Hay una película de
Roman Polanski de planteamiento argumental muy interesante, aunque en mi opinión fallida en su resolución final. Se trata de
La muerte y la doncella (1995), basada en la obra teatral de 1992 del chileno
Ariel Dorfman, y protagonizada por
Sigourney Weaver, Ben Kingsley, y
Stuart Wilson.
La muerte y la doncella sitúa la historia en un país sudamericano indeterminado, el cual acaba de salir de una dura represión dictatorial y enfrenta el futuro con una recién estrenada democracia que trata de demostrar al pueblo que la justicia social es posible. Uno de los abogados del gobierno, antiguo estandarte de la revolución estudiantil, Gerardo Escobar, vive con su mujer, Paulina Lorca, aislados en una casa junto a un acantilado. Una noche lluviosa, con cortes de luz incluidos, se queda tirado con su coche y es auxiliado por un médico, el Doctor Roberto Miranda, quien lo acompaña a su casa. Cuál es la sorpresa de Paulina, asustada en principio con la irrupción del extraño, cuando descubre que el intruso es nada menos que el torturador que durante la dictadura la sometió a las más horribles vejaciones. Paulina decide vengarse, y construye un juicio forzado para arrancar a Miranda la confesión de su crimen, en una voluntad de liberarse de los fantasmas que sus horribles recuerdos le han dejado como secuela.
Paulina recuerda que cuando él la torturaba, siempre ponía música para que no se escucharán sus gritos y además para crear una determinada atmósfera, un determinado ambiente que confería a las torturas un punto desquiciado de refinamiento. La música era siempre la misma, una música que desde entonces la ha perseguido sin remedio en todo momento y donde quiera que estuviera. Se trata del primer movimiento del célebre cuarteto de
Schubert La muerte y la doncella, una música hipnótica y de una “fuerza metafísica arrolladora”, que acaba de volver a ser grabada estos días por un joven cuarteto fundado en 1993 y que hoy ha logrado convertirse en uno de los mejores del mundo.