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Stuart Galbraith: <i>Akira Kurosawa. El emperador y el lobo</i> (T&B Editores, 2010)

Stuart Galbraith: Akira Kurosawa. El emperador y el lobo (T&B Editores, 2010)



Akira Kurosawa a principios de la década de 1950 (fuente: wikipedia)

Akira Kurosawa a principios de la década de 1950 (fuente: wikipedia)

Toshiro Mifune en <i>Rashōmon</i>, 1950 (fuente: wikipedia)

Toshiro Mifune en Rashōmon, 1950 (fuente: wikipedia)


Tribuna/Tribuna libre
Stuart Galbraith: Akira Kurosawa. El emperador y el lobo (T&B Editores, 2010)
Por Stuart Galbraith, sábado, 1 de mayo de 2010
Cuando se cumplen 100 años del nacimiento del cineasta japonés más internacional de todos los tiempos es un buen momento para repasar su obra. Sus películas han inspirado popularísimas versiones norteamericanas e influido en directores como George Lucas, Steven Spielberg, Francis Ford Coppola y Martin Scorsese. Su impacto sobre el mundo del cine internacional es indiscutible. Este libro analiza en profundidad a este gran artista y su legado cinematográfico, combinando detalles curiosos, muchos de ellos no conocidos hasta ahora, sobre la tumultuosa vida de Kurosawa y la tormentosa relación que mantuvo con los estudios y con su actor fetiche, Toshiro Mifune, con una perspicaz lectura de los grandes temas de la obra del cineasta japonés. Pero además de la crónica de la vida y el arte de Akira Kurosawa. El emperador y el lobo (T&B Editores, 2010), de Stuart Galbraith, es la historia del cine japonés, su evolución, sus directores y sus actores, y un irreverente estudio de las culturas norteamericana y nipona, el punto de vista desde el que cada sociedad observa a la otra y un comentario sobre cómo eran recibidas las grandes cintas japonesas en su país y en el resto del mundo.


Tráiler de Rashomon, de Akira Kurosawa (vídeo colgado en YouTube por janusfilmsnyc)

Cuando Akira Kurosawa murió el 6 de septiembre de 1998, los homenajes al director de Rashomon, Los siete samuráis y Yohimbo llovieron de todas partes del mundo. Steven Spielberg le llamó «el Shakespeare pictórico de nuestro tiempo», mientras que Martin Scorsese comentó: «Su influencia es tan profunda que puede calificarse de incomparable. No hay nadie como él». En un panegírico que escribió para “Time”, Scorsese añadía: «[Era] uno de los grandes tesoros de la historia del cine».

Cuando le preguntaron cuál era su película de Kurosawa favorita para un documental japonés en vídeo, un divertido Francis Ford Coppola dijo: «Bueno, hay tantas fantásticas que podemos preguntarnos cuáles son las grandes y cuáles son sólo muy, muy buenas».

En Kurosawa Production, en Yokohama, cuatro mil amigos, parientes y colegas fueron invitados a un funeral que se celebraría en la “Sala Dorada” que se conservó de los decorados de Ran.

Aparecieron treinta y cinco mil.

Los periodistas informaron debidamente sobre la procesión de rostros famosos que entraban y salían del estudio del difunto director. Tatsuya Nakadai, el protagonista de Kagemusha y Ran, que empezó como extra en Los siete samuráis cuarenta y cinco años antes, recordó tristemente su última conversación con el director; dijo que habían hablado de hacer una última película juntos. El cineasta Nagisha Oshima estaba allí, el director de la “Nueva ola” cuyo trabajo visionario y radical había contribuido a desplazar a Kurosawa de los ojos de muchos críticos japoneses se mostraba ahora frágil y preocupado ante los diversos periodistas: «Parecía que hubiera alcanzado un lugar celestial... Respetaba al señor Kurosawa por su devoción de toda una vida al trabajo».



Tráiler de Los siete samuráis, de Akira Kurosawa (vídeo colgado en YouTube por ScarVsEthan)

«La muerte de Kurosawa marca el fin de una era, pero debemos seguir adelante», dijo el director Nobuhiko Obayashi, como si se estuviera recuperando tras una catástrofe natural. «Era una figura paternal en el mundo del cine.» Spielberg dijo a una agencia de noticias japonesa: «No estoy seguro [de que haya ningún otro] cineasta contemporáneo de la Edad de Oro del cine que [fuese] más grande a los setenta y tantos». En su panegírico, Scorsese se maravillaba de cómo, a los ochenta y dos años, Kurosawa seguía trepando por las escaleras en los platós. A los setenta y pico y a los ochenta dirigió, sorprendentemente, cinco películas notables, cada vez más reflexivas.

Pero parecía que el Kurosawa tan admirado en Occidente hubiera sido rechazado en su propio país durante la mayor parte de las tres últimas décadas. Tras su ruptura con el actor Toshiro Mifune –con el que hizo sus mejores películas–, el fracaso en taquilla de Dodes’ka-den (1970) y su consiguiente intento de suicidio, una insondable dicotomía se alzaba sobre el valor de sus trabajos posteriores.

¿Quién era aquel hombre que dirigía en el plató con tanta autocracia que se le puso el mote de Tenno, “emperador” en japonés? En su libro de 1982 “Some -thing Like an Autobiography” (“Una especie de autobiografía”), el propio Kurosawa escribió: «Creo que lo que me pertenece sólo a mí no es lo bastante interesante como para dejar constancia y que quede después de mí. Más importante es mi convicción de que si tuviera que escribir algo, acabaría siendo nada más que palabras sobre películas. En otras palabras, tómese “yo mismo”, réstese “películas” y el resultado es “cero”».

Pero la vida de Akira Kurosawa y del actor con el que se le asocia más estrechamente están llenas de dramatismo y misterio. ¿Por qué, por ejemplo, pusieron fin Kurosawa y Mifune a su artísticamente lucrativa colaboración? ¿Y cómo pudieron las carreras de aquellos dos gigantes del cine mundial hundirse de manera tan total en los años setenta? ¿Por qué fracasaron los dos proyectos de Kurosawa en Hollywood de modo tan desastroso? ¿Por qué, en 1971, Kurosawa intentó suicidarse? ¿Cómo pudieron los japoneses, según dijeron los medios de comunicación occidentales, rechazar hasta tal punto las últimas obras de este cineasta magistral ante el clamor prácticamente unánime de aprobación que recibía en todos los demás puntos del globo? ¿Fue su estilo cada vez más expresionista? ¿Fue resentimiento japonés por sus influencias occidentales?

Y en lo que se refiere a Mifune, si su personaje en la pantalla y su fama expresan, como dice el escritor Michael Atkinson, «ideas de japonesismo de posguerra, “inescrutables”, poco escrupulosas y listas para la batalla», ¿cómo pudo estar el auténtico Mifune a la altura y cómo pudo enfrentarse con la poco envidiable tarea de simbolizar, para el resto del mundo, el ideal japonés de posguerra? En Occidente se sabe muy poco de la vida personal y profesional de Mifune; es increíble que por ahora no exista una biografía en inglés. Los artículos de periódicos y revistas nos informan solamente de que creció en Manchuria, China, de padres japoneses, y no pisó suelo nipón hasta los veinte años. Se hizo actor casi por casualidad: Mifune, que fue fotógrafo aéreo durante la II Guerra Mundial, fue a los Estudios Toho después de la guerra con la esperanza de conseguir un trabajo como ayudante de cámara. No se sabe cómo, acabó participando en el concurso “Nuevos rostros” del estudio, y fue prácticamente rechazado por un jurado que se sintió insultado ante la aparente falta de respeto del actor. La actriz Hideko Takamine, el director Kajiro Yamamoto (mentor de Kurosawa) y el propio Kurosawa vieron un talento en estado puro y poco corriente en aquel vagabundo obstinado y sencillo. Llegó al estrellato con Yoidore tenshi (1948), de Kurosawa, que sólo era su tercera película. Fue como si hubiera surgido de la nada, una idea que el actor fomentó en todas las entrevistas que daba.



Tráiler de Yojimbo, de Akira Kurosawa (vídeo colgado en YouTube por ren48185)

La mayor parte de las ciento veintiséis películas de Mifune y las diecisiete hechas para televisión se distribuyeron muy poco o nada en Estados Unidos. Aparte de un puñado de películas que hizo para el director Hiroshi Inagaki (la trilogía del Samurái), la carrera de Mifune en Japón está unida de manera singular a las dieciséis películas que hizo con Kurosawa. Por desgracia, la cobertura mediática americana de su muerte se centró menos en sus películas con Kurosawa que en el papel coprotagonista en la miniserie americana Shogun, junto a Richard Chamberlain. Sus películas con otros grandes directores, como Kenji Mizoguchi, Kihachi Okamoto, Yoji Yamada y Masaki Kobayashi fueron prácticamente ignoradas.

Para muchos periodistas, Mifune era una imitación asiática del Duque (ciertamente, se hablaba muchas veces de él como de «el John Wayne japonés») que cambiaba el rifle por una espada y se convertía en el arquetípico samurái de la pantalla en aquellos westerns japoneses. Como escribió Clyde Haberman en “The New York Times”: «Igual que Wayne en cierto momento dejó de ser solamente un actor que sabía cómo subirse a un caballo y se convirtió en “el” cowboy americano, del mismo modo el señor Mifune es el shogun, una imagen que la gente del mundo cinematográfico japonés cree que a él le gusta fomentar». Clint Eastwood, que se convirtió en estrella imitando los movimientos de Mifune en el remake de Yohimbo de Sergio Leone, Por un puñado de dólares, reconoce de buen grado la influencia de Mifune: «[Él] me sirvió sin duda de inspiración. Siempre será para nosotros el gran samurái». Pero las comparaciones entre Mifune y Wayne fueron groseramente exageradas e irreflexivas, y el propio Mifune dijo una vez que «John Wayne era una auténtica estrella, un gigante. Se alzaba por encima de todos. Yo no soy más que polvo de estrellas a sus pies».

De todos modos, no hay ningún otro actor japonés tan conocido como él en Occidente. La extraña imitación de John Belushi del personaje de Mifune en Yohimbo, para el programa Saturday Night Live, parecía no tanto una parodia como un homenaje de un antiguo admirador. El escritor Stephen Hunter, en un comentario para “The Washington Post”, dijo: «Fuese o no fuese inmediatamente reconocible su nombre, [Mifune] era una estrella de cine sin igual». Al propio Mifune le gustaba decir: «No siempre estoy genial en las películas, pero siempre soy fiel al espíritu japonés», y una encuesta de 1984 en una revista japonesa nombraba a Mifune «el hombre más japonés». Pero esto tampoco tiene en cuenta gran parte de sus mejores trabajos. Mifune, actor dramático camaleónico más parecido a De Niro, Jack Nicholson o Marcello Mastroianni, se sentía igualmente a gusto en papeles contemporáneos, como los ejecutivos actuales de Tengoku-to jigoku (El infierno del odio) o Warui Yatsu hodo yoku nemuru. El escritor Michael Jeck recordaba cómo un compañero de universidad había asistido a una función doble de Kurosawa y Mifune, Donzoku y I kimono no kiroku. En la última Mifune, que tenía treinta y cinco años, interpretaba a un hombre de setenta obsesionado con el miedo a un holocausto nuclear. Cuando Jeck preguntó entusiasmado a su compañero si le había gustado la interpretación de Mifune, el compañero contestó: «Ah, ¿es que también salía en ésa?».

Esto es comprensible, pues pocos actores (cuando les dirigen bien) han tenido el registro o la intensidad de Toshiro Mifune. Interpretó a un magnate de la automoción y a un mecánico, a un campesino mejicano, a modestos soldados del ejército y a importantes almirantes de la Marina Imperial. Como fanfarrón aspirante a samurái en Los siete samuráis, Mifune es sucesivamente alocado, valiente, incrédulo, extravagante y finalmente casi insoportablemente trágico. En contraste con este papel rigurosamente físico está El infierno del odio, con Mifune como rico ejecutivo que debe decidir si sacrifica las ganancias de toda una vida –en el momento en que más necesita todos sus recursos– para salvar al hijo de su chófer de un secuestrador psicótico. En su papel, Mifune despliega todas las difíciles complejidades de esta complicada decisión de manera casi totalmente visual. Ningún rostro era más expresivo, ningún actor más económico. (Mifune hubiera sido una gran estrella en el cine mudo.)

A medida que el poder de Mifune crecía en Japón, él formó su propia compañía, Mifune Productions, que cofinanció muchas de sus últimas actuaciones en películas, veinte en total. Abrió una escuela de interpretación e incluso dirigió una película, Gojuman-nin no isan (1963). Fue a Méjico para protagonizar Ánimas Trujano (1961), y su valoración fuera de Japón le permitió recibir ofertas para aparecer en películas hechas en todo el mundo.



Tráiler de Ran, de Akira Kurosawa (vídeo colgado en YouTube por charlatanfilms)

A los cuarenta y pocos años, Mifune intentó sin éxito cambiar su imagen de gran bebedor fuera de la pantalla por una más seria, aunque, al igual que Frank Sinatra, siguió siendo la personificación del machismo duro durante el resto de su vida. A pesar de su matrimonio en 1950 y de sus dos hijos, Mifune no ocultó que tenía una amante durante mucho tiempo a la que casi doblaba la edad, con la que tuvo una hija a los sesenta años. Su separación de su primera esposa tuvo como consecuencia apariciones en la prensa amarilla semejantes a su película de 1950 para Kurosawa Shubun (Escándalo). En los años ochenta y noventa, el actor recibió prácticamente todos los premios internacionales habidos y por haber: su oficina estaba cubierta de premios de todo el mundo, incluyendo una nominación a los Emmy y un título honorífico de la UCLA (Laurence Olivier fue el único actor con tantos premios). Entre rumores de que padecía la enfermedad de Alzheimer y de una salud precaria, el actor siguió trabajando, aceptando pequeños papeles en pequeñas películas como Picture Bride (La foto del compromiso, 1994) y Fukai kawa (1995), y aunque estaba prácticamente moribundo –en su última película se le ve impresionantemente demacrado y anciano–, su imponente imagen en la pantalla nunca decreció.

Toshiro Mifune protagonizó dieciséis de las treinta películas de Akira Kurosawa. Ninguna pareja –ni Buñuel con Fernando Rey, ni Ingmar Bergman con Max von Sydow, ni Scorsese con De Niro– puede igualar su increíble récord (el director Yasujiro Ozu y el actor Chishu Ryu en cierto modo eclipsan a Kurosawa y a Mifune en términos numéricos, pero los papeles de Ryu no eran tan fundamentales en las películas de Ozu). E igual que Kurosawa influenció a varias generaciones de directores y guionistas, el personaje escénico de Mifune abrió camino a treinta años de guerreros vagabundos y pendencieros. ¿Podría haber habido un Clint Eastwood, un Harrison Ford o un Chow Yun-Fat sin Mifune? En mis entrevistas con actores, directores y otras personas que trabajaron con Mifune, la personalidad del actor fuera de la pantalla se compara a menudo con la de un lobo o la de un león. Igual que Kurosawa, Mifune era un gran bebedor, y a semejanza de los personajes que interpretaba a menudo, era, sin duda en su juventud, enorme y de gran personalidad. Al repasar su interpretación en Rashomon, “The Times” de Londres escribió: «Toshiro Mifune corretea por la pantalla como un Puck loco y feroz, lanzando risas enloquecidas». Aunque sus interpretaciones fueron en gran parte instintivas, también era un consumado profesional; siempre muy preparado, aportaba una callada intensidad a todos los platós.

Kurosawa, que rara vez admitía sentir admiración por ningún actor de cine, se sentía asombrado ante la habilidad extraña de Mifune para generar interesantes caracterizaciones a partir de los gestos más económicos. «Mifune tenía una clase de talento que nunca encontré antes en el mundo del cine japonés», dijo en su autobiografía. «Por encima de todo era la velocidad con la que se expresaba lo más sorprendente. El actor japonés normal puede necesitar diez pies de película para conseguir una impresión; Mifune necesitaba sólo tres pies.» Con su sorprendente talento se combinaba su buen aspecto rudo, de clase obrera, y su actitud viril y orgullosa en un momento en que la mayor parte de los actores protagonistas de las películas japonesas tenían unos rasgos delicados, incluso andróginos. Frente a semejante competencia, Mifune resultaba alegremente magnético, y se convirtió en un ídolo de la pantalla prácticamente de la noche a la mañana.

A medida que crecía su popularidad, Mifune se vio amenazado por el encasillamiento en los papeles de gángster, pero Kurosawa, dándose cuenta de su talento, le utilizó en una gran variedad de papeles. No obstante en la cumbre de su capacidad, Kurosawa y Mifune se fueron cada uno por su lado. Después de Akahige (Barbarroja), en 1965, nunca volvieron a trabajar juntos. «[Kurosawa] tiene aún mucha energía y ganas», dijo Mifune en 1983, «y me gustaría hacer dos o tres películas [con él] antes de que se vaya a otro mundo». Pero eso no llegaría a suceder. Y aunque protagonizó varios interesantes films japoneses aquí y allá, Mifune pasó gran parte del resto de su carrera aportando clase a una gran variedad de películas “épicas” japonesas de poca calidad o desperdiciando su talento en pequeños papeles en producciones internacionales mediocres, como Inchon! (1982) y Shadow of the Wolf (1993). Mifune se quejaba en “Los Angeles Times” de que «en la sociedad japonesa ahora todos son jóvenes. No tienen un nivel intelectual para esa clase de cine. Les interesan los grupos de rock. Lo único que ven es la televisión».

Kashiko Kawakita, el difunto director de la Biblioteca Cinematográfica Kawakita Memorial en Japón, contó a “The New York Times” en 1982: «[Mifune] tiene talento, pero sin Kurosawa no ha trabajado igual de bien. Tiene muchas preocupaciones con sus negocios, y es una lástima. No puede concentrarse tanto en su manera de actuar». A pesar de tener algunos momentos brillantes, sus últimos años se parecieron tristemente a los de otros grandes actores como Olivier, Orson Welles y Henry Fonda, que abarataron la obra de su vida comerciando con su fama, con la esperanza de financiar otras películas mejores o establecer un patrimonio para sus familias. Para conseguir dinero, tanto Mifune como Kurosawa vendieron cerveza, whisky, colchones y productos farmacéuticos en anuncios para la televisión japonesa.



Tráiler de Kagemusha, de Akira Kurosawa (vídeo colgado en YouTube por Danios12345)

Igual que Mifune, Kurosawa se sintió atraído por Occidente, donde fue a dirigir su guión de Runaway Train (El expreso hacia la muerte) para el magnate de las películas de serie B Joseph E. Levine, y a continuación la mitad japonesa de una filmación inicialmente ambiciosa sobre el ataque a Pearl Harbor, Tora! Tora! Tora! (1970). Ambas películas se hicieron finalmente sin Kurosawa. 20th Century Fox, el estudio que produjo la película, imponente aunque sin gran interés, achacó maliciosamente la partida de Kurosawa a la enfermedad mental. Esas acusaciones parecieron confirmarse tras el fracaso en taquilla de su siguiente película, Dodes’ka-den y el consiguiente intento de suicidio del director.

En parte porque sus películas eran tan caras (para la media japonesa), fue necesaria la ayuda financiera de la Unión Soviética para producir su siguiente película, Dersu Uzala, y la intervención y garantía financiera de George Lucas y Francis Ford Coppola para hacer Kagemusha cinco años después. Y aunque esas películas, al igual que Ran, financiada por Francia, ganaron gran cantidad de premios internacionales y resultaron muy populares en todo el mundo, el director no pudo escapar a la situación de vieja gloria en su propio país. Para muchos críticos japoneses, a Kurosawa no le quedaba nada nuevo o interesante que decir. Esta actitud tuvo su momento álgido en 1985 cuando, a pesar del gran éxito de Ran, la Asociación de Productores Cinematográficos de Japón pareció despreciar al director, presentando otra película como participante oficial en la categoría de Película Extranjera a los Oscar de aquel año. Una protesta de la Directors Guild of America hizo que se nominase a Kurosawa como Mejor Director, pero para entonces el daño ya estaba hecho.

Kurosawa y Mifune murieron con menos de nueve meses de diferencia, y en Occidente las necrológicas y los homenajes comparaban su trabajo, como había ocurrido durante décadas, con los westerns americanos. Pero las películas que hicieron juntos, y muchas de las que hicieron por separado, son mucho más profundas. Para empezar y sobre todo, las películas de Kurosawa fueron sumamente humanistas, films que trascendieron sin esfuerzo culturas y siglos. La distinción de Coppola entre las grandes obras de Kurosawa y las que eran sólo «muy, muy buenas» es bastante apropiada. Para cualquier cineasta, producir una gran obra es un logro, pero Akira Kurosawa coescribió y dirigió una docena de obras maestras, e incluso sus películas más flojas tienen momentos soberbios de habilidad e inventiva. La encuesta que hizo el difunto John Kobal en 1988 entre críticos cinematográficos internacionales para su libro “Top 100 Movies”, que trataba de hacer una lista de las mejores películas que se hubieran hecho nunca, no sólo colocaba a Rashomon en el puesto 10, a Los siete samuráis en el 24 y a Ikiru (Vivir) en el 34, sino que Dodes’ka-den, Kagemusha, El infierno del odio y Ran también aparecían en el panel de Kobal. Yoidore tenshi (1948), Nora Inu (El perro rabioso, 1949), Kumonosu jô (Trono de sangre) y Donzoko (ambas de 1957), Kakushi torite no san Akunin (La fortaleza escondida, 1958), Tsubaki sanjuro (1962) y Dersu Uzala (1975) son igualmente consideradas como obras maestras.

Esta es la primera biografía en lengua inglesa de Kurosawa (y de Mifune, en realidad), algo necesario desde hacía mucho tiempo. Se ha escrito muchísimo sobre las películas de Kurosawa y el mejor ejemplo es “The Films of Akira Kurosawa”, de Donald Richie. El libro de Richie, junto con sus escritos sobre el director Yasujiro Ozu, representa probablemente el análisis más completo y reflexivo sobre la obra de un solo director. Sin embargo Richie, voluntariamente, no detalló (ni lo ha hecho nadie) la historia de la producción de sus películas, especialmente los proyectos inacabados; ni proporciona datos sobre sus colaboradores ni sobre sus relaciones con diversos estudios; ni examina su lugar dentro de la industria cinematográfica japonesa en conjunto, la financiación, presupuestos y recaudaciones de sus películas; ni proporciona información sobre su carrera como ayudante de director y guionista; ni detalla sus proyectos secundarios. No investiga cómo llegaron a proyectarse en el extranjero las películas de Kurosawa, la recepción por parte de la crítica dentro y fuera de Japón, el impacto profundamente personal que tuvo sobre aquellos que estuvieron cerca de él o las reacciones de los que vieron sus películas cuando eran nuevas. Esos aspectos, hasta ahora, se han ignorado en gran medida. El propio director escribió “Something Like an Autobiography” (publicada en Estados Unidos en 1982), pero por razones personales decidió contar la historia de su vida sólo hasta el año 1950, deteniéndose en el momento en que empezó a tener prestigio internacional y dio comienzo la etapa más fructífera de su carrera. Por otra parte, Mifune ha sido casi totalmente ignorado: de muchas de las películas comentadas aquí no se ha hablado nunca en Occidente, y nunca se ha escrito con cierta extensión sobre su carrera, aparte de su trabajo con Kurosawa.

Toda biografía de un artista asume la primacía de su papel como autor/auteur, pero este libro evita deliberadamente el colocar la obra de Kurosawa en el contexto de la teoría del auteur. Con la posible excepción de Chaplin, ningún director ha ejercido mayor control sobre cada aspecto de su trabajo como Kurosawa aunque, como todos los grandes cineastas, Kurosawa delegaba en un puñado de colaboradores (especialmente sus coguionistas y ayudantes como Teruyo Nogami e Ishiro Honda, por no hablar de sus directores artísticos, actores y compositores) para hacer que sus películas fueran lo que fueron. De igual modo, evité deliberadamente otras ramas de la teoría cultural establecida por gente como Noël Burch, Jean-Louis Baudry, Laura Mulvey o “Cahiers du Cinéma”. Yo tenía enormes deseos de entrevistar a Mifune y a Kurosawa, pero cuando fui por primera vez a Japón a finales de 1994, Mifune ya se encontraba muy delicado de salud. De nuevo igual que Sinatra, su vida agitada le había acabado atrapando y en los medios de Japón corrían los rumores de una senilidad debida al Alzheimer.



Tráiler de Dersu Uzala, de Akira Kurosawa (vídeo colgado en YouTube por Danios12345)

Yo había organizado una entrevista con Kurosawa por medio de la viuda de uno de sus más íntimos y antiguos amigos, el director Ishiro Honda, que conocía a Kurosawa desde mediados de los años treinta. Pero cuando llegó el momento, el gran director, que ya tenía ochenta y tantos años, estaba demasiado enfermo para recibirme. Cuando volví en 1996 se organizó otra entrevista, pero de nuevo Kurosawa la canceló en el último minuto. Finalmente, mi única, breve, pero satisfactoria entrevista se hizo a través de un fax unos meses más tarde, gracias a la amabilidad de su hija.

Pero no todo estaba perdido, ya que casi todos los cuarenta y cinco actores, directores y otros artesanos que entrevisté en aquellos primeros viajes habían trabajado con Kurosawa, Mifune o los dos en algún momento de sus propias carreras y tenían mucho que decir sobre el tema. Esas entrevistas forman la base de este libro.

Las mejores películas de Kurosawa trascienden el arte cinematográfico; fue uno de los pocos cineastas cuyo trabajo tiene un efecto casi religioso en los espectadores. Seguramente, una de sus más grandes películas, Vivir, sobre un funcionario moribundo que se enfrenta a su vida y a su muerte es, para muchas personas, una experiencia capaz de cambiar la vida. Pero casi todas las alabanzas que han vertido sobre sus películas críticos y teóricos del cine que admiran su uso del color, de las lentes de telefoto, del montaje, de la puesta en escena y de las múltiples cámaras, casi nunca mencionan el impacto profundamente personal de esas películas. El escritor Bill Warren se encontró a Kurosawa y a su intérprete delante de la biblioteca de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas. Se sentía tan abrumado por aquel inesperado encuentro que pronto se dio cuenta de que, mientras expresaba su admiración por el director (recordando los muchos años duros que Kurosawa había soportado), le caían las lágrimas por la cara. Cuando advirtió que el intérprete no estaba traduciendo nada, le preguntó por qué. La respuesta del intérprete fue: «Él sabe exactamente lo que está usted diciendo».

Este impacto no se ha examinado nunca antes en un libro en inglés, y es algo que han ignorado incluso eruditos del cine japonés como Donald Richie. En 1990, Richie admitía ante el escritor James Bailey: «¿Siento algo emotivo por estas películas, algo cálido? No, no mucho. Creo que mi problema es que me he convertido en alguien demasiado cercano a él en la mentalidad de la gente y en realidad no estoy tan cerca. Nadie lo está. Utiliza mucho a las personas, hombres y mujeres, que le sirven de algo. Es un utilizador nato, como Orson Welles o Von Stroheim. Es muy parecido a ambos». Pero así como hay mucha gente que encuentra en los films de Kurosawa una profundidad visceral, a veces epifánica, están aquellos para los cuales el impacto de haber trabajado junto a él, el lazo emocional, eran igualmente fuertes.

Se ha dicho que en las películas de Alfred Hitchcock, Cary Grant representaba una faceta idealizada de la personalidad de Hitchcock, mientras que James Stewart representaba el lado más oscuro del director. De igual modo, John Ford y François Truffaut tenían relaciones paternales y laborales con John Wayne y Jean-Pierre Léaud respectivamente. La unión entre Kurosawa y Mifune era semejante y no menos fuerte. Como dijo Richard Corliss de Mifune, que podía igualmente aplicarse a Kurosawa: «En una sociedad de voces suaves y profundas reverencias, [él] interpretaba al insurrecto, una explosión de ego y de id. Era un hombre de película de acción... [Su] despliegue de humores volubles –hundiéndose en la desidia y luego explotando de rabia– hacía sentir al público que eso sí que era un hombre».

Para muchos, entre ellos este escritor, Kurosawa era un sensei, un maestro, quizá de manera deliberada en sus últimas películas, cuyas lecciones sobre la vida influenciaron no sólo a otros cineastas sino a espectadores de todo el mundo, independientemente de clases, razas y culturas. Para Kurosawa, Mifune era menos un alter ego que un instrumento por medio del cual sus guiones eran mejor interpretados. Su mutua fe en el otro era el resultado de su propio autodescubrimiento. En esta obra espero poder destapar la esencia de estos dos grandes artistas. 



Tráiler de Akahige (Barbarroja), de Akira Kurosawa (vídeo colgado en YouTube por ennemme)



Nota de la Redacción: este texto corresponde a un fragmento del libro de Stuart Galbraith. Akira Kurosawa, El emperador y el lobo (T&B Editores, 2010). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a T&B Editores por su gentileza al facilitar la publicación en Ojos de Papel.
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