Proclama Jake Gittes en
Chinatown: «Es como si media
ciudad estuviera intentando encubrirlo. Por mí, vale, pero, señora Mulwray, he
estado a punto de quedarme sin nariz. Y a mí me gusta mi nariz. Me gusta
respirar con ella. Y sigo pensando que usted oculta algo».
Antes de que
Roman
Polanski, el duende perverso, abriera una navaja para
rajar la nariz de Jack; antes de que el sabueso J. J. Gittes o la viuda
misteriosa, Evelyn Mulray, o el padre de ésta, el despreciable hacendado Noah
Cross, entraran en el panteón de los arquetipos del cine americano; antes de que
Robert Towne pulsara una tecla de su máquina de escribir, éste le robó al
escritor Carey McWilliams la historia que enmarca
Chinatown. El
historiador que estableció una relación de amor y odio con California del Sur a
principios del siglo XX no fue el primero que escribió acerca de la creación del
Los Angeles contemporáneo, pero McWilliams fue el mejor y el más conocido. En
1946, antes de instalarse en Nueva York para dirigir la revista “Nation”,
McWilliams publicó “Southern California Country: an Island on the Land”, que
relataba los sórdidos detalles del infame expolio del agua del valle Owens al
final de siglo, en el que unos ricos especuladores inmobiliarios de Los Angeles
les robaron un río a los ranchos de las colinas de la Sierra para irrigar
futuras parcelas del árido Valle de San Fernando. Repaldado por la cámara de
comercio y por los editores de “Los Angeles Times”, el jefe de ingenieros
municipal, William Mulholland, construyó un acueducto de 94 kilómetros que
llevaba el agua desde la montaña hasta los límites de la ciudad de Los Angeles,
el primero de la serie de ríos artificiales que transformaron el confín
occidental del vasto desierto del Mojave en la segunda metrópolis más grande del
país. Durante la inauguración del canal en 1913, Mulholland pronunció estas
famosas palabras: «Ahí está. Tomadla». Mientras tanto, el frondoso valle Owens
se secó hasta cubrirse de arena.
Towne situó su versión de este desastre
provocado por el hombre en 1937, el año del nacimiento de Jack, pero los
brutales hechos históricos sobre los que se construyeron tanto Los Angeles como
Chinatown permanecieron iguales. Towne concibió un guión rico en
múltiples «densidades argumentales» integradas en una ficción detectivesca
engañosamente sencilla.
«Me imagino que hago una película policiaca y
que la hago sobre un crimen real que consiste en cargarse la tierra y el agua,
en vez de robar un halcón con incrustaciones de pe drería», dijo Towne. «“El
halcón maltés” es una de mis historias favoritas. Es una historia sobre la
codicia y algo más, y
Chinatown también. Pero
Chinatown es una
historia sobre la codicia y sus consecuencias, no sólo en el presente, sino
también para el fu turo. La tierra es tan violada como la hija, y estas cosas
tienen consecuencias importantes».
Además de estudiar a los maestros
reconocidos del género de misterio áspero, como Dashiell Hammett y Raymond
Chandler, Towne recibió un consejo de la también guionista Elaine May: que
preparara esta empresa diseccionando las historias de Agatha Christie, cuyos
misterios criminales eran enigmas cuidadosamente orquestados. Towne contrató a
un ex compañero de clase del Pomona College y licenciado en Inglés, Edward
Taylor, para que le ayudara a estructurar el puzle de su guión. Con sus pistas
escondidas entre necrológicas de prensa, sus oscuros archivos de suelo y un
siniestro hogar de ancianos, la narración de Towne se correspondía con la
desconfianza que el país tenía del gobierno en la época del Watergate. Si el
largo y rebelde drama de los sesenta necesitaba un punto al final de su frase,
Chinatown ofrecía un signo de puntuación inmejorable. Towne, preso de su
propio ataque de paranoia nixoniana, numeró cada una de las copias de cada
borrador, para poder localizarlo si se lo plagiaban o robaban.
Fuera por
azar o por elección, en numerosas cuerdas de
Chinatown resonaban
inquietantemente las incómodas verdades del nacimiento de Jack. El crimen
central de la película era el incesto, pero también planeaban dos vergonzosas y
centrales facetas, la ilegitimimidad y una figura paterna corrupta. Y también
asomaba la cuestión de la política sexual, tanto dentro como fuera de la
pantalla: «Uno de los secretos de
Chinatown es que en la vida real había
una especie de situación triangular», dijo Jack. «Yo estaba empezando a salir
con la hija de John Huston, cosa de la que el mundo podía no estar al tanto,
pero que sí podía alimentar la realidad cotidiana de la escena que yo tenía con
él: “¿Te acuestas con ella?”».
«Jack tiene rasgos de mi padre», observó
Anjelica en aquel entonces, comparando a su nuevo novio con Huston. «A mí nunca
me han gustado los hombres débiles. [Jack y Huston] son dos hombres generosos y
honorables. Lo más atractivo de Jack es su sentido del humor. Y el hecho de que
nunca es aburrido. Mi padre tampoco ha sido aburrido nunca».
A John
Huston, uno de los auténticos hombres del Renacimiento de Hollywood, con
apetitos hedonistas tan formidables como los de Jack, le gustaba ser el
patriarca monstruoso. Las iniciales del personaje son las mismas que las de
Norman Chandler, el todopoderoso pero discreto ex editor de “Los Angeles Times”,
pero Towne insistió en que el nombre del repugnante Noah Cross (Huston) se le
ocurrió después de conocer a Noah Dietrich, que también había sido suegro de
Peter Fonda. Como el personaje de Huston, el primer lugarteniente de Howard
Hughes era un septuagenario de aire jovial cuyos tentáculos habían sido tan
largos y crueles como los de su maquiavélico jefe. A Noah Dietrich el dinero no
le importaba tanto como el poder. Hughes, como Noah Cross, quería poseer el
futuro, y Dietrich era su factótum complaciente.
En
Chinatown,
John Huston exudaba la misma decadencia. Pero aunque había sido cuatro veces
candidato al Oscar al Mejor Director, y lo había ganado por
El tesoro de
Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, 1949), Huston no quiso
dirigir la epopeya de Towne. Tampoco el candidato predilecto de Jack, Mike
Nichols. Robert Evans, que buscaba otro éxito tan comercial como
La semilla
del diablo (Rosemary’s Baby, 1968), contrató a
Roman
Polanski, y a pesar de su áspera fama de Napoleón de
lengua afilada, Jake también lo aceptó sin problemas, «porque el cabrón es un
genio». A pesar (o tal vez a causa de) una trágica historia personal que
empezaba en su infancia, en el campo de concentración de Cracovia, durante la
Segunda Guerra Mundial, y culminaba en los asesinatos de su esposa y los amigos
de ésta por la Familia Manson, la obsesión de Polanski con la violencia, el
voyeurismo y la humillación parecían trasladar un aire de singular pesadilla
hipnótica a la pantalla. El minúsculo director, inquieto y franco, colisionó con
Towne, un hombre reflexivo que tendía a postergar las cosas, y cuyo guión «tenía
una historia excesivamente intrincada que se bifurcaba en todas direcciones»,
según Polanski. Discutieron por pormenores tales como la petición de Polanski de
introducir una falta de ortografía en el letrero “No Trespassing” [prohibido el
paso], de modo que dijera “No Trepassing”, una broma para iniciados polacos.
Insitió en que Towne cercenara, podara y revisara, pero al cabo de dos meses el
guión aún estaba superpoblado de personajes superfluos y exceso de verborrea.
Por el cronómetro de Polanski duraba más que
Lawrence de Arabia. Como en
el caso de
El gran Gatsby, Robert Evans veía a su esposa, Ali McGraw, en
el papel de la Evelyn Mulwray de
Chinatown, pero antes de que el primer
borrador de Towne alcanzara la monumental cifra de 180 páginas, la última pareja
dorada de Hollywood se había separado.
Towne había imaginado a Jane
Fonda en el papel de Mulwray, pero el reciente Oscar de la actriz por
Klute
(1971) había disparado su ego, así como sus exigencias. Cuando Polanski
consiguió que hiciera una prueba de texto para
Chinatown, Fonda se había
convertido en una madre sin sentido del humor que encontraba el personaje de
Jack demasiado dominante. El de la señora Mulwray no era un papel lo bastante
largo para que dejara de amamantar a su bebé.
Evans contó que Sue
Mengers, una poderosa representante de artistas, fue la primera que propuso a
Faye Dunaway, exigiendo 250.000 dólares y elevando su apuesta al insistir en que
se le contestara ante del final de la jornada de trabajo, «porque Faye está
estudiando una oferta para hacer una película con Arthur Penn». Evans, que sabía
muy bien que la carrera de Faye estaba declinando desde
El caso Thomas Crown
(The Thomas Crown Affair, 1968), replicó así: «Le daré 75.000 dólares a
Faye». En vista de que Mengers dudaba, dijo: «Bueno, pues me quedo con Jane
Fonda».
Una hora después, Mengers llamó para aceptar la oferta, a
cambio, al parecer, de unos honorarios que Evans había rebajado hasta los 50.000
dólares. Más tarde ella reconoció que la tal película de Arthur Penn no había
existido nunca, y Evans confesó que Fonda ya había rechazado el papel. «Cuánta
estrategia», suspiró Evans, el consumado estratega de Hollywood, «y eso que Sue
era mi mejor amiga».
No hubo estrategias cuando Jack se comprometió a
rodar la película de 3,5 millones de dólares a cambio de medio millón y un
porcentaje neto. Jack había sido Jake Gittes
desde que Towne concibió al
dandi descreído. Despedido de la oficina del fiscal del distrito, Gittes se
reinventa como un caro detective privado especializado en desenmascarar a
adúlteros en flagrante. Algo le había pasado al ex investigador J. J. Gittes
cuando trabajaba en Chinatown, pero lo único que se le revela al espectador es
que su oscuro secreto está relacionado con una mujer, una herida y un engaño:
una circunstancia frecuente en la vida personal de Jack.
Durante los
veinte años que llevaba en Hollywood, Jack había sido todas las clases de
antihéroe, pero nunca el desenvuelto galán romántico. Cuando se le ofreció esta
oportunidad, cuidó todos los detalles de su personaje, pidiendo que el
departamento de atrezo imprimiera contratos oficiales de la Agencia de
Detectives J. J. Gittes, aunque nadie iba a verlos en pantalla, y se ocupó de
que sus camisas llevaran bordado el monograma “JJG” encima del bosillo, aunque
él no se quitaba la chaqueta en ningún momento. Inspiró su elegante vestuario de
la época de la Depresión en los fardones trajes de raya diplomática que Jack
Nicholson padre solía llevar en el Desfile de Pascua anual de Bradley Beach. No
le bastaba con tener su texto estudiado; se
convirtió en Jake Gittes. Al
principio de la película y durante el primer cuarto de hora, Polanski filmó
siempre por encima del hombro de Jack, haciendo de
Chinatown la historia
de Jake, «una idea que a Jack no le entusiasmó al principio», según Richard
Sylbert, «pero que funciona».
Después del primer golpe de claqueta, la
necesidad de rapidez de Polanski colisionó con la pausada dicción de Jack.
«Jack, ¿puedes ir más rápido?», preguntó. «¿Por qué, Roman?», dijo Jack. «¿Por
qué me dices que vaya más rápido? Dame cancha».
«Te voy a decir por qué.
Tenemos un guión de ciento y pico páginas. Esto es una película policiaca y
tenemos que meter todos los datos. Si hablas a ese ritmo la película va a durar
tres horas».
Pero sobre todo Polanski batalló con la oponente de Jack.
Jack tenía la reputación de un hombre que sabía convertir un set dividido en un
esfuerzo colectivo, pero mediar en batallas campales entre el abrupto y brusco
Polanski y la temperamental e histriónica Dunaway era complicado. Dunaway, dijo
Jack, «ofreció pruebas fehacientes de locura».
Su ilustración favorita
de esto es la parábola del pelo. Evans le había pagado a Ara Gallant un vuelo
desde Nueva York para que tiñera el pelo de Dunaway. Durante uno de los cambios
de luces más complicados de Polanski, se escapó un pelo errabundo. Durante una
escena situada en el restaurante Brown Derby, Polanski intentó evitar el cabello
errático en lo que por lo demás habría sido un perfecto ondulado marcel de los
años treinta: tieso, rubio, pegado al cráneo, a lo Jean Harlow. Pero el cabello
inquieto brilló como un tallo de trigo silvestre bajo las luces klieg, y
Polanski se acercó sigilosamente y se lo arrancó a Dunaway. Ésta chilló como una
víctima de violación. «¡No te
atrevas a volver a hacerme eso!», aulló,
recordó la propia Dunaway, antes de volver corriendo a su roulotte, llorando.
Polanski lo recordaba como: «¡Es increíble! ¡Ese cabrón me ha arrancado un
pelo!».
Sólo una cumbre en el despacho de Evans en la Paramount logró
que Dunaway volviera al trabajo. Ante la prensa, Polanski presentó el incidente
como un perfecto ejemplo de la histeria de las estrellas norteamericanas, pero
Dunaway insistió en que no se trataba del pelo. «No fue por el pelo», dijo. «Era
la crueldad incesante que sentía yo, la ironía constante, la continua necesidad
de humillarme».
Según el escritor Peter Biskind, Dunaway se desquitó
tirándole a Polanski un vaso de orina a la cara. El odio que sentía por Polanski
no se trasladó a su oponente. A Jack, siempre tan amigo de los apodos, le dio
por llamarla “Dread” [terror], como en “dreadlocks” [rastas], pero Dunaway
decidió ver en esto encanto adolescente y no ironía.
Jack también tuvo
su famoso desencuentro con Polanski, pero con distinto desenlace. Ser Jake
Gittes no excluía ser hincha de los Lakers, y Jack corría a su roulotte cada vez
que se interrumpía la actividad en el set. Si el director hubiera sido Bob
Rafelson, Jack habría estado expuesto a un chantaje. «¿Quieres ver el partido de
baloncesto esta noche?», le decía Rafelson durante
Mi vida es mi vida y
The King of Marvin Gardens. «Me da igual, nos vamos a quedar aquí a rodar
esto. Voy a cambiar la secuencia a noche, Jack, vas a tener que hacerla».
Pero Polanski no tenía la paciencia ni la astucia necesarias. A Polanski
le alarmaba la división de lealtades de Nicholson. Durante un partido entre los
Lakers y los Knicks que había entrado en la prórroga, invadió la roulotte de la
estrella y estampó contra el suelo el televisor de Jack. «Empezamos a gritarnos
y los dos nos largamos enfadadísimos», dijo Jack. «No estábamos ni a tres
manzanas del estudio cuando tuve que parar en un semáforo. Miré a un lado y ahí
estaba el puto duende, mirándome, [...] sonriendo como un mono».
A
diferencia de Dunaway, que aborreció a Polanski el resto de su vida, Jack bajó
de su coche de un salto, abrazó a Polanski, su hermano en la locura, y se rió de
lo que había pasado. Bien entrado el siglo siguiente seguía siendo un amigo fiel
de Polanski, defendiéndolo en el nadir de su irregular carrera, incluso cuando
Polanski vivió en el exilio.
Al final, el desagrado que Polanski sentía
por Dunaway se abrió paso hasta la pantalla, violentamente. Desoyendo las
ruidosas y airadas objeciones de Robert Towne, Polanski mató a Evelyn Mulwray al
final de
Chinatown. Towne quería que Noah Cross muriera mientras Evelyn
escapaba a México, pero Robert Evans y el diseñador de producción Richard
Sylbert apoyaron al director.
«No hubo verdadera justicia para Roman»,
dijo Sylbert. Recordando los asesinatos Tate–LaBianca, todavía frescos en la
psique de Polanski, el director bajó el telón con existencialismo brutal. Salvar
a la dama en aprietos y despachar al malo era algo tan predeciblemente clásico
como los melodramas de la tele o las matinés sabatinas. «La chica murió», dijo
Sylbert. «Él lo había vivido». No obstante, Towne siempre se sintió resentido
por lo que él definía como su «duradera decepción por ese clímax tan literal y
pavorosamente negro».
Quince años después, cuando ya la crítica, los
educadores y los historiadores cinematográficos habían reconocido
Chinatown
como una de las mejores películas policiacas de la historia de Hollywood,
Towne seguía diciendo: «La primera vez que la vi no me gustó nada, y esto no es
algo que haya dicho con mucha frecuencia. Pero con el tiempo me he dado cuenta
de que en realidad es una película excelente, y Roman la dirigió
magistralmente».