Juan Antonio González Fuentes
El ínclito
Iker Jiménez y su programa
Cuarto Milenio han puesto de moda los fantasmas, si es que estos alguna vez no han sido moda, pura moda blanca o transparente, según narran las leyendas. A mí los fantasmas, mejor dicho, sus historias, siempre me han fascinado, y lo he pasado francamente bien en su compañía. Si tuviera que recomendarle a alguien lecturas protagonizadas por fantasmas no lo dudaría ni un instante: los relatos de
M.R. James, los cuentos de fantasmas de la gran
Edith Wharton y la obra maestra de
Thomas Hardy,
El brazo marchito.
No sé si por tanto leer historias de fantasmas, o sencillamente porque estos existen y son realidad mensurable, lo cierto es que yo sí he visto fantasmas y he tenido algún trato con ellos, aunque esta es otra historia que quizá algún día cuente en estas mismas páginas. Sólo adelantaré que el fantasma me observaba irónico mientras yo dormía, y acodado en el quicio de la puerta, como esperando a que pasara un tiempo baldío, contemplaba mi sueño con sosiego y una cierta envidia.
Los fantasmas no tienen nacionalidad, pero sí me atrevería a decir que la tienen los que fabulan con más acierto sobre ellos. Y esa nacionalidad es la británica. Los mejores narradores de la vida y milagros de los fantasmas en occidente son los ingleses, o para ampliar más la geografía, los anglosajones, y a las pruebas me remito, añadiendo a los autores mencionados los nombres de
Henry James, Hartley, Ralph Adams, Lovecraft, Sheridan Le Fanu, etc...
Thomas Hardy:
El brazo marchito y otros relatos (Reino de Redonda)
El por qué de este incuestionable axioma yo creo haberlo descubierto durante mi estancia en la inglesa Universidad de Leicester, donde pase tres meses primaverales gracias a una beca Erasmus. En Leicester, en el mes de mayo, anochecía casi a las seis de la tarde. La residencia universitaria en la que me hospedaba estaba en un inmenso área dominado por casas unifamiliares de más de un siglo de antiguedad y enormes, con sus jardines cuidados, sus muros de ladrillo, sus tejados de pizarra negra, sus grandes ventanas chirriantes de madera, sus jardines cuidados y misteriosos... Todo el área estaba recorrida a su vez por carreteras tranquilas y casi siempre desiertas que comunicaban entre si las mansiones con la zona más urbana. De vez en cuando, durante los paseos, uno descubría una modesta iglesia, un pequeño cementerio con las lápidas decimonónicas al pie casi de las ventanas de las mansiones, grandes árboles de los que bajaban curiosas las ardillas, garajes llenos de trastos sin edad ni razón de ser.
Durante mi estancia me hice amigo de una estudiante sevillana de Derecho que se llamaba Emilia,
Emilia Guisado. Emilia no vivía como el resto de estudiantes en los edificios de albergues de la universidad, sino con miss Patsy en la enorme casa de esta.
Miss Patsy era el prototipo de señora inglesa de más de mediana edad. Ni guapa ni fea, sino todo lo contrario, viuda, delgada como un silbido, algo excéntrica, con una vida en apariencia sosa, con ropajes grises y al margen de las modas imperantes, y dueña de una gran casa de tres pisos en una calle llena de árboles, jardines y casas del mismo tipo.
Pasé bastantes ratos en casa de miss Patsy con Emilia. A veces abandonaba la mansión ya muy de madrugada, y recorriendo sus pasillos oscuros con algo de congoja, no fuese a despertar a la dueña. En aquellas horas primaverales, oscuras y con frecuencia lluviosas en la habitación agaterada en la que vivía Emilia, oíamos absolutamente de todo. Las maderas de los pisos y techos chirriaban y vociferaban cada dos por tres, siempre había habitaciones cerradas y misteriosas al final de pasillos inacabables, todos los rincones de la casa estaban ocupados por espejos y elementos decorativos que producían algún desasosiego, y no era nada infrecuente toparse con la señora Patsy deambulando silenciosa y sin aparente objeto por cualquier rumbo de la gran casa.
Cuando de madrugada regresaba yo a mi cubículo universitario, no era tampoco infrecuente tropezarse con la figura de algún zorro despistado que circulaba por las calles desiertas, y las múltiples ventanas de las mansiones nunca ofrecían aspecto de vida, aunque de forma inesperada sí tenían cortinas que a tu paso se movían casi imperceptiblemente.
Durante aquellos paseos yo no podía dejar de sentirme partícipe de una narración de misterio, integrante de un decorado de película de terror a punto de dar comienzo con la calma que precede a la barbarie. Y ya metido en la seguridad de la cama, no podía quitarme de la cabeza el hecho de estar en el mes de mayo, o en el de junio. Y pensaba cómo sería la vida en aquella geografía hermosa pero inquietante durante los meses más oscuros y tenebrosos de octubre, noviembre, diciembre, enero, febrero, marzo... No podía dejar de pensar en Miss Patsy paseando eternamente y durante horas de lluvia y viento por los oscuros pasillos de su mansión, oyendo temblar las maderas, reflejándose en los espejos, proyectando su sombra delgada contra las paredes..., sola, completamente sola, sola con su pasado. Y entonces la imaginaba manteniendo largas conversaciones con seres de su imaginación, con antiguos parientes muertos hace años pero vivamente vivos en su recuerdo, con fantasmas que no se le aparecían, sino que estaban allí, que siempre habían estado allí, que siempre estarían allí. Y pensé que si la señora Patsy supiera escribir, no le quedaría otro remedio que escribir sobre fantasmas, sobre aquellos con los que vivía y a los que mejor conocía.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.