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Gabriel García Márquez: <i>La hojarasca</i> (Primera edición, Ediciones S.L.B., Bogotá, 1955)

Gabriel García Márquez: La hojarasca (Primera edición, Ediciones S.L.B., Bogotá, 1955)

    AUTOR
Jesús Ortiz Pérez del Molino

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Cantabria (España), 1954

    BREVE CURRICULUM
Lleva más de tres décadas y media en el mundo de la comunicación impresa y es coeditor de la barcelonesa Icaria y editor de la joven editorial milrazones, fundada en 2008. Director de la Feria del Libro Independiente en Cantabria (Flic!), que se acaba de celebrar en Santander los días 5 al 8 de julio




Tribuna/Tribuna libre
La hojarasca
Por Jesús Ortiz Pérez del Molino, lunes, 9 de julio de 2012
La hojarasca, primera novela de Gabriel García Márquez, se publicó en 1955, tuvo excelentes críticas pero no se vendió apenas y su autor «no recibió de nadie 'ni un céntimo por regalías'». En 1967 apareció Cien años de soledad, que lleva vendidos más de 25 millones de ejemplares en 40 idiomas. Su autor ha obtenido el Nobel de literatura y, seguramente, a estas alturas habrá recibido también unas regalías sustanciosas por La hojarasca, que no deja de reeditarse (por supuesto, con todo merecimiento).

El que con seguridad no se ha recuperado de las pérdidas de aquella primera edición de La hojarasca es su editor, cuyo nombre e historia ni siquiera conocemos. Podemos encontrar la referencia de su firma (Ediciones S.L.B., de Bogotá, Colombia) en los catálogos donde se subasta algún ejemplar de aquella edición: ahora se pagan a unos 3.000 o 4.000 euros los que él no pudo vender baratos en número suficiente. La editorial desapareció sin dejar otro rastro, el autor creció hasta donde sabemos.

 

Esta historia no es ni mucho menos excepcional. Desde luego, hay muchas otras variantes igualmente frecuentes: la pequeña editorial va prosperando y creciendo con los años, autores hay que desaparecen sin dejar rastro… lo que no es nada habitual es que un autor de peso haya empezado publicando en una gran editorial. Y es que nadie sabe cómo va a resultar un libro, si logrará encandilar a un número suficiente de lectores para que su edición tenga sentido económico. Así que un editor sensato espera a que un autor haya demostrado tener enganche con el público, que haya vendido dos o tres millares de ejemplares en una pequeña editorial sin presupuesto que dedicar a la promoción, antes de invertir en él, poner en marcha su bien engrasada maquinaria comercial y lograr que su siguiente título venda un mínimo de diez veces la cifra anterior. Solo así editor y autor pueden ganarse la vida y dar dividendos a los accionistas.

 

Es decir, el editor sensato necesita la existencia de otros cuantos que no lo son, que arriesgan su capital y energías en libros por razones peregrinas (desde el punto de vista comercial): por ejemplo, que le gustan. Pero no tiene que preocuparse por estos editores: aparecen por doquier, cualquiera sea la situación. Como setas, ha dicho recientemente algún prócer del sector. Sí: por suerte para todos no falta la gente con ideas, con ganas de probar lo que no se hace, los que arriesgan lo que tienen para ganar más. Y no es raro que lo consigan: a veces ganan dinero, con más frecuencia amigos interesantes, una vida intensa, una comprensión amplia del mundo que incluye cierta sabiduría de desahuciado. Gente, hombres y mujeres, con un gen muy activo: el de la innovación, el de no creerse que la manera dominante de hacer las cosas sea la única posible o conveniente.

 

Esta división del trabajo entre descubrir y rentabilizar no es nada nueva en el mundo de los libros. Lo que ha cambiado es el nombre: a las editoriales descubridoras de antes se les llamaba «pequeñas», mientras que ahora se prefiere el término «independiente», queriendo decir que no están integradas en uno de los grandes, enormes, grupos del sector. El cambio se produjo en las décadas de 1980 y 1990, cuando todas las empresas de todos los sectores empezaron a devorarse unas a otras, emitiendo mientras masticaban palabros como «sinergias», «economía de escala» y otros del mismo jaez, de difícil comprensión para los editores que dirigían las pequeñas editoriales pero perfectamente integrados en el vocabulario de los contables que pasaron a ocupar sus sillones.

 

Por supuesto, no se trata de decir que las editoriales poderosas no hagan productos buenos, porque es manifiesto lo contrario: hacen muchos libros excelentes, aunque también inundan los escaparates de muchos otros que carecen de todo interés, pura hojarasca. Cumplen funciones necesarias, entre ellas la de multiplicar libros excelentes que estaban hechos por editoriales independientes, abaratándolos y acercándoselos a públicos que previamente no tenían acceso fácil a ellos. Pero su concepción del negocio les obliga a poner la rentabilidad por encima de cualquier otra consideración, y rentabilidad es casi sinónimo de tirada: cuanto más grande, mejor. Por tanto, el interés es imprimir y vender muchos ejemplares del mismo título. Y así, no solo descubrir nuevos autores, sino también atender las necesidades e intereses de grupos minoritarios, experimentar, intentar sorprender… son tareas que quedan fuera de su actividad. Es en estas tareas, en consecuencia, donde las editoriales independientes se mueven como pez en el agua. El agua en la España de 2012 está poblada de una enorme variedad de alegres pececillos juguetones. Mientras los contemplamos regocijados, algunos desaparecen rumbo a quién sabe dónde, pero no dejan de entrar otros, parecidos pero nunca iguales.

En medio de la verborreica hojarasca que aturde las estanterías, el ojeador avispado seguirá encontrando aquí y allá la pieza que justifica la búsqueda, la lectura que le hará abrir los ojos con admiración, lo mejor del ingenio humano, los pensamientos de quienes pasan por el mundo haciendo poco ruido pero conmoviendo y enseñando. Para mantener vivo ese flujo necesitamos de empresas editoriales que arriesguen. Quizá sea bueno que todos cuidemos de que el ecosistema se mantenga, de que la voracidad de los mayores no siga devorando hasta que no quede nada.

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