Juan Antonio González Fuentes
El pasado 4 de enero el cineasta, escritor y clarinetista aficionado Woody Allen y la New Orleáns Jazz Band interpretaron su habitual repertorio en la gran sala del santanderino Palacio de Festivales, la sala Argenta. Más de mil setecientas personas abarrotaron el recinto para ver y escuchar al mito neoyorkino, convertido ya en una de las figuras emblemáticas del arte del siglo XX, en uno de los mayores iconos culturales de Occidente en las últimas décadas.
Yo no pude asistir al concierto, aunque no tengo reparo alguno en confesar que me hubiera gustado mucho estar aquella noche sentado en una de las butacas de la sala Argenta. Sí, me hubiera gustado poder ver al mito, constatar la conocida insignificancia de su físico, verle cerrar los ojos y mover las piernas al ritmo de la música de su clarinete. Sí, me hubiera gustado mucho, pues, por qué no confesarlo ya de una vez, soy bastante mitómano, y Woody Allen y su cine llevan años encandilándome, diciéndome muchas cosas y divirtiéndome.
Tengo algún amigo que tuvo la enorme fortuna de estar con la estrella en los camerinos y departir con él algunos minutos. Este amigo, me cuentan, incluso atesora ya en su biblioteca un ejemplar del último libro de Allen dedicado a su persona por el célebre director de Manhattan o Annie Hall. ¡Qué envidias!, la sana y la insana.
También me cuentan que Woody Allen esa noche cenó maganos (calamares, chipirones...) en la Posada del Mar, y que salió del conocido restaurante santanderino comentando lo mucho que le había gustado el tradicional y marinero plato. Las mismas fuentes me informan de que el “todo Santander” acudió a la cita, incluso aquellos que jamás habían acudido al cine a ver una cinta del cineasta; incluso aquellos y aquellas que jamás habían recibido en sus oídos una sola nota de jazz. El poder de los medios de comunicación, del marketing, de la pólvora encendida en la que se convierten las celebridades tiene esto, y también aquello, es decir, un magnetismo completamente insospechado, grandioso..., incluso para los que hasta media hora antes poco o nada sabían de la celebridad.
Woody Allen y la New Orleáns Jazz Band en Budapest el 27 de diciembre de 2007 (vídeo colgado en YouTube por bhomoki)
Mis informantes siguen informándome, que ese es su papel en esta historia, y me aseguran (no sé ni cómo ni por qué) que el concierto de Allen y sus amigos le han costado a las públicas y culturales arcas de la administración cántabra veinte millones de las antiguas pesetas, es decir, algo más de 120.000 euros.
La verdad es que, de ser cierta la cifra, no me parece mucho dinero. Quiero decir que bien sabemos de “estrellas” de la música internacional e incluso nacional que cobran cantidades bastante más desorbitadas que la mencionada. Vista así la cosa el “negocio” es redondo: Woody Allen en Santander, la sala Argenta abarrotada, fotos del artista con las autoridades locales y regionales, música entretenida en el escenario, aplausos de todos y para todos por doquier..., y todo por sólo 120.000 euros. Barato, barato.
El problema es cuando te detienes un momento, sólo un momento a pensar. Es el propio Woody Allen quien da la clave del asunto. Es él quien ha señalado cada vez que se le ha preguntado por la cuestión que tan sólo es un músico aficionado, un señor que toca el clarinete con cierta gracia con un grupo de músicos correctos y simpáticos que procuran divertirse haciendo música agradable, melodiosa y resultona para un público no muy exigente. Se puede decir más alto pero probablemente no más claro.
Woody Allen es un músico aficionado, y lo pregona a los cuatro vientos. Sin embargo cobra veinte millones de las antiguas pesetas porque se le escuche. No parece muy congruente el cineasta a este respecto. Pero tampoco lo es, llamemos a las cosas por su nombre, el público, y menos el europeo, que es el que se “relocha” viendo al cineasta soplar un clarinete. ¿Alguno de nosotros, alguna consejería, alguna institución, alguna concejalía..., pagaría el caché de una gran director de orquesta a un director de orquesta aficionado que fuera famoso por otra actividad? ¿Alguno, por ejemplo, pagaría la misma cantidad por escuchar al gran Juan Diego Flórez que por escuchar a un tenor aficionado y muy famoso por protagonizar un culebrón? Pues probablemente sí, y el caso de Allen es tan sólo uno más de los muchos que podríamos poner.
Lo más curioso del caso, lo que llama definitivamente a la triste reflexión, es que otro amigo, muy, pero que muy aficionado al jazz, tanto que durante décadas ha sido uno de los principales impulsores de los infrecuentes conciertos de jazzmen de altura en mi ciudad, me confesaba el otro día por teléfono, con acritud y tristeza en la voz, que jamás ninguno de los grandes músicos de jazz que él contribuyó a traer a la ciudad cobró más de dos millones por su actuación, y la mayoría no alcanzó nunca ni siquiera el millón de pesetas. ¿Nombres?, los aficionados al jazz “alucinarán”: Benny Carter, Tommy Flanagan, Hank Jones, Chet Baker..., verdaderas leyendas del mejor, del más autentico y verdadero jazz de todos los tiempos. Y el aficionado Allen, y sus amigos de la vulgar New Orleáns Jazz Band, llevándose cruda la pasta gansa. ¿Estafa? Artística y musical sí, pero una estafa consentida y fomentada por todas las partes. Allen se cura en salud y avisa, y quien avisa, según parece, no es traidor. Lo único que ocurre es que Allen y su grupo le sacan partido al río revuelto mediático e ignorante que a todos nos envuelve como buenos pescadores que son. ¿Pescadores?, o ¿pecadores? Ahí queda la pregunta.
NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.