martes, 4 de diciembre de 2007
Historia de una foto
Autor: Juan Antonio González Fuentes - Lecturas[{0}] Comentarios[{1}]
Artes en Blog personal por Artes
Esta es la pequeña y provinciana historia de la foto que ahora ilustra mis escritos en Ojosdepapel

Juan Antonio González Fuentes

Juan Antonio González Fuentes

Algunos lectores muy próximo a mi me han preguntado por la nueva foto que ahora ilustra mis trabajos en Ojosdepapel. Esta es la historia de la foto en cuestión, perdónenme por favor el mal gusto de hacerme protagonista del relato.

Era sin duda el comienzo de la primavera del año 2007 en la ciudad de Santander, aunque no recuerdo así de pronto el nombre del día, ni su número, ni su semana ni su mes. Sé que iba andando por las calles del centro de la ciudad cargando con libros y el periódico. Los libros eran La caza salvaje de Jon Juaristi, (novelón que leía por encargo de Ojosdepapel, revista electrónica que tiene el lector abierta ahora mismo en su pantalla), y varios ejemplares de la Antología del poeta Alejandro Gago, trabajo publicado por la editorial barcelonesa Icaria y con edición y estudio introductorio firmado por mi. El periódico era el local, El Diario Montañés.

Debía llevar conmigo durante el paseo los varios ejemplares de la antología de Gago porque seguro me acababan de llegar por correo desde la sede de la editorial en la ciudad Condal. No lo recuerdo bien, pero lo más probable es que yo saliese del edificio de arquitectura montañesa que alberga la central de Correos en Santander, justo al lado del Banco de España y el Hotel Bahía, pegado a la estatua de Alfonso XIII y del parking público que ETA se encargó de destrozar hace unos años y que aún sigue rehabilitándose y urbanizándose de cara a su inminente reapertura.

Sin duda ninguna por eso iba paseando por los llamados Jardines de Pereda, los más antiguos y urbanos de la ciudad, situados en su comienzo justo enfrente de la casa en la que vivió el escritor de Sotileza, y que desde hace casi un siglo rodean con sus árboles y caminos decimonónicos el gran monumento que la ciudad erigió para olvidarse de una vez para siempre del hidalgo escritor.

No debió de ser muy lejos del monumento a Pereda y su obra, donde me topé cargado como iba con Jesús Alberto Pérez Castaños, un hombre, una naturaleza de imposible reducción a las pocas líneas de un párrafo. Cuando en El hombre tranquilo de John Ford, el personaje de Michaleen Flynn, interpretado admirablemente por Barry Fitzgerald, exclama de vez en cuando ¡Homérico!, para dar expresión a algo inconcebible, siempre me ha venido a la mente el homérico Jesús Alberto, artista en el sentido más amplio de la palabra, y verdadero personaje capaz de llamar la atención tanto en un film de Almodóvar como en uno de Tarantino o los hermanos Cohen.

Juan Antonio González Fuentes

Juan Antonio González Fuentes (foto de Jesús Alberto Pérez Castaño)

Descubrí a Jesús Alberto en medio de una de sus cacerías artísticas, en uno de sus secretos safaris fotográficos llevados a cabo sin aspaviento alguno por las calles de la ciudad, por los acantilados y campos de la región, por sus montañas más excelsas y sus sumideros más incontrolados. El “arma” de Jesús Alberto no parecía a simple vista la de un gran profesional de la fotografía, pero con su en principio modesto artefacto él iba capturando imágenes con completa entrega. Imágenes que, pasados unos cuantos meses, me enseñó reveladas a tamaño artístico (nunca mejor dicho) no hace mucho en un local de Santander, dejándome por completo impactado debido a su calidad artística, a su “intención”, a su notable lirismo y a la vez contundencia expresiva, a su parentesco con el buen cine, en definitiva, por su hermosa y nada narcisista hondura.

A Jesús Alberto lo había leído, y, por supuesto, también “lo había visto”, es decir, había visto en muchas ocasiones sus pinturas absolutamente personales y reconocibles en salas de exposiciones y en libros y catálogos. Pero además, a Jesús Alberto lo conocía de compartir durante varias temporadas tertulia radiofónica en Radio Santander, Cadena Ser, donde creo que llegamos a formar una pareja de tertulianos con bastante gracia y gancho. De la relación que nació en aquellas tertulias surgió una amistad que me ha granjeado no pocos momentos memorables, además de algún que otro catálogo y proyecto expositivo que, comisariado o coordinador por el infatigable Jesús, ha sumado poesía, música y artes plásticas en exposiciones o eventos artísticos de carácter multidisciplinar e impacto innegable.

Bien, la cuestión es que una vez nos reconocimos paseando por el paseo, valga la redundancia, Jesús Alberto, cámara en ristre, me espetó sin remilgo alguno que quería inmortalizar la casualidad, y me propuso ser “víctima” retratada de su objetivo. No me negué. En ese momento pasaba por allí Cioli, personaje que hay que ser muy de Santander para ubicar con rapidez en la mitología simpática y cachonda de la ciudad.

Cioli, panadero jubilado, pasa desde su juventud, y ya no cumple los ochenta, el día y la tarde en la playa de la Magdalena, sea invierno o verano, llueva, nieve, granice o haga un calor de espanto. Él no abandona la playa enfundado en su apretado speedo, haciendo gala de una piel morena y tosca que podría muy bien competir con la de cualquier morsa. Cioli lleva al cuello unos prismáticos, y un traje de baño en la mano, no para cambiarse, si no para que los humanos en peripecia de ahogo, puedan agarrarse a algo mientras él los saca del agua. En la playa de Los Peligros, pegada a la Magdalena y a Bikinis, una placa municipal atestigua que el bueno de Cioli ha salvado más de cien vidas, desde que se decidió a ser paisaje playero muy por encima de simple ciudadano.

La primera foto me retrató con Cioli, y aunque nunca he visto la imagen resultante, he de decir que me enorgullece saberme inmortalizado con la morsa humana, con ese salvavidas de carne y hueso que deambula atisbando la mar día y tarde a los pies del Palacio de la Magdalena, casa real y universitaria. El resto de las fotos las hicimos en un escenario literario y decimonónico, algo que, al parecer, a mi me va que ni pintado. A tal efecto nos “colamos” en el amplio monumento a Concha Espina, muy cercado al que tiene su hijo Víctor de la Serna, y ambos próximos al dedicado al autor de Peñas Arriba.

Concha Espina fue más que escritora mujer de mérito. Dejó plantado a su señor esposo por impresentable, y sacó adelante a su prole escribiendo en una España decididamente mostrenca y pobre. No le fue del todo mal, e incluso estuvo a punto de obtener el Nobel, al parecer sólo le falló el apoyo de la Academia Española, es decir, de los suyos, de los nuestros, caínes entrenados.

Ni corto ni perezoso me introduje en la piscina vacía de agua pero llena de preciosa piedra blanca en la que descansa la figura inerte de la escritora, y Jesús Alberto colocó mi calva facha junto a la melenuda y barbuda máscara de bronce que escupe el agua que debería remojar a doña Concha, la señora Espina. Jesús Alberto disparó y ahí quedé inmortalizado, o para ser más exactos, “mortalizado” para casi siempre en el interior seco de un monumento húmedo. A un lado de la foto el mar, al otro la fachada de las casas buguesas del Paseo de Pereda, detrás, muy cerca, los árboles y jardines del escritor carlista, y delante Jesús Alberto y su cámara.

Esta es la minúscula historia de la foto que ahora ilustra mis páginas en Ojosdepapel, la historia de un día de primavera en una pequeña ciudad de provincias en la periferia española de la periférica España. Carpe diem, oh capitán, mi capitán! 


NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.