La crisis económica de los años setenta debilitó seriamente el consenso de posguerra sobre el crecimiento económico y el sistema de bienestar. La recesión económica, la inflación, las pérdidas masivas de empleo, la crisis fiscal del Estado y el aumento sin precedentes de la deuda pública manifestaron los altos costes que comportaba mantener el bienestar económico y social. Desde entonces comenzó a disminuir la confianza en la intervención económica estatal, crecieron las dificultades de los gobiernos para mantener el compromiso del pleno empleo y se hicieron habituales las restricciones del gasto social. La ruptura del crecimiento económico arrastró a la política social expansiva, provocando una crisis del Estado del Bienestar, afectando también al sistema político. En cualquier caso, a diferencia de los años treinta, la crisis de los setenta desembocó en el
mantenimiento de los regímenes democráticos y una renovación del consenso, aunque sobre nuevas bases: el neoliberalismo se hizo hegemónico, el
“socialismo real” entró en crisis y la socialdemocracia giró hacia posiciones más a la derecha al aceptar las premisas neoliberales.
El crecimiento económico, que había desempeñado un papel esencial en la consolidación de la democracia, experimentó un incontestable estancamiento a finales de los años sesenta, en los que se asistió, en los países industriales, al desarrollo paralelo de la inflación y del paro. Pero las limitaciones del sistema se pusieron de manifiesto bruscamente con las dos crisis del petróleo que sufrió el mundo industrial en 1973 primero (Guerra del Yom Kippur) y en 1979 (
toma del poder por Jomeini en Irán). El proceso de expansión de los países industriales avanzados tuvo en 1973 su punto de inflexión, pues el aumento de los precios del petróleo provocó una marcada contracción de la actividad económica en todos los países industriales. Desde 1975 la mayoría de los países desarrollados experimentaron por primera vez una disminución de su producción desde 1945. Al mismo tiempo, el crecimiento de los gastos petrolíferos disparó la inflación y provocó un deterioro considerable de las balanzas de pagos. La crisis económica abrió una etapa que presentó los rasgos inversos a la precedente, con la desaceleración de las tasas de crecimiento del PIB, el descenso de la productividad y la inestabilidad de la coyuntura económica.
La singular concurrencia del estancamiento del PIB, el creciente desempleo y las fuertes presiones inflacionistas, fenómeno sin precedentes históricos, llevó a acuñar el término
estagflación. El estancamiento vino acompañado de elevados niveles de desempleo, que se disparó y no dejó de crecer, pasando del 2,6% de promedio de los países de la OCDE en 1973, al 7,8 en 1983. A todo ello le acompañó una omnipresente inflación, que se triplicó en el momento más agudo de la crisis. La caída de la actividad y el consiguiente aumento del paro, por un lado, y la inflación por el otro (que amenazaba con hundir la moneda) originaron una contradicción difícil de superar, pues todo esfuerzo de relanzamiento económico para luchar contra el paro agravaba la inflación; de igual manera, los intentos para contener la inflación acababan frenando la economía y agravando el problema. En este contexto de crisis aguda (1973-1984), las sociedades del mundo desarrollado se encontraron con la necesidad de realizar cambios que transformaron la situación establecida desde 1945.
Margaret Thatcher en 1982
La crisis llevó a una nueva correlación política de fuerzas entre capital y trabajo, al romperse el acuerdo sobre la gestión gubernamental de la demanda. Los nuevos problemas y las influencias teóricas neoliberales (Escuela de Chicago) contribuyeron a minar el
generalizado consenso de la posguerra sobre el papel del Estado y la administración de la demanda gubernamental, y a alentar la necesidad de cambio de dirección económica de las políticas gubernamentales (cambio en las prioridades). Los objetivos de la política económica cambiaron,
apartándose del pensamiento keynesiano y de la atención al pleno empleo, pasando a centrar las prioridades en el combatir la inflación (control de los precios y los salarios) y evitar los déficits de la balanza de pagos, consagrando así una política económica monetarista.
Las principales consecuencias sociales y políticas de la crisis fueron la crisis del Estado del Bienestar y la hegemonía del neoliberalismo. Mientras que desde 1945 las sociedades del mundo desarrollado habían mantenido por lo general el pleno empleo gracias al crecimiento, la crisis introdujo de nuevo el temible fenómeno del paro. Habiendo reaparecido a finales de los sesenta (en torno al 3-5%) debido a la búsqueda por parte de las empresas del aumento de productividad, se agravó a partir de 1973 hasta afectar al 10% de la población activa, con una mayor incidencia en las antiguas regiones industriales, en los trabajadores sin cualificación, en las mujeres y en los jóvenes. El paro dio origen al surgimiento de la llamada “sociedad de dos velocidades”: es decir, la coexistencia de poseedores de un empleo que se beneficiaban de las condiciones de vida favorables de los países desarrollados, y de parados, que entraban en una situación de marginación en un mundo donde el consumo era el principal signo de triunfo social. Para éstos, los procedimientos de indemnización concebidos en el marco del EB, que permitían que el paro no desembocara en una situación de radicalización política brutal, constituían la única fuente de ingresos. Ahora bien, la crisis condujo precisamente a plantearse la existencia misma del EB, pues hizo disminuir los recursos del Estado-providencia, al tiempo que multiplicaba el número de sus beneficiarios.
La ocasión fue aprovechada por los neoliberales, que denunciaron la carga insoportable que el Estado hacía pesar sobre la población activa y el efecto negativo sobre la competitividad de las empresas que suponían las cargas sociales. Las críticas al EB, cuyo crecimiento empezó a considerarse que comportaba más daños que remedios, no se hicieron esperar, sobre todo desde las filas del liberalismo más conservador, partidario de un sustancial repliegue de las fronteras del Estado. Pero también desde algunos sectores del centro-izquierda se cuestionó la convicción de que el Estado pudiera asumir la responsabilidad del bienestar de los ciudadanos. Esta dinámica vino favorecida por los escasos resultados de las políticas keynesianas que llevaron a cabo los gobiernos socialdemócratas para tratar de frenar la crisis entre finales de los setenta y el comienzo de los ochenta, permitiendo el acceso de gobiernos conservadores que abrazaron el modelo neoliberal. Así, Gran Bretaña, Alemania y Francia respondieron inicialmente a la crisis siguiendo el modelo keynesiano, que había permitido superar la
crisis de los años treinta: intervención del Estado para relanzar la actividad económica, utilización del gasto público para reactivar la demanda, ayuda social para los parados...
Helmut Kohl fotografiado por Engelbert Reineke en 1987 (wikipedia)En el Reino Unido, los laboristas volvieron al poder precisamente entre 1974 y 1979, en los años más difíciles de la recesión, poniendo en marcha un “contrato social” con los sindicatos, consistente en ciertas garantías contra los despidos y la realización de algunas nacionalizaciones, a cambio de una política estricta de limitación de salarios. La continua reducción del poder adquisitivo y el aumento del paro exasperaron a los trabajadores, acabando con el contrato social y dando lugar a una oleada de huelgas sin precedentes en el invierno de 1978-1979, que a su vez originó un fuerte malestar entre las clases medias. Los laboristas se encontraron en una situación difícil, con su credibilidad dañada ante la clase obrera y los sectores medios, al tiempo que con una débil mayoría parlamentaria que dependía de los diputados nacionalistas galeses y escoceses. Finalmente el gobierno laborista fue derribado en 1979 por una moción de censura y los electores británicos optaron por votar masivamente a favor de la experiencia liberal que les propuso
Margaret Thatcher, la líder del partido conservador.
En Alemania, la socialdemocracia, en el poder desde 1969, encajó mal el golpe de la crisis: hundimiento de la producción industrial, fuerte caída de las inversiones, brusco aumento del paro. Aun así, el gobierno de
Helmut Schmidt logró enderezar la situación a partir de 1975-1976, sin renunciar a su política de gasto social e intervención estatal. Sin embargo no pudo resistir la embestida de la segunda crisis petrolera de 1979, que deterioró la balanza comercial y causó un nuevo retroceso de la actividad económica. Hacia 1982, en la RFA había 2 millones de parados y la economía estaba estancada. En esta situación los liberales, coaligados en el gobierno con el SPD pero por tradición contrarios al intervencionismo estatal, reclamaron la congelación de las reformas y el recorte de los gastos sociales. Ante la negativa del SPD, el Partido Liberal abandonó el gabinete y estableció una alianza con los cristianodemócratas, derribando al gobierno socialista en octubre de 1982 a través de una moción de censura que llevó al poder a una coalición entre cristianodemócratas y liberales dirigida por
Helmut Kohl.
En Francia, el inicio de la crisis coincidió con el inicio de la presidencia de la República de
Valéry Giscard d’Estaing, partidario de un “liberalismo avanzado”. Sus dos primeros años de presidencia fueron de continuidad del intervencionismo y del Estado provisor, pero la persistencia de las dificultades económicas llevó al gobierno de centro-derecha a un retorno acentuado a la economía de mercado y a las prácticas liberales (liberalización de precios, suspensión de ayudas a las empresas no rentables, disminución de cargas sociales a las empresas). El descontento social ante el paro y el reforzamiento de la izquierda francesa permitió la llegada al poder de los socialistas en 1981, poniendo en marcha una política inversa. Anticipándose a una recuperación económica mundial esperada, que no llegó a producirse, el gobierno contó con el “tratamiento social del paro” y con el despegue del consumo para aportar una solución a la crisis. Los resultados de la política socialista (bajada de los salarios, aumento del número de empleados públicos, descenso de los tipos de interés, contratos de trabajo con ventajas fiscales, reducción de la jornada semanal) fueron decepcionantes: apenas lograron mantener el paro alrededor de 2 millones, pero provocaron un aumento del déficit presupuestario, un desequilibrio de la balanza comercial y un aumento de la deuda nacional. La vía socialista se había visto incapaz de atajar la crisis, por lo que desde 1983 se abrió la vía de las soluciones liberales.
El neoliberalismo, que suponía una actualización de los principios liberales clásicos, supone el rechazo por principio del Estado del Bienestar, justificando su oposición en la incompatibilidad de los objetivos y métodos del EB con el progreso económico y en la indispensable reducción del aparato estatal para la supervivencia de la economía de mercado y de una sociedad libre. La crítica liberal-conservadora atribuye al EB la postración de la iniciativa individual, del trabajo y del ahorro, la consolidación de infraclases parasitarias a costa del Estado, la pérdida de competitividad y eficiencia de la economía. Se considera que genera lacras como la promoción de una burocracia excesiva y poderosa, una utilización ineficiente de los recursos…, dando lugar a un sector público de pobres resultados por la falta de competencia y la garantía del empleo, generador de déficit en caso de crisis. Se achaca a la continua ampliación de derechos sociales una sobrecarga al Estado de demandas imposibles de satisfacer. También se considera negativa la protección que el EB asegura los intereses materiales de los trabajadores, pues la fuerza de trabajo se ajusta con dificultad a las contingencias del mercado. El sistema resulta un problema para las empresas debido a los costes salariales, las garantías frente al despido y las cargas fiscales, todo lo cual dificulta el crecimiento económico.