel Rico (Madrid, 1952) es autor entre otras obras de los libros de poemas La densidad de los espejos (Premio Juan Ramón Jiménez 1997), Donde nunca hubo ángeles (Visor 2003) y De viejas estaciones invernales (Igitur, 2006) y protagoniza la Antología publicada por Hiperión Monólogo del entreacto, 100 poemas (2007). Sus últimas novelas se titulan Trenes en la niebla (Espasa 2005) y Verano (Alianza 2008), esta última galardonada con el premio Ramón Gómez de la Serna 2009. También Es autor del único ensayo publicado sobre la totalidad de la obra de Manuel Vázquez Montalbán, Memoria deseo y compasión (Mondadori, 2001), y del libro de viajes Por la Sierra del Agua (Gadir, 2007). Dirige la colección de poesía de Bartleby Editores.

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