Reseñas de libros/No ficción
‘Asombroso Sartre’
Por Justo Serna, sábado, 31 de diciembre de 2005
“Empezaba a descubrirme a mí mismo. Yo no era casi nada, a lo sumo una actividad sin contenido”, anota Jean-Paul Sartre en Las palabras (1963), su autobiografía infantil. Es decir, el jovencito Sartre sólo era existencia, puro devenir sin esencia previa, algo que estaba por formarse. ¿Y a quién debía esa presencia en el mundo? El propio autor revela un dato muy conocido y que bien podría tomarse como un hecho clave de su psicoanálisis existencial: “era huérfano de padre”, en el sentido literal y en el sentido propiamente simbólico.
Sartre se educó con su abuelo, pero sobre todo creía no deberle la vida (esa existencia, ese devenir) a nadie: no hay un padre que nos invista o que nos constituya, pues la actividad de vivir, de formarse, es una tarea exclusiva de cada uno, de cada solitario que llega al mundo y que debe consumar su propia obra. “Hijo de nadie, fui yo mismo mi propia causa, colmo de orgullo y colmo de miseria”, confiesa ufano. Y esa actividad que lo constituye empezó bien pronto expresándose mediante la escritura. “Nací de la escritura: antes de ella, no había sino un juego de espejos; desde que escribí mi primera novela, supe que un niño se había introducido en la sala de los espejos. Escribiendo, existía, escapaba de las personas mayores; pero únicamente existía para escribir, y si decía ‘yo’, eso significaba ‘yo que escribo’. Comoquiera que fuera, conocía la felicidad”. Fue, en efecto, la felicidad de escribir, de derramarse con la letra, lo que le formó desde niño: un Sartre que bien pronto, aún jovencito, se debatirá constantemente entre la conciencia de “mi insignificancia” y la evidencia personal de ser el “autor de futuras obras maestras”.
Y una de esas obras maestras fue La náusea (1938), aquella novela en la que el protagonista, Antoine Roquentin, sólo es un historiador en provincias, un historiador que arrastra la nada que lo forma sin saber diagnosticar esa dolencia inespecífica. Su propia investigación lo ata al pasado y le hace deudor de los predecesores: investiga a un personaje histórico de otro tiempo, recolecta documentación sobre el marqués de Rollebon. En La náusea, la clave narrativa se expresa mediante el género del diario, el dietario de Roquentin, un texto en el que el devenir se escribe conforme la existencia se vive... “Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianamente. Llevar un diario para comprenderlos. No dejar escapar los matices, los hechos menudos, aunque parezcan fruslerías, y sobre todo clasificarlos”, como haría un cronista: atribuyéndoles significado, pensándolos como conceptos, aplicándoles “nombres genéricos, como Ambición, Interés”. Pero la anotación hecha sobre ese dietario acabará siendo una convulsión y ese orden conceptual se le desmoronará, como se le caerá la estabilidad de la cosas que, efectivamente, no ve y no puede registrar. ¿Para qué seguir, pues?
...“al crear al hombre que queremos ser”, dice en El existencialismo, implicamos a la humanidad en su conjunto, definimos un tipo especial de individuo y de relaciones. Nada menos. El ser humano es, de esa manera, un recién llegado que se guía a sí mismo a partir de los modelos de excelencia que la historia le da y que él aplicará con mayor o menor acierto. No hay Dios ni amo y la angustia del ateísmo consciente se compensa con el goce de la indeterminación, con la lucha contra la fatalidad, en un proceso de autocreación intersubjetiva en el que el tú queda implicado
Es en ese momento, hacia el final de la novela, cuando este historiador renunciará a la investigación y al diario, a la pesquisa documental, a la crónica y a la atribución de sentido. Renuncia a todo eso y a la vida de provincia para crear de verdad, para inventar un ser en una novela, en una ficción: por tanto carente de existencia, justamente. La pura ideación imaginaria es existencia, no esencia: escribir algo totalmente inventado. “Tendría que ser un libro; no sé hacer otra cosa. Pero no un libro de historia; la historia habla de lo que ha existido, un existente jamás puede justificar la existencia de otro existente”, pues ni siquiera un padre puede justificar la existencia de ese otro existente que es el hijo. Tampoco lo contrario. “Mi error era querer resucitar al marqués de Rollebon”. Se trataría, en efecto, de escribir “otra clase de libro” y no un diario como el que ha llevado. “No sé muy bien cuál, pero habría que adivinar, detrás de las palabras impresas, detrás de las páginas, algo que no existiera, que estuviera por encima de la existencia”, algo que careciera de referente externo, que careciera de concepto, que no pudiera revertirse sobre el mundo real.
La torrencial escritura de Sartre, alguien que frecuentó a lo largo de su vida prácticamente todos los géneros, de ficción o ensayísticos, es la consecuencia de aquella necesidad infantil, según él mismo admitió, el resultado de esa testarudez con la que quiso hacerse a sí mismo, como huérfano de una paternidad originaria, como ese ser que emprende una actividad incesante para evitar el vacío, el hueco, el abismo de la no existencia, de la finitud, de la muerte. En muchas obras expresó directa o indirectamente esa ‘pulsión’, esa necesidad infantil, pero tal vez en ningún texto lo supo decir mejor que en aquella charla impartida en el Club Maintenant de París en 1945, la conferencia que inauguró simbólicamente una época, la de la reconstrucción de posguerra. En El existencialismo es un humanismo, Sartre confesaba no ser pesimista, pese a las acusaciones que ya se habían hecho al autor de ‘La naúsea’. Según se veía a sí mismo, era un escritor que declaraba su fe en la capacidad creadora de los jóvenes. Ser joven no era, sin más, un estado de carencia que resolviese la edad. Ser joven era reconocer el presente como un espacio de posibilidades, sin pertenencias definitivas, sin herencias onerosas, sin un patrimonio que defender. Los muchachos, aquellos muchachos descritos por Sartre hablando en clave de sí mismo, han de manifestarse con agravio e insolencia: se elevarán con vehemencia frente a sus mayores y reclamarán su lugar en el mundo, sin tener que ser custodios del padre ausente o presente, del linaje o de la tradición. Si la existencia precede a la esencia, entonces no hay vínculo irrevocable que me ate ni dato previo. Hay la voluntad de componerme, de rehacerme contrariando, incluso, lo que los mayores esperaban de mí. Haré de mí “un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto”, leemos en El existencialismo es un humanismo. ¿Por qué razón? Porque “el hombre no es otra cosa que lo que él se hace (...), un proyecto que se vive subjetivamente”. En ese caso, pues, “si verdaderamente la existencia precede a la esencia, el hombre es responsable de lo que es”.
Jean-Paul Sartre, al que tantas cosas le podemos reprochar, hizo valer la facilidad prolífica de su prosa, su cualidad literaria, para hablar de todo: para enjuiciar la política, para oponer resistencia a las cosas que juzgaba desastres colectivos. Levantó su voz e incluso su desaliñada, su desaseada figura, se empecinó en causas dignas o erradas, agravió a los poderes públicos, logró el beneplácito de sus compatriotas. Siempre pronunció la palabra más radical, la más precisa o la más destemplada, la que más incomodaba al Gobierno francés
Así, aquel niño que empieza a crearse con las palabras, ese joven que se forja a sí mismo elige, pero sobre todo se elige: decide ser de una forma frente a otra y por tanto opta por una clase especial de humanidad. En efecto, “al crear al hombre que queremos ser”, dice en El existencialismo, implicamos a la humanidad en su conjunto, definimos un tipo especial de individuo y de relaciones. Nada menos. El ser humano es, de esa manera, un recién llegado que se guía a sí mismo a partir de los modelos de excelencia que la historia le da y que él aplicará con mayor o menor acierto. No hay Dios ni amo y la angustia del ateísmo consciente se compensa con el goce de la indeterminación, con la lucha contra la fatalidad, en un proceso de autocreación intersubjetiva en el que el tú queda implicado.
Esa concepción supone, pues, comprometerse con la humanidad, incluso equivocándose. Y, en efecto, el ‘compromiso’ será decisivo en el ideario de Sartre haciendo de él no sólo un escritor aquejado de grafomanía, sino un ‘intelectual’. Se compromete en un doble sentido: al tener proyección pública, al ser un escritor conocido, se vincula a determinadas causas y, por eso, se pone en un brete, en aprietos, en un compromiso: se expone, pues. No es una vida cómoda. Puede errar y, en efecto, Sartre cometió errores gravísimos (por ejemplo declarando el marxismo como “horizonte insuperable de nuestro tiempo”) y abdicaciones culpables. Ahora bien, mientras es coherente consigo mismo su coraje y su valor le vienen de esa libertad incondicionada en la que quiso creer desde jovencito, esa libertad en la que la batalla moral no estaba ganada de una vez para siempre. Siempre que elige, siempre que opta en este o en aquel instante, el intelectual à la Sartre libra un combate que tiene mucho de incierto, pero que tiene mucho de heroico: no sabe si acierta o yerra, pero se expone y se compromete con la palabra, con las palabras.
Si el lector quisiera adentrarse en esa vida de Sartre, en las razones de su escritura, que en breve esbozo hemos presentado, no debería hacerlo leyendo esta obra, editada aquí por Anagrama, sino deleitándose con el otro libro de Annie Cohen-Solal mencionado por Romeo: la biografía de Edhasa ahora también reeditada. Aunque presa de la fascinación, esa biografía era, sin embargo, una detallada, exhaustiva y entretenida reconstrucción
La figura del intelectual es una invención propiamente francesa, un modo francés de expresarse, de intervenir, de objetar y de implicarse, de hacer valer recursos del intelecto para criticar el poder o para remover atavismos o para censurar claudicaciones. ¿Quiénes se expresan, intervienen, objetan o se implican? ¿Los escritores? Si se emplean los recursos del intelecto parece lógico pensar que sean éstos, los escritores, aquellos a quienes se les reviste con esa segunda piel, la del intelectual. Pero hay aquí un error muy común. El intelectual no lo es porque escriba o porque cultive la prosa o el verso, o porque haya alcanzado la excelencia en el ramo de la literatura. El intelectual es sobre todo alguien que se vale de la fama que le da su excelencia para opinar, para enjuiciar aspectos que no tienen que ver con sus tareas ordinarias. Los debates entre escritores, los Congresos de literatura, las grescas entre versificadores o novelistas no son ejemplos de intervención ‘intelectual’. En primer lugar, probablemente, por la pequeñez o incluso por la insignificancia que rodean a tantas de esas controversias. Pero, en segundo lugar, y más importante, por otra razón operativa: es intelectual aquel que emplea todos los medios que la sociedad de la comunicación le pone a su alcance, aquel que se vale de todos los recursos de la información para hacer públicos sus mensajes, y el principal es, precisamente, la fama.
Hay escritores de gran nombradía gracias a que su meritoria obra los eleva o los aúpa hasta el olimpo o el infierno de la celebridad. Justamente cuando aprovechan esta circunstancia para examinar el estado de la moral colectiva, cuando se sirven de esa fama para interpelar a sus destinatarios potenciales, cuando se erigen en defensores de una causa, entonces, de verdad, estamos en presencia del intelectual. Se presentan ante sus conciudadanos aureolados de prestigio, investidos con la legitimidad y con el poder que dan la excelencia y el crédito.
Tal vez, lo mejor del libro no sea el retrato escaso de Sartre, sino el desnudo implícito de Cohen-Solal: podría hacerse un análisis de la fascinación que el biografiado provoca en la biógrafa aún, veinticinco años después de la muerte del intelectual
Jean-Paul Sartre, al que tantas cosas le podemos reprochar, hizo valer la facilidad prolífica de su prosa, su cualidad literaria, para hablar de todo: para enjuiciar la política, para oponer resistencia a las cosas que juzgaba desastres colectivos. Levantó su voz e incluso su desaliñada, su desaseada figura, se empecinó en causas dignas o erradas, agravió a los poderes públicos, logró el beneplácito de sus compatriotas. Siempre pronunció la palabra más radical, la más precisa o la más destemplada, la que más incomodaba al Gobierno francés. Je pardonne à Voltaire, mais pas aux serviteurs de l’État, declaró en cierta ocasión Charles de Gaulle refiriéndose a Sartre cuando se le pedía que pusiera freno al incordio del intelectual crítico. En efecto, a Voltaire no se le encarcela, como tampoco a Sartre: pueden equivocarse, errar estrepitosa, culpablemente, pero sus figuras se agigantan gracias a la audiencia que sus declaraciones convocan convirtiéndose en un patrimonio de Francia...
En Abc, Félix Romeo dedicó una breve reseña a Jean-Paul Sartre, de Annie Cohen-Solal, el libro que motiva esta nota que ahora leen. El juicio no era positivo. “Publicado originalmente en la colección «Qué sais-je?», Jean-Paul Sartre es un ensayo híbrido”, decía Romeo. “Híbrido, porque responde a las críticas que Annie Cohen-Solal recibió cuando publicó su biografía del filósofo (Sartre 1905-1980, Edhasa). Híbrido, porque adopta el aire de una hagiografía, más que el de una interpretación analítica, en la que Sartre alcanza condición de santidad: como Jean Genet, era «santo, comediante y mártir». Híbrido, porque está construido a la contra, como si Sartre estuviera sometido a una hostilidad universal, conspirativa. Como si no supiéramos superar la orfandad. Híbrido, porque Cohen-Solal aparece como protagonista del relato: el falso valor del testigo”.
En efecto, si el lector quisiera adentrarse en esa vida de Sartre, en las razones de su escritura, que en breve esbozo hemos presentado, no debería hacerlo leyendo esta obra, editada aquí por Anagrama, sino deleitándose con el otro libro de Annie Cohen-Solal mencionado por Romeo: la biografía de Edhasa ahora también reeditada. Aunque presa de la fascinación, esa biografía era, sin embargo, una detallada, exhaustiva y entretenida reconstrucción. En cambio, el volumen de Anagrama da por supuestas muchas cosas, esas que se cuentan en el libro editado por Edhasa. Parece una obra de encargo, una síntesis de ciertos aspectos creativos, una faena de compromiso que se resuelve dignamente, pero que no aporta nada que no estuviera ya en la biografía. Por eso, por la delgadez del volumen, se añade en la edición española un apéndice con tres artículos circunstanciales de Xavier Antich, de Jorge Herralde y de Álvaro Pombo.
Tal vez, lo mejor del libro no sea el retrato escaso de Sartre, sino el desnudo implícito de Cohen-Solal: podría hacerse un análisis de la fascinación que el biografiado provoca en la biógrafa aún, veinticinco años después de la muerte del intelectual. Por ejemplo: el modelo de pareja instituido por Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. “Buscábamos desesperadamente una alternativa al naufragio del matrimonio e intentábamos inventar, con torpeza, una nueva pareja de camaradas-amantes militantes. Sartre y Beauvoir, a pesar de sí mismos, nos ofrecieron sus servicios, ilustraron nuestros fantasmas y se convirtieron en nuestros héroes. Inocentes como éramos, desempeñaron para nosotros el papel de pareja de leyenda...”, confiesa Cohen-Solal.
Muchos años después, y a pesar de
las revelaciones que la propia autora nos facilitó con su biografía,
la fascinación perdura. Tal vez, en ese sentido, el capítulo más explícito sea el XV, el que titula ‘Elaboración de una cultura alternativa’. Es allí, y también en el epílogo, en donde Cohen-Solal entona una especie de salmodia, una oración fúnebre incluso, en la que parece invocarlo con una fórmula que repite hasta cuatro veces: “Asombroso Sartre”. “Asombroso Sartre, que siempre defendió la transparencia...”; “Asombroso Sartre, que da cuenta de su propia neurosis...”; “Asombroso Sartre, que en su prefacio al libro de André Gorz Le traître hace de antropólogo...”; “Asombroso Sartre, que, como pedagogo...”
Fue, en efecto, asombroso el empeño creativo del filósofo, como también lo fue su gigantesco patrimonio escrito, como asimismo lo fue su proclama en favor de la responsabilidad individual. Resulta, sin embargo, más extraño, incluso inaceptable, declarar a Sartre hoy, “más que nunca, brújula ética”, al decir de Annie Cohen-Solal. Sartre sería una brújula que nos indicaría el norte moral, como si el filósofo hubiera marcado el horizonte insuperable de nuestro tiempo. Desde luego, no es así.