lunes, 10 de septiembre de 2007
Además del final, de González Fuentes, por Eduardo Moga
Autor: Juan Antonio González Fuentes - Lecturas[{0}] Comentarios[{1}]
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En el año 2001 el poeta y crítico Eduardo Moga presentó en la Universidad de Barcelona mi libro de poemas Además del final. Estas fueron sus palabras.

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Juan Antonio González Fuentes

Hace ya seis años, cómo pasa el tiempo, mi libro de poesía Además del final (Endymion, Madrid, 1998) se presentó en la Universidad de Barcelona. El presentador fue mi amigo el poeta Eduardo Moga, premio Adonais de 1995, y uno de los poetas y escritores más interesantes de mi generación. Reproduzco a continuación las palabras que leyó entonces Eduardo, y con las que me he tropezado casi sorpresivamente esta mañana visitando los recovecos del disco duro de mi ordenador. El trabajo de Eduardo, francamente, me viene al pelo para ocupar el espacio del blog de hoy. Gracias Eduardo.


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Juan Antonio González Fuentes: Además del final (Endymion, Madrid, 1998)


"La poesía de Juan Antonio González Fuentes se caracteriza, de entrada, por su brevedad, por su adensamiento y concisión. Una brevedad que se va acentuando, decantando progresivamente, desde sus primeros libros (que ya eran notablemente sintéticos) hasta el último poemario, Además del final.

Sus poemas aparecen, así, como la pequeña plasmación de gestos pequeños, de momentos pequeños de los sentimientos y de la percepción -súbitos pliegues de las cosas, imágenes fugaces, sucesos minúsculos-, pero grandes en significación, porque los agranda su entereza, sus sílabas radicalizadas y plenas, el rebotar del sonido en las paredes gruesas de lo desnudo.

Antonio Gamoneda, autor de una nota introductoria a Además del final, y cuya propia poesía tiñe delicadamente la de González Fuentes, ha calificado este rasgo como la “espiritualización de los elementos expresivos” y ha señalado cómo el poeta reduce las imágenes a sus “más puros y transparentes huesos”.

En efecto, González Fuentes intenta siempre extraer la esencia de las sensaciones, de las experiencias, mediante el lenguaje y su estiramiento, mediante su tensión extrema; en último término, mediante su esencialización radical. Este tensión constante se construye a partir de la contraposición -que, en la buena poesía, supone siempre la fusión- de términos materiales y abstractos, de la dureza sedosa de sus sonoridades, de la metáfora martilleante y fluida, de las habituales sinestesias, contradicciones y paradojas: figuras y procedimientos todos que reunen y agrupan; es decir, que diluyen las fronteras que traza la razón entre las cosas, y que las funden en un palpitante todo, vital y poético.

En un verso de otro de sus libros, La rama ausente, el poeta escribe: “me entregaré a la equidistante audacia de las palabras”. Esto es: la audacia: el atreverse a nombrar lo inexistente y a traerlo, así, a la existencia irrefutable del poema, la valentía en la invención y el descubrimiento. Pero esa audacia es “equidistante”; ¿equidistante de qué? Pues, según interpreto yo, de la realidad y del yo, de los dos polos, permanentemente irreconciliados, que intenta reunir, suturar el conjuro de los versos. Hay que arrancarle, en efecto, palabras al mundo, para construir el mundo, para hacerlo habitable, para hacernos habitables.

La poesía de González Fuentes, embarcada en ese propósito unificador, practica una dura simbolización. Es inevitable: parece que lo más esencial ha de refugiarse en una transmutación reveladora, y que esa verdad destilada se ofrece mejor en un continente parco, aunque sus manifestaciones concretas puedan ser, como luego señalaré, suntuosas. Mediante los símbolos se adensan las connotaciones, con ellos se renuevan, a golpes delicados, el pensamiento y la materia. La poesía de González Fuentes no desciende a lo anecdótico, para no perder esa significación superior y pura, pero tiene muy presente lo cotidiano -el amor, el trabajo, el constante diálogo con uno mismo-, que alienta en el subsuelo del poema, bajo su piel rugosa de imágenes y, simultáneamente, pletórica de silencio.

Sin embargo, como ya he señalado, la densidad y su encarnadura simbólica esconden -vehiculan- una tensión. Así, los abundantes combates entre la oscuridad y la luz, sobre todo en Ademas del final, son trasunto del conflicto existencial. Los textos constituyen chispazos de reflexión inducida por los sentidos, formalización minuciosa de cuanto, desde el exterior, nos golpea o confunde. Parece entonces como si el mundo fuera sólo un estímulo para la consciencia, una forma de despertar su adormecida capacidad de evocación, de síntesis y también de angustia. En un poema leemos: “Y es hermoso el nudo quedo de la luz, / su familiar inocencia / que toda quiebra el azul umbrio, / el camino aterido de la llama / que se oscurece tras el fuego, / tras un allá sin dónde, / tenaz siempre en su condena”. Éste es el camino que siguen muchos poemas del libro y, en general, de la producción poética del autor: una ascensión nítida, basada en los motivos diurnos (con sus connotaciones positivas de energía y fertilidad), y una caída paralela, que pretende lo mortal; así, la luz hermosa primero; después, la llama negra, fría, el no lugar, la condena.

Esta tensión se manifiesta también en las frecuentes paradojas y antítesis, pero también en algunas inversiones sorprendentes, como la de este poema: “una sed, / que filo tras filo se escancia, / entre el agua breve de los días”; no es, pues, el agua lo que se vierte en la sed, sino la sed lo que se vierte en el agua. Estos trastocamientos revelan nuevamente la voluntad de investigar bajo el orden, bajo lo visible, y transforman la inquietud vital en una imagen afilada y esférica. Por último, la tensión se expresa en ocasionales forzamientos de la sintaxis, que traslucen la dislocación emocional, la pugna por que brote, lejos de la planicie de la referencialidad, una realidad nueva que reconcilie el yo y el mundo, como en este poema, donde se recrea el célebre “yo es otro”: “Nada es ese mar, / de otro, / que yo es.”

Interesa subrayar el uso frecuente del poema en prosa, tan quebradizo y tan fronterizo, en el que González Fuentes despliega un tono melancólico, casi elegiaco -incluso cuando participa de la exaltación del amor y del deseo, temas frecuentes en su poesía-, pero lleno de sensualidad, cromatismo y luz. De nuevo lo opuesto, unido por un impulso unitivo: lo triste y lo ígneo, la pérdida y el latído, la vida y la muerte. Los versos buscan siempre la eufonía: esa música que sólo existe en el acto poético, en ese acto poético, intraducible e intransferible, que González Fuentes practica en cada poema. Los versos vibran como cuerdas, y golpean la membrana de la página con su seca soledad. En este contexto, es importante recordar lo que señala Dámaso López en su extenso prólogo a Ademas del final, y sobre lo que han teorizado autores tan insignes como Pound, Eliot, Gamoneda o Carlos Bousoño; la comprensión no es necesaria, al menos en un primer momento, para la aprehensión y el disfrute del poema; sí que lo es, en cambio, su captacion dérmica, puramente sensorial. “Menos filologías y más fisiologías”, pedía el maestro Borges. Pues eso: la poesía depurada, casi enteca, de Juan Antonio González Fuentes no reclama paráfrasis, referencias a una realidad exterior, ajena a ella, y mucho menos articulación lógica, narrativa, sino una concentración extrema, un adentramiento en su propio latir, preciso y cósmico, que se extiende por la página desnuda como un aceite encendido".

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NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.