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Patrick McGilligan: <i> Biografía de Clint Eastwood</i> (Lumen, 2010)

Patrick McGilligan: Biografía de Clint Eastwood (Lumen, 2010)

    TÍTULO
Biografía de Clint Eastwood

    AUTOR
Patrick McGilligan

    EDITORIAL
Lumen

    OTROS DATOS
Barcelona, 2010. 832 páginas. 25,90 €



Patrick McGilligan

Patrick McGilligan


Reseñas de libros/No ficción
Patrick McGilligan: Biografía de Clint Eastwood (Lumen, 2010)
Por Juan Antonio González Fuentes, lunes, 1 de marzo de 2010
No le demos muchas más vueltas. La biografías se escriben o a favor o en contra del biografiado. Quien se toma el trabajo de dedicarle años de su propia vida a estudiar la vida de otro, quien dedica su propia obra a hablar de la obra de otro, acaba tomando partido; es inevitable. Lo lógico es que el biógrafo se “decante” en cierto modo por su objeto de estudio. Desde luego podrían rastrearse trazas de verdadero masoquismo en quien emplease tanto esfuerzo y trabajo personal en estudiar a alguien a quien ni se respeta ni se admira. Pero casos haberlos haylos.
Patrick McGilligan no puede decirse que odie a Clint Eastwood, insinuarlo sería completamente incierto, pero su amplia y bien documentada biografía, que acaba de publicar en español la editorial Lumen, está claro que tiene entre sus objetivos marcados el subrayar los elementos menos brillantes de la vida y la carrera del actor y director, el dirigir la luz del foco de su inteligencia hacia las zonas en principio más oscuras de la trayectoria de Clint Eastwood. Pero no se lleven las manos a la cabeza o al pecho los admiradores del cineasta. Patrick McGilligan no ha descubierto que Eastwood sea una oculto asesino en serie, o un perturbado violador, o un traficante de drogas, o un repugnante pederasta, o un fascista de tomo y lomo, o un maltratador de mujeres, o un obsceno psicópata. No, los pecados de Eastwood, sus puntos débiles, sus zonas más oscuras puestas al descubierto por esta biografía no autorizada por el biografiado son, en resumidas cuentas, los que siguen. Uno, Eastwood al parecer ha sido toda su vida un mujeriego infiel; vamos, que le gustan las mujeres más que comer con los dedos, y el ser un tipo con pareja estable no refrenó nunca sus apetencias. Dos, Eastwood ha tenido siempre una tendencia a “proletarizar” su pasado cuando su infancia y juventud fueron las propias de un saludable californiano nacido en una familia de clase media con piscina y jardincillo posterior. Tres, Eastwood es un tipo muy, pero que muy tacaño, capaz de perder un amigo con tal de ahorrarse unos miles de dólares en un contrato, o de vestir una temporada con el guardarropa de sus películas con tal de ahorrarse unos dólares. Cuatro, a Eastwood le vuelve loco el dinero, ahorrarlo, acumularlo, contarlo, sumarlo... Quinto, Eastwood no se ha portado jamás con generosidad ni con sus amigos ni con sus mujeres. Y sexto y último, a Eastwood no le gustan ni las críticas ni que se le cuestione, y es bien capaz de romper una colaboración o amistad de años por este motivo. Estos son los “defectos” del cineasta, los rasgos que el autor permanentemente subraya con lápiz de punta gruesa para “emborronar”, digámoslo así, la imagen de Eastwood.

Si a esto le añadimos que McGillian, a lo largo de las más de seiscientas páginas del libro, no parece muy convencido del valor de Eastwood ni como actor ni como director, vamos, que le parece un artista sobrevalorado en términos generales (opinión que apuntala con bastantes críticas negativas de colegas críticos de cine norteamericanos), pues tendremos el cuadro terminado y con todos sus colores al aire. En modo alguno este libro es un hagiografía del director de Los puentes de Madison. Más bien al contrario, la principal orientación de estas páginas parece ser la de poner en solfa a Eastwood, la de ensombrecer con manchas su vida y su obra, la de señalar lo “peor”, algo que, indudablemente se puede hacer con la vida de todo el mundo.

Pero al margen de la orientación que Patrick McGilligan le ha querido dar a su trabajo, es indudable que estamos ante un libro esencial y muy útil para conocer la trayectoria vital y profesional del cineasta que a punto está de cumplir ochenta años de edad, y con él, de la evolución y funcionamiento de la industria hollywoodiense de las últimas décadas.

Leone dio con la clave. Reforzó la expresiva inexpresividad del rostro de Eastwood y sus ademanes. Ideó con el actor una puesta en escena que hoy es reconocible en cualquier lugar de la tierra: el puro casi consumido en la comisura de los labios, el poncho, la barba de varios días, los ojos entornados, el sombrero que no es propiamente de vaquero...

Eastwood nació en 1930 en California, en el seno de una familia de clase media cuyos ascendentes paternos y maternos se encuentran entre los primeros colonos europeos que llegaron a Nueva Inglaterra. Eastwood creció cambiando asiduamente de hogar, pero sin pasar ni mucho menos necesidades ni ninguna penalidad significativa. Y se convirtió en un joven de metro noventa y dos de estatura y en un tipo muy apuesto, muy guapo..., un joven irresistible para las mujeres, a las que atraía como un auténtico imán. Eastwood no tuvo nunca una gran formación intelectual, no fue nunca un joven asiduo a los libros ni a la reflexión. Era muy bueno en los deportes, enseguida aprendió a montar a caballo y a tocar con eficacia el piano. Le gustaba mucho la música, y se aficionó pronto al jazz. Pasó como instructor de natación por un campamento del ejército que preparaba a los jóvenes para combatir en Corea, y luego estuvo en la escuela de actores de la Universal. Allí vio cine de verdad por primera vez, y quedó prendado por el estilo directo, épico y lírico a la vez de los grandes directores clásicos norteamericanos: John Ford, Howard Hawks, Capra, Walsh, Hathaway...

En la Universal vieron posibilidades en el alto y joven apuesto. Comprendieron que nunca sería un gran actor al uso, pero que potenciando las posibilidades de su contención, de su granítica expresión, de su parquedad, de su sólida e impresionante presencia física, bien podría lograrse un buen actor cinematográfico en la senda de John Wayne o Gary Cooper. Sin embargo la Universal no renovó el contrato al joven aprendiz de estrella, quien había empezado a aparecer en pantalla a mediados de la década de los 1950 en mínúsculos papeles sin diálogo en películas bastante olvidables. Pero Eastwood no se rindió ante las evidentes dificultades y siguió intentándolo, siguió aceptando papelitos de escasos minutos en películas de serie b, c, d, y z. Pasaban los años y el joven actor no lograba despegar, y cuando estaba ya a punto de arrojar la toalla, alguien se fijó en su interpretación de un joven e inmaduro cowboy en una olvidada película de serie b, y le propuso sumarse al elenco de una nueva serie de televisión basada en las aventuras de unos vaqueros conduciendo ganado por el salvaje oeste. La serie se llamó Rawhide, duró de 1959 a 1966, se convirtió en mítica dentro de la historia televisiva norteamericana, y a Eastwood, en el papel de Rowdy Yates, le proporcionó dinero y popularidad.

Sin embargo su carrera cinematográfica se estancó con su trabajo en la serie. Le dedicaba toda su energía a Rowdy, y durante casi seis años no hizo otra cosa que crecer en su papel, con su papel, hasta convertirse en el elemento más interesante y evolucionado de la producción. Pero de cine nada. Hasta que en 1964 el director italiano Sergio Leone busca en Roma un protagonista para su nueva película, un western peculiar. Alguien en Roma ha viso Rawhide y piensa que el actor que encarna a Rowdy puede servir. Eastwood viaja a Roma durante sus vacaciones en la serie televisiva. Tiene una entrevista con Leone, los dos se entienden y el resto, como se dice habitualmente, ya es parte de la historia. Eastwood protagonizará los tres spaguetti western de Leone, los más famosos e importantes de la historia: Por un puñado de dólares (1964), La muerte tenía un precio (1965) y El bueno, el feo y el malo (1966).

Como actor siempre ha explotado las características sobre las que se construyeron las carreras de varios iconos del cine americano del periodo clásico: físico, presencia en pantalla y un laconismo expresivo que, bien trabajado, en cine puede ser más expresivo y emocionante que el más chispeante monólogo teatral de Shakespeare

Leone dio con la clave. Reforzó la expresiva inexpresividad del rostro de Eastwood y sus ademanes. Ideó con el actor una puesta en escena que hoy es reconocible en cualquier lugar de la tierra: el puro casi consumido en la comisura de los labios, el poncho, la barba de varios días, los ojos entornados, el sombrero que no es propiamente de vaquero... En los EE.UU todo el entorno de Eastwood pensó que su aventura italiana pasaría desapercibida: unos dólares más y unas vacaciones trabajando. Pero el éxito de la trilogía en toda Europa fue excepcional. Millones de espectadores acudieron a ver las películas, que comenzaron a recaudar millones de dólares. Cuando los trabajos de Leones se estrenaron en América el éxito fue más que significativo, todo un suceso casi milagroso.

E insisto, el resto es historia. Eastwood empezó a ser reclamado por las productoras norteamericanas y de la noche a la mañana se convirtió no sólo en uno de los rostros, en uno de los iconos más reconocibles del cine norteamericano de la segunda mitad del siglo XX, sino en uno de los actores más taquilleros de la industria. Eastwood despegó como un cohete gracias a los western italianos.

Ya en EE.UU el otro encuentro vital en la carrera de Eastwood fue con Don Siegel, el veterano director con el que trabajó en muchas ocasiones, entre ellas en la primera entrega de la serie dedicada a las aventuras y desventuras del inspector Harry Callahan, Harry el sucio (1971). Ese mismo año Eastwood debutó detrás de la cámara con la más que interesante Escalofrío en la noche (1971).

Eastwood tiene una capacidad innata para los planos líricos, para los encuadres alusivos, para el fotograma cargado de significado, para la escena emocionante, pero rueda con un el pulso del más puro sentido épico del mejor cine americano

Desde entonces el cineasta norteamericano ha protagonizado decenas de películas y ha dirigido, si no me salen mal las cuentas, treinta películas ya estrenadas. Como actor siempre ha explotado las características sobre las que se construyeron las carreras de varios iconos del cine americano del periodo clásico: físico, presencia en pantalla y un laconismo expresivo que, bien trabajado, en cine puede ser más expresivo y emocionante que el más chispeante monólogo teatral de Shakespeare. El Eastwood actor, insisto en ello, fue durante los 1970 y los 1980 uno de los actores más taquilleros de la industria de Hollywood. Un actor que gustaba al público y que era vilipendiado por la crítica más elitista y sesuda de su país. Su personaje más emblemático de esa etapa, el violento y expeditivo inspector de policía Callahan, fue y es el objeto de las iras de la crítica “progre” europea y americana. Ese papel hizo que Eastwood, un republicano convencido que llegó a ser alcalde del pueblo en el que vivía y vive, Carmel, fuera tachado sencillamente de fascista. Dos veces ha estado Eastwood nominado al Oscar al mejor actor. Nunca lo ha conseguido.

Como director Eastwood tiene una de las carreras más largas, prolíficas y variopintas de los cineastas de su generación. Su fama, y eso lo recalca muy bien Patrick McGilligan en este libro que aquí recomendamos, es la de un director rápido, que sabe muy bien lo que quiere, que no es amigo de los guiones revisados una y mil veces ni de rodar decenas de tomas de una misma escena. Eastwood rueda ha tiro hecho, incluso no revisando errores, de los que es consciente en las revisiones de material, a los que no les da importancia si la escena funciona en su conjunto. Se ha dicho en muchas ocasiones: el director Clint Eastwood aprendió el oficio viendo trabajar en director de Leone y a Siegel, y fijándose con callada curiosidad en los maestros clásicos (Ford, Hawks...) durante las proyecciones en la escuela para jóvenes promesas de la Universal. De estos cineastas aprendió que lo importante son el ritmo, el encuadre y la potencia de la historia. En este sentido todas las películas de Eastwood tienen un sello especial, algo reconocible, desde las más logradas a las menos. Eastwood tiene, para resumirlo, una capacidad innata para los planos líricos, para los encuadres alusivos, para el fotograma cargado de significado, para la escena emocionante, pero rueda con un el pulso del más puro sentido épico del mejor cine americano. En este sentido el mejor ejemplo es, claro, John Ford.

Y la cosecha como director de Eastwood es, vista con retrospectiva, ciertamente impresionante. El nivel es por lo general alto. Es cierto que ha firmado cintas prescindibles, pero también lo es que entre las mejores películas americanas de los últimos treinta años habría que colocar varias de las suyas. Y también es cierto que hoy está claro que es el autor de varias obras maestras, algo que está al alcance de muy pocos. Una completa retrospectiva de su cine equivale sin duda alguna a una estupenda revisión de la historia de los EE.UU en la que nada queda escatimada, y es, desde luego, una lección de cine “a la manera” antigua, es decir, un estudio de cómo rodaban y planificaban los grandes en el periodo clásico de la caligrafía cinematográfica hollywoodiense.

Hay están para la historia Sin perdón, Los puentes de Madison, Gran Torino, Million dollar baby, Cartas desde Iwo Jima, Un mundo perfecto, El jinete pálido, Bird, Banderas de nuestros padres, Mystic River... Vamos, una filmografía compleja, potente, hermosísima, elocuente, que no rehuye el conflicto ni la crítica a la realidad norteamericana, polémica... Una de las tres o cuatro filmografías esenciales de la historia del cine americano más reciente.

Desde luego los interesados en la vida y la obra de Eastwood deben leer las páginas de Patrick McGilligan, dispondrán en ellas de muchísima y significativa información. En el libro está todo Eastwood, quizá enfocado desde cierto ángulo, pero todo, o casi todo lo que hay que saber del cineasta. Yo no me lo pensaría dos veces, además no estamos ante un tostón de acercamiento, si no ante una obra fácil de leer que, por momentos, es hasta difícil de abandonar para seguir con las labores. Si compran el libro no se arrepentirán. Se lo aseguro.
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