Juan Antonio González Fuentes
Tengo delante de mí un libro abierto, y en la página de la derecha contemplo una fotografía en blanco y negro del escritor Philip Roth, realizada en 1990 por Elliott Erwitt, y en la que el novelista posa para un retrato en el que debe entenderse es su cuarto de trabajo.
Todo en la habitación transmite orden, concierto, pulcritud y austeridad. Roth es el centro de la composición. Está cómodamente sentado en una sillón giratorio hecho de cuero y metal, sin zapatos, con calcetines claros, y su cuerpo no sugiere ninguna tensión. Detrás de él, en el fondo de la imagen, favoreciendo la sensación de profundidad de campo en la perspectiva, se encuentra una cama muy sencilla completamente arreglada, con las sábanas limpias y estiradas y con una manta muy corriente ocupando con exactitud su lugar a los pies del mueble.
También puedo ver la mesa de trabajo del escritor. Sobre ella reposan una máquina de escribir eléctrica, un flexo poco destacable, tres gruesos volúmenes con aspecto de diccionarios apilados y, encima de ellos, un pequeño atril en el que reposan unos pocos folios. Debajo de la mesa hay un gran cesto de mimbre lleno de papeles con todo el aire de haber sido usados y desechados.
El suelo y las paredes de la habitación están hechos con tablones de madera. Dos pequeños cuadros cuelgan, sin querer llamar la atención, en la pared contra la que se apoya la cama. A su lado se abre una ventana por la que entra mucha luz.
Philip Roth (foto de Elliot Erwitt, 1990)
Philip Roth, el escritor, sentado en el funcional sillón con una pierna sobre otra, descalzo, apoyando un pie en una alfombra oscura y de pelo tupido, no mira a la cámara ni da muestras de ser consciente de su presencia. Roth está ensimismado, ausente, con la mirada perdida en un espacio indefinible, en un ser y en un estar que nada tienen que ver con la habitación en la que ocurre el fenómeno.
El aseado cuarto en el que trabaja Roth no tiene aroma de hogar, no es un espacio acotado por la intimidad personal, no refleja de ninguna manera una puesta en escena cálida ni expresa una concreta individualidad. No, la habitación en la que Philip Roth trabaja y se muestra en la fotografía de Elliott Erwin tiene todos los requisitos funcionales de un territorio de nadie, de un mundo que se ocupa temporalmente y de manera productiva y eficaz pero que puede abandonarse en cualquier instante si las circunstancias lo exigieran, y hacerlo, además, sin ningún pegajoso sentimiento de melancolía. La habitación de Roth transmite encontrarse permanentemente preparada para su abandono inmediato, para ser el punto de partida de una diáspora siempre esperada. En definitiva, es la geografía de un judío norteamericano de las décadas finales del siglo XX.
Es esencial en la narrativa de Philip Roth su dualidad estadounidense y semítica. En literatura, como recuerda André Maurois refiriéndose al caso de Marcel Proust, los cruces son saludables y ayudan al espíritu a juzgar correctamente ofreciéndole distintos puntos de comparación. Otro francés de nombre André, pero de apellido Gide, recuerda que los artistas se reclutan entre aquellos que son producto cultural de un cruce, entre aquellos en los que coexisten exigencias opuestas, entre quienes desde el nacimiento presentan en su interior un conflicto íntimo. Philip Roth cumple todas y cada una de las premisas anunciadas por Gide, sin ellas su literatura no se entiende, sencillamente no se explica.
NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.